Oscuro, eso era lo que resumía su vida, una oscuridad eterna. Siendo casi un semidiós, aquel titán de nombre Polifemo, vivía en las penumbras. Sentado en su cueva, o por lo menos creía que podía ser su cueva, aquel gran ser de 15 metros de altura, con un cuerpo humano, cabello largo ondulado color castaño claro cuyas canas empezaban recién a salir y llevando una túnica de piel sujeta con una mísera cuerda de tela se lamentaba por su ceguera. Su único ojo estaba destruido y en su lugar se encontraba una llaga rojo carmesí tan desagradable que, valga la ironía, era nauseabundo a la vista. Cuidando de su rebaño al usar sus otros sentidos, como el olfato, la audición y el tacto. Polifemo maldecía el día en que conoció a ese maldito de Odiseo, algunos le decían Ulises; pero él le conoció bajo el nombre de Nadie.
Bajaba la cabeza pensando en cómo aquel astuto humano supo ganar su confianza, emborracharlo y después cegarlo con un palo afilado al rojo vivo ¡Qué deshonroso! Siendo hijo de Poseidón, merecía más respeto del que le daban. Oía a los otros Cíclopes burlarse de él, diciendo que aquello le paso por ser un idiota que provocó a los humanos y sus intenciones le jugaron en contra pero él no había hecho nada malo. Aquel Rey de Ítaca le estaba robando el queso y se quería comer a su ganado. Protegía lo que le era suyo por derecho, personalmente el queso de cabra y su ganado le eran más sabrosos que la carne humana. Un sonido lo sacó de sus pensamientos. Era ruidoso, demasiado fuerte como para ser de un animal y demasiado suave para ser de una tormenta, siguiendo el sonido de aquel misterioso ruido, el Cíclope Polifemo se retiró de su cueva, por desgracia nunca podría retirarse de las penumbras de esa eterna oscuridad.
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