Las hojas caen y vuelven a crecer. El tejido se desgarra y se regenera. El agua se convierte en gas y luego llueve.
Me repito esto, como una especie de mantra. Cada mañana, despierto en mi colchón poco cómodo que está hundido al medio. Me levanto con la nariz tapada porque me dio frío la noche anterior y estaba demasiado dormida como para taparme.
Antes de vestirme hago lo más duro de mi día: mirarme al espejo. Mirarse al espejo es un trabajo complicado, es el más complejo que he tenido que realizar desde que me volví consciente de que el aspecto de una persona lo es todo.
Hago un extenso escrutinio, buscando errores que corregir. Lo primero: un baño, necesito lavarme esa actitud negativa con la que me acosté anoche, ese pensamiento dañino que me acosa.
Refriego bien por todas partes, hasta que la piel queda roja y el cuero cabelludo me duele. Sin embargo el olor a shampoo y jabón con fragancia de orquídeas no va a quitarme la peste a decepción que sale por cada uno de mis poros.
Después de ponerme crema para las arrugas que no tengo, para la hidratación que no me falta, para la suavidad que no necesito vuelvo a mi suplicio de mirarme al espejo.
Arreglo mis cejas, me pongo base para tapar las imperfecciones del rostro, delineo mis ojos, pinto mis labios, le pongo máscara a las pestañas. Sé que debería peinarme, no es algo necesario porque mi cabello es ondulado, pero decido mantener al menos mi cabello natural y salvaje.
Paso de este espejo facial a uno de cuerpo completo. Mi más grande enemigo. Donde sea que mire veo grasa, estrias y celulitis. Me gustan mis pechos, mis clavículas, mi cuello delgado, mis brazos torneados, mis manos delicadas, mi cintura pequeña y mi abdomen casi plano. El problema son mis caderas, mis glúteos, mis muslos, pantorrillas y pies que desentonan horriblemente con mi torso delgado.
Nunca pensé que mis ojos escasos de visión fuesen a encontrar tantas imperfecciones en un cuerpo tan pequeño como el mío.
La ropa jamás me complace del todo. Siempre algo queda fuera de lugar, mi trasero no se ve lo suficientemente bien, la tanga se trasluce, el corpiño asoma por las costuras de la remera, se me nota la adiposidad en el vientre, etc...
Nada jamás a logrado complacerme, nada jamás a sido lo suficientemente bueno como para eludir lo malo.
Generalmente, me gusta conocer el ambiente en el que voy a estar antes de vestirme, como para estar acorde. Por eso detesto lo nuevo, no alcanzas a perfeccionar el arte de fingir estar cómoda con lo viejo y entonces tienes que encargarte de acomodarte en algún otro sitio, con otras personas.
Elijo, entonces, un atuendo que jamás falla. No es formal pero tampoco muy urbano. Me calzo unos jeans claros y una camisa de seda negra, con unos zapatos cerrados negros también, estilo botitas, no muy altos.
Me observo. Detenidamente. Poniendo atención a lo feo que me sienta el pantalón en las caderas. A como me pasaría el resto del día intentando que los breteles de la camiseta se quedaran en su lugar, mirando como mis pechos saltaban en el escote en V.
El reflejo me susurró lo mismo que me dijo durante estos últimos diez años: No importa cuantas capas de maquillaje te pongas, ni lo sexy que creas verte. Yo te veo. Veo lo que hay debajo de tu tersa piel brillante, de la ropa cara que usas y de tu actitud altiva. Un corazón seco y una mente autodestructiva.
Últimamente, parpadear no me sacaba de aquel trance en el que me sumía mirame a mi misma a los ojos. Era doloroso, aterrador y destructivo ver el vacío que llenaba mi congelada mirada.
¿Siento miedo? ¿Acaso puedo sentir miedo?
No, claro que no.
Salgo del trance, me espera una situación complicada y no es momento para perder el tiempo.
Me estoy levantando, estoy creciendo, me estoy regenerando. Estoy a punto de llover.
Okuduğunuz için teşekkürler!
Ziyaretçilerimize Reklamlar göstererek Inkspired’ı ücretsiz tutabiliriz. Lütfen AdBlocker’ı beyaz listeye ekleyerek veya devre dışı bırakarak bizi destekleyin.
Bunu yaptıktan sonra, Inkspired’i normal şekilde kullanmaya devam etmek için lütfen web sitesini yeniden yükleyin..