Quiero creer en la eternidad del mundo y en la doble verdad resguardada al otro lado del eterno cristal, cuya materia presume ante el vacío, desde su nacimiento, ser infinita. Y entonces ya no le temo a la muerte porque, a partir de ella, inicia mi inmortalidad.

Me gusta pensar en la memoria como una pizarra blanca, muy frágil. ¿Qué harías si de pronto tuvieses todo en blanco?, ¿seguirías siendo tú? Si supieses en ese mismo instante 'quién' eras... ¿Retomarías tu papel en el mundo? O, por el contrario... ¿Cometerías la osadía de elegir otra cosa? Me gusta pensar en la memoria como una pizarra blanca, muy frágil... ¿No te sentirías abrumado frente al vacío? Al menos puedo decir que vivo bajo el capricho de mi más íntegra y profunda voluntad.

Era lo que conectaba el pasado con el presente, al igual que esa pequeña membrana dentro del oído interno que nos hace entender lo que acontece a nuestro alrededor. Muchas cosas dentro de nuestro 'no héroe' estaban rotas, tanto física como espiritualmente. Pero era esa consciencia perfecta, la que lo convencía; no importaba que no pudiese escucharlos, no importaban sus órganos heridos y destrozados luchando por reunirse. Porque al final, él le otorga una paz que aunque es falsa... funciona.

—Tengo qué confesarte... me enamoré de ti. "¿Esta es una nueva sensación, no es así?" —¡P- por supuesto! nunca nadie había sido capaz de hacer mis días más brillantes. "No lo niegues, has estado perdiendo el tiempo con imitadores". —Sí, tal vez... por eso vine a buscarte a ti y solo a ti. "¡Pues no busques más, yo tengo la solución a todos tus problemas!". —Oh, dios... es que eres tan buena. "¡La mejor, lo sabes!". —¡Ya deja de estar perdiendo el tiempo, John! Apaga esa maldita radio.

Deslizando, cayendo, sufriendo. Tu espíritu vagó río abajo. De cuerpo hinchado, de ilusiones amoratadas, anhelos que se inflan y hacen ¡plop!; burbujas, burbujas de mi dios moreno, mi guerrero de armadura inquebrantable, de piel endeble y de alma firme. Deslizando, cayendo, silbando. Debías quedarte por más tiempo, y aún así decidiste irte, dejarme la tristeza de una responsabilidad que no deseaba... Sigue flotando, te ruego, yo intentaré otorgar significado a toda esta vida en la que me dejas.

¿Qué sentido tenía, perder las energías a cambio de tiempo... Si cuando hubiese el tiempo, ya no existirían las ganas?

No necesito respirar. Soy un conejo atrapado en un gran sombrero. No necesito la compasión de los hombres, ni sus vítores, ni sus alabanzas... Incluso, de vez en cuando, la autocompasión me estrangula al punto del sollozo, por cómo jalan de mis orejas, para obligarme a vivir en su mundo. Sin embargo regreso, porque amo sentir que existo ante sus orbes y por lo tanto, gracias a esa existencia... Continúo siendo el necesario conejo que Alice persigue hasta el final del camino.

Ellos querían convencerme de que me había vuelto loca; que era el dolor quien nublaba mi juicio y atentaba contra mi propia cordura; Pero yo estaba segura de lo que era, por lo que vivía y por lo que respiraba. Sabía que sin su ayuda parí y que, sin importar cuánto se esforzaran en hacerme creer lo contrario, dentro de aquellas paredes podridas, mi niño aún vivía. Posiblemente no vuelva a ver la luz del sol, pero sus ojos me bastan para seguir, ya que la razón... siempre, fue mía. FIN.

Lo cargué sobre mis caderas. Era más grande ahora, tres o cuatro años, no estaba segura. Pero esos ojos, y esos lunares, se quedarían tatuados en mi memoria para siempre. No sé cómo él pudo reconocerme, pero lloraba de igual forma, aferrándose a mis brazos. "Oso polar" le dije con cariño. "Mami" dijo él... Y las risas silenciosas llenaron los años de obscuridad. Él no debería recordarme, sin embargo, lo hacía. ¿No sería que el destino nos quería juntos de nuevo? O de nuevo jugaba conmigo.

El llanto, tenía que seguir el llanto. Me moví entre las esquinas, en donde las alargadas sombras del subterráneo pudieran ocultar el avanzar de mis pies descalzos. Y observaba a los niños, por si alguno se le parecía al mío. No me di cuenta cuándo comencé a llorar... Egoísmo. Egoísmo. De pronto, unos pequeños ojos marrones se iluminaron en medio de las sombras. Mi ilusión, aquel niño indeseado... No me lo quitaron desde que nació, yo morí cuando lo hicieron. Lo tomé en brazos... y viví.

Y mientras pensaba en retroceder mis pasos, todavía con el estómago revuelto... la imagen de mi niño, de su pequeña sonrisa pueril, se quedó en mi mente como una cruel señal. El corazón bajo mi pecho, latía frenéticamente por él. Las manos me hormigueaban, porque sabía que estaba en peligro, pero me obligué a buscar una valentía inexistente en alguna parte de mi aturdida mente... si yo estaba aterrada... ¿Qué tanto lo estaría mi pequeño, desde que sus propios abuelos lo vendieron a la mugre?

Con aquella tristeza aún entre las costillas, me permití observar lo que el subterráneo me mostraba en bandeja de plata. Si alguien me hubiese dicho, que bajo la ciudad aún existía la esclavitud, quizá me hubiera reído. ¿Realmente no habíamos aprendido nada de la historia? Los niños mugrientos que yacían sentados en las esquinas, a un lado de aquellas famélicas madres, quienes a duras penas podían darles pecho, me dijeron que el hombre seguía nadando en su ignorancia.

No soy tan joven. Quizá la inmadurez con la que tomé la vida en el pasado, me hacen lucir como una simple muchachita abrazada con la rebeldía. Pero en realidad, llevo el tiempo suficiente para responsabilizarme de mis actos (y arrepentirme por qué no, de un par de ellos). Pero... No sé en qué momento, durante mi dolor, ellos llegaron a decirme, que mis razones no eran lo suficientes para sufrir lo que sufría. ¿Acaso habían perdido un hijo como yo lo había hecho?

Las señales, las telarañas, la enorme capa de polvo y tierra en sus alrededores, la muerte conectando con lo poco que quedaba de vida, caló entre mis huesos. Vi... personas. Seres humanos que eran tratados como pestes por otros humanos. Sacudí muy fuerte la cabeza, con miedo de que todo se tratara de una simple ilusión. Y cuando las repugnantes imágenes de lo indigno me obligaron a retroceder, dispuesta a abandonarlos, escuché de nuevo su llamado, el llamado de lo único que me había dado vida.

El sonido de aquel llamado se repitió. ¿Cómo podría bajar?, ¿cómo podría romper esa barrera que me separaba del inframundo? A un costado, vislumbré uno de los edificios que daban al frente de la plaza. Esa, esa sería mi entrada. Parecía la entrada a un subterráneo, pero mi mente no podía recordar si eso había estado allí desde el inicio. “¿Tú qué vas a saber, mujer tonta?”. Las voces del pasado me atormentaban… Pero las voces de aquellos llamados… resultaron todavía más fuertes.

Pum. ¿De dónde venían?, ¿de la derecha?, ¿de la izquierda?, ¿se movían con las patas o incluso reptaban cual serpientes? Inquieta di un par de vueltas, tratando de seguir esa cacofonía con mucha más diligencia de la necesaria. Pum. ¡Ahí! Encontré el camino de sus pisadas bajo mis propios pies descalzos y lo seguí como quien no tiene nada qué perder, pues me llamaba. Un cántico que podía serlo todo, menos una melodía agradable. Cuyas letras me aseguraban: "Ven, él está aquí".

—¿Y cómo esperas que te mire, eh? Leo, no puedes pasarte por la vida contando esas historias de monstruos esperando que la gente te crea. Simplemente no tiene sentido. Y sí, te miro como yo quiera porque me duele pensar que mi único amigo se está quedando loco. Viejo, no me hagas esto... Mira, hablé con Raúl. Me dijo que también estás tardando mucho en regresar a tu casa, sabes que a mí me da igual en dónde metas el trasero, pero no puedes ponerte en peligro de esta manera tan burda. ¡Por favor!

Conforme llegué a la plaza, las vibraciones bajo mis pies se hicieron cada vez más fuertes. Los chillidos se instauraron en mis tímpanos y sentía que la consciencia se me iba por ratos... Pero necesitaba llegar. De pronto, estaba parada en medio de la plaza, allí en donde el silencio era una simple burla hacia los ignorantes. Solo tenía esta noche para juntar las pruebas que fueran necesarias, o de lo contrario, tendría que acostumbrarme a esta vida de encierro que, estaba segura, no merecía.

¡Por fin! Logró desactivar la bomba. Ahora ya no había nada que tem...

El Rey Niño se le quedó mirando a su nueva mascota. No había nada destacable, a lo mucho sobrepasaba su altura por un par de pulgadas... pero nada de lo qué preocuparse. —¡Sí lo quierooooo! —gritó con su pequeña y pueril voz. Los cortesanos comenzaron a correr como gallinas sin cabeza. "¡Lo quiere, lo quiere!" Se movieron los cielos para acatar a uno más de tantos caprichos y mientras los sirvientes entregaron los cofres con el oro, el niño sonrió. Su nuevo bufón era el más bonito de todos.

A la primera pierna en el exterior, le siguió la otra. De un salto, el viento gélido de noviembre me besó las mejillas y la nariz, como invitándome a perderme entre sus mieles; Pero no tenía tiempo de mecerme en él. Di la media vuelta, rumbo a la carretera decidida a ir a la plaza central. Sentía en mis pies el vibrar de aquellos sollozos enmudecidos por el asfalto, entonces ellos se convirtieron en mis ojos. No sabía que desde aquel momento, el destino me acostumbraba... a mi eterna ceguera.

Vida indigna, vida indeseada... pero vida a fin de cuentas. Me quedé un buen rato, con las orejas presionadas en contra de las piedras, escuchando sus golpeteos, hasta que la determinación se me apareció como la peor de las consejeras. Crucé una de las piernas a través de la ventana abierta, cuidadosa de no provocar un ruido que ameritara mi captura. Si mis indulgentes padres deseasen verme en el futuro, ya tendría yo vida, —así fuera indeseada o indigna...—: Para pedir por su perdón.

Como una auténtica lunática revolví las sábanas en la cama y me agazapé sobre las maderas en el suelo. Pegué la oreja, segura de que los sonidos no eran producto de mi imaginación. Y me quedé muy quieta... aguardando. ¡Un respingo! ¡Ahí estaban de nuevo! Caminaban debajo de mi suelo, corrían incluso de vez en cuando, chocando contra algún lugar en el fondo de la tierra. A partir de ese momento, estaba segura de que no estaba loca. Debajo, en algún tugurio de la Ciudadela... Había vida.

Eran los lamentos de las almas que nunca encontraron descanso. Eran el destello de todos sus arrepentimientos conglomerados en un solo llamado de tristeza. Yo no diría que podía escucharlos, que podía sentirlos bajo mis pies... Me condenarían entonces mucho más que cuando osé afirmar que lo mío con mi "niño ficticio" fue más un robo que una alucinación. Pero, fue tan difícil ignorarlos. Nunca podrían culparme, caí. Después de todo... siempre fui más humana que todos esos bastardos juntos.

Con aquel cuerpo bajo sus patas, recordó las noches en las que no tenía por qué temerle a nada. A la orilla de un río, los fantasmas le habían arrastrado una piedra verde, brillosa e inocente. Si había algo a lo que realmente le temiera, era a la atrocidad de dejar de ser un humano para siempre... y aquella joya le aseguró que eso jamás pasaría, si se comprometía a cuidarla y a esconderla de sus verdugos. Los humanos mienten, eso siempre lo había sabido. Y ahora sabía... que las joyas también.

Yo me recostaba en la cama, deseando cerrar los ojos sin saber nada de la existencia hasta el día siguiente. Pero, de pronto, sentía a la tierra temblar. No como en un sismo. Era más bien... un imperceptible vibrar que se quedaba en el aire por mucho más tiempo. Bajé los pies descalzos... y aquella sensación solo acrecentó. Entonces, inquieta, me moví de un lado a otro, sin dar tregua a lo que mi mente me hacía. Nunca podría, no sería capaz... de decir que bajo tierra escuchaba sus gritos.

Veinte mil toneladas de adrenalina llegaron a su cuerpo como una tormenta intempestiva. Si le hubieran visto suelto, seguro que hubieran corrido como ratones a esconderse en sus madrigueras. Se habrían salvado del cruento destino al que habían dado sentencia al capturarlo. Pero no vieron nada… no tuvieron tanta suerte.

Quizá por eso, de pronto la tierra comenzó a temblar, por venganza. Por suerte no le habían encadenado, o la faena que ameritaba luchar por su libertad sería todavía más molesta. El único problema era la droga y su letargo para pensar... Pero... ¿Quién necesita pensar cuando su único propósito es el destrozo?

Pero las emociones no duraban tanto en los seres humanos; al menos no de una manera consistente y honesta. La gente que era parte de Lupercalia era cualquier cosa menos constante... Por eso es que se habían acomodado como la “única medida respetable de existencia”. Porque se convertían en verdaderas bestias y destrozaban todo a su paso. Abandonaban su humanidad, dejando el pellejo en alguna parte de sus recuerdos... y afilaban los dientes en los huesos de sus semejantes.

Bastian juró que su destino estaba sellado desde que cerró los ojos. Se resignó, recordando los dolores de una vida indeseada. Vio cuerpos ensangrentados que salían volando por doquier, la lupercalia parecía más un espectáculo de un circo de mal gusto... No sabía con exactitud, cuántas veces había vomitado, pero estaba seguro de que lo haría de nuevo, si las locuras continuaban... Parecía que acudir al ser oscuro era la única forma de salir con vida; por eso impuso su voluntad ante el destino.

Quizá el problema era que las personas se resignaban, tanto a la desgracia como a la hambruna. Quizá era la manera en la que, agotados, se dejaban manipular por los hilos de un destino falso... Pero —para mi mala fortuna— yo no era igual a ellos. Por eso corrí entre las calles podridas de una ciudad corrupta, dispuesta con toda el alma, a desenterrar los cadáveres que fueran necesarios. Después de todo... Tratando de locos a los cuerdos, es como los abusivos se abrían paso por la vida. ¿No?

Movió las costillas como si se tratara de una manualidad. El sonido latente de la culpa llenaba los espacios entre la carne descompuesta. Pero el silencio le advirtió que todo había valido la pena. Ya no habrían quejas, ni las del hombre enfermo, ni las del carnicero de la cuadra.

—De nada —contestó—, no te sirven de nada. Todos en la reunión le miraron desconfiados. Las mujeres de Luperca le llenaron de reproche, mientras sacaban a un desgraciado desde el fondo de la cueva. Temblaba, gritando por clemencia a cada segundo. —Exactamente —afirmó Luper— esto es lo que sucede cuando se mofan de nuestra diosa. Esto es lo que sucede, cuando osan imponer vuestras creencias a la fuerza: el filo de nuestras espadas imparten justicia. Entonces el desgraciado... dejó de gritar.

El destino era una cosa muy curiosa en los hombres solitarios. Se disfrazaba de voluntad propia, altanería e incluso un poco de osadía que bien valían un par de aplausos y palmaditas en la espalda; pero, este no fue el caso. A Bastian R., le bastó un minuto entender que el destino que eligió de antaño, no era más que la voluntad de un enorme sistema del que a duras penas conocía una pieza. La punta del iceberg se alzó frente a sus narices; y le invitó una última vez... a burlarse de su fortuna.

Un entumecimiento, parecido al que dejan las drogas asiáticas en la mente, se adueñó de su cuerpo en un santiamén. Había una espesura extraña en la parte superior de su cabeza, pero tampoco se quejó; Si aquello era un sueño, ya después rogaría por despertar. —Te juro que lo dejé aquí. La confusión se hizo cada vez mayor y una agudeza atacó. —¿De qué me sirven tus juramentos, Bastian? Entonces deseó que su corazón dejara de latir... para que no supieran que estaba a punto de matarlos.

Se le habían acercado en masa. Como los cobardes. Visto bueno le habrían dado, de no ser porque temblaba demasiado. Los idiomas y los ademanes le sirvieron para lo mismo que ahora le servía ser creyente. —¿Dónde has puesto la joya? Los devotos a Luperca se quitaron las capuchas, entonces el desgraciado entendió la naturaleza de su destino. —No recuerdo. —¡Nadie nunca recuerda! hasta que su sangre se escurre entre las piedras. Entonces, como por arte de magia... recobran la memoria.

Ellos quieren convencerme de que me he vuelto loca. De que es el dolor el que nubla mi juicio y atenta contra mi propia cordura, contra mi propia mente. La desesperanza me embarga a veces; Pero entonces, los fragmentos de quien soy, de lo que vivo, y por lo que respiro regresan revoloteando, raudos; segura de que esa carne nunca fue mi carne. Sé, que sin su ayuda parí, y que, sin importar cuánto se esfuercen en hacerme creer lo contrario, dentro de estas paredes podridas… mi niño aún vive.

—¿Fue él?, ¿él les vio? —bramó su pregunta como un enfermo. Doblando las piernas mientras ocultaba el temblor de su cuerpo dentro de su gran sotana. Se deslizó con el paso que solo la muerte puede tener, receloso, frío y cansino. —Sí —contestó el muchacho, al pie del templo. —¿Cómo estás tan seguro? —Porque solo quienes le han visto, escupen sus rezos de la manera en la que él lo hace... cómo si quisiera escapar. —Pero... —¿No lo entiende, padre? No se preocupe, él... nos lo hará entender.

Los sueños se me escapan, si bien el reloj marca las doce; Y yo los dejo libres, sin siquiera tratar de evitar su escape, por el miedo a que se vuelvan pesadillas.

La capitana dio vuelta a la izquierda en el segundo cuadrante. Y aunque quiso pensar en el futuro de una manera más positiva... el conteo de oxígeno en rojo, no se lo permitió.

Me enfadé con mi mejor amigo. Desde la última confrontación, es difícil estar en la misma habitación... trato de llamarle y de arreglar las cosas, pero él solo me ignora, prefiere mirar a la ventana, hacia el árbol en donde se esconden las ardillas. —No puedes enojarte para siempre. Me escuchó, pero me ignoró abismalmente. —Bien, entonces busca a alguien más para que te lleve en auto. Eso pareció rendir frutos, porque se levantó y caminó hacia mí. Le acaricié el cuello. —Perrito bobo.

Mis manos lo han sido todo desde que soy violinista... O al menos, lo eran.

Mi trabajo era sencillo, aunque nunca entendí cómo lo obtuve. Verán, la bomba está aquí frente a mí y yo solo tengo que cortar el cable rojo... ¿A quién se le ocurrió darle este empleo a un daltónico?

Los reproches de una guitarra que rasca, muy dentro de su alma para sacar aunque fuera un poco de vida. Los pozos tan profundos como las cicatrices que se guardan en pieles gitanas y que cuentan hazañas nunca antes clamadas. La piel anciana, arrugada, es la sabiduría del viejo que la toca... y no lo humedecido de su madera. Es la lágrima que cae recordando la juventud, y no el corazón que la añora como un sueño.

Observó al borgoña de su engaño; Entonces el índigo del veneno descendió, mucho antes de que la esperanza huyera despavorida a través del alféizar. Ella la miró como la muerte misma, quieta, silenciosa e implacable. Y cuando sus álgidos dedos le tomaron de las mejillas, lo entendió. Ella había ganado, por hoy... y para siempre.

¿Por qué tienes que actuar como si me tuvieras en la palma de tu mano? ¿Sería tan catastrófico que fingieras por un segundo que aún tengo voluntad propia?

Encontré entre la penumbra un tifón, turbulento y salvaje, que llevaba en su centro letras gigantes. Descubrí entre sus comas y acentos, a formarme como individuo y a retratar una viva voz en acuarela y óleo, en igual medida. Encontré entre la penumbra un tifón, turbulento y salvaje, quien entre vientos y gritos me exclamó un día: "hijo, tú eres escritor". Y le creí.

A pesar de estar a salvo, el corazón nunca cesó su desenfrenado palpitar. Mi verdugo, quien yacía a mi lado, no era mi enemigo, ni tampoco lo era la espada que sostenía entre sus dedos. Mi verdadero enemigo, estaba arriba, en lo alto del cielo; condenado a mirarlo por el resto de la eternidad, desde las profundidades del infierno. —Ya renacerás —dijo jaguar. Y lo siguiente que observé, fue a mis ojos dar vueltas, entre las escalinatas del gran castillo, separada del cuerpo para siempre.

Cargo el orgullo en mi armadura de bronce. La guerra ha terminado, pero no encuentro a mis hombres victoriosos, solo veo a estos terribles y ruidosos carruajes sin caballos. Pregunto a los pueblerinos por el castillo del rey, pero sólo se limitan a verme con el rostro confundido. Al parecer piensan que busco "La fiesta de disfraces de Nueva York", lo que sea que eso signifique.

Quizá hacía falta ver la verdad como la dolorosa traición que en realidad es. Pero es más fácil, mucho más fácil cerrar los ojos y pretender que no has enterrado a tus convicciones junto a las tumbas que cavaste para ellos. ¿Crees que ella estaría orgullosa? ¿Que te miraría a los ojos y te diría lo maravilloso y necesario que eres? Yo lo creo. Creo que estaría satisfecha, y ese siempre ha sido la carta que te envía desde el infierno: la absoluta certeza de que aún eres el «hijo perfecto».

No pueden culparme, ni tú ni ella, por perder la cabeza. Tienen que entender, cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo. La desesperación hace cosas muy interesantes con nosotros. Creo que si la adivina me hubiese dicho que moriría, lo habría tomado de mejor forma, pero no, tenía que decirme que mi sobrino era lo más cercano al anticristo que la humanidad había visto... Mi hermana aún no entiende que acabo de salvarle la vida.

Cuando volví de la vida, me di cuenta de cuánto extrañaba la tierra.

En las palabras que me abandonan predomina el temor a una madre que no me ama. Pero la madre que tengo, sí que me ama. Me ama de una manera que aunque no comprendo, es real. "Ella me amó de verdad... solo que no sabía cómo amar". Es así como comienza mi infortunio, en su amor, en su egocentrismo disfrazado de dicha y buen humor. Porque me lastima, y se mofa, y no entiende, —o finge no entender—, pero no puedo evitar sentirme invadido cuando, amorosa, se aproxima decidida a curarme las heridas.

—Y entonces... ¿Quién será el responsable de este desastre, profesor? —¿Responsable? —El Gen V no fue tan definitivo como les prometimos a estos muchachos. Estamos enviando a miles de jóvenes al matadero. —No, Kim. No estamos enviando a nadie a ningún lado. Si usted no está dispuesto a asumir los daños colaterales de la victoria, entonces puede sentarse a esperar su derrota. —¿Daños colaterales? —exclamó Kim con rabia—. ¡Los está sacrificando! —Un sacrificio necesario que nadie recordará.

—No se preocupen muchachos... Uno de ustedes sobrevivirá. Y mañana no tendrá que lidiar con el dolor de perder a un amigo... Porque no recordará nada. Ni sobre mí, ni sobre mi adorada mascota; esa, esa es la verdad. FIN.

—Leo... Leo, cállate. ¡Cállate ahora!, ¿Qué no te das cuenta de lo que hace esta maldita vieja?

—Marco tiene razón, Victoria. Estamos diciendo toda la verdad. ¿Ha contado últimamente su ganado? Seguro que hacen falta cabezas... Rondando por ahí, con esas horribles patas ensangrentadas. ¡Podemos ayudarla a llevarla lejos de aquí, a usted y a doña Carmen. A todo el pueblo de hecho... No, no entiendo. ¿Por qué nos mira de esa forma?, no nos cree, ¿cierto?

—¡Perdónanos Victoria! Pero sus rebaños... No, déjese los rebaños, todo el pueblo está en peligro. Allí, cerca de los bosques, hay un horripilante animal. Leo y yo estamos seguritos de que lo vimos. No nos siguió, pero es escalofriante pensar que algo tan horrible como eso está a dos pasos de nuestras casas.

—Pero muchach... ¡Muchachos, no! ¡Mis lechugas! Parecen un par de salvajes. ¡Van a asustar al rebaño, dios mío!, ¿pero qué les pasa?; ya saben que a mí no me gustan sus bromitas, soy muy vieja para eso. No, no, suficiente tengo con que el descarado de Marco me llame "Vicky" como si fuera su compañerita de la escuela. A ver si...

—No puede ser... Esa cosa no puede ser real. Me estoy volviendo loco, eso es lo que pasa. Y, ¿ahora qué?, ¡quita esa cara de "te lo dije", es molesta. Solo conduce... Santa madre, no puedo creer que en el mundo existan animales tan... ¿Era eso un animal? Quizá no hemos dormido lo suficiente.

Caminó a paso lento, en donde el llantito había llamado su atención. Poco importó que la lata fuera lo más cercano que tenía a un juguete en aquella navidad solitaria. Sintió la nariz congelada y pero se arremangó el abrigo para sacar la mano con mucho cuidado. Una dulce perrita con sus cachorros, se cubrías de la nieve entre desgastados telares. El niño tomó su chaqueta y cubrió a los perritos... A Dorian Sweet le habían dado un regalo de navidad ese año: Ya nunca más estaría solo.

Entonces la lata se perdió entre un callejón oscuro. La nieve densa amortiguaba los pasos de Dorian como si quisiera abrazarle las piernas para dejarlo quieto. A lo mucho faltaban un par de horas para navidad... Navidad que nunca significó para el chiquillo, más que una noche de tantas, atrapado en las calles de la ciudad. Algo se removió al fondo de la penumbra. Un chillido. El sonido de la lata, de nuevo. Y luego un chillido más. ¿Puedes culparlo por tener la curiosidad de avanzar?

Estaba atrapada, pero no con cadenas. Sino con la impotencia con la que se mira una injusticia, sabiendo que no se puede hacer nada para remediarla.

Me sentí aterrada. Nadie en el mundo me había orillado a buscarlas, mi propia voluntad me levantó esa noche, fueron mis tímpanos quienes me hicieron ver aquellos llamados como una pedida de auxilio. Mis propias pupilas se habían embelesado con la idea de bajar hasta sus fauces. Salí, persiguiendo una voluntad difusa que ahora pretendía aterrarme las carnes hasta el punto de la muerte. Pero... Si yo contaba mi historia de nuevo, ¿entenderían que nunca quise buscar mi propio mal?

Las pisadas de un alma en pena me pusieron en alerta. Y mientras más avanzaba, me di cuenta... No, no era una sola alma la que gritaba. Eran un arsenal completo de entes robados y miradas muertas. Entre un tumulto de basura, bajando a pie descalzo hacia el subterráneo, el dolor de su putrefacción llegó ante mí como lágrimas resignadas, como vidrios sobre piel. Allí estaban conglomeradas todas juntas. Esperando ansiosas a la muerte estaban... las pobres y mugrientas ratas de la ciudadela.

Dorian R. Sweet. Ese era su nombre. Nadie recordaba lo que la "r" significaba, pero todos solían llamarlo por su nombre completo. Inusualmente, tenía un apellido. Y este, aún más inusual, se pavoneaba entre su nombre con sencillez y galantería. ¿Cómo un pordiosero como Dorian podía poseer tal llamado? Las calles de Quebec se enredan por infinitos caminos, mientras Dorian patea una lata vacía, caminando sin rumbo, sonriendo... Porque no importa cómo le llamen, él sabe quien es realmente.

—¡Solo no lo guíes al aut...! De veras que contigo nada sirve, eh? Solo quería que lo vieras. No que te bajaras a revisar como si quisieras morirte antes de los treinta. Dios. Te lo dije, te lo dije. Esa... Cosa nos está espiando desde hace meses, estoy seguro de que es ese monstruo el que se lleva a los rebaños de Victoria tan aleatoriamente.

—¿Me traes aquí para ver a tu monstruo y luego te arrepientes? En serio, pon claras tus ideas, cada vez quedas más y más confundid... ¿Qué?, ¿ahora que te pasa?, ¿qué tanto... balbuceas?, ¿atrás?, ¿atrás qu...? ¡QUÉ CARAJ... AH!

—¡No!, ¡no te bajes! Si te encuentra entonces, arhg... Solo debes mirarlo, no entregarte como su alimento.

—Leo... detén el auto... ¡Detén el auto, ahora! Me voy a bajar aquí mismo. Ya no puedo con tus alucinaciones. En la vida de todo hombre, llega un punto en que las fantasías solo sirven para dar dolores de cabeza... ¡Argh!, regresaré al pueblo yo solo. Déjalo ya. Cuando se te pasen los efectos de lo que sea que te fumaste, me llamas.

—Tengo la sospecha de que nos vigila... ¿Nunca has... Nunca has sentido que algo no cuadra? Como si olvidaras algo importante, algo que antes nunca podrías ignorar, pero que ahora, por más que te esfuerzas... no tienes idea de qué es? Estoy seguro de que ese monstruo nos vigila... y así como nos observa, así se encarga de que olvidemos su existencia y su escrutinio.

—No lo sé... Es que todo parece tan difícil de creer. Mira, te seré honesto, fui a preguntar a los vecinos en la orilla del pueblo, en donde me dijiste que escuchabas los ruidos y... Nadie sabía de qué hablaba. Incluso doña Carmen me regañó por andar alterando a los niños, ya sabes que su casa siempre está repleta de niños...; pero por más que insistí, no supo decirme. Luego llegas todo alterado pidiéndome que me suba a tu camioneta. Entiende que yo también estoy confundido...

—¡Y tú qué le haces caso a Raúl! Es un entrometido. Por eso te traje aquí. Para que lo veas con tus propios ojos. Esta criatura de la que te hablo es... Dioses, de verdad. Estoy seguro de que está buscando una manera de llegar al pueblo. Y cuando lo haga... ¡No quiero ni imaginarlo! Tú tienes una hija. No me irás a decir que no lo harías todo por ella. Esta criatura... Si lo hubieras escuchado, cómo masticaba, cómo tragaba. El ruido de este motor se queda demasiado corto. No quiero este final.

—¡Ya te dije que no sé cuándo comenzó! Eh... era como esa especie de circunstancia que sabes cercana, pero que no ouedes comprobar... como si... como si escucharas que afuera llueve, pero al salir, el sol está en lo alto, burlándose del poco sentido común que se escurre entre tus ojeras, o entre tus pestañas, hartas de la vigilia. No sé cómo es posible que todavía pueda hablarte como lo hago ahora, solo sé que... lo que vi fue real. No, no, no me mires con esa cara, demonios hablo hablo en s...

El llamado carbonáceo de mi carne me indicó que aquel metálico fin estaba llegando como el pago de una furibunda deuda inmerecida. Sabiendo que mi ocaso se avecinaba, me encargué de prender en llamas toda aquella ciudad que había traicionado a mi gente. Me volvería cenizas junto a su pueblo. Pero yo renacería... ellos no.

¿Estaban muertos? Realmente lo dudaba. Los fantasmas no aparecían ante los vivos sin propósito alguno, no proferían sus cacofónicas voces esperando el pánico de los humanos. No existían para asustarnos. Ellos simplemente "vivían" su existencia de la manera en la que les tocaba. Y así como a las ratas les gustaba moverse de un lado a otro bajo la tierra; así los fantasmas se movían entre los cuerpos del mundo. ¿Por qué entonces nos aferrábamos a la idea de que, habían venido por nosotros?

El metal más poderoso de la galaxia, cuyo material superaba con creces al tungsteno de la Tierra Prov 412, se vio desplegada en miles de pedazos en medio de aquel desierto sin nombre. La caída le había roto las alas, por lo que, adolorido y sin poder surcar los cielos, se vio obligado a soportar a aquel sol quemándole la piel. Ahora, perdido en un planeta desconocido, tenía una sola preocupación... Sobrevivir.

Solo quiero regresar a ser... aquello que nunca fui.

A Luper no le dio tiempo de gritar el paradero de la joya. Al igual que a "ella" se lo había tragado a bocanadas... y ahí se quedaría para siempre, resguardada de las verdaderas bestias. Bastian huyó, con los recuerdos difusos de haber bebido aceite viejo. Y, en medio de su faena, cayó, al frente de un monje, al que ilusamente llamó "destino". —Yo... —suspiró al punto de la inconsciencia, se ahogaba con sus palabras. Sentía a la piedra rascarle en el cogote —Los vi. Luego... todo se reinició.

Todos los hijos de Luperca lo rodearon, intentando frenarlo con sus cuerpos desnudos. Hombres cuya fuerza no le envidiaba nada a la de los héroes en las epopeyas, fracasaron en mantenerlo a raya. Bastian R., no se había convertido en un demonio intangible, preso de formas difusas. Aquello no era lo que la sangre de Luperca creaba en sus hijos, entonces... ¿Por qué el orígen de esa horripilante magia tenía un deje tan familiar? Algo llamó la atención de Luper... Un brillo que le supo... a verdad.

—¡Piedad! —Luper escuchó a sus hombres rogar como aquellos cobardes a los que aborrecía, mientras observó cómo aquel prisionero se arrancaba las pieles con las propias uñas. Jamás hubiera admitido que muy dentro de sus carnes, estaba temblando, pues ni muerto le sacarían aquella verdad maldita de las cuerdas vocales. —Tú... ¡Hipócrita! —profirió— ¡eres igual a nosotros, por eso te robaste el alma de Luperca, egoísta, despiadado! Y con la tierra crujiendo bajo sus cuatro patas... le atrapó.

Y entonces la verdadera masacre comenzó. La bestia fue liberada desde las entrañas de Bastian R.; su cuerpo le perteneció más a un oscuro y antiguo hechizo del que solo quedaban vestigios. Cuerpos que caían, bocas que gritaban, pieles que se rompían presas de unas grandes garras que no parecían tener piedad. Gritaron acobardados. Los rituales cesaron e intentaron resguardarse. Sin duda los lupercales eran más... Pero un hombre sin raciocinio pudo reducirlos a presos aterrados que solo pedían...

En aquellos momentos, el niño se me aparecía más como un fantasma. Como una treta de mi propia mente para reducirme a poco menos que una lunática. Aterrada busqué ayuda por todas partes, pidiéndole a las personas que me explicaran por qué sentía que de mi vientre realmente había salido un niño. —Entiendo tu dolor, hija —dijo ella—, pero tú has sido estéril desde el nacimiento. Nunca pudo nacer un niño que fuera tuyo. Pero entonces, ¿por qué en las noches, presa del insomnio lo escucho llorar?

Los miedos, de saberse repulsivo y villano, calaron en su mente si bien los parloteos se hicieron cada vez más fuertes. Había escondido esa esmeralda mugrienta en un lugar remoto y no diría nada. Jamás sucumbiría ante las amenazas y la tortura. Por eso se negó a llamar a la bestia desde el fondo de sus podridas costillas y rogó porque no le convirtiera en un asesino de mayor calaña.