lukasgress Lucas Gress

Desde que su amigo dejó de frecuentarlo, Manuel no había vuelto a pensar él. Sin embargo, una tarde, en mitad de una tormenta, alguien con una voz muy similar llama a su puerta. Al responder, Manuel no sólo se enfrentará a un melancólico cúmulo de recuerdos, sino que además, se verá envuelto en una infernal intriga que desemboca en un misterioso evento sin prescedentes.


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#misterio #suspenso #gótico #puerta #amigo
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El que llama a la puerta

Para E.H.


La última vez que Lucas vino a visitarme fue hace mucho tiempo. Con seguridad, podría decirles que más de un año sí ha de ser; más o menos por la época en que yo acababa de heredar esta casa llena de silencios. Por aquél entonces, Lucas y yo habíamos terminado la universidad y empezábamos a buscar cada uno nuestra propia vida: íbamos de un lugar a otro tras la pista del primer empleo, con el traje de dos mil pesos —que también habíamos adquirido como parte del rito de graduación—, el currículo lleno de tachones y enmendaduras, y la esperanza de cualquier egresado iluso que busca empleos con remuneración de hasta cinco veces el salario mínimo en la primera oportunidad. Por supuesto, ni Lucas ni yo encontramos algo más que trabajos mediocres, con sueldos deplorables que, al menos a mí, apenas me alcanzaban para pagar las cuentas de la casa y el sustento diario —que básicamente eran sopas instantáneas, cigarros y bolsitas de tang—. Lucas, sin embargo, la llevaba más dura que yo, pues, además de todo, debía pagar la renta de un cuartucho triste, y el crédito universitario que había cubierto todos sus estudios en la Facultad. Por esto es que él mantenía dos empleos, y no sólo uno, como yo; y ésta es también la razón por la que sus visitas se volvieron cada vez más esporádicas y breves.

Me acuerdo que alguna vez le sugerí: Lucas, ¿pero por qué no te vienes a vivir aquí conmigo? Entre los dos podríamos costearnos la luz y el gas —el agua no, esa prácticamente se pagaba sola—. Pero él, me acuerdo —bien que me acuerdo—, sólo me miró sin emoción alguna en los ojos; de una manera tan hermética que fue difícil suponer si mi sugerencia lo habría conmocionado u ofendió. ¿No te agrada la idea?, le dije después. Y él, en vez de echarme un choro como los que solemos inventarnos cuando andamos faltos de excusas, sólo frunció los labios y me dijo que lo perdonara, pero que él era mejor persona viviendo solo. Y yo ya no le quise decir nada, sobre todo, porque había cosas que en serio que no entendía de mi amigo Lucas. A veces era una persona sumamente alegre, de mirada traviesa, como la de un niño; pero otras, se volvía un ser oscuro, triste, como un anciano al que le ha pasado de todo y ya no espera nada de la vida. Y es por esto que, en vez de insistir, preferí no tocar jamás el mismo tema y opté, mejor, por esperar a que él mismo se acercara otra vez a mí, arrepintiéndose quizá, para decirme: oye, Manu, ya no puedo con los gastos, ¿y si me dejas vivir contigo y te paso la micha para la luz y el gas?

Pero eso jamás ocurrió. Nunca. Ni siquiera cuando empezó a vérselas más duras: el sueldo que ya no le alcanzaba, que en tal chamba ya le estaban poniendo pretextos para descontarle, que porque que ya lo habían corrido de tal lado por impuntual, que porque se jodió esto y aquello. Las últimas veces, si no mal recuerdo, él sólo venía a sentarse aquí conmigo, para fumar; fumábamos mientras lo recordábamos todo: los malos ratos en la universidad, las marchas a las que nunca íbamos, las viejas, y, sobre todo, esa idea recurrente de ser "alguien en la vida" apenas termináramos la carrera. Quién lo hubiera dicho, me decía, que lo más difícil era esto y no todo ese quemadero de pestañas, ¿no, Manu? Y yo le hacía compañía con más quejas. Nos quejábamos hasta del humo. Del tabaco que cada vez sabía menos a eso, a tabaco, y más bien a puro pinche humo, puro veneno. Nos reíamos, y seguíamos recordando, fumando y quejándonos.

Yo no me acuerdo exactamente cuándo fue la última vez que él vino a visitarme, pero, le digo, fue ya hace mucho tiempo. Lo que sí que me acuerdo es que ya teníamos internet. Y que, algunas veces, en lugar de llamarnos, usábamos el Messenger para charlar. Me acuerdo que me escribía: Manu, hoy paso a verte. Y yo le decía, va, cáele. Y él me contestaba: va, ahorita voy... y así nos seguíamos escribiendo hasta por dos horas hasta que, en todo ese rato, sin darnos cuenta, ya habíamos platicado todo lo que él tenía intenciones de venir a contarme; y al final ya no me venía a buscar, ya no hacía falta. Así sucedió varias veces hasta que un día, sin percatarnos, Lucas y yo sólo nos comunicábamos por esa chingadera hasta que Lucas dejó de conectarse.

Ni siquiera hice por buscarlo. En parte, porque para entonces se me presentaba otro asunto que tenía mis pensamientos idos de todas partes. Solamente concentrado en una sola cosa, fija toda mi voluntad en un sólo nombre, ¿usted me entiende? Por aquel entonces yo andaba perdido en lo que, podría llamarse, mi última obsesión. Aquella era una muchacha de veras simpática, y guapa como no se imagina; de ojos claros. ¿Cómo no me iba yo a olvidar hasta de los amigos?; usted sabe de qué hablo. Y solamente cuando ella me dejó, o yo la dejé, fue que me puse a repensar el pasado. Me di cuenta de que mi amigo, mi único amigo, hacía mucho tiempo que se había marchado sin dejar rastro, y que ni yo, ni él, habíamos tenido la gentileza de decirnos adiós.

Por eso, la primera vez que lo escuché llamar a mi puerta después de mucho tiempo, me agarraron sentimientos encontrados. Como que me daba gusto y al mismo tiempo sentía indiferencia; vaya usted a saber por qué. Y fue bien raro porque, apenas escuché el sonido del timbre, yo ya estaba seguro que se trataba de él. Y luego, cuando escuché su voz llamándome, medio apagada, medio rota, entre el gorgoteo del aguacero de aquella tarde, el corazón se me aceleró de golpe.

—Manu, soy yo, Lucas. Ábreme que me estoy mojando acá afuera —le oí que me decía.

Y yo, así como de: pinche loco, sólo a él se le ocurre aparecerse así. Y luego, casi de inmediato, también pensé: de seguro nomás andaba por aquí y cuando se dejó venir la lluvia, se acordó.

—¿Lucas, qué andas haciendo por acá con este aguacero? —le dije desde el patio mientras me dirigía a abrir.

—Manu —alcancé a escuchar antes de que un aironazo me llenará la cara de gotas y pedazos de hielo. Un aironazo de esos que llegan de trancazo, que golpean y se van.

—Pérame, ya te abro —le dije y me tapé con el cuello de la chamarra para esquivar los proyectiles. Pero cuando abrí la puerta...

Nada. Solamente la calle vacía, ¿me oye? Solamente la banqueta llena de granizo, el agua escurriendo, los árboles inclinados ligeramente por el viento; nada más eso. Me sentí ridículo, furioso. Como si me hubieran acabado de hacer una broma, como si alguien desde la lejanía me estuviera grabando. Pensé en gritar: ¡Lucas!, ¿dónde chingados estás? Pero se me hacía imposible que él hubiera sido capaz de tocar el timbre y echarse a correr. Ni que fuera un niño, pensé. ¿Qué necesidad? Ni Lucas hubiera llegado a tanto. Pero, en fin, jamás se apareció nadie más que aquella lluvia que se prolongó en una tormenta que duró toda la noche. Nada más eso, y mis recuerdos con mi amigo, que aparecieron todos juntitos y desordenados hasta mis sueños; tanto así que, al otro día, decidí escribirle en el chat que no dejó de estar tan vacío como llevaba estándolo por tantos meses. Intenté llamarle a su teléfono, pero fue en vano, su número estaba fuera de línea. No sabía su dirección: la situación económica de Lucas lo obligaba a mudarse siempre a nuevas pocilgas. No había forma de saber, de hacer que esa voz que creí escuchar en medio de la lluvia, me sacara de dudas. Y la cosa hubiera pasado sin novedad de no ser porque, a los dos días, otra vez el timbre de mi casa, seguido de una voz muy parecida a la de mi amigo, me sacó de mi rutina: Manu, soy yo, Lucas... Pero, esta vez, a pesar de que no estaba lloviendo, su voz la escuché lejana; como si entre Lucas y mi casa hubiera todavía un muro más grueso interponiéndose, como si esa voz no tuviera eco, ni vida.

—¿Ora sí eres tú, Lucas? —le dije, todavía sin tomármelo en serio, todavía pensando que lo de la vez anterior había sido equivocación mía, tal vez por el ruido, el cansancio o la falta de interacción social; vaya usted a saber por qué.

Pero esa otra tarde, lo juro por Dios, que escuché a Lucas decirme apúrale, Manu, que hace frío aquí afuera —un momento antes de que yo pudiera abrir la puerta.

Pero la calle estaba vacía, otra una banqueta sin nadie parado allí, y el bochorno de hacer el ridículo, otra vez los recuerdos. Pero ahora, además de todo, un extraño presentimiento, un frío que recorrió mi cuerpo como cuando uno sospecha malas noticias, como quien cree sentir su propia muerte; contemplarla desde el filo del azar.

Lo dejé pasar. Han de ser lacras, pensaba yo. Seguro nomás andan viendo cuántos viven y qué tanto pueden sacar de aquí. Pero la cosa estaba lejos de terminarse allí. Y yo nomás no dejaba de pensar que de ser ladrones ni siquiera se tomarían tanto tiempo para dar el paso; al fin y al cabo, yo casi casi que pasaba diez horas enteras fuera de mi casa, prácticamente estaba deshabitada todo el día, porque no tenía ni un perro. Además, ¿qué podrían quitarme a mí, después de todo?, ¿la computadora con el monitor de bulbos?, ¿los muebles viejos que la familia fue coleccionando en esa casa que un día ya no fue de nadie?, ¿las flores de mi abuela difunta que de vez en cuando todavía regaba en su memoria? Si me ponía a pensar, no había nada más valioso en esta casa que el recuerdo de una familia antes de romperse. Recuerdos, como los que tenía con Lucas, de ausencias prolongadas hasta la extinción definitiva.

Yo sé que poco o nada le importaría a usted el significado de mi amistad con Lucas, mucho menos todo este raro cuento de los llamados a mi puerta. Usted quiere saber por qué, de entre la mayoría de los testigos, soy el único sospechoso de las cenizas que ahora anegan lo que fue mi hogar. Pero sea paciente, que para allá voy. Le explicaré, antes que nada, por qué, cuando ocurrió la explosión, yo estaba tan lejos de mi casa, solo, en mitad de la noche.

Todo empieza justo en el principio de todo lo que acabo de contarle. Con Lucas, con nuestro distanciamiento gradual, y con esas malditas llamadas a mi puerta, que, a ciertas alturas, ya empezaban a parecerme manifestaciones de algo siniestro. Estoy consciente de que las primeras veces yo mismo pude haberlo imaginado, que la realidad detrás de todo esto podía ser una simple travesura de los niños de la colonia. Pero esa voz, que siempre resonaba como desde un lugar muy lejano, casi como un recuerdo borroso, no me dejaba tranquilo. No todas las veces la había escuchado —si acaso, unas tres o cuatro veces; las demás eran sólo los timbrazos impertinentes y mi propia angustia— pero, lo que pasó la noche de aquella explosión, fue totalmente diferente, casi la definición del responsable de todos esos llamados a mi puerta.

Aquello ocurrió en la madrugada. Primero los chirridos del timbre colándose entre mis sueños, y después unos golpes espantosos, como si Lucas hubiera caído en un estado de locura y pateara con furia las delgadas oxidadas láminas de mi zaguán. Después su voz, que parecía romper el silencio de la noche como una estampida:

—¡Manu! ¡Manuel! ¡Sal ya! ¡Ábreme, Manuel! —Gritos que resonaban con una fuerza tal que hubiera jurado que habrían despertado a más de uno de mis vecinos.

Yo me acuerdo que primero me asomé desde la puerta de la sala que da al patio y vi su sombra proyectarse entre el resquicio de la puerta:

—Lucas, ¿de veras eres tú? —dije, un poco aliviado pues, a diferencia de otras veces, por fin podía comprobar que, en efecto, había alguien detrás de la puerta.

Pero él, en lugar de responderme, continuó con los mismos gritos:

—¡Ábreme, Manuel! ¡Sal rápido Manuel!

—Aguántame, manito —le decía. Pero el insistía, como si no me escuchara. Incluso, cuando metía la llave en la cerradura de la puerta, Lucas seguía gritando y golpeando el zaguán como si no se diera cuenta que yo ya estaba, prácticamente, a centímetros de él. Pero cuando abrí la puerta...

Nada. Sólo una calle en silencio, iluminada por las lámparas del alumbrado público, sola. ¡Lucas!, grite. ¡Carajo, Lucas! Y caminé hacía en medio de la calle para ver si lo miraba. ¡Dónde chingados estás, Lucas! Y caminé hacia una esquina, histérico, gritando. ¡Lucas! Y luego el sonido de unos pasos corriendo entre la noche llamó mi atención hacia la avenida. Tenía que ser él, pensé. Su maldita necesidad de joder, dije... ¡Chingada madre, Lucas!, y fui tras él. Y allí iba yo corriendo, maldiciéndolo, suplicando. No lo veía con claridad, sino que escuchaba como corría delante de mí, sus pies chocando contra el pavimento: ¡Lucas!

Aquella noche terminé como a cinco cuadras de mi casa: agotado, frustrado, furioso. Todavía no estaba asustado, ¿por qué? Si de todas maneras había descubierto que Lucas había hecho la maldad de llamar a mi puerta y echarse a correr. No pensé en su velocidad, no pensé en la facilidad con que logró perderse de mi vista, sólo pensaba: pinche Lucas, hasta que enloqueciste. Pero entonces, se escuchó aquel estruendo, y luego la llamarada que degolló la oscuridad de la noche por un segundo. Fue la explosión lo que hizo darme cuenta de todo. Eso y la imagen de mi casa hecha pedazos; el cuarto, donde minutos antes estaba durmiendo, destruido en el evento más inesperado...

¿Una acumulación de gas, dicen? Bueno, esas son cosas que ustedes entienden muy bien. Yo les digo que mientras estuve dentro de mi casa no pude percibir nada —tengo anosmia, ¿por? —y que difícilmente algún vecino mío no podría haber escuchado los golpes y gritos que Lucas daba a mi puerta. Estas dos últimas, claramente, son cosas que ustedes no entienden. Ni yo las entiendo, como se podrán dar cuenta.

Esto fue exactamente lo que ocurrió aquella noche antes de que mi casa se convirtiera en escombros y cenizas. ¿Que qué pudo ser de Lucas? No lo sé. Se lo tragó la tierra. Al día de hoy sólo puedo suponer que está perdido. No me atrevo a declararlo muerto. Pero si quieren, pregúntenle a su madre, vive en Zempoala. Ella también dice que hace mucho tiempo que no lo ha visto. Usted y sus colegas conocen muy bien la clase de mierda que es este país. Que la gente se pierda sin dejar rastro no es una novedad. Pero lo que ocurrió aquella noche, y todos los eventos que sucedieron desde el momento en que Lucas llamó a mi puerta la primera vez, eso sí que es difícil de aclarar. ¿Se da cuenta, oficial? Tampoco usted puede creerlo, ¿verdad? No es algo fácil de entender, pero al menos sé que no voy a ser el único al que consideren loco. No a estas alturas. ¿O sí, oficial?

04 Haziran 2021 21:31 0 Rapor Yerleştirmek Hikayeyi takip edin
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Son

Yazarla tanışın

Lucas Gress Lucas Gress (Ciudad de México, 1994). Escritor "de calle". Egresado de la licenciatura en Ciencias de la Educación por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Primer lugar a nivel estatal en el Concurso de Expresión Literaria sobre los Símbolos Patríos organizado por la SEP, participando como figura educativa del CONAFE. A la fecha ha participado en talleres de creación literaria y narrativa.

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