aldahir-mendoza Aldahir Mendoza

Lotred, un mercenario, busca a los responsables de la muerte de sus camaradas de toda la vida. Valda, la campeona de Ternessdil, emprende un viaje de regreso a su hogar, abandonando el campo de batalla. Anisa, la hermana de un aspirante a mercenario, se ve envuelta en una cruenta cruzada, arrastrada por los pecados de su hermano. Enir, un monje, descubre un oscuro secreto escondido por la religión de la Fe Blanca. Cuatro historias que se desenvuelven en el mundo de Dexamire, una tierra en donde la única voz que se escucha con fuerza es la de las espadas, y en donde los retazos de una tenebrosa magia residen solo en cuentos que ya casi nadie escucha.


Fantastik Karanlık Fantezi Sadece 18 yaş üstü için.

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CAPÍTULO I: EL CUERVO ROJO

Lotred abrió los ojos de azul grisáceo y aspiró una bocanada de aire con violencia, llenando sus pulmones vacíos. Como si alguien tirara de su brazo, levantó el tórax con violencia. Un dolor punzante en el pecho le hizo soltar una maldición y posteriormente gritar adolorido; atravesando su coraza de cuero había una flecha, un proyectil de guerra que había atravesado también sus ropas y mordido su carne unos cuantos centímetros. Entonces fue real, se dijo con horror. Reprimiendo otro grito, pegó las manos enguantadas a la flecha y, de un fuerte tirón, la arrancó de su piel. La punta soltó gotitas de sangre que fueron a caer sobre la nieve, la cual se bebió el líquido rojo oscuro, tornándose de un fuerte rosado. Pero no pudo haber sido real, intentó convencerse antes de mirar a su alrededor.

Los cuerpos estaban ahí. Armont, tirado en la nieve de espaldas, mirando sin ver el cielo cubierto de nubes, tenía la garganta destrozada, abierta en canal; la sangre ya se había congelado por el frío, adquiriendo un tono oscuro, muy oscuro, negro como la brea. Su monstruosa hacha estaba incrustada en la cabeza de uno de sus agresores, muerto a su lado, mientras que los otros tres yacían a su alrededor. Corpulento, tan alto como un oso a dos patas, todos lo veían como alguien imposible de matar, y aun así ahí estaba, sin vida ya al igual que Cael. Cael tenía una lanza atravesándole el pecho, empalándolo a un pino, y unas cuatro flechas enterradas en distintas partes de su cuerpo; su destrozada armadura de cuero, sus ropas, su tez rosácea y su cabello rubio se hallaban cubiertos de una película de sangre seca. Alrededor de él estaban dos cadáveres. Lotred solo había conseguido matar a uno: le había lanzado la espada en cuanto vio el brillo metálico de la punta de la flecha; pero no lo hizo lo suficientemente rápido como para evitar el disparo que le dieron o el golpe con la empuñadura de una espada en la cabeza que le hizo perder el conocimiento.

Sí fue real, aceptó con furia, evitando a toda costa que la tristeza y las ganas de romper en llanto ocuparan ese lugar. De repente un pensamiento pasó por su mente. Puede que vengan más.

Se levantó, dispuesto a salir del linde del bosque, pero, al momento de dar el primer paso, súbitamente, sus fuerzas lo abandonaron y cayó de rodillas al suelo. Se sentía entumecido, como si el frío del invierno hubiese conseguido congelar sus huesos. Pero debía salir de ahí a toda costa si era su deseo mantenerse con vida. No, no era el deseo de seguir vivo lo que lo motivaba a querer levantarse, era la ira, la ira y el hambre de venganza; habían matado a Armont y a Cael, no solo un par de cuervos rojos como él, no unos simples mercenarios. Esos dos hombres eran toda la familia que la vida le había negado en un inicio, eran sus hermanos. Sus muertes no pasarían inadvertidas. Al segundo intento de incorporarse, las piernas le temblaban, como si hubiesen olvidado su fuerza anterior y ya no soportaran el peso de su cuerpo. Sus pasos vacilaban. Apenas consiguió llegar a derrumbarse sobre el tronco de otro pino. El moverse le producía un dolor palpitante en sus articulaciones congeladas. Entre jadeo y jadeo apretaba los dientes y cerraba con fuerza los ojos para evitar soltar un quejido. Entre tropiezos y latigazos de dolor, llegó hasta su única víctima. Su espada se había clavado con fuerza en el pecho del desgraciado, enterrándose hasta la mitad, permitiendo salir a la sangre como un reguero. Lotred tomó la empuñadura con ambas manos y tiró de ella para liberar su arma.

—¡Mierda! —gritó mientras soltaba la espada y retrocedía, ojiplático.

Su víctima no estaba muerta del todo, sus manos amoratadas por el frío se pegaron a la hoja de doble filo y la apretaron, cortándose y liberando hilillos rojos. Movía los labios, pero de ellos no salía nada más que un ruido áspero e inquietante. Lotred, recuperado del susto, dio una zancada, volvió a sujetar la espada y dio un fuerte tirón. La hoja salió libre, cubierta de oscura sangre seca y trocitos de carne que se le habían pegado. Su víctima dejó caer sus cortadas manos a la nieve, tenía los ojos bien abiertos ahora y su rostro estaba deformándose en una expresión de dolor y miedo. Habría dicho por favor, habría rogado por su vida, pero el frío invernal y las pocas fuerzas que tenía se lo impidieron; y, de todas formas, Lotred no le habría dado aquel último deseo. La espada descendió con fuerza sobre la garganta y fue retirada de inmediato. Lotred envainó el arma y se alejó jadeando y apoyándose en los pinos del rededor, ignorando los gorgoteos del desgraciado que se ahogaba en su propia sangre. Lo lamento, chicos, se dijo, volviendo la mirada al bosque una vez que estuvo alejado del linde. Sintió unas lágrimas que comenzaban a arder en su rostro y se las limpió de inmediato. No podía enterrarlos ni despedirse con unas últimas palabras, debía alejarse antes de la llegada de más enemigos.

Fuera del bosque, el viento, paseándose sin obstáculos, de a ratos le golpeaba en el rostro de facciones afiladas y removía su oscuro cabello castaño. La nieve, transportada por la ventisca, volvía a quedarse pegada entre sus ropas, entre los brazales y grebas de cuero e incluso entre sus pobladas cejas y su barba incipiente. Tenía que encontrar un refugio o moriría por hipotermia. Antes de que se diera cuenta, llegó hasta un sendero medianamente cubierto de nieve con las inconfundibles marcas de ruedas y pisadas de bestias de carga. Tranquilizado al saber que más adelante encontraría ayuda, comenzó a caminar a un paso más rápido, arrebujado entre los pliegues de su capa y con la capucha puesta sobre la cabeza.

Unos minutos más tarde dio con el carromato, un vehículo que era movido por dos caballos de tiro a un paso lento, paciente. Lotred se preguntó qué hacer en aquel momento, podría lanzar un grito y advertir de su presencia, o bien adelantarse y llegar hasta donde se encontraba el conductor y pedirle un espacio entre su carga. Escogió lo primero. Su grito se volvió eco entre el silencio apenas interrumpido por el ulular del viento. La figura del carromato, que hacía pocos segundos se mecía levemente de lado a lado, se detuvo luego del restallar de un latigazo. Lotred, presagiando lo peor, con la mano oculta bajo la capa, sujetó la empuñadura de su espada. Una figura encorvada bajó del asiento del conductor de un salto y, cojeando, comenzó a acercarse.

—¡¿Quién anda ahí?! —gritó. Su voz indicaba que se trataba de un anciano.

Lotred soltó la espada.

—¡N-necesito ayuda! —respondió a viva voz, casi alegre. Comenzó a caminar hacia el carromato—. ¡Por favor! ¡Unos asaltantes…! —En medio de su euforia, no cayó en la cuenta de que aún seguía débil, por lo que sus piernas se cansaron, temblaron, obligándolo a caer de rodillas.

—Oh, carajo —exclamó el viejo cuando estuvo lo suficientemente cerca como para ver a Lotred—. Estás hecho papilla, hijo. ¿Puedes levantarte?

Lotred asintió. El viejo lo apoyó en su hombro y lo ayudó a llegar hasta la parte trasera del carromato. Ahí dentro había cajas y sacos llenos de cereales y tubérculos; además de una mujer y una niña abrigadas con mantos de pieles de oso que, expectantes, parecían estar analizando cada torpe y pesado movimiento que Lotred hacía para acomodarse entre la carga.

—Iremos a Zararbin —comentó el viejo—. ¿Tienes dinero para una posada?

—No, pero me las puedo arreglar una vez ahí.

El viejo asintió, le dio unas palmadas en el hombro y salió de la parte trasera para volver al asiento del conductor. Se escuchó el resonar del látigo y los caballos, empezando a resoplar, tiraban ya del vehículo con más fuerza que antes.

—¿Quién es ese hombre, mami? —preguntó la niña, intercalando su inocente mirada entre su madre y Lotred—. ¿Es amigo del abuelo?

La mujer no había quitado los ojos del sujeto de las incógnitas de su hija. Por su respiración agitada, su pecho subiendo y bajando, Lotred comprendió que estaba asustada. Decir que no se preocupara no tendría sentido, eso lo sabía muy bien. Y, de todas formas, quizá no sea lo más sensato. Cada momento que pasaba en la carreta era un peligro para aquella familia; los refuerzos de sus atacantes ya habrían llegado al bosque y visto la cruenta escena, para luego ponerse a buscar al cuervo rojo que faltaba entre los cadáveres. Si lo encontraban, sería el fin para ellos. Más les valía que Zararbin estuviese cerca.

Mientras el carromato iba abriéndose paso entre el sendero lleno de nieve, las ruedas de madera repiqueteando y los cascos de los caballos resonando a un ritmo casi coordinado, Lotred fue quedándose dormido. Antes de pasar a la inconsciencia, recordó los momentos en los que Armont y Cael significaron algo para él. Eran ellos tres en el campo de entrenamiento del Nido, sangrando, con las ropas hechas jirones y algún que otro hueso roto; eran ellos tres dándose una fuga rápida hacia el pueblo de Neverial para entrar en alguna taberna y volver borrachos a los dormitorios, a pesar de que al día siguiente tuviesen otra tortuosa sesión de esgrima. Éramos los tres recibiendo los broches ante las murallas del Nido, recordó, antes de ser lanzados al mundo ya no como niños, como cuervos rojos.

Abrió los ojos, pero no se vio en el carromato. Estaba sentado frente a una mesa, en un salón amplio poblado por otras mesas y sillas, con un suelo cubierto por una gigantesca alfombra azul recorrida de vectores asimétricos y celestinos, rodeado de muros decorados con recuadros que representaban mujeres desnudas en paisajes remotos. La Torre Azul, comprendió Lotred, regresando la mirada a la mesa. Pero todo estaba sumido en una calma que, en aquel lugar, no podía ser más que irreal. De repente, una luz potente se adentró, espantando a la penumbra, reduciéndola. En la entrada se encontraban dos siluetas, sus rostros refugiados en las sombras; uno era alto y corpulento, mientras que el otro delgado y bajo. Sus pasos, coordinados, se convirtieron en el único ruido en el rededor. Lotred habría querido preguntar qué era lo que ocurría, quiénes eran ellos y qué hacía en aquel lugar, levantarse de la mesa y salir huyendo. Pero una fuerza extraña le impedía decir o hacer algo. Cuando las dos sombras se sentaron frente a Lotred, en su mesa, sus rostros se iluminaron. Lotred sintió una mezcla de tristeza y horror en ese momento, quiso gritar y llorar al mismo tiempo, voltearse y rogar que lo dejaran solo. No podía ver ni a Armont ni a Cael a los ojos después de lo que había pasado. Sus compañeros, sus hermanos, estaban tal cual los había dejado. Armont tenía la garganta seccionada y Cael, con la camisa desgarrada, exhibía todos los flechazos que había recibido junto con la lanza que lo había atravesado desde el estómago. Lo que ambos tenían en común era el gris en sus ojos, ojos de muerto que miraban sin ver, pero que en ese momento parecían hasta desnudar el alma del ser en el que se hallasen clavados, y en aquel momento lo estaban sobre Lotred. Te ves horrible, dijo Armont después de haberse tapado la herida con ambas manos, demostrando una voz que se arrastraba, sonando más como un susurro afónico que como los sarcásticos comentarios que acostumbraba soltar. ¿Qué pasa? ¿Te han cortado la lengua? Armont soltó una carcajada después de aquel último comentario. Cael le dio unas palmadas a su compañero y luego miró a Lotred con una sonrisa triste. No fue tu culpa, le dijo. Eran bastante buenos, nos tomaron por sorpresa. Lotred sintió que las lágrimas empezaban a escocerle los ojos, pero no pudo mover las manos para limpiárselas ni evitar que recorrieran sus mejillas. La muerte es una mierda, declaró Armont, pero es parte de este trabajo, lo sabes bien Lotred. Si no eran esos, siguió Cael, habrían sido otros aún mejores. El silencio volvió por largo rato. ¿Los buscarás?, preguntó Cael. Sí lo hará, respondió Armont. De repente, las heridas que presentaban sus hermanos comenzaron a sangrar, como si se tratara de canales con agua fresca abiertos después de mucho tiempo; la sangre, brillante, se deslizó por los ropajes hasta encontrar su camino hasta el suelo. Sí lo hará, repitió Cael. Para cuando se dio cuenta, todo el lugar estaba inundado de sangre. Sus hermanos, viéndole fijamente, parecían ignorar que sus rojos elixires habían formado un pequeño mar cuyo nivel iba aumentando a cada instante, manteniéndose sonrientes, desnudando su alma en silencio. Pronto, Lotred sintió el aroma y sabor férreo de la sangre, y no tardó más en ser cubierto por completo por aquel mar rojo. Quería gritar, saltar de la silla y nadar a la superficie de aquellas aguas hediondas y espesas, pero la fuerza onírica que lo mantenía inmóvil no se apartaba de él; la sangre entraba por su boca, por sus fosas nasales, comenzaba a inundar sus pulmones, y en el momento en el que pensó que moría así, un impulso de desesperada fuerza le permitió gritar.

Cuando despertó seguía gritando.

—¡¿Qué pasa ahí?! —gritó el viejo. Los caballos relincharon, como respondiendo a la pregunta de su amo.

Mierda, masculló Lotred en su mente, pasó la mirada entre las cajas y sacos, encontrándose con los rostros encogidos por el miedo de la mujer y su niña. Una pesadilla, concluyó el cuervo rojo, soltando un suspiro y recargando la espalda contra el muro rasposo del carromato.

—Todo está bien —exclamó—. Solo fue… una pesadilla.

El repiqueteo de las ruedas, el constante mecer del vehículo, en parte, contribuyeron a tranquilizarlo. Mientras intentaba olvidar la sensación de ahogo, Lotred miró al terreno que dejaban atrás. No había ya rastro de los imponentes pinos del bosque Ireliorm, todo lo que veía era un terreno cubierto de blanco, salpicado de ondulaciones aquí y allá; el camino, medianamente descubierto, empezaba a presentar vallas que marcaban el límite de sus lados. Un letrero en forma de flecha fue dejado atrás, señalaba hacia el noroeste y en su madera, seguramente podrida ya, estaba grabado el nombre de Zararbin. Ya está, se dijo Lotred, ya falta poco.

Y entonces el carromato se detuvo.

—¿Sí? —preguntó la voz del viejo—. ¿Qué desean?

Se oyó al viento ser desgarrado. De inmediato, otro ruido, uno seco y potente que hizo saltar del susto a la madre y a su niña. Luego los caballos relincharon. Gorgoteos y, al final, el golpe amortiguado de algo que cae al suelo. Fuera del carromato se escucharon risas y pasos de pies embotados. La mujer y su hija empezaron a susurrar y, acto seguido, la madre se levantó. Lotred frunció el ceño, recordó algo y entonces le extendió la mano a la mujer, deteniéndola en el acto. Levantándose, posando la mano en la espada, el cuervo rojo saltó para salir del carromato; sus botas, impactando contra el suelo, levantaron tierra y nieve enlodada.

Frente al carromato se encontraba un grupo de cinco hombres que no tardaron en divisarlo. Lotred se retiró la capucha.

—Por fin —dijo el de en medio, un hombre de cabellera rubia e hirsuta. Se encontraba recargando una ballesta—. ¿Lo ven? Les dije que lo encontraríamos —sonrió con malicia.

Eran hombres sucios que llevaban armaduras de cuero tan desgastadas como sus armas. Lotred respiró hondo y caminó hacia ellos, su ceño fruncido fue arrugándose más hasta volver a su rostro un avatar de la ira.

El de cabellera rubia hizo un ademán y ordenó a dos de sus hombres avanzar: uno portaba un oxidado martillo de guerra; mientras, el otro jugueteaba con una maza mientras que en la otra mano llevaba un escudo de madera. Lotred no detuvo su andar; su corazón empezó a latir con más rapidez y fuerza, y de repente en lo único que pensaba era en ver a todos esos desgraciados muertos. El martillo de guerra describió un arco descendente, Lotred saltó hacia la izquierda y descargó una patada a la rodilla de su adversario. Se oyó un crujido y el hombre, gritando, cayó hincado sin soltar su pesada arma. El cuervo escuchó una maldición a su espalda y, con el rabillo del ojo, vio al hombre de la maza correr hacia él, se hizo a un lado y la maza terminó aterrizando sobre el cráneo del hombre martillo, destrozándoselo, haciendo volar trozos de hueso y carne ensangrentada. Antes de que el de la maza pudiera reaccionar, Lotred desenvainó la espada y, de un fuerte golpe, lo decapitó. El hombre de la cabellera hirsuta chasqueó la lengua y levantó su ballesta ya cargada. Lotred sujetó al muerto con el cráneo destrozado y lo usó de escudo; la saeta, desgarrando el viento, se enterró con fuerza en el pecho del cadáver.

Van dos, se dijo el cuervo rojo, quedan tres. Dejó caer el cuerpo y, de inmediato, vio cómo su tercer adversario se lanzaba hacia él blandiendo con vehemencia un hacha y una espada. Lotred esquivó un tajo y con gran habilidad detuvo la mano del hacha cogiéndola de la muñeca, la cual retorció hasta que esta crujiera y el hacha fuera a parar al suelo. Sin perder el tiempo, Lotred impulsó su espada hacia arriba, haciendo que la hoja atravesara el hueso frontal del hombre desde la mandíbula. Los ojos del infortunado quedaron bien abiertos, sus labios ligeramente separados dejaron escapar gruesos hilos rojos. La punta de una saeta surgió desde el estómago del hombre. Lotred liberó su espada y dejó caer a su víctima y vio al de la cabellera hirsuta murmurar unas palabras al compañero que le restaba, un joven que se había orinado en los pantalones.

Los dos hombres empezaron a insultarse, a darse empujones. Lotred, avanzando hacia ellos, guardó la espada y se agachó para tomar el hacha del suelo. Antes de que sus estúpidos verdugos se diesen cuenta, el hacha ya surcaba el viento y terminó por enterrarse en el pecho del joven, quien soltó un grito desgarrador mientras caía de espaldas. El de cabellera hirsuta, petrificado por unos momentos, echó a correr.

—¡¿Adónde vas?! —gritó el joven—. ¡Vuelve! ¡Vuelve aquí, Trent, hijo de puta!

Cuando vio a Lotred detenerse frente a él, el joven se quedó callado. Lágrimas empezaron a brotar desde sus ojos. El cuervo rojo se agachó un poco y, lentamente, fue acercando la mano al mango del hacha.

—¿Quién los contrató? —preguntó Lotred, sombrío y gélido.

El joven comenzó a tartamudear, las palabras que soltaba eran ininteligibles. Llegó al punto en el que lo que soltaba no eran palabras, sino gimoteos y súplicas medio articuladas. Lotred, harto, furioso, hizo presión desde el mango el hacha, provocando que el filo se hundiera cada vez más en la carne. Como si estuviese apretando una naranja, la sangre empezó a brotar, acompañada de los gritos de dolor del joven.

—No quiero escuchar tus lloriqueos —masculló Lotred—. Quiero respuestas.

—Y-yo… yo no sé…

—Entonces no me sirves. —Lotred sujetó el hacha y, de un fuerte tirón, la separó del cuerpo del joven. Salpicó la sangre y un grito de dolor pareció llenar el mundo. Lotred apuntó al cuello y se preparó para descargar el golpe mortal.

—T-Torre Azul… —gimoteó el joven, desesperado, extendiendo la mano—. T-Trent quedó en verse… en verse con alguien ahí… Luego n-nos dio las instrucciones… —Casi desfalleciendo, dejó caer la mano, entrecerró los ojos—. Ma-mataron a mi hermano en el b-bosque…

En ese momento, Lotred pudo caer en la cuenta de lo joven que era su víctima. Seguramente no pasaba de los catorce años. El hacha se había enterrado muy profundo en el primer golpe, antes de que la hundiera más en la piel; se asomaban fragmentos de huesos y un movimiento apaciguado entre la carne. Morirá de todos modos, concluyó el cuervo. Lotred suspiró y descargó el golpe con precisión. Si bien no decapitó al muchacho, sí cortó lo suficiente como para que su muerte fuese instantánea.

Ahora debía encontrar a Terens, se había grabado bien su rostro. Volvió la mirada hacia el carromato. Cerca de los caballos, el cuerpo del viejo, que hasta ese momento no había conseguido ver, se encontraba tieso, de lado, con una saeta atravesando su cuello. Ni la mujer ni la niña habían salido, pero pronto lo harían. Lotred se echó la capucha sobre la cabeza y emprendió el camino hacia Zararbin. El viento hacía ondear los pliegues de su capa, otorgándole la imagen de un espectro carmesí abriéndose paso entre la nieve, buscando a quién atormentar. Quizás así era.

09 Mart 2022 17:23 0 Rapor Yerleştirmek Hikayeyi takip edin
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Sonraki bölümü okuyun CAPÍTULO II: LA CAMPEONA DE TERNESSDIL

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Hey! Hala var 7 bu hikayede kalan bölümler.
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