slowell S. Lowell

¿A quién no le han contado cuando era pequeño un cuento? Todos en nuestra infancia hemos fantaseado con que tales historias fantásticas y maravillosas se hicieran realidad. Pues son reales. Y no son tan felices como de pequeños nos prometían. Las fábulas viven entre las personas normales sin que nos demos cuenta. Alexandra tenía una vida normal, había conseguido dejar atrás el pasado que las acosaba, hasta que alguien llamó a la puerta de Tara.


Gizem/Gerilim 13 yaşın altındaki çocuklar için değil.

#341 #fantasía-urbana #crimen #asesinato #accion #328 #258
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Prólogo

Tara despertó entre sudores fríos y horribles temblores. Miró ojiplática a su alrededor, aún conmocionada por aquella hórrida pesadilla. Los lamentos agónicos seguían resonando en su cabeza.

Cerró los ojos un instante mientras intentaba ordenar todas las imágenes que había visto durante la pesadilla. Pero fue incapaz de realizar tan ardua tarea, todo se resumía en una ola de sangre y gritos, sus gritos.

Respiró hondo y se llevó las manos a la cara para entonces darse cuenta de que las tenía empapadas en sangre. Aguantó la respiración al intentar recordar qué había ocurrido. Pero mientras más lo pensaba y miraba la habitación, menos sentido tenía todo; Las sábanas blancas y las gruesas mantas estaban manchadas de rojo oscuro. En cuanto puso sus pies descalzos en el suelo sintió un charco de sangre fresca, y por las paredes había huellas carmesíes además de arañazos.

Tara masculló entre dientes varias maldiciones que muchas personas ni se atreverían a pensar, y después de tres minutos admirando el desastre, se dignó a limpiar. Iba a llegar tarde al trabajo. Otra vez.


La joven daba un último bocado a sus tostadas mientras observaba cómo las manecillas de su reloj de pulsera indicaban las ocho y media de la mañana. Se peleó con su rebelde cabello castaño para recogerlo en una pequeña coleta como solía hacer cada mañana y se acomodó el uniforme recién planchado y que aún destilaba calor.

Mientras buscaba las llaves de su motocicleta en una cestita de mimbre que había en la entrada, rebuscó su teléfono móvil en su bolso, no era de última generación, pero al menos hacía llamadas. La luz anaranjada del sol embulló su piel morena y pecosa y resaltó sus curiosos ojos del color del ámbar. Cerró la puerta a sus espaldas mientras se llevaba el teléfono al oído izquierdo. Casi al instante, alguien respondió al otro lado de la línea.

─¿Tara eres tú? ¿Has vuelto a quedarte dormida, verdad?
─Sí... He tenido un ligero contratiempo —se excusó—. ¿Paso a recogerte?
─Hoy no hará falta.

Tara, ante aquella respuesta tan inusual, alzó una ceja y frunció el ceño mientras se apoyaba en el manillar de su motocicleta negra.

─¿Y eso? ¿Piensas ir andando, tortuga?
─¿Qué? ¡No, y no me llames tortuga! ─respondió la alterada voz al otro lado, seguramente con las mejillas rojas de enfado. Tara sonrió.
─En cuanto me ganes en una carrera dejaré de decirte eso. Nos vemos luego, tortuga.

Justo cuando a Tara le pareció que la otra persona volvía a comenzar a gritar, Tara colgó y con una sonrisa en el rostro metió las llaves de la motocicleta en el contacto. Un suave ronroneo del motor se convirtió en un ensordecedor rugido cuando Tara aceleró con un ligero movimiento de muñeca. Todo iba como siempre, bueno, casi todo, pues normalmente iría a casa de Alex recogerla justo a tiempo para no llegar tarde.

Unos quince minutos más tarde, Tara aparcó detrás del edificio viejo de ladrillos rojos donde ella y Alex trabajaban de agentes en prácticas. Esperó un par de minutos, dando golpecitos con el talón en el suelo asfaltado y agrietado. Cada vez se preocupaba más por que le hubiese sucedido algo Alex, pero apenas fueron unos instantes después cuando una motocicleta sencilla entró en el aparcamiento de la comisaría con un suave y claro sonido del motor que le indicaba a Tara que aquella preciosa máquina roja charol era nueva. El conductor aparcó justo al lado de Tara, y en cuanto aquel desconocido se quitó el casco, Tara no pudo mantener la boca cerrada.

─¿Alex? ¡Por fin te la has comprado! ─gritó la chica entusiasmada con una sonrisa de oreja a oreja. Su amiga, una chica de complexión delgada y piel levemente morena, se acomodaba su pelo largo rubio oscuro. Sus ojos almendrados de color canela brillaban con el entusiasmo de un niño estrenando su nuevo juguete favorito─. ¿Cuánto te ha costado?
─Los ahorros de tres años ─respondió Alex con una voz un poco sombría─. Pero merece la pena.
─Al menos así ya no tendré que ir a buscarte todas las mañanas a casa, parecía el autobús escolar.
─No exageres ─espetó la chica de ojos almendrados mientras se hacía un moño con su pelo del color del oro viejo. Tara se encogió de hombros, divertida y dispuesta a seguir con las bromas de siempre.

─Vamos dentro o nos van a volver a echar la bronca ─advirtió Tara mientras miraba apurada su reloj de muñeca.
─Lo de la última vez fue culpa tuya, que te quedaste dormida.
─¿Serás mentirosa? ¡Pero si fuiste tú que tardaste un siglo en vestirte! ¡Después te enfadas si te digo tortuga!
Los gritos de Tara y de Alex se perdieron entre los habituales pasillos frecuentados por personas que iban de un lado a otro con papeles o walkie-talkies en la mano. Pero aquella sería la última mañana que les ocurriría algo habitual. Quién les diría, a ellas, que la desgracia del pasado les perseguiría hasta aquel pueblo alejado de la mano de Dios en Canadá.


***

Los tempranos rayos del atardecer indicaban que otra jornada laboral llegaba a su fin. Los coches y motocicletas abandonaban poco a poco el aparcamiento trasero de la comisaría, hasta que solo quedaron dos motos: una roja y otra negra mate. Ya apenas quedaba alguna oficina o despacho con la luz encendida, pero no fue hasta las diez y media de la noche que las puertas de cristal de la comisaría se abrieron de golpe. El ceño fruncido de Tara y la cara de fastidio de Alex delataba que aquel tampoco había sido un gran día.

─Me parece mentira que ese idiota cabeza de lata siga siendo nuestro jefe ─renegaba Tara mientras se soltaba la coleta y dejaba que su melena castaña ondulada danzase sobre sus hombros, casi sin apenas rozarlos.
─Shh, no hables tan alto ─le advirtió Alex con apuro mientras miraba a su alrededor con desconfianza─. Él todavía sigue dentro y puede oírte.
─¡Qué va, si está sordo como una tapia! ─gritó Tara como si estuviera en mitad de la montaña─. ¡¿Me oyes, cabeza de sardina?!
─¡Por el amor de Dios Tara cállate de una vez!

Imploró Alex, agarrándole de la chaqueta con los ojos abiertos como los de un búho. Tara se vio forzada a aguantarse una carcajada al ver la cara enrojecida de Alex por el enfado y la vergüenza. No podía evitar que se le subiesen los colores a las mejillas, ella era de las que se negaban a hablar a no ser que fuese en un caso de vida o muerte. Alex se sentó en el asiento acolchado de su motocicleta, mientras que Tara aún estaba sacando el casco de color gris e intentaba acomodárselo en la cabeza sin que algún que otro mechón de pelo le nublase la vista,
─Nos vemos mañana ─se despidió Alex reprimiendo un bostezo. Sus ojos ya lucían aquel brillo apagado por el cansancio, mientras que los de Tara seguían tan distantes pero vivos a la vez.

─Sí, intenta al menos que no te roben la moto la primera noche, ¿eh? ─se burló Tara, esbozando una media sonrisa. Alex le lanzó una mirada fría y cortante pero con un brillo divertido. Sin una palabra entre ellas, Alex salió disparada del aparcamiento, pensando cómo era posible que fuese capaz de aguantar a Tara desde años y aún estuviese dispuesta a aguantarla mil más.

Fue un alivio para Tara poder dejar de forzar esa sonrisa cuando se quedó completamente sola en el aparcamiento. Se tomó varios minutos de agradecido silencio, solamente para darse cuenta de aquella horrible sensación de incomodidad que le pesaba sobre los hombros desde aquella misma mañana. Algo no andaba bien, y su instinto se lo decía.

La chica, de apenas veinte años, podía oír su pulso acelerado por encima del estruendoso sonido del motor. Sus ojos ambarinos sobresaltaban tras la visera del casco con un fulgor tan parecido a las luces del atardecer que quitaba el aliento. No era la primera vez que alguien se le quedaba mirando con curiosidad solamente por sus ojos, y tampoco sería la primera vez que alguien salía corriendo al ver esos iris áureos. Aunque ya había pasado mucho tiempo desde aquello.

Intentó espantar de su cabeza aquellos recuerdos de un pasado muy lejano mientras buscaba las llaves en su bolso. En aquel momento su corazón le tamborileaba en el pecho con un ritmo sobrecogedor, y algo le decía que no estaba sola. Tragó saliva cuando giró la llave dentro de la cerradura y la puerta se abrió con suavidad. Todo dentro estaba sumido en una monótona oscuridad, pero había algo distinto en el aire, y eso le inquietaba. Vivía sola, y aun así sentía que en aquel momento estaba acompañada. Un sudor gélido comenzó a deslizarse por su nuca cuando escuchó un ritmo cardíaco aparte del suyo propio.

La cocina.

Con cada paso que daba, Tara se sentía más rígida e insegura. ¿Debería hacerse con un arma? ¿Llamar a la policía? Su mente se nublaba más y más con cada instante que pasaba, y ahora una vocecilla en su cabeza le decía que saliese corriendo de allí.

Estuvo a punto de darse la vuelta, de no ser porque se armó de valor en el último instante. Contuvo la respiración mientras tanteaba la pared a oscuras en busca del interruptor de la luz, Sonó un clic, y la lámpara de la cocina parpadeó un par de veces antes de iluminar la sala por completo. El aire se le escapó de los pulmones cuando vio a alguien, efectivamente, sentado en una silla justo frente a ella. Pero no gritó ni se echó a correr como le habría gustado, pues aquellos ojos melosos tan parecidos a los suyos le indicaban que no se trataba de un extraño.

─Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que te vi ─suspiró el chico, con una voz muy familiar para Tara─. ¿Cuánto ha pasado? ¿doscientos años?
─¿Qué haces aquí Dany? ─espetó Tara cortante y al borde de su paciencia mientras podía oír su corazón martilleándole el pecho.
─¿Qué pasa, no puedes venir uno a visitar a su hermana preferida? ─respondió Dany, apoyando la barbilla en su mano y sonriendo de soslayo como si no pasase nada.
─Soy tu única hermana, imbécil.
─Pues por eso.
─¿Se puede saber qué rayos quieres?

Preguntó la chica con un deje de ira e impaciencia en su voz. Dany notó ese minúsculo detalle enseguida y no pudo evitar sonreír para sus adentros. En silencio, se acomodó aún más en la silla en la que estaba sentado y entrelazó las manos.
─Necesito que me ayudes.

Aquellas sobrias palabras bastaron para que un pesado silencio inundara la cocina. Hasta que Tara, con una de sus cejas arqueadas, buscó en uno de sus bolsillos una cajetilla de tabaco y sacó un cigarro. El sonido del mechero encendiéndose era lo único que rozaba el silencio.

—¿Ahora fumas? —le preguntó Dany con curiosidad.
—Resulta que es la única manera que tengo para ser capaz de aguantar a gente como tú —respondió Tara echando su cabeza sobre la pared y dejando escapar el lívido humo entre sus labios. Dany no pudo evitar sentir un sudor frío bajando por la espalda.
—Tara de verdad, necesito tu ayuda —repitió el chico tensando los músculos de su cuello sin ni siquiera ser consciente de ello.
—Ya te escuché la primera vez que lo dijiste —espetó Tara, clavando su mirada ambarina en los ojos de su hermano.
—¿Entonces?
—Estás cómo una cabra si te crees que voy a ayudarte en algo después de lo que pasó en Nueva York.
—¡Aquello fue hace siglos! —exclamó Dany, levantándose de su silla tras un arrebato de impaciencia.
—¿Y? ¿Acaso te crees que el tiempo lo cura todo? Casi lo mando todo a la mierda por tu culpa aquella vez, y ahora que tengo una vida decente, no pienso volver a ayudarte.

Tara le dio una calada a su cigarro mientras observaba la determinación brillando en los ojos de su hermano, así que suspiró y dijo mirando hacia el techo:
—Ni Volker, ni fábulas, ni asesinatos. Dany, ¿sabes lo que me ha costado empezar una vida desde cero?
Dany suspiró sin saber qué hacer.
—Al menos deberías escucharme, esto es mucho más serio que lo de la otra vez. Estamos todos en peligro, tú incluida.

Tara sacudió la ceniza de su cigarro y le dirigió una mirada fría. La chica iba a decir algo cuando de pronto, sonó su teléfono. Se sacó el aparato del bolsillo y apretó un botón, haciendo que dejara de emitir música para después llevárselo a la oreja izquierda.
—¿Diga?
Dany la miró expectante, haciendo un esfuerzo para intentar oír la voz al otro lado del la línea.

—¿Tara? Soy Gabriella —respondió una voz femenina familiar a los pocos segundos.
—¿Ocurre algo? —espetó Tara en cuanto pudo percibir un deje de preocupación en la fina voz de Gaby.
—Alex no ha llegado aún del trabajo, ¿se ha quedado en la comisaría, está contigo?

A Tara se le heló la sangre, y Dany pudo percibir cómo su espalda se ponía rígida y sus músculos de las manos en tensión.

—De hecho salió antes que yo del trabajo. ¿No ha llegado a casa?

Por unos instantes respondió al otro lado de la llamada, hasta que la voz de Gaby susurró casi con miedo:
—No.

30 Temmuz 2019 20:45 0 Rapor Yerleştirmek Hikayeyi takip edin
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Sonraki bölümü okuyun Un teatro abandonado

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