Odiaba caminar por el interior de la plaza, siempre la intentaba evitar a cualquier hora del día. Pero era Halloween y me había propuesto ir sí o sí a la casa del viejo de la esquina. Su casa quedaba justo cruzando la plaza, en la esquina de un angosto pasaje. Estaba casi por completa oculta por un árbol y el aspecto de su fachada era descuidado, como si jamás le hubiese importado que se vea arreglada.
El año pasado ese hombre fue muy malo con los hijos de mi hermana, llorando llegaron los niños después de querer pedirle dulces, con el típico "dulce o travesura”. Me quedé con esa espina en la mente, que cuando fuera el próximo año, iría personalmente a molestarlo, pedirle algún dulce, para ver como reaccionaba y qué decía.
La plaza siempre fue un lugar peligroso, en las tardes se llenaba de vagos, de mal olor y de basura, era un lugar especial para cosas desagradables y justo eso fue lo que pasó. Me puse mi mejor disfraz para ir, agarré un improvisado canasto y a la hora en que las calles estaban llenas de niños disfrazados acompañados de sus padres, me aventuré a salir a divertirme un rato como uno de ellos. Caminé decidido y con paso firme a la plaza, para que aquel viejo pagara, o para simplemente molestarlo.
Antes de llegar a la plaza, vi a personas corriendo en dirección contraria a mí, niños llorando bajo y madres tratando de llamar por teléfono. Llegué a la plaza y vi dos cuerpos totalmente desmembrados de dos niños, la sangre manchaba los arbustos y el pasto con un tono oscuro. El viejo estaba parado sobre una banca con un sable y una máscara de hombre lobo. Supe que era él por su típica muleta que lo acompañaba siempre. Quedé como helado por mucho tiempo, no sabía qué hacer, si largarme de ahí o ir a intentar detenerlo, pues seguía interminablemente dando puñaladas y estoques a los restos corporales de los menores. Opté por la segunda opción y caminé con cuidado hacia él. Tenía mucho miedo que me lanzara o me alcanzara con su sable, así que con la adrenalina que me dominaba, decidí rodearlo.
Me miró fijamente y de un salto cayó al suelo, la muleta ya no la necesitaba, pues la lanzó lejos contra un árbol. Agarró el sable con la otra mano y caminó hacia mí, me escondí en un tronco que estaba tendido en el suelo. Pasados 5 segundos levanté la cabeza para poder mirar y ya no estaba en la trayectoria por donde venía, sino que estaba detrás de mí. Abrió su boca junto con la máscara, y me di cuenta que no era una máscara, sino que era parte de su cara o de su cráneo entero. El mal nacido tenía una cabeza de lobo, con enormes dientes afilados listos para matarme. No me quedó otra que agacharme y cubrirme, pero fue demasiado tarde.
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