Estás de pie, luchando ferozmente contra tu propio cuerpo, contra las sigilosas súplicas de este por alcanzar un estado de reposo. Te tambaleas a cada paso. Casi no puedes avanzar. Incluso tiemblas. Sabes que no podrás mantenerte por mucho tiempo así pero la realidad se impone sobre tus deseos de cesar. En frente de ti hay una pequeña cama de madera, de esas que han vivido el paso de un siglo a otro. Con un cabecero desgastado, bañado en formas sin patrón.
La cama no está vacía.
Acostado sobre las grises sábanas bañadas en sudor, con la cabeza apoyada en una almohada vieja y sucia se encuentra Él. Su cabello, negro como el de un ciervo que anuncia muerte descansa revoltoso sobre una frente pálida, repleta de cicatrices y arañazos; algunos más profundos, como el de su pómulo, que naciendo en la comisura de su ojo derecho desemboca unos centímetros por encima de su labio. Otros convertidos en recuerdos tatuados en la piel, fruto de un carácter difícil y desapacible. Sus ojos color del ámbar, adornados con unas pestañas largas y pronunciadas. Siempre te ha gustado ese rostro, es armonioso, sosegado. Desde que vuestras miradas se cruzaron aquel catorce de mayo de un año cualquiera, supiste que sería el hombre con el que debías casarte.
Tres años más tarde descubriste lo equivocada que estabas.
Y ahora estás aquí. En esta pequeña y débilmente iluminada habitación. Tanto que hasta comienza a producirte escalofríos, algo de claustrofobia. El olor a humedad inunda tus fosas nasales. No quieres estar aquí. No quieres seguir despertándote en una casa de torturas construida a tu medida, cumpliendo una cadena perpétua autoimpuesta. Desearías salir y de hecho, puedes hacerlo. Hay una puerta y no está cerrada. Pero no lo haces; ¿por qué no te marchas?
Sientes como si la escasa distancia que separa una pared de la otra disminuyese por minutos, encerrándote. Y sí, también hay una ventana, pero es vieja y está estropeada; ¿por qué no la arreglas?
Los sutiles rayos de luz que consiguen atravesar las gruesas cortinas grises permiten realzar los bordes una pequeña mesita de noche, colocada en el lado derecho de la cama. Apoyado en esta se encuentra un marco que acoge dentro una fotografía vieja y arrugada de un recuerdo feliz; dos personas abrazándose. Son tus padres, años antes de su muerte con pocas horas de diferencia en el hospital del pueblo.
En la otra esquina del cuatro yace un viejo tocadiscos. Alberga uno de tus discos favoritos de Los Beatles, ese que tu prima Paula te regaló por tu veinte cumpleaños. Una lástima que Él lo rompiera tan solo unos meses después, fruto de un malentendido con tu amigo de la infancia.
—¡AAH! —gritas a la par que tu mano derecha asciente hasta el origen del dolor.
Es por tu cabeza; ¿qué le ocurre?
Sientes como si miles de agujas atravesaran tu cerebro. Cierras los ojos un instante, o más bien, aplastas los párpados.
Lo más importante para ti ahora mismo es Él. Asi que desprendes tu mano de la cabeza y permites que tus pupilas recuperen visibilidad.
Suspiras con dificultad y decides ignorar el dolor.
Le observas fijamente desde una distancia corta pero prudente. Como si fuera lo único que existiera, como si temieras perderte algún detalle de ese instante, por pequeño que fuera. Acaricias con la mirada el contorno de su rostro. No puedes evitar preguntarte; ¿por qué lo has hecho?
Él te observa.
Y ahora te inclinas hacia él y deslizas tu mano derecha, temblorosa y fría, hacia su rostro. Buscando desesperadamente algún tipo de contacto más íntimo. Porque lo necesitas, necesitas sentir su presencia. Tus pupulas viajan como si de un tranvía se tratase; de un destino a otro, una y otra vez, ojos y labios, en bucle. Tratas de encontrar el consentimiento en su mirada. Una sonrisa de aprobación. En vano. Él no reacciona. Sus ojos parecen perdidos en el infinito.
Los minutos pasan pero te niegas a desprender del que un día fue tu príncipe azul. Aunque ahora por fin te preguntas... ¿De verdad lo era? Lo vuestro se calificaría más bien de como un acuerdo ilícito, una dictadura silenciosa difuminada con poesía y flores. Adornada con palabras de lamento navegando hábilmente entre los mares de lágrimas que tantas veces derramaste. Pero todo eso ahora ya no importa.
Acaricias con la yema de tu dedo gordo la áspera piel de tu contrario. Anhelando una respuesta que en sentencia, no obtienes. Así que finalmente decides privar tu mano de la fricción de tu compañero. Sin dejar de observarle como un perro fiel.
Tienes tanto que decir, tu cabeza está repleta de ideas, emociones arraigadas muy dentro de ti arrastrándose hasta la superficie. Pero es ese nudo, ese nudo que llevas años alimentando te impide hablar. Coges aire con la intención de decir algo. En vano. Expulsas el dióxido de carbono sin darle ningún sentido más allá de una mera función vital. Lo conviertes en un suspiro y agachas la cabeza.
Él no dice nada; ¿por qué no te habla?
Pero tú tampoco lo haces.
Silencio...
Esta habitación es tan pequeña que sientes como si los latidos de tu corazón chocaran contra las paredes. Dominándolas completamente. Es lo único que oyes. Emplazado con tu agitada respiración.
Sigue mirándote. Su expresión no varía. No dejas de notar esos ojos color avellana aferrados a ti, casi sin parpadear.
¿Parpadean?
Decides sentarte en el suelo. Algo de descanso será bienvenido en ese cuerpo desgastado que vistes. Pero es que eres de las impacientes, de esos seres humanos que no saben estarse quietos. Necesitas movimiento y es por eso que la suela de tus zapatos está tan desgastada, fruto de las vueltas que protagonizas en esta habitación.
Porque llevas días, semanas enteras aquí; ¿de verdad es necesario?
Silencio...
El pequeño reloj colgado en la pared decide coquetear con tus signos vitales poniéndote muy, muy nerviosa. No duras ni diez minutos sentada. Te levantas rápidamente y comienzas a caminar. Le miras. Miras la pared. La cama. El reloj. La ventana. La mesita. Pared. Él. Cama. Reloj. Pared. Mesita. Cama. Él. Reloj. Pared. Mesita Cama. Reloj. Él...
GRITAS.
Y ahora el ambiente parece calmarse. Pero el tictac continúa, impidiéndote pensar con claridad. Ese reloj te inspira cariño, pero lo descuelgas de la pared y lo tiras al suelo, intentando destruirlo. No te importa que sea un regalo que tu madre trajo de Grecia hace diez primaveras. Ahora solo deseas paz.
El sonido cesa y tú deslizas la mirada una vez más hacia tu compañero. Te quedas pensativa un instante. Porque lo sabes. Sabes que algo falla.
¿Por qué hace tanto frío?; ¿por qué no arreglas esa maltida ventana? Tu piel lleva días asemejándose a la de una gallina. Tus manos están tan frías que apenas puedes moverlas. Y no, no te gusta esa sensación. Pero no haces nada para remediarlo; ¿por qué?
Vuelves a acercar tu mano hacia la suya y la agarras con cuidado. Está helada. Sabes perfectamente lo que ocurre, aunque inconscientemente trates de ocultarlo.
Él está muerto.
¿No te acuerdas?
Le mataste hace exactamente quince días. De un golpe brusco pero acertado en la cabeza.
Caes al suelo y tus ojos comienzan a empaparse de lágrimas. Esas jugetonas gotas de agua salina se deslizan por tu rostro hasta morir en tus labios. ¿Por qué lo has hecho? Te preguntas.
Intentas recordar qué fue lo que te llevó a hacerlo. Levantas tu brazo derecho y lo observas. Está repleto de moratones, de marcas faltas de cariño. Es un mapa perfecto, obra de la crueldad humana. Lo cierto es que llevabas años con lesiones por todo el cuerpo. Meses encerrada como en una jaula bajo su mandato. Hasta que decidiste que era hora de cambiar los papeles; ¿es cruel desear ser libre?
¿El dolor de cabeza? Fruto de los incalculables golpes que Él te propició en vuestros años de matrimonio. Te hizo pensar que estabas loca por anhelar una vida propia. Insistió sacando a relucir su agresividad hasta que tú misma llegaste a creer con casi todas las células de tu ser que no eras digna de tenerla. Pero en tu interior siempre fuiste un espíritu libre. Una semilla que fue enterrada sin saber que se convertiría en flor. Y así, finalmente, hace una quincena, diste rienda suelta a tus deseos más salvajes. Quitando una espina que llevaba años clavándose en tu tallo.
Miras a tu alrededor. Hay un motivo por el cual la habitación está tan oscura.
Te levantas y caminas decidida hasta la ventana. Necesitas observarlo todo con claridad. Así que dispersas las cortinas y permites que la tenue luz invernal bañe la que con los años se convirtió en tu cárcel personal.
Y ahora puedes contemplarlo. Puedes ver la sangre. Las incalculables manchas en el suelo. Te recuerdan a aquel verano en la casa de la playa, cuando junto a tus primas hicísteis una guerra de comida y lo único que teníais a mano era una cesta llena de fresas. La sangre parece un campo de fresas.
Te acercas hasta tu tocadiscos arreglado hace apenas unos meses, cortesía de tu hermano. Lo enciendes. Necesitas escuchar algo, relajarte de alguna manera. Estimular tus sentidos.
¨Living is easy with eyes closed
Misunderstanding all you see
It's getting hard to be someone
But it all works out
It doesn't matter much to me¨
Tú no eres una asesina.
Y es por eso por lo que no arreglaste la ventana. Necesitas una temperatura por debajo de cero. Necesitas mantener ese cuerpo sin descomponer. Sus ojos no dejan de mirarte porque ya no pueden hacer más que eso. Prefieres que se mantengan abiertos. Tienes algo muy importante que decir. Todos estos días encerrada con un cadaver. Caminando de un lado a otro de la habitación. Con el corazón en un puño y muchas, muchísimas lágrimas. Todo eso para finalmente atreverte a decir:
—¡No vuelvas a tocarme!
Okuduğunuz için teşekkürler!
Sin duda alguna, la autora demuestra una gran habilidad para inducirnos en una historia llena de intriga, tensión, con un final que hace estremecernos, dejando a nuestro criterio si las acciones son justificadas, por el sentimentalismo, o inadecuadas, desde el punto de vista de la razón. indudablemente recomendado.
Con este relato la autora demuestra su habilidad para describir de manera impecable los alrededores de la protagonista y de esa manera contar su historia. Muy recomendable.
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