Allegra hizo la maleta en dos minutos. Si la encontraban los Prendas, estaba acabada. Por eso, la opción de cuidar a una niña interna, algo que nunca se le habría pasado por la cabeza, era la mejor opción. Porque sí, no le gustaban los niños ni los animales, pero desaparecer del mapa durante un tiempo, no le iría mal. Por suerte, su prima Moira, de ascendencia italiana como ella, le había conseguido el trabajo, inventándose las referencias y el currículo. Seguiría siendo Allegra, pero ahora era una estudiante preparando su trabajo de fin de carrera y con muy poco dinero.
De todas formas, la niña tenía ocho años, por lo que no necesitaría mucho de ella. Y si tenía algo que consultar, Google estaba a su servicio.
Tomo un taxi en una calle paralela al guardamuebles donde tenía todos los enseres del espectáculo de su padre, un mago que nunca pasó de actuar en garitos infames llenos de alcohol y humo. Cuando su madre vivía, al menos entraba un sueldo en casa. Ella tenía una peluquería de barrio, junto a su hermana y las dos niñas crecieron en ella, rodeadas de mujeres que les hacían todo tipo de carantoñas. Allí se enteraron de muchas cosas de la vida. Moira era un año mayor que ella y fue la que le explicó que era el sexo y como se daban los besos con lengua. Claro que todo fue algo teórico hasta que conoció a su primer amor, sobre los diecisiete.
Hasta entonces había tonteado con compañeros de colegio. Pero cuando su padre la requirió para que le ayudase en sus espectáculos ya que su otra ayudante se fue, entró en un mundo desconocido para ella. La noche. Todo era mágico, incluso lo más sórdido. Para una niña de 16 estar a ciertas horas en sitios prohibidos era la envidia de sus compañeros y de su prima. Aprendió todos los trucos de su padre y también a robar, solo por el espectáculo, carteras, collares o pulseras con mucha habilidad. Se divertía mucho y a pesar de las miradas preocupadas de su madre, ella hubiera hecho todo por su esposo, al que adoraba.
Entonces conoció a Roberto, el dueño de varios negocios nocturnos y alguien atractivo, peligroso y que la aduló hasta que le entregó su virginidad. Ella estaba loca por el e hizo cosas de las que se arrepentía cada segundo. Él le decía que tenía «magia» en sus dedos, que su suerte era increíble, porque donde se metía, conseguía lo que fuera.
Un año más tarde, un accidente fatídico se llevó a su madre y su padre se sumió en el alcohol. Los trucos comenzaron a fallar y las deudas a aumentar. Un día, ella lo encontró en el suelo, rodeado de vómitos y sangre.
Solo duro dos días en el hospital. Murió y ella se quedó sola, con 18 recién cumplidos. El local de la peluquería pertenecía a su tía Sofía y por eso los deudores no pudieron quitarle un lugar donde dormir y guardar todos los trastos de su padre. Su tía ya se había retirado, pues era mayor que su madre. Se quedó la casa y sin estudios, perdida. Roberto le ofreció trabajar en uno de sus pub de camarera, pero era un club nocturno y no pudo aguantar más. Allí también conoció a Paolo, un muchacho portugués que se la llevó a una casa bonita. Que le dio cariño a cambio de convertirse en una mula, luego paso a robar carteras y cualquier otra cosa.
Fue Moira la que la sacó de ese mundo y la trajo de nuevo a casa. Empezó a trabajar en un supermercado, pero ganaba tan poco dinero que no podía alquilarse ni siquiera una habitación, por lo que seguía viviendo en la antigua peluquería. En casa de Moira que vivía con su madre y sus dos abuelas, no había sitio.
De todas formas, prefería ser independiente y entrar y salir. Paolo insistía en que volviera con él, no lo aceptaba y a veces la acosaba en el supermercado. Necesitaba desaparecer, y como Moira trabajaba en una empresa de trabajo temporal, le buscaba diferentes opciones. Esta, aunque se arriesgaba a perder el suyo propio, era perfecta para desaparecer. Lejos de ese mundo terrible que tanto sufrimiento le había costado. Lejos de los hombres que se habían aprovechado nado de ella.
El taxi la dejo en la puerta del lujoso chalet en la moraleja y llamo al timbre. Alguien preguntó y la dejaron pasar.
Un hombre de unos cincuenta años la esperaba en la puerta. Parecía amable, pero serio.
—Señorita Allegra, la esperaba más tarde.
Ella asintió.
—Soy Alberto Rodríguez, llevó la casa del señor Cadaval. Pase, por favor.
—Gracias, señor Rodríguez, creo que entendí mal la hora.
Lo cierto es que Paolo había ido a buscarla y casi la tenía localizada por lo que tuvo que acelerar su huida.
—No hay problema. La niña está en su habitación. Espere en la biblioteca mientras la busco.
Allegra asintió y dejó la maleta y la bolsa en la entrada. Paso a la habitación, no se esperaba que hubiera una biblioteca tan repleta como esta en la casa de un jugador de rugby profesional. Se los imaginaba como una mole, un enorme tipo que lo menos que haría sería ponerse a leer. A ella solo le gustaban las novelas de detectives, pero no descartaba echar un vistazo. Miro por la ventana. Hacia bastante calor en pleno julio y se veía una piscina no muy grande en el jardín. Se alegró. Ella era muy pálida y ahora llevaba el cabello de color cobrizo, por lo que no s expondría morena, pero al menos se podría refrescar. Alguien se estaba bañando y de repente lo vio salir. Un ejemplar de metro noventa salía por el lateral de la piscina, vestido con un minúsculo bañador de natación y con un cuerpo que quitaba el hipo. Atlético, musculado sin exagerar y con piernas largas y fuertes. Se le hizo la boca agua al verlo. Sería el señor Cadaval o un invitado.
Un carraspeo la hizo volverse de golpe y tiro un montón de libros que había sobre la mesa. Una risita se escuchó en la puerta
—Lo siento, perdón —dijo Allegra recogiendo todo ayudada por el señor Rodríguez.
La puerta de la terraza se abrió y ella levantó la vista, descubriendo esas piernas largas a las que seguía un torso fuerte, con poco vello. El tipo estaba frunciendo el ceño.
—Señor Cadaval, la nueva niñera.
Allegra se levantó de un bote y tendió la mano sonrojada. Él la tomó y dio una sacudida seca. Después se fue hacia dentro de la casa, dejando unas huellas húmedas en el suelo, lo que parecía no importarle.
La niña, que estaba en la puerta, ni se movió al pasar él. Luego se acercó, dudosa. Allegra la miró. Tenía el cabello rubio trenzado y ojos oscuros, como los de su padre. La nariz respingona a estaba llena de pecas y llevaba un vestido bastante arreglado para estar en casa.
—Me llamo Joanna —dijo por fin poniéndose delante de su futura niñera.
—Soy Allegra, encantada.
—Por favor, Joanna, enséñale a la joven su habitación, tengo que recoger el agua.
Joanna asintió y comenzó a caminar haca las escaleras. Allegra cogió sus cosas y la siguió. Ella se dirigió hacia la zona izquierda del pasillo.
—Esa es la zona de mi padre y… sus amigas. Yo vivo en esa habitación y la tuya está al lado de la mía. Compartiremos baño.
—Esta bien —dijo ella admirando el olor a dinero de esa casa.
Allegra entró en la sencilla pero lujosa habitación, todavía impactada por la presencia del hombre. ¿Como podía ser su padre? No debía de tener los treinta.
—Tenemos un cuarto de juegos que también uso para estudiar, en el piso de abajo. Si quieres luego te lo enseño —dijo sentándose en la cama.
Allegra la observó con atención. Parecía una niña fácil de tratar, educada y tranquila, lo que era un alivio para ella.
—¿Qué te gusta hacer? —preguntó. La niña abrió los ojos con sorpresa.
—¿Quieres decir a mí?
—Claro, a quien sino, ¿al señor Rodríguez? —La niña se echó a reír revolcándose en la cama. Después se puso de pie, asustada—. Perdona, te he deshecho la cama.
—Ah, no pasa nada —dijo Allegra que saltó encima de la cama. Ambas se echaron a reír mientras saltaban en ella, deshaciendo la forma perfecta de la colcha.
—¿Qué es esto? —dijo una voz ronca. Ellas pararon de inmediato y se quedaron mirando a la puerta.
El señor Cadaval estaba mirándolas con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—Lo siento, papá. Ha sido mi culpa.
—Señorita…
—Allegra
—Venga conmigo.
El hombre salió de la habitación sin esperarla y ella lo siguió. Se dirigió a la parte derecha de la casa y entró en una habitación, donde había dos ordenadores y una gran televisión, sillones y una mesa abarrotada de juegos.
—Dígame, señor Cadaval
—A ver, señorita Allegra —dijo llevándose los dedos al puente de la nariz- quiero una persona que sea seria y cuide a mi hija. Parece que venía muy bien recomendada pero no sé
—Los niños tienen que divertirse. Estamos en verano. Ha acabado el curso. ¿Es que le ha ido mal?
—Joanna ha sacado unas notas buenísimas.
—¿Entonces?
—Limítese a cuidarla, a que haga sus tareas y de vez en cuando la saca a pasear.
—No es un perro para «sacarla a pasear», pero si, no se preocupe, cumpliremos con las tareas. Buenas tardes.
Allegra salió dejándolo con la palabra en la boca y se fue a su habitación donde la niña la esperaba sentada, y cabizbaja. Cuando entró, la miró triste.
—¿Te ha despedido?
—Que yo sepa no, pero habrá que hacer lo que quiere, al menos mientras esté cerca. No sé por qué es tan severo.
—Es capitán de la selección española de rugby, pero es que es mi padre solo desde hace cuatro meses.
Allegra se sentó junto a ella y la tomó de la mano. La niña se la apretó. Ella le animó a seguir.
—Yo vivía con mi madre, pero ella se puso enferma y tuvo que llamarlo porque no teníamos mucho dinero y los medicamentos eran caros. Pero al final murió.
A Allegra se le encogió el corazón. Comprendía muy bien el dolor de la niña.
-—Y entonces me tuve que venir aquí —terminó encogiéndose de hombros.
—Lo siento mucho, yo también perdí a mi madre cuando era adolescente. Pero siempre la llevó en mi corazón —dijo Allegra. Menudo tipejo debía de ser el padre, no ser capaz de hacerse cargo de su hija menos cuando no le quedó otro remedio. Y encima un estirado.
—Bueno, Joanna este verano lo pasaremos lo mejor posible. Estudiarás, pero también nos vamos a divertir.
Allegra le hizo el sencillo truco de la moneda en la oreja y ella aplaudió emocionada.
—Eres la primera niñera que me cae bien, las demás solo querían ligar con mi padre o eran insoportables. Ojalá tu no quieras a mi padre, aunque eres muy guapa —dijo triste.
—Pero tranquila, yo tengo novio aunque está de viaje, así que no hay problema. Tú y yo este verano lo vamos a pasar genial. Además, ¡tienes piscina!
—Me encanta nadar, mi mamá me llevaba a la piscina del barrio.
—Yo no sé nadar muy bien, pero tal vez puedas enseñarme
—Sí, genial.
La primera semana pasó muy deprisa. Como su padre tenía una gira por Europa, estuvieron muy tranquilas en casa. Se bañaban en la piscina, tomaban el sol y también hacían el cuaderno de vacaciones que tenía o deberes. Además, había una cancha de baloncesto y Allegra se empeñó en enseñarle a botar la pelota y encestar. También jugaban al tenis en la zona común de la urbanización, donde conoció a otras niñas que vivían allí. En pocos días hicieron un corrillo de amiguitas que se divertían con todo tipo de juegos. Ella no era la única niñera. Marga cuidaba de las gemelas que se habían convertido en las mejores amigas de Joanna. Era una chica habladora y muy simpática, algo más bajita que ella y delgada. Suponía que los nervios no le permitían engordar porque comía muy a menudo.
Hicieron buenas migas y todos los días quedaban al atardecer para dar una vuelta por la urbanización y jugar una partida de tenis.
La vida no parecía ser complicada. Se llevaba muy bien con la niña y no había sabido nada de Paolo. Moira la había felicitado por la buena acogida y ya estaba deseando que tuviera un día libre para irse a tomar alguna copa. Pero ella no quería salir para no encontrarse con sus antiguos amigos al menos durante una temporada.
—A lo mejor a mi jefe no le importa que vengas a verme, —le había contestado y ella se apuntó la dirección para escaparse algún día.
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