Tomé asiento en una esquina de la sala. Había cuatro personas más esperando su turno para ser atendidos. Las paredes grises y estériles daban al lugar un aspecto triste y anticuado. Enseguida empecé a notar como las gotas de sudor me caían por la espalda, la frente y las axilas. Me había jurado a mi mismo que no me dejaría torturar por las paranoias, pero teniendo en cuenta el lugar donde me encontraba era algo inevitable. Intenté hacer contacto visual con los demás, pero nadie parecía interesado en intercambiar opiniones, historias personales, ni miradas de ningún tipo. No los culpé por eso y seguí sumergido en mis pensamientos tratando de ser el mediador entre mis ángeles y demonios. Luego se me ocurrió que quizás lo mejor era imaginar el peor desenlace posible para estar preparado a lidiar con cualquier cosa. Sin embargo, cuando la doctora dijo mi nombre me entraron ganas de pedirle ayuda a un Dios en el que nunca había admitido creer. Entré en la consulta y miré a mi alrededor como un preso observa la celda donde cumplirá su condena a cadena perpetua. Entonces escuché sus palabras hasta reconocer la única que realmente deseaba oír. Negativo.
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