Esa quietud, que anticipa las tormentas, siempre lo inspiraba al trabajar. Aquella era una de esas noches que pretendía poner fin a su obra. Para cuando las primeras gotas de lluvia cayeron sobre el tejado, el pintor Gerard Key, ya se encontraba absorto en el lienzo. Después de un largo rato, un irresistible aroma a café recién hecho, logró que dejara a un lado el pincel. En la puerta se asomaba su ayudante, Malcolm, sosteniendo en sus manos una bandeja, que contenía aparte de la jarra de café, deliciosas masas finas que tanto le gustaban. El pintor lo invitó a entrar, y éste se acercó en silencio dejando la bandeja a un costado del escritorio abarrotado de pinturas y pinceles, sin levantar la vista una sola vez.
—Puedes ojear, si quieres—le dijo el pintor mientras saboreaba su café.
—Oh, pero usted nunca quiere que nadie vea su obra hasta el final...—respondió algo tímido.
—Pero esta vez debes hacerlo. ¡Vamos! dime qué te parece—Su voz sonaba entusiasmada.
Malcolm notó un especial brillo en los ojos del pintor, por primera vez, después de mucho tiempo. Entonces, se dio cuenta de que aquella debía de ser en realidad su mejor obra. Sin decir nada, dirigió la mirada hacia el cuadro y se quedó sin aliento al contemplar la belleza que posaba en el retrato: Una mujer de enigmáticos y profundos ojos negros; largo y oscuro cabello que caía con soltura a un solo costado del hombro; sus labios, del color del fuego, parecían arder en contorno con la palidez de su piel.
Su boca se entreabrió y entre suspiros, dijo: “Es perfecta, señor Key” .
—Aún no lo es, pero lo será cuando la acabe. Para eso debo quedarme toda la noche trabajando. Tú ve a descansar, muchacho—le dijo mientras remojaba el pincel en agua y quitaba de él los restos de pintura roja.
—Está bien, señor. Si me necesita, llámeme.
—Gracias, Malcolm. Lo haré.
El ayudante se retiró del cuarto y dejó a solas al pintor, inmerso en su cuadro.
Después de unas horas de profundo sueño, un trepidante sonido lo despertó de forma súbita: "quizá fue un trueno", pensó al notar por la ventana como caía la lluvia torrencial y los rayos refulgentes de luz iluminaban el lóbrego cielo. El reloj marcaba las tres. Cerró los ojos intentando conciliar nuevamente el sueño, pero le fue imposible, algo perturbaba su mente. Un molesto nudo apretaba su estómago, como si algo le preocupara. ¿Pero qué? No lo sabía. Un fuerte instinto lo sacó de su cama e hizo que se dirigiera a la habitación del Señor Key. Golpeó precavido la puerta y esperó: “Debe haberse quedado dormido”, pensó al no recibir respuesta. Pero aquello no lo convencía del todo, pues conocía muy bien al señor Key y sabía que su ansiedad por terminar el cuadro, le impediría dormir esta noche. En un momento, oyó su nombre; la voz del pintor detrás de la puerta lo invitaba a entrar.
—Sabía que estaba desp...—dijo al ingresar al cuarto, sin poder terminar la frase. Lanzó un grito aterrador al contemplar horrorizado el cuerpo inerte del hombre sobre el piso: Tenía las rodillas flexionadas hacia el torso y la cabeza inclinada hacia adelante; los ojos, desmesurados, estáticos, ya sin el brillo de antes, muertos... y su boca, abierta, como si de ella hubiese salido el más horrible grito, un grito que solo el estallido ensordecedor de un trueno resonando en los oídos de Malcolm, había sido capaz de opacar. A su lado, el cuadro: impoluto, perfecto, acabado. Su mejor obra de arte.
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