mavi-govoy Mavi Govoy

Un episodio de la guerra de Ucrania... Quién sabe, quizá en algún lugar de Ucrania haya sucedido algo así.


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#ApoyaAUcrania #HistoriaDeEsperanza
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Lo siento

Aunque pueda parecer grotesco, la suciedad fue lo que más sorprendió a Zoya. Esperaba que la guerra fuese ruidosa: explosiones, disparos de ametralladora, gritos, derrumbes, megafonía a todo volumen. Tampoco la sorprendió que oliese mal, a tierra quemada, a metales retorcidos, a escombros, a polvo, a destrucción. Y, acompañando a todo ello sudor, temor, miedo y tristeza. Y frío, siempre frío.

El frío y el dolor de las ampollas que tenía en las manos le recordaba que la guerra no era lo que se veía en las películas. Los actores nunca tenían ampollas sangrantes ni necesitaban apretar los dientes para que no castañetearan.

Las batallas tampoco eran como había pensado. No eran dos bandos lanzándose uno contra otro en medio de la nieve, de los charcos y del viento helado, no ondeaban banderas al aire, no sonaban clarines ni se coreaban consignas animosas. La batalla consistía en impedir que los rusos pasasen o, al menos, en retrasar su avance durante tanto tiempo como fuese posible.

Solo que los rusos no eran personas, no había visto a ninguno -ni ganas tenía-; el odiado enemigo que combatían eran carros de combate acorazados cargados con soldados o con armas. Y su misión como defensores consistía en ponerles trampas, desviarlos, romperlos, inutilizarlos, apoderarse de ellos si era posible.

Era un trabajo pesado, cansino, pero bastante fácil. Bajo la dirección de un sargento, un pelotón del ejército ucraniano había destrozado la carretera que llevaba al pueblo. Era un pueblo pequeño de comerciantes, artesanos y algún artista loco, no tenía importancia, no estaba en un enclave estratégico, salvo por el hecho de que por allí pasaba la carretera que llevaba a Kiev. Y había que defender Kiev a toda costa.

El sargento, para agilizar los trabajos y poder abarcar más terreno, pidió la colaboración de los vecinos. La mayoría de ellos ya había abierto sus casas y sus despensas a los soldados, muchos pusieron sus vehículos a su disposición, pero en esta ocasión lo que el sargento Andrij Meinyk pedía era brazos, piernas y espaldas fuertes.

Bohdan fue de los primeros que se ofreció voluntario. Bohdan, con su aire despistado y su cuerpo largo y enjuto, todo extremidades sin chicha, un sesudo estudiante de derecho al que solo le faltaba medio año para acabar la carrera, aunque eso había sido antes de que empezase la guerra. ¿Qué iba a hacer Zoya sino apuntarse también? En un pueblo pequeño todos se conocen. Ellos dos eran más o menos amigos desde siempre, pero apenas hacía dos meses que habían empezado a salir. Zoya no estaba dispuesta a dejar solo Bohdan.

Hicieron un gran trabajo de sabotaje antes de la llegada de los rusos. Picaron, cavaron, escarbaron, removieron la tierra, arrastraron piedras, las amontonaron, socavaron lo que parecía suelo firme, se despellejaron las manos, se hicieron ampollas, acabaron molidos y con agujetas hasta en los sobacos, pero hicieron todo lo que fue necesario para convertir la helada carretera y sus alrededores en un campo de minas y trampas.

Y entonces apareció el enemigo. Una larguísima culebra de carros de guerra.

El sargento Meinyk ordenó a los soldados que tomaran posiciones y a los civiles que se encerrasen en los refugios improvisados en el sótano del edificio del Ayuntamiento y el de la iglesia del pueblo.

Zoya tuvo la impresión de que las explosiones y el fragor de dragón devorador que indicaba que proseguía la batalla se prolongó durante horas, puede que incluso días, pero quizá su duración fue mucho menor. En cualquier caso, atardecía cuando pudieron salir del refugio.

El panorama era dantesco. Llovía ceniza y caían diminutas estrellas de hielo negro sobre ellos, había humo y polvo en suspensión por todas partes, el humo se espesaba donde yacía algún carro volcado o empotrado contra un muro o hundido en alguna trampa o destrozado por el fuego de granadas de los defensores. La mayor parte del pueblo seguía entero, manchado de hollín, salpicado de cascotes y cristales rotos, sucio y maloliente, pero solo ardían un par de edificios.

El sargento se cuadró y saludó a la alcaldesa, Darina Tkachenko. Estaba cubierto de ceniza y olía a muerte, pero sus ojos brillaban y mostraba una sonrisa feroz.

–No han pasado. –Hubo aplausos y vítores, pero él hizo un gesto para acallarlos y prosiguió–: Se han desviado para intentarlo por otro lugar o para reorganizarse. Hay que aprovechar la pausa para hacer barricadas con los blindados abandonados. Necesito voluntarios de nuevo y necesito todos los vehículos disponibles para arrastrar los carros de combate rotos.

Y allá fueron de nuevo Zoya y Bohdan, entre otros muchos. Ninguno de los dos tenía coche, pero colaboraron en la tarea de vaciar los blindados de utensilios y armas que pudieran serles útiles. Por suerte, los cadáveres fueron retirados antes por los soldados.

Trabajaron a destajo, incluso cuando cayó la noche y tenían que iluminarse con los móviles, y llegó la helada que lo volvía todo resbaladizo. Pronto todos tenían pegotes de barro -no solo en las botas, sino hasta en el pelo-, las ropas arrugadas y las manos manchadas.

Acababan de enganchar un blindado despanzurrado al tractor de un vecino para que lo arrastrase a la barricada cuando, por casualidad, la luz del móvil de Zoya iluminó un rastro ensangrentado. Por instinto, siguió el rastro con la luz hasta una grieta en el grueso muro medio derruido de una linde que separaba las fincas de dos vecinos.

Lo descubrió encogido dentro de la grieta y cubierto por cascotes y zarzas heladas para ocultarse, pero lo delató el brillo del cristal de la gafa.

–¡¡UN RUSO!! –gritó Zoya. No lo habría dicho con más aprensión y rencor de haberse tratado de un alacrán.

Bohdan corrió hasta él, armado con un cuchillo de despiece. El ruso encogido en la grieta solo se movió para enseñar las manos vacías. Era muy joven, tenía orejas de soplillo y había perdido uno de los cristales de la gafa, por lo que esta se inclinaba por el lado que pesaba más.

–Lo siento –musitó en un defectuoso ucraniano.

–¡¿Que lo sientes?! ¡¿Pisoteas Ucrania sentadito en tu blindado y te atreves a decir que lo sientes?!

El cuchillo no temblaba, pero Bohdan estaba a punto de escupirle. Zoya se lo vio en la cara y le apretó el brazo para atraer su atención. Señaló los pies del ruso. Uno de ellos estaba destrozado y él se había hecho un torniquete en la pierna como había podido.

–Nosotros no somos como ellos, Bohdan, no agredimos al débil ni al herido ni al vencido…

Aparecieron dos soldados con subfusiles a la carrera seguidos de ceca por el dueño del tractor, que se había detenido al darse cuenta de que pasaba algo. Bohdan no apartaba los ojos rabiosos del ruso, pero aspiró hondo, muy hondo, y se hizo a un lado para que los soldados se ocupasen del herido.

–Nosotros no somos como ellos –repitió con convicción.

04 Mart 2022 17:32 2 Rapor Yerleştirmek Hikayeyi takip edin
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Son

Yazarla tanışın

Mavi Govoy Estudiante universitaria, defensora a ultranza de los animales, líder indiscutible de “Las germanas” (sociedad supersecreta sin ánimo de lucro formada por Mavi y sus inimitables hermanas), dicharachera, optimista y algo cuentista.

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Tinta Roja Tinta Roja
La guerra es un río que se desborda y lo arrastra todo a su paso. Hay que ser muy fuerte para alcanzar la orilla y mucho estómago para ofrecer tu brazo a otros que se están ahogando. A los peones sobre el tablero solo se les permite avanzar en línea recta, en la completa ignorancia, el caudal los arrastra.
March 04, 2022, 20:04

  • Mavi Govoy Mavi Govoy
    No quería demonizar a los rusos que pisotean Ucrania. Yo también quiero pensar que son víctimas de unos políticos que los ven como peones, pero son los agresores. Y en mi historia tengo libertad para que sean rechazados, aunque solo sea en una escaramuza. March 04, 2022, 20:16
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