Erinia baila con el fuego.
Tiene los ojos entrecerrados, taconea con los pies descalzos sobre las cenizas y las brasas, agita sin cesar las caderas, gira los hombros, sacude la cabeza, sus brazos se curvan y se enredan en su largo pelo rizado que se extiende a su alrededor como un manto rojo y naranja, los cascabeles de sus tobillos y muñecas repican y cantan, el sudor que brota de su rostro broncíneo sisea al contacto con las llamas. El fuego la acaricia como un amante, besa su cuello y sus manos, abraza su cintura y se estremece con sus giros y sus pasos.
Siempre le ha gustado bailar con el fuego, en el fuego y junto a él, sentir su respiración, sus susurros roncos, su ardor. Erinia nunca se ha quemado, el fuego jamás ha sido su enemigo, por eso, aunque sabe que sería suficiente pasear sobre las cenizas candentes y las brasas rojas para que el fuego hable con ella en su lenguaje crepitante, prefiere danzar, los dos lo prefieren, así que es en el baile donde Erinia escucha la voz y las noticas que trae el fuego.
Muchas cosas ya las sabe porque ella tiene ojos y oídos por todas partes… Bueno, en casi todas partes, porque la presencia de dos exterminadores en la Ciudadela dificulta allí el trabajo de sus ojos, pero en el gran castillo se mueven con libertad y están al tanto de las intrigas y de los intrigantes, sabe lo que preparaban y también está al tanto de que han tenido un par de reveses al no recibir el veneno encargado y al perder las bestias que querían dejar escapar para castigar a los magos.
Es de esperar que ahora permanezcan tranquilos durante una temporada, mientras su comisionado se asienta entre los magos y consolida su posición.
Erinia danza y escucha al fuego que musita a su oído.
Más allá de las llamas y del humo es noche cerrada, una noche muy oscura, como son todas las noches en el bosque, pero en la oscuridad percibe sombras y ojos. Muchos ojos. Esta noche se han reunido muchos. Todos quieren saber qué sucede y qué hay que hacer.
Erinia agita la melena, levanta una pierna y gira sobre los dedos del otro pie, los cascabeles suenan, el viento sopla sobre el fuego para unirse a la danza, trae olor a jazmines y a tierra húmeda. El fuego habla del hermano de ella, no del más joven, sino del mayor, del primogénito: Lo ha encontrado. Después de treinta y dos años, ha dado con él, lo ha identificado.
«¿Dónde está? ¿Cómo se hace llamar? Dímelo», pregunta Erinia en el idioma sin palabras que comparte con el fuego, y agita las caderas y acelera sus giros y sus evoluciones para que él entienda su impaciencia.
El fuego la acaricia con ternura, besa sus labios con mucha suavidad y después musita un nombre.
Erinia se detiene, anonadada. Abre del todo los grandes ojos violetas, los brazos caen a sus costados, el revoloteo de la falda de colores cesa, el pecho de la mujer sube y baja en jadeos.
Ese nombre puede cambiarlo todo. Tal vez. Y además está más cerca de lo que nunca pensó, aunque a la misma vez sea muy lejos, como estar en otro mundo.
El fuego se retrae y se encoje, ahora apenas alcanza por encima de las rodillas de ella. Erinia sale de la hoguera, se aparta del rostro los mechones de pelo alborotado y da una vuelta sobre las piedras calientes que retienen las brasas para ver a quienes han venido. La mayor parte de los presentes parecen animales, pero pocos lo son o, más propiamente, pocos son nada más que animales.
—Bienvenidos —saluda—. Tengo una noticia muy importante.
Mavi Govoy
