novelaire Guillermo Nelo

SEÑAL DE ADVERTENCIA (EN MAYÚSCULAS PARA ÉNFASIS) DE QUE A LA CRISTIANDAD Y CRISTIANISMO, PUEDE ESTE RELATO OCASIONAR DAÑO IRREVERSIBLE. Segundo cuento de "Parafernalia". ¿Alguna vez tus dudas existenciales te han sobrepasado? ¿Alguna vez deseaste tener a un ser superior al cual pedirle respuestas, y que en verdad te las dé, no como otros? En este caso son tan solo tres dudas, de acuerdo a un contrato social (sin la cuota usual), y son demonios los interlocutores de nuestro protagonista.


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La plática - "Parafernalia" #2

Entre un cuarteto de anchas paredes grisáceas, demacradas y mohosas, que un día remoto e inmemorial quizás de hace dos siglos y mitad de otro, fueron de color ebúrneo. Albergue de los desdichados y deprimidos pretendientes en luto y fracaso, los disolutos maridos infieles en busca de refugios de carnalidad, y los acólitos de la nobleza, en suma compañía de nobles de poca monta y alcurnia irrisoria, que disparatados echaban sus cuerpos inconscientes y etílicos repletos de alcohol, de época, barato a la pista de baile. Allí en ese lugar, a sol de hoy abandonado, antiguo hogar del desparpajo en la edad de oro del culto francmasón desacorde a la Iglesia Cristiana, que yacía cuasi ruinoso; allí tomaba lugar la susodicha junta. Era a todo lo que permitían mis alcances, el lugar ideal para, junto a mis bártulos, expropiar una noche de novilunio, con la sensata finalidad de platicar un rato ameno, y obtener una serie de respuestas exactas, por parte de quienes estaba seguro que conocían como mandamientos. Parcos en detalle, ya estaba todo preparado; el lugar fue sofisticado con esmero y precisión, por mis propias manos apenas los toques de aloque del sol en el día de ayer; para una charla, que a grosso modo aparentaría banalidad, mas, seguramente este encuentro sería una remembranza inolvidable y reveladora.

El sitio cercano a caerse a pedazos—prosigo la historia de lugar—asumió en su tiempo sensiblemente anacrónico, el papel histriónico de gruta de conductas para la autoridad religiosa ese fugaz entonces, inaceptable e imputable. Vertedero de ritos y esoterismos cuya repugnancia por parte del Santo Oficio era pretexto para numerosas ejecuciones, que no niego habrían sucedido. Este edificio de amparo para brujos de ambos sexos, borrachos empedernidos y gentuzas caucásicas de aquel siglo XVIII, fue objeto de la vista inquebrantable, el fisgo, de los católicos y protestantes que sospechaban de aquel lugar: una mansión de dos plantas perteneciente a algún noble nacido en el antaño de ese antaño, que según las lenguas viperinas, habría practicado el ocultismo y alabado a varios seres que encajaban en la sosa y ciega terminología de “deidades paganas”. Obsérvese que esto era una leyenda ni tan siquiera cabida en fastos o crónicas premodernas. Por tanto, nunca se supo ni se sabrá si los rumores eran verídicos; mediante el beneficio de la duda, y por otro lado, existe buena probabilidad de ser real, y al menos resulta verosímil (si no es verdadero, está bien hallado). Pese a ello, lo que si se sustenta en testimonios es lo que hicieron después…

Revisando en los áticos de la casa de mi abuelo, un viejo adinerado, clarividente y solitario, descubrí un libro de cubierta roja que me interesó. Se llamaba “Grimorio del Dragón Rojo”. En el mismo ático encontré artefactos y hojas de papel teñidas de amarillento por el paso de los años.

Una hoja de papel contaba la historia según un tal “Oliver Fitz Derange”, los sucesos después de la muerte del viejo de la mansión, cuando el lugar fue administrado por sacerdotes paganos y corruptos, y semana a semana se organizaban bacanales que incluían orgías y acciones que desdeñaban la figura judeocristiana; claro, a hurtadillas de los oficiales del Santo Oficio; así como resaltaban leyendas de pacto demoníaco y sacrificios humanos, pero por lógica se descarta, que el sitio ahora en la ruina hubiese alojado la imaginación de hombres y mujeres frente a un único y cuantioso deseo. Tal vez mi abuelo, o el viejo dueño de la mansión en ese entonces, quién sabe. En cuanto al libro esotérico, tenía otras intenciones que dejarlo allí tirado. Metí la hoja de papel en su interior y me fui.

Volviendo al evento. Un toque hizo ceder los cerrojos de la puerta principal—por el tiempo, quería pensar—la primera vez, y esperaba no hubiese polizones en la vieja casa, o peor aún, ir al cuarto principal y encontrarlo vacío más allá de las paredes, sin conservar algunos de los objetos necesarios, los enseres, imperiosos en caso de alguna emergencia, pues era consciente de con quién estaba tratando. Abrí con facilidad la puerta, revisé mi reloj de bolsillo, sostenía 3:20am. Por lo visto no hubo nadie tan osado ni tan escéptico para invadir la casa además de mí, que por los pasillos rudimentarios del espacio histórico, deambulara en busca del cuarto principal en plena madrugada. Unos minutos bastaron, y hela allí, una puerta de madera con pernos y accesorios de aluminio teñido de falso oro, que no descuarticé por miedo a que la saquearan, o quizá algo peor..

Ese era el lugar, de una reunión, una procesión sin inicio, con sólo destino al que no asistirían mayores gentes que un séquito de displicentes de su propia vida; la habitación sombría que sería frecuentada por un aquelarre de brujas, era visitada con debidas precauciones por mí, solo y temeroso, pero, debidamente preparado para lo que fuere.

Unos minutos reflexioné sobre lo que hacía, por qué lo hacía, y es que la verdad dolorosa vale más que la dulce falsedad; reuní valor para entrar por la puerta. Saqué al descubierto el amuleto que robé de la casa de mi abuelo, una piedra roja en una base de arcilla encenizada, el cual según el libro decía que su uso era ver su verdadera forma, la de mis interlocutores. Tenía el encendedor en el bolsillo y nada más, ni una linterna que iluminara mi camino. Dejé atrás la esperanza por querer entrar.

Tomé la perilla con decisión, la giré y abrí la puerta, que acompañada de un chirrido dejó ver lo que se encontraba su interior. El inmenso cuarto estaba en su pared contigua, repleto por siete marcas, signos y glifos dibujados en rojo escarlata que aludían formas y patrones encerrados en su mayoría en tres círculos, en uno de cada cuales se encontraban claramente sus nombres respectivos; las otras tres paredes estaban completamente vacías. Al fondo de la pieza había un escritorio de dos cajones y junto a él, una silla de madera, al que me acerqué con nerviosismo y me tranquilicé, viendo encima de éste un paquete entero de velas blancas. Significaba eso que no habían robado nada, puesto que el momento perfecto para una incursión era tras las nueve postmeridiano, y tan inútil sería estar sin fuente de luz, como sin encendedor. Tomé el paquete y rasgué el plástico para liberar las velas, cayeron un par al suelo y las recogí, saqué el encendedor de mi bolsillo y procedí a encenderlas todas, dejando (era importante) caer una gota de cera en el piso antes de colocar la vela arriba. Hice formar un círculo mediano, cuyo borde de veinte velas, dejé reposar mientras ponía en práctica el siguiente paso.

Me dirigí hacia el escritorio, escudriñando el primer cajón encontré algo vital, la sal. Alrededor de las velas hice tres círculos, casi vaciando el contenido del salero en el proceso. Puse el salero dentro del círculo y regresé al escritorio, abrí el segundo cajón y de allí saqué la cinta roja, el aro de plata y el libro. Estiré la cinta por fuera de los círculos de sal, recorriendo la cinta el suelo y manchándose de polvo, formando el último círculo; saqué un alfiler de mi camisa y cerré el módulo de cinta con él acompañado de un nudo firme.

Coloqué el aro de plata en mi nariz, en el tabique que separa las narinas, usando para ello el hueco perforado, reemplazando el piercing que prendía un año atrás. Tomé la silla, con el libro en la otra mano, la situé en medio del círculo y me senté ahí. Abrí el libro, más vetusto que la casa, de cubierta roja sangre, y de páginas curtidas en piel de oveja, pergaminos cosidos en el armazón de cuero, que explicaban a detalle el proceso ritual. Selecciono la página correcta y recito la sentencia. Cada sigilo alineado en el largo de la pared, ordenados todos en fila, brillaron en su contorno rojizo y de ellos brotó una luz purpúrea. Entonces salieron ellos, mis interlocutores.

Eran siete como el número las marcas, y cada uno con su presencia, epifanía extravagante, encajaban con su entorno. ¿Eran los que había invocado seres del más allá? ¿Eran en serio lo que llaman demonios? ¿Reyes del abismo en el que vagan las almas? Investigué, me informé de su origen y poder, de su jerarquía, y me pareció extraño su entusiasmo acerca de mi proposición, con ellos ayer había pactado una cita, entrevista, con una duración de tan sólo tres preguntas, que los siete responderían a su manera.

Lo que vi fueron cinco bellos ángeles con alas de murciélago, el sexto era una bella mujer, musa dormida, que profundamente soñaba; el último, era la viva efigie de una ángel caído, un hombre de belleza hipnótica, en su espalda dos alas blancas emplumadas, matizado su pelo castaño por un brillo portentoso que hacía las veces de una majestuosa corona, su cuerpo portaba luz, y brillaba como un fanal. Su físico inmaculado era simple y llana perfección.

Me quité el amuleto un segundo y vi siete seres tan distintos, como para tener en juicio diferenciarlos como opuestos.


En el orden que veía de izquierda a derecha:


Era el primero un ente con torso y patas de lobo atizadas por zarpas filosas, con cabeza de búho, de ojos inyectados en sangre manifestantes del más puro odio, fauces de bestia en lugar del característico pico, y de su cadera lobuna salía una cola de serpiente. Portaba cuatro alas de águila, y cabalgaba una montura sin forma predestinada, similar a un ave de presa, con ojos fríos como el hielo.


El segundo, era un hombre alto y fornido con tres cabezas, una de carnero, una de toro, y la última, de humano con rasgos duros y chatos como un ogro, tenía patas como similares a las de un gallo y una cola de serpiente. Reía como energúmeno y se le veía consumiendo azafrán, jengibre, y otros alimentos afrodisiacos. Portaba en su mano izquierda una lanza de bronce y montaba una fiera con cuerpo de león, cuello, cabeza y alas de dragón. Compartía igualmente un odre de vino con el demonio de su costado.


Éste demonio, el tercero, era también humanoide, con una cabeza de gato negro del lado siniestro, del diestro una testa de sapo, y en el centro una cabeza humana, específicamente de hombre, desgarbado y feo, complementada con una corona compuesta de oro que relucía con brillo ardiente. Su piel presentaba síntomas de podredumbre y un olor que si no fuera por el aro de plata en mi nariz, me hubiese desmayado. Decenas de moscas infectas volaban en derredor y bajo su torso humano, lo movían ocho patas, negras y peludas, de araña. Comía sin mesura, cortes de res crudos, asediados por las moscas, con las tres cabezas a la vez y de vez en cuando pasaba la carne con el vino de su semejante. Además, en ocasiones zumbaba y sus ojos se tornaban rojos y reticulados, con lentes que los asemejaban a los de una enorme mosca.


El cuarto era una escuálida figura masculina, un viejo demacrado y torcido que usaba ropas de lino fino morado, como un emperador romano, y joyería en nivel estrafalario: anillos y pulseras, ajorcas y dijes de materiales como el oro, la plata, y gemas como la esmeralda; de piel blanquecina como un fantasma, y con una corona dorada cargada de gemas de todo tipo, de la que sobresalían dos cuernos negros desde la coronilla, hasta unos veinte centímetros de aire. Su cara era fantasmagórica, con ojos rojos, rasgos muy poco marcados y en exceso pálida. Montaba un lobo y jugueteaba con un par de monedas de oro que contenía en su mano. Este era de todos ellos, el que tenía la apariencia más humana.


El quinto era una enorme serpiente marina que casi no cabía en la habitación, de hecho, en ademán de acomodarse, tocó el círculo de cinta y profirió un aullido de dolor. Con escamas irisadas duras como diamantes, resplandecientes, de color aguamarina y algunas, prismáticas que reflejaban la luz pintándose iridiscentes o doradas, dragón marino tormentoso cuyo aliento era un fuego místico, sus ojos eran rojos como rubíes y su mandíbula contenía tres hileras de colmillos; su aspecto áurico azulino, se extendía por sus aletas de bestia acuática.


El sexto demonio era un ogro deforme con cuernos, una nariz alargada y rasgos toscos, barbas, un cuerpo trabajado y patas de lobo.


El último era ahora menos luminoso, su piel se tornó rojiza y sus alas emplumadas se hicieron de dragón, y el haz fúlgido en su cabeza se volvía más bien fogoso. Su semblante no dejó de brillar, pero brillaba de forma distinta, de la corona de fuego y albor emergieron cuernos de cabrío, y en el pecho prendía un signo peculiar.


Prendí en mi cuello de nuevo el amuleto, y los entes regresaron a mi vista con sus formas “verdaderas”. Saludé cordialmente a mis invitados y les agradecí efusivamente su asistencia, ellos respondieron mi saludo asintiendo. Nervioso, recomencé el punto de ayer, y pregunté:


—¿Juran por su existencia abismal y rebelde en gloria decir la verdad absoluta?

Respondieron entonces que era un trato, que en un trato nunca se miente.

Entablé la primera pregunta.

¿Quién o qué es Dios?

El primero respondió:

—Un enemigo.

El segundo, por su parte, dijo:

—Un falso gobernante, al que le hacen caso por miedo más que por admiración.

—Alguien que se queja de haberos creado con la capacidad de pecar…—dijo con sátira, el tercero.

—Dios está de nuestro lado—dijo el cuarto mostrando las monedas de oro en su mano mientras sonreía.

El quinto dijo algo muy distinto:

—La omnipotencia peor otorgada.

—Un estorbo para ser felices—dijo el sexto.

El último tuvo la respuesta más cruda.

—Dios soy yo, y son ellos. Somos los cordeles que mueven supuesta maldad y sin embargo, no somos peores que ustedes.

Sentí mi brazo temblequear, moviendo levemente la silla donde me senté. Tomé coraje y continué.

Segunda duda: ¿Quiénes son ustedes?

—A quienes deberían dar gracias—dijo el primero.

—La razón de sus miserables vidas—remató el segundo.

El tercero declaró:

—Naturaleza, fuerza e instinto.

El cuarto dijo:

—Seres incomprendidos. Nada más.

—Quienes rigen su mundo en verdad—dijo el quinto.

El sexto confesó:

—Una excusa barata para obedecer a un dios idiota.

El último dijo de nuevo, lo más deprimente:

—Los verdugos del páramo salvaje que llamáis hogar.

Era aterrador pensar en que esa era la verdad, de cada uno, complementándose entre sí.

Proseguí. Y a este punto no sabía qué pensar. Tenía puesto mi empeño en la última pregunta de la plática. Entonces respiré hondo y formulé:

¿Debería tener esperanza?

Tras un corto silencio, ellos sólo se rieron, a mandíbula batiente, y al unísono.

26 Ocak 2020 19:50 0 Rapor Yerleştirmek Hikayeyi takip edin
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Son

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