La reconocí nada más entrar en el bar. Su belleza era innegable, hasta más que en las fotos. Parecía tener sobre ella la luz de un foco, una luz que resaltaba todos los detalles de su hermosura. Pasé lo suficientemente cerca como para oler su perfume y tomé asiento a un par de mesas de distancia de la barra donde ella estaba tomando un café. Yo pedí lo mismo para mi. Cuando se levantó, la miré a los ojos por unos segundos. Ella no me hizo ni caso y salió del bar sin mirar hacia atrás. Me acerqué a la barra para pagar mi café. Con un movimiento rápido me metí en el bolsillo la tacita que acababa de utilizar aquella mujer. Yo entonces ya estaba seguro que ella había matado a su marido. Pero su saliva era la última prueba que necesitaba para llevarla delante de un juez.
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