No se por qué será, que no puedo contenerme de darte el gusto de robarte una mirada. Es tan fácil ceder cuando estás alrededor. Se me escapan las sonrisas, se me silencian los pensamientos; luego me pregunto quién serás.  Es extraño que me parezcas tan espectacularmente brillante. Será la idea de ti que llevo en mi cabeza que me gusta tanto; será tu rostro dejándose llevar por el sentimiento de estar sumergido sobre la suave caricia del sonido en el aire.

Pero hay un secreto que todos conocen. Uno que yo nunca me he permitido escuchar. Me dijeron que es como un susurro cálido en el oído, que pesa sobre los hombros y el corazón. Me dieron miles de ejemplos, pero la verdad es que yo no los entendí. Es una lengua diferente, es una vida aparte. Yo, sin amor. Hablo de sentimientos que no sé si serán reales, pues para mí aún son fantasía.

Yo no lo quería, nunca más. Sabía perfectamente que él no solo me era prohibido, sino que no me convenía; que lo que nos separaban eran galaxias enteras y que yo no tenía ganas de cruzar ninguna en su nombre. Pero creo que mi corazón extrañaba sentir y por ende, me torturaba abrazándose al recuerdo de lo que alguna vez fue, como si estuviera llamándolo de regreso. Pero no. No iría allí de nuevo. La sola idea de ello me revolvía el estómago y me hacía querer vomitar. No más amor. Y nunca más él.

Me está mirando. Creo que compartimos pensamientos. Que el clamor de nuestros corazones es por otros que ya no existen, pero nos dejamos caer en la fantasía de que podemos encontrarlos aquí y ahora. Él no me quiere y yo no lo quiero. Pero no sabemos cómo arreglar nuestras almas, fragmentadas por el duelo de amores perdidos. Así que nos perdemos juntos, esperando que eso pueda calmar el caos que sentimos dentro y apagar un poco el fuego interno de lo que no somos y ya no podemos ser.

Yo no creía en nada hasta que te conocí. Pero ahora pido deseos a la luna y le hablo a las estrellas, esperando que te traigan a mí. Que el destino era un cuento, que el universo un invento; y ahora les hago llegar un pedido solitario de sanarme mientras intento sacarte de mi alma y de mi corazón. Pero la luna me sigue todos los días a casa y creo que llora conmigo. Porque te llevaste el brillo de la vida y el color de la ilusión. Ahí, dónde estés, me olvidé el corazón.

El aroma petricor inundaba el espacio y se escuchaba, con total claridad, el sonido hipnotizante de las gotas que cedían ante la gravedad y caían, sin remedio, al suelo para juntarse. No habría forma adecuada de describir cómo la ciudad se levantaba con una belleza imponente a sus ojos. Tratar de hacerlo sería mentir, pues esa muchacha se fundía en la lluvia como si fuera parte de ella. [ Parte dos ]

Ella nunca sabría cómo explicar esa sensación. Ese extraño silencio en el cuerpo, esa irremediable sensación de que todo, allí, estaba en su lugar. Habría jurado que todo se había detenido, como si con la tormenta, el mundo estuviera conteniendo la respiración. Un aura melancólica se cernía sobre la ciudad y la teñía de un gris platinado que tornaba la vida de un dramatismo nostálgico. [ Parte uno ]

La forma en la que sonreía me hacía retener el aliento. Quería sujetarla y decirle que se detenga. Que se avecinaba una tormenta que tal vez no podría sobrellevar. Pero yo la conocía bien. Ella amaba la tempestad. Y su corazón aún correría, incluso para conformarse con nada. Quería arrastrarla lejos, pero sus ojos ya tenían ese dulzor; ese brillo rebosante de ilusión que te ablandaba el corazón. ¿Cómo podía hacerla yo entrar en razón? Ella ya estaba en caída libre. Solo podía esperar el impacto.

Todas las veces que te encontré por casualidad, me convencí de que había una razón para tener que verte. Que las estrellas se habían alineado y que todo culminaba en ti. Destino le llamé, aún sabiendo que no existía; enamorada de la forma en que sonaba, llenándome de una ilusión que sabía iba a terminar marchitándome. Le puse nombre a sentimientos fantasiosos y busqué significados en acciones vacías. No había nada detrás de ti y de mí. Cruzamos caminos porque íbamos en la dirección opuesta.

Nada había acabado. Decirnos eso no era más que una mentira para aligerar nuestra carga; el ciclo siempre volvía a comenzar. Así que ahí estaba yo de nuevo, frente a la puerta. Él abrió antes de que yo pudiera tocar y, con la expresión más desesperada que había visto nunca, me dijo: —¿Por qué estamos aquí de nuevo? Le sonreí con toda la fuerza que pude. La verdad es que no lo sabía: por qué vivíamos condenando nuestro corazón a una tortura sin fin, ni quién nos había impartido este castigo.

Mis ojos se deleitaban con el placer de mirar a un punto lejano en el cielo, pensando en la forma de las nubes. Y las flores no provocaban la nostalgia de un gesto que nunca se dió y las canciones no dejaban un sabor amargo en mi boca al cantarlas con todo el corazón. Porque allí no había nada y allí ya no estabas tú.

—Está preciosa, ¿o no? Pero Bell siempre había sabido que Eva era preciosa. Sin embargo, esta vez era particularmente diferente: hoy se sentía extrañamente cautivado por su sonrisa y la forma en la que sus ojos relucían con un brillo que nunca le había visto en la mirada. —Está radiante —le contestó, sin apartar la vista de la delicada figura de vestido blanco. Eva le sonrió en la lejanía, guiñándole un ojo. Fue en ese momento que comenzó: a conmoverle el corazón y revolucionarle el alma.

El cuerpo me vibraba pidiéndome gritar. Fatigado con la forma en que me castigaba en silencio, intentó hacerme pagar todas las veces que yo había, a propósito, suprimido todos mis sentimientos. Y se aseguró de que todos los días recordara con pánico el momento en que se revelaba ante mí: la horrible sensación de que perdía el control de mi mismo. Las palabras no volvieron a acudir a mí. Mudo, cansado, a punto de desfallecerme por las heridas, me levanté tambaleante. No había más que decir.

La Navidad había dejado de ser la misma hacía tiempo. Los villancicos cantados por tres niñas desafinadas y la espera eterna hasta los regalos de Papa Noel eran cosa del pasado. Ahora, éramos solo cinco personas dispuestas en una mesa en un silencio incómodo, con comida abundante que usábamos como excusa para no hablar. Una familia fragmentada, que evitaba hablar de cuan infelices se sentían uno al lado del otro. ¡Feliz Navidad!, pero de feliz no tenía nada.

Nadie, ni en un millón de años, se imaginaría lo marchita que está su alma. Pero Evereth lo ve: el tenue resplandor de la vida opacado por un escalofriante gris oscuro, parecido a una maldición, que la rodea completamente. Evereth siente un escalofrío cada vez que la escucha reír, porque sabe perfectamente que su alma está rota. Y en silencio, le habla, le grita, le dice que la detenga, que por favor la saque de allí. No, sus sonrisas están vacías. No, ella no es feliz.

—Sí, a mí me gusta alguien. Nunca diré su nombre. No hablaré de ella. No quiero hablar de ti. Porque te temo tanto; me aterra la idea de admitirlo, la intensidad con la que sentiré todo una vez que lo haga real. >> No sé cómo llegar a ti. No puedo. Así que caminaré contigo, sin que lo sepas. Me ocultaré de los sentimientos y vendré a ti siempre con una sonrisa, aún cuando todos los días me duelas un poco más.

—Eso es todo, entonces. —¡Pero ni siquiera está lloviendo! Armath suspiró. —Las parejas no siempre terminan en días lluviosos, Ella. Deja de ser tan dramática. Ella se quedó callada un segundo. Luego lo miró, como si lo entendiera. —Entonces por eso terminamos, ¿no? Porque ninguno siente llover dentro suyo ahora. Él parecía sentirse culpable. Ni siquiera pudo mirarla. Estaba avergonzado por sentirse aliviado con sus palabras.

No había lugar para él, eso le parecía. Que el mundo estaba en una sintonía diferente; que su existencia era simplemente errónea. Mirando desde la ventana, sintió envidia de todos aquellos que tenían un lugar a donde ir; sintió celos de cualquiera que pudiera tener un lugar llamado hogar. No importaba dónde estuviera, todo se sentía incorrecto; era una carga, un estorbo, un saco vacío de nada que solo ocupaba lugar. Sin rumbo, triste y solo. No había nada para él; nada en lo absoluto.

Dentro de mí, algo ha abandonado su sitio. Cuando veo su rostro, sé que debería sentir algo electrizante, vibrante, rebosante de una emoción más grande que la eternidad. Pero esa sensación ahora me es ajena y así como así, el sol se volvió menos brillante y yo no me siento tan yo. ¿Por qué cambiamos y por qué solo soy yo? No, yo ya no puedo quererte. No creo poder experimentar algo parecido por nadie nunca más. Estoy vacía. Y creo que lo prefiero así.

Era la décima vez que Fleir y yo nos encontrábamos en el día. Las había contado, una tras otra, después de la tercera. Ansiosa, había esperado que hubiera una siguiente y, cuando sucedía, un sentimiento poco conocido me vibraba en el cuerpo. Fleir y yo no éramos amigas. Pero yo no podía evitar mirar siempre hacia donde ella estaba. Y particularmente hoy, brillaba. Fleir se sentó a mi lado. Olía a primavera. Entonces me sonrió y los planetas se alinearon, porque Fleir Mikelson me gustaba.

Adrián se tardó cinco minutos en entenderlo: nadie allí tenía alas para volar. Le costó horrores pensar en cómo vivían esas personas sin la habilidad de dejarse ir con el viento, de vibrar con la vida, de palpar el sol. Las alas de Adrián eran majestuosas: enormes, blancas, fuertes; con ellas, no había límites. Pero a todo el mundo le parecían abominables: una horrible manifestación de una libertad que ya no tenían. Por eso Adrián siempre esconde sus alas y, a la larga, dejará de volar.