Prólogo
Los soldados de casacas plateadas lograron penetrar las puertas de la fortaleza justo antes de las ocho de la noche. Un frío invernal había bajado desde las montañas, acompañado de una densa y casi asfixiante neblina blanquizca. Una vez dentro, los invasores no se encontraron con gran resistencia. La batalla se prolongó sólo unos cuantos minutos más, antes de que los pocos enemigos que aún seguían de pie optaran por tirar las armas y entregarse a la misericordia de los ganadores. Cuando todo se calmó y el antiguo castillo quedó en silencio, la neblina se había asentado cerca del suelo y cubría prácticamente todo de la mitad de sus espinillas para abajo.
El capitán del escuadrón plateado entró por el portón recién derribado faltando cuarto para las diez. Todos los rebeldes sobrevivientes se encontraban apresados, amarrados y juntos en el patio principal de la fortaleza. No los contó uno por uno, pero le pareció que eran alrededor de diez o quince. Eso sí, había aún unos pocos cuerpos tirados en el suelo, ocultos en la neblina, por lo que tenían que moverse con cuidado a cada paso.
El capitán contempló con un poco más de cuidado a los capturados, sin poder pasar por alto las inusuales pieles color grisáceo de varios de ellos. Pero no eran como si se hubieran manchado de ceniza o algo parecido, sino un tono parejo y liso, acompañado de esos ojos plateados de serpientes que reflejaban la luz de la antorchas casi como un espejo. El capitán había escuchado escuetos rumores sobre ellos, pero no había creído que realmente fueran como los describían hasta que puso un pie en esas tierras, y le había tocado tener que combatir de frente contra ellos.
Aun así, fue evidente para el capitán que todos esos prisioneros, incluidos aquellos cuya piel era gris, no eran soldados; ni siquiera usaban uniformes o insignias. Eran personas normales, con ropajes normales; incluso algunos portaban viejos y sucios harapos. Campesinos y artesanos, intuyó el capitán; hombres trabajadores que de alguna forma habían terminado con rifles y espadas en sus manos. Y le fue igualmente inevitable preguntarse cuántos de ellos lo habían hecho siguiendo fielmente y con consciencia su ideal, y cuántos simplemente por no tener otra opción. Sin embargo, no dejó que aquello lo distrajera más de lo necesario.
Suspiró pesadamente, un poco por cansancio y un poco por frustración, pasando una mano por su cabellera oscura, con algunas canas prematuras presentes en ella.
Aquello ya había durado demasiado. Cuando las tropas imperiales fueron movidas a aquel territorio para apaciguar esa “pequeña revuelta," se había dicho que sería una tarea rápida y limpia. No había sido así en lo absoluto. Pero esa victoria parecía ser un buen avance para darle un cierre próximo, o al menos eso esperaba él.
Uno de sus hombres se le acercó por un costado. Tenía su cara cubierta de sangre, pero claramente no era suya y él ni siquiera había reparado en ella.
—Son todos, capitán —señaló el soldado, mirando hacia los cautivos.
—¿Todos? —Masculló el capitán incrédulo, mirando de nuevo a los hombres de rodillas y con sus manos atadas—. Ninguno parece ser un oficial.
—Dicen que los que daban las ordenes se fueron —intervino otro de sus soldados, que se encontraba de pie a lado de los prisioneros con su rifle listo para disparar al primero que se moviera más de la cuenta—. Que escaparon por un túnel secreto antes de que anocheciera, y los dejaron aquí a su suerte. Lo último no lo dijeron con esas palabras, pero es evidente.
Aquello le revolvió el estómago. La sola idea de que los líderes de estos inexpertos soldados, posiblemente aquellos que los arrastraron a esa locura en primer lugar, hubieran sencillamente huido cobardemente y dejado atrás a estos pobres tontos sólo para morir… ¿cómo podía cualquiera tener tan poca honra y convicción? ¿Por qué peleaban realmente?
—¿Quién de ellos les dio esa información? —cuestionó el capitán con cierta severidad, y el soldado del rifle usó éste para señalar a uno de los prisioneros en el centro de su improvisada formación. Era un hombre joven y delgado. Su piel no era gris ni sus ojos color plata, sino morena y oscuros respectivamente. Aun así, las facciones de su cara dejaban en evidencia una cierta afinidad con los otros que lo rodeaban. Tenía un golpe en la frente del que le brotaba algo de sangre y ésta le recorría la cara, pero no parecía nada grave. El capitán se le aproximó y él lo miró desde abajo con expresión dura y firme, bastante imponente para quizás haber sido un joven ayudando a labrar el campo de sus padres hasta hace un par de meses—. Estás molesto con esos malditos que los abandonaron, ¿cierto? Es lógico y justo que lo estés. —El hombre de rodillas no le respondió—. ¿Estaba entre los que escaparon, aquel al que apodan Escarlata?
El semblante sereno y duro del rebelde se hizo pedazos de golpe, dejando en su lugar sólo una expresión petrificada de terror absoluto. Todo ello provocado únicamente por la mención de ese nombre.
—¿Le tienes miedo? —Musitó despacio el capitán, agachándose hasta ponerse a su misma altura—. Él no está aquí, él no es quien te tiene atado, ni quien te está apuntando con su rifle. Tu vida no está más en sus manos, sino en las mías. Así que respóndeme: ¿estaba Escarlata en esta base? ¿Escapó por ese túnel del que hablas?
El hombre no reaccionaba, como si hubiera caído abruptamente en un profundo trance del que no era capaz de despertar. Su respiración se agitó un poco y sus labios comenzaron a temblar. Incluso algo de sudor empezó a resbalarse por el costado de su cabeza, brillando con la luz de las antorchas que alumbraban el patio.
—¡Respóndele al capitán! —Espetó molesto el soldado a su lado, alzando su rifle con la intención de golpearlo con la culata.
—¡No lo hagas! —le ordenó tajantemente su superior, alzando una mano hacia él. El soldado desistió en el momento de su intento.
—No te diremos nada, sig —pronunció la voz de alguien más entre los cautivos, impregnando de desdén especialmente aquella última y desconocida palabra. El capitán se viró hacia un lado, en donde se encontraba de rodillas otro hombre, éste sí de piel gris y ojos plateados, de mayor edad pero de complexión fornida. Tenía la espalda recta y su vista fija al frente para no mirarlo ni a él y ni a sus hombres—. Nadie nos abandonó, nosotros decidimos quedarnos para pelear hasta el final. Si quieres encontrar a Escarlata, tendrás que hacerlo por tu cuenta. Nosotros no te ayudaremos en lo absoluto.
La mirada del capitán se endureció ante tal declaración. Aguardó unos segundos a que las palabras de aquel hombre se apaciguaran, y entonces pronunció:
—Si estaban dispuestos a pelear hasta el final, ¿por qué se rindieron justo cuando entramos? —Deslizó su vista por el resto de los prisioneros, la mayoría con sus cabezas agachadas, rostros agotados y melancólicos. Ninguno de ellos compartía el mismo entusiasmo y convicción que ese hombre mayor intentaba transmitir—. Desde aquí no me parece que todos compartan tu opinión sobre que no fueron abandonados.
El hombre de piel gris no pronunció nada. Siguió con su mirada firme al frente, inmutable. De todos ellos, él sí parecía tener más experiencia en el campo de batalla. «Un verdadero guerrero zarkonio», pensó el capitán, maravillado y curioso por aquel individuo. Pero su impresión no mitigaba el hecho de que ese hombre fuera un rebelde, y de momento además un prisionero de guerra.
—Llévenselos al campamento —ordenó el capitán a sus hombres—. Los interrogaremos por separado.
Estaba convencido de que, sin las miradas inquisitivas de sus compañeros, alguno de ellos estaría más dispuesto a hablar. Lo que se temía el capitán era que, aun así, ninguno de ellos supiera en realidad demasiado. De otra forma, era probable que no los hubieran dejado atrás.
Los soldados de casacas plateadas los hicieron pararse, y a punta de fusil los encaminaron en fila hacia la salida. Aquel hombre, el guerrero mayor, opuso algo de resistencia al momento de hacer que se parara, y mientras era empujado a la puerta gritó al aire con todas fuerzas:
—¡¡Por el Rash!!
Quizás el guerrero esperaba que alguno de sus compañeros lo secundara en su aclamación… pero no fue así. Aun así, su grito resonó con fuerza en la silenciosa noche, y poco después él y todos los demás desparecieron tras los muros.
—¿Quién será ese Rash? —Escuchó el capitán que uno de sus solados le preguntaba a su diestra—. He escuchado a algunos de ellos gritar eso mismo antes de atacar. ¿Cree que sea el nombre real de Escarlata, señor?
—No, no lo creo —respondió el capitán, un tanto indeciso. La lealtad de esos hombres a Escarlata parecía ser meramente conveniente; su lealtad hacia ese tal Rash parecía ser algo mucho más incuestionable—. Escarlata estuvo aquí —declaró de pronto, exteriorizando su pensamiento más fuerte—. Lo teníamos tan cerca y… —calló por unos segundos, y luego continuó—: No importa. Busquen ese túnel, y veamos si podemos adivinar a dónde se fueron.
Los soldados comenzaron a registrar todo el lugar, principalmente cualquier escalera que los pudiera llevar a las mazmorras. Su búsqueda dio resultados más pronto de lo esperado. Un grupo de cinco se adentró primero, tres con sus armas en mano apuntando al frente, y dos alumbrando el camino. Encontraron las mazmorras, encontraron el túnel, pero también encontraron mucho más.
Uno de ellos subió con la misión de informarle a su capitán de su hallazgo. Cuando llegó ante su superior, se le veía pálido, agitado, y horrorizado…
—Son las celdas, señor —intentó comunicarle el soldado entre jadeos—. Los mataron a todos… es horrible…
El oficial no logró comprender la espantosa realidad que guardaban esas palabras, hasta que él mismo bajó a aquel sitio.
Lo primero que se veía en cuanto se bajaba los largos peldaños de piedra pulida, eran seis celdas de gran tamaño, tres a cada lado de un angosto pasillo, con barrotes oscuros que permitían ver claramente al interior de ellas. Y lo que había dentro eran cadáveres, quizás ocho o diez en cada una, desparramados por el suelo uno a lado del otro como una grotesca alfombra.
Algunos tenían sus gargantas abiertas de lado a lado, otros tenían marcas de apuñaladas por todo el torso, otros más tenían sus vientres abiertos y su interior expuesto; y al menos tres habían sido completamente decapitados y sus cabezas reposaban plácidamente sobre lo demás. La sangre de todos cubría el suelo debajo de ellos y las paredes, llegando a invadir el pasillo al filtrarse entre los barrotes. Ninguno parecía haber recibido al menos la piedad de un disparo rápido en la cabeza, como si intencionalmente hubieran querido que sufrieran… o, más bien, que quien entrara ahí se encontrara con la más nauseabunda escena posible.
Algunos de los muertos portaban el uniforme azul típico de la milicia local; prisioneros de guerra, seguramente. Pero otros más usaban ropas más comunes, túnicas modestas como la de los hombres que habían capturado, e incluso se distinguía entre ellos a un par con la misma piel gris. El capitán se sintió asqueado por la idea de que fueran hombres de su propio ejército, traidores o desertores quizás. Pero lo que más le afectó fue al avanzar por aquel pasillo y notar que en la segunda celda de la izquierda, había también entre los cuerpos tres mujeres… y dos niños de no más de diez años.
—Esto no fue una ejecución, fue una masacre —comentó hastiado uno de sus hombres con voz carrasposa—. ¿Los mataron a todos antes de irse? ¿Por qué?, ¿para qué no dijeran nada?
—Si esa fuera la intención, había formas más fáciles, rápidas y compasivas de hacerlo —señaló el capitán—. ¿Qué tanto más podrían saber esos niños que los soldados que dejaron atrás? No, esto fue obra de Escarlata, obsesionado con su teatralidad y mórbido sentido del humor. Se trata de un maldito mensaje, o quizás una despedida. Asqueroso enfermo…
—Si hubiéramos logrado entrar un poco antes, lo habríamos atrapado. Y quizás podríamos haber evitado esto…
—Ya, no importa —masculló el capitán, alzando una mano en señal de orden—. Escarlata sólo es un matón, y un cobarde por lo visto; ya caerá. Por lo pronto, reúnan los cuerpos en el patio para quemarlos.
—¿Quemarlos sólo así? —Inquirió otro de ellos, aparentemente inconforme con la propuesta—. Deberíamos al menos traer a un sacerdote, o algo…
—Lo sé, es lamentable, pero no tenemos tiempo para ir a buscar uno y esperar a que llegue hasta acá. Pediremos que recen por sus almas después. Ahora debemos intentar rastrear a los que huyeron, y reagruparnos con el ejército local para avanzar a…
—¡Capitán! —Oyeron como gritaba otro de los soldados al final del pasillo—. Creo que hay alguien con vida por acá.
La atención de todos se volcó en aquella dirección. Después de las seis celdas con barrotes, seguían una serie de puertas gruesas de acero, cuatro a cada lado, con puertillas en la parte inferior para la introducción de comida. Celdas individuales, para los más violentos o para los más importantes seguramente. Siete de ellas se encontraban abiertas y parecía no haber más cadáveres en su interior; si había alguien ahí, al parecer se lo llevaron con ellos. Pero había una, al fondo a la izquierda, que se encontraba fuertemente cerrada con un pesado candado. Uno de los soldados se encontraba agachado, con su cabeza casi pegada al suelo sucio, y se asomaba por la pequeña rendija de la parte inferior.
—Oye, ¿puedes escucharme? Di algo si me entiendes —decía con fuerza esperando alguna respuesta que no llegaba.
El capitán y el resto de los hombres se aproximaron. El oficial se agachó junto con el otro soldado, que se hizo a un lado para que él pudiera ver también. Lo primero que percibió fue un fuerte aroma que brotaba del interior de aquella celda. No era desagradable o asqueroso, sino muy intenso y húmedo, acompañado además de la típica sensación del humo y la pólvora quemada. Dentro estaba totalmente oscuro, pero la escasa luz de las antorchas que lograba entrar por la puertilla alumbraba lo suficiente para poder ver una silueta recostada en el suelo, al fondo del cuarto. Sin embargo, lo que les ayudaba a realmente estar seguros de que se trataba de una persona, y especialmente de una viva, era el sonido de su respiración agitada y ronca, casi como si cada inhalación le doliera.
—Hey, ¿puedes escucharme? —Intentó ahora por su cuenta el capitán—. Somos el Ejército Imperial de su majestad, vinimos a ayudar. ¿Puedes decirme si estás bien? ¿Hay alguien más contigo adentro?
Siguieron sin recibir respuesta, más allá de esa pesada y punzante respiración. No sonaba bien; podría estar enfermo o quizás herido. ¿Por qué lo habían dejado ahí? Quizás entre las prisas de su escape no lo habían alcanzado a sacar, o ejecutar según fuera su intención.
—Traigan explosivos y vuelen ese maldito candado —ordenó tajantemente el capitán, virándose hacia sus hombres—. ¡Rápido!, quizás podamos salvarlo.
Dos de los soldados se fueron apresurados a cumplir con el encargo, y volvieron unos minutos después con el experto en explosivos, y una caja de madera cargada con varios tipos de estos. El experto revisó el candado y la puerta, y seleccionó entre sus opciones dos cilindros pequeños con mecha, especiales para crear explosiones relativamente pequeñas.
—Espero que esto sea suficiente —informó el experto—. Algo más fuerte podría provocar algún derrumbe por la sacudida.
Cubrieron el candado con una pasta pegajosa, y colocaron los dos cilindros contra ésta para que se mantuvieran pegados. Extendieron las mechas hasta colocarse prácticamente en las escaleras de la entrada por seguridad. Usando pedernal y acero, prendieron la mecha y las chispas fueron avanzando por el suelo como una serpiente, hasta llegar a su destino. El sonido de la explosión retumbó aún más fuerte por el eco de las mazmorras. Sintieron además como el suelo y el techo se agitaban, y algo de polvo y roca se desprendió de éste último como una pequeña nevada. Cuando toda la conmoción se disipó, se acercaron cautelosos a la celda. El candado yacía prácticamente derretido y torcido en el suelo, y la puerta se había abierto al menos la mitad.
Dos hombres entraron primero con antorchas y alumbraron el interior. El capitán y otros dos, incluido el experto en explosivos, los siguieron por detrás. Entre el olor a pólvora y humo que habían causados los explosivos, sobresalió ese olor impregnado que el capitán había percibido antes, pero ahora con mucha más intensidad. Lo único que se le venía a la mente que podría oler parecido, sería un té de hierbas muy amargo, pero mucho más intenso que eso por lo que todos tuvieron el instinto de cubrirse un poco sus narices y bocas.
La celda era mucho más pequeña de lo que pensaban, apenas y eran cuatro metros cuadrados. No había ninguna ventana, ninguna cama ni letrina, y las paredes parecían sin acabado o pulido, sólo la piedra filosa, al igual que el suelo. Había marcas de golpes en ellas, arañazos de espadas o algo más grande. En el centro las antorchas alumbraron lo que parecía ser un cuenco de madera, con restos de algo quemado en él de los cuales aún brotaba un poco de humo. ¿De ahí provenía ese olor?
El prisionero se encontraba sobre su costado izquierdo al fondo, con su barbilla pegada al pecho y sus manos ocultas entre sus muslos. Parecía ser un chico, de quince o quizás dieciséis años, de complexión algo gruesa, pero se le veía en mal estado. Su cabello era una maraña oscura y sucia, y usaba unas ropas viejas color ocre que parecían quedarle pequeñas y dejaban a la vista sus brazos y piernas, que estaban cubiertos de mugre y marcas de golpes recientes y viejos. No se movió en lo absoluto cuando entraron, o incluso parecía haberse quedado ahí quieto a pesar de la explosión. Su respiración se oía aún más lastimera de cerca.
Sólo Yhvalus sabía en ese momento por qué cosas había pasado.
—Saquéenlo de aquí y llévenlo con el doctor —les indicó el capitán a los dos hombres detrás de él, que de inmediato obedecieron mientras los otros dos les alumbraban el camino. Los soldados se agacharon a sus lados e intentaron tomarlo de sus brazos para alzarlo. Sin embargo, justo cuando sus dedos tocaron su piel, la situación dio un giro completo.
De la nada, el muchacho levantó su cabeza, revelando su rostro sucio como el resto de su cuerpo, con las pequeñas señales de una barba juvenil creciéndole. Pero sus ojos, toda la expresión de su cara… estaba repleta de una completa e irracional ira.
Un tremendo y agudo grito surgió de su boca, como si fuera el rugido de una bestia. El grito retumbó en el eco de aquel pequeño espacio y asustó a todos. Agitando sus brazos hacia los lados, empujó a los dos soldados lejos de él, golpeándolos con todo su peso para lanzarlos contra las duras paredes. De un salto se paró firmemente en sus dos pies descalzos, y encaró de frente a los otros dos con las antorchas y al capitán, que lo miraban confundidos. Cuando se paró, se dieron cuenta de que era alto para su edad. De hecho, sus hombros eran anchos, y su apariencia fuerte y robusta. Su respiración seguía agitada y sus hombros se alzaban y bajaban al ritmo de ella, mientras miraba con expresión ausente a cada uno, como si en realidad no fuera del todo consciente de que aquellos delante de él fueran tres personas.
Volvió a gritar, como el aviso de un animal antes de atacar, y se lanzó hacia uno de los soldados con antorchas y lo derribó al suelo, tacleándolo con todo su cuerpo. Una vez que lo tuvo ahí, alzó su puño izquierdo, mientras lo sujetaba del cuello con su mano derecha, y comenzó a golpearlo en el rostro con tanta fuerza que el hombre quedó inconsciente al segundo golpe. Antes de que pudiera dar el tercero, el otro soldado se apresuró a sacar su espada.
—¡Detente!, ¡ahora! —le gritó, jalando su arma hacia atrás, y luego directo hacia el extraño atacante. El chico dobló su cuerpo hacia atrás de una forma que parecía casi imposible, esquivando el sablazo. Luego, se impulsó con fuerza hacia él, aferrándose fuertemente al brazo con el que sujetaba la espada, mordiéndolo por encima de su uniforme y casi atravesando la tela y su piel con sus dientes.
El soldado lanzó un fuerte alarido de dolor y retrocedió aturdido. Soltó su arma que cayó al suelo, aunque no se quedó mucho tiempo ahí. El muchacho lo soltó poco después, lo empujó con una fuerte patada contra la pared, y entonces tomó la espada del piso firmemente con su mano derecha, y sin vacilar se lanzó en su contra para apuñalarlo. Lo habría logrado, si no fuera porque en ese mismo momento intervino su capitán, abalanzándose hacia el frente en el momento justo para desviar la estocada con su propio sable. Luego rodeó al chico por el cuello con su brazo libre, apretándolo firmemente mientras seguía manteniendo lejos el filo del sable que había robado con el suyo propio, presionando ambas hojas.
—¡Basta!, ¡tranquilízate! —le gritaba con potencia el capitán mientras lo sujetaba—. ¡No somos tus enemigos!, ¡estamos aquí para ayudarte…!
Pero aquel muchacho no parecía entenderle. Gruñó y gritó como fiera una vez más, y de pronto jaló su codo derecho hacia atrás, clavándoselo al capitán con gran fuerza en el costado de su abdomen, provocándole un dolor tan intenso como si lo hubieran apuñalado.
El capitán tuvo que soltarlo y retrocedió descuidadamente, sosteniéndose con una mano el área golpeada. El chico se giró de inmediato hacia él, alzó la espada sobre su cabeza y la dejó caer fuertemente. El capitán alzó la suya para cubrir el ataque, y ambas hojas chocaron creando un potente impacto. La fuerza fue tal que el capitán sintió como todo su cuerpo era empujado hacia abajo, y terminó cayendo de sentón. Teniéndolo en el piso, el muchacho volvió a alzar la espada y la dejó caer de nuevo contra él. El soldado sostuvo firmemente su arma con dos manos, protegiéndose con ella como si fuera un escudo. El muchacho comenzó a golpear una y otra vez hoja contra hoja, aplicando una tremenda rabia y vigor, que poco a poco comenzaba a astillar el acero de ambas hasta estar a punto de que se partieran en dos.
Antes de que la protección del capitán mermara por completo, los tres soldados que seguían aún conscientes lograron incorporarse y se abalanzaron contra el chico. Lo tomaron firmemente entre los tres y lo jalaron hacia atrás para apartarlo del capitán. El muchacho gruñó, gritó y se zarandeó erráticamente, y por poco logró quitarse a los tres de encima como un perro se sacudiría las pulgas.
—¡Sométanlo!, ¡al suelo! —gritó uno de los soldados, y entre los tres lograron derribarlo y lo sujetaron firmemente bocabajo contra el piso rocoso. El rostro del muchacho chocó fuertemente contra la piedra abriéndose el labio, pero no le importó. Siguió agitándose y gimiendo, pero al parecer ya lo tenían controlado.
El capitán logró incorporarse a duras penas. Sus manos y brazos le dolían por los fuertes impactos de las espadas, e igual el golpe en su costado le ardía horrible. Sin embargo, aquello aún no había terminado.
Otro grito tan desgarrador como los anteriores se hizo presente. Ante los ojos atónitos del capitán, el muchacho plantó sus dos manos contra el piso, y comenzó aplicar fuerza para levantarse, a pesar de que los tres hombres seguían sobre él… y lo estaba logrando. Los músculos de sus brazos se tensaron, y sus venas sobresalieron por el esfuerzo como si estuvieran a punto de explotar. Su cuerpo poco a poco comenzó a alzarse, con todo y sus captores encima que sólo sentían, estupefactos, cómo eran alzados sin saber qué hacer.
Aquello resultaba increíble de ver. ¿De dónde sacaba toda esa fuerza?
El capitán hizo todo lo posible para sobreponerse a su impresión, y se aproximó rápidamente hacia él antes de que pudiera liberarse del todo. Los soldados pensaron que quizás terminaría con él clavándole lo que quedaba su arma en el cuello, o quizás finalizaría todo con un disparo de su revolver sobre la corona de su cabeza. Sin embargo, lo que hizo fue tomarlo fuertemente de su cabello con sus dedos, y alzar su cara hacia él para que pudiera verlo directo a los ojos. Y al verlo de cerca, no vio una bestia ni un monstruo… sólo a un niño muy asustado.
Y entonces lo comprendió.
—¡Mírame! —le gritó con fuerza mientras lo seguía sujetando, y éste le gruñó y agitó su cabeza como si quisiera morderlo—. ¡No necesitas seguir peleando! ¡La batalla terminó!, ¡¿me oyes?! —el chico lo miró fijamente, confundido—. La batalla ya terminó… —le repitió despacio y suave, de una forma que quizás aquel pobre muchacho desconocía era capaz de hablarse—. Aquellos que te hicieron daño se han ido. Ahora estás a salvo…
La mirada del muchacho se fue calmando poco a poco, y sus ojos dejaron de verse nublados y perdidos, tomando más la apariencia de una mirada humana. El capitán supo que le había entendido, y que incluso aquella declaración lo había desconcertado. La idea de que estuvieran ahí no con la intención de pelear con él, tal vez le parecía totalmente inédita. Sus brazos dejaron de aplicar fuerza, y se dejó caer contra el suelo con todo y los tres hombres que lo sujetaban. Recostó su mejilla derecha contra la dura y filosa roca, y pequeños rastros brillantes de lágrimas comenzaron a formarse en sus ojos.
—Suéltenlo —ordenó el capitán a sus hombres, y aunque estos dudaron al principio al final obedecieron. Cuando se retiraron, el chico no hizo intento alguno de pararse; sólo se quedó ahí recostado, flojo como si todas las fuerzas le hubieran abandonado.
El capitán se puso de rodillas delante de él y lo contempló detenidamente.
—Dime, ¿quién eres, muchacho? —le preguntó con voz calmada.
El chico alzó tímidamente su cara, mirándolo de nuevo con esos ojos oscuros, asustados… y tristes. Sus labios resecos se abrieron temblando un poco, y le susurró débilmente su nombre.
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