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Axel Bluex


Mateo llega a Madrid a estudiar y a intentar buscar a su hermano perdido, Stefano, quien dejó de dar señales de vida durante los últimos y complicados meses de la pandemia del COVID. La ciudad vibra de excitación y parece estar cargada de energía sexual pero también llena de peligros.


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#pandemia #inkspiredstory #erotismo #gay #bisex #Covid #Madrid #cruising #thriller
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La llegada de Mateo (El ciervo)


Cuando Marcos bajó por las angostas escaleras se tambaleaba debajo del peso de su gran mochila. El resto de sus trastos le habían precedido en cajas pero Marcos había querido que sus vaqueros, camisas y libros favoritos viajaran con él a Madrid. A Marcos le dio la sensación de que el espacio se estaba estrechando conforme descendía y que perdía un poco de pie en el último escalón. Sintió un leve mareo por el asfixiante calor y el largo viaje. Evitó caerse, inclinando su esbelto cuerpo hacia delante y entró con una sonora pisotada de sus botas de montaña en el urinario. Los ojos furtivos pronto volaron primero hacia él y luego huyeron a todas partes como polillas en desbandada. Marcos, sin embargo, se encontraba momentáneamente cegado por el fuerte olor originado en el orín y las pastillas de cloro azul que disminuían debajo de los chorros amarillos. El olor era artificial, penetrante y atravesaba la mascarilla: estaba a punto de hacerle llorar. La irritación hizo que una bola de saliva se concentrara en su paladar y bajara lentamente por su garganta. El altavoz anunciaba la llegada de un AVE de Sevilla y una bragueta se subía furtivamente.


Marcos apoyó sus manos en el lavabo y vio su joven rostro atravesado en las manchas del espejo. Una segunda bola de saliva creció en su garganta. Marcos abrió ligeramente sus labios y, como si fuera un crío, dejó que la saliva fluyera. Un hilo cayó directamente en uno de los agujeros del desagüe perdiéndose en la negritud. Cuando alzó la vista un anciano le miraba suplicante. Golpeó con decisión la maneta del grifo y un fuerte ruido a tubería y a agua a presión enmudeció los anuncios de la RENFE. Le pareció oír un gemido entre el estruendo. Puso sus manos bajo el grifo y se refrescó su frente y su rostro, con delicadeza, como si lo hiciera para otra persona, alguien enfermo, tal y como su madre le había enseñado. Tenía mucho calor. Aunque había llegado a Madrid a principios de septiembre, el poniente del verano parecía instalado en la ciudad, sofocando el asfalto y colándose por puertas y ventanas. Con movimientos duros y concisos logró quitarse el macuto y sacar una botella de uno de los bolsillos. La etiqueta había sufrido su nerviosismo a lo largo del viaje y pendía de un trozo de pegamento. A pesar de que en su fondo sólo un poco de agua caliente se acumulaba, la bebió con avidez.


Después de apurar la botella, sus ojos bajaron y se encontró con un enorme pene. Un trozo de carne gruesa, generosa y medio adormilada. Su extremo era firme y estaba cubierto de piel, su color era sonrosado y estaba húmeda por el rocío de la última sacudida. Su base se ahogaba en unos pelos rebeldes que salían ensortijados de un pantalón oscuro de tela. Entre el sotobosque y la punta, una mano entera cogía el miembro y toda la escena estaba encuadrada por unos fuertes brazos. Frente al lavabo, erguido sobre sus piernas, el hombre parecía hecho de un único bloque, todo del mismo material. Era un tótem de piedra, pura verticalidad sólo rota por un pantalón abierto y la amplia hebilla que chocaba con el inodoro emitiendo un sonido ahogado. Debía tener cincuenta años recién cumplidos, quizás era un taxista, vestía una camisa a cuadros marrones, surcada por el sudor en la espalda y abierta en el pecho hasta dejar ver un forro canoso y salpicado de colgantes dorados. El rostro era cuadrado y masculino pero la mascarilla, como a todo el mundo, le daba un aspecto inacabado, Mateo deseó que, debajo de esa máscara de camuflaje, tuviera unos labios duros.

Para Mateo verlo fue como cruzarse con un ciervo durante un paseo por el bosque. No quería moverse para no asustarle y asistía en silencio al espectáculo, calculando sus movimientos. El sudor empezó a formarse en su frente. El hombre bajo el prepucio y sonrío hacia delante, hacia unas baldosas en las que podía leerse “Fuera maricones”, un signo nazi mal dibujado y el hastag #lotsofpeople. Marcos decidió finalmente reaccionar y se pasó la mano por la nuca empapada de sudor debajo de su medio melena enredada en la banda de auriculares. Volvió a presionar la maneta del grifo y el ruido retumbó por segunda vez en el baño. El agua caía con mucha presión y por el rabillo del ojo vio al ciervo moviéndose. Marcos repitió la acción: se mojó la palma de la mano y salpicó sus mejillas que ahora tenían un color rojizo. Nervioso se puso el macuto, como si se echara encima un cuerpo inerte y al darse la vuelta vio al hombre dentro de uno de los cubículos del baño. Con la puerta entrecerrada solo podía ver un ojo, sus genitales y su boca que ahora estaba completamente al descubierto. El hombre acariciaba sus peludos huevos como si fuera el cíclope cegado revisando sus ovejas. Había algo de potencia perdida en el modo en el que intentaba excitarse mientras que Marcos estaba empalmado desde que recibió la primera bocanada de olor a meado. Marcos estiró su camiseta, con un dibujo de la gran ola de Kanagawa, intentando ocultar su erección y le sonrió. De verdad quería hacer algo por aquel tipo, confortable como un padre y con una masculinidad sexy pero aceitosa, de póster erótico de taller de coches y Carrusel deportivo, pero estaba recién llegado, hacía demasiado calor y el dolor de cabeza empezaba a crecer desde su frente. Le pareció oír que le chistaban insistentemente pero luego resultó ser uno de los tanques de agua que iniciaba su llenado. Una puerta se abrió de repente ocultando al hombre y de un cubículo contiguo salió un cura con sotana, obeso y sudado, secándose la frente con un pañuelo de tela. El cura llevaba un brazalete rojo con las letras SE escritas en negro en referencia a "Servicio Esencial", una especie de salvoconducto que permitía moverse por las distintas zonas de salud de la capital.


Se encaminó hacia la salida y subió con pesadez las escaleras. Arriba las tiendas cerraban apresuradamente antes del toque de queda y los escaparates de dentro de la estación se convirtieron en grandes espejos de la vanidad de una ciudad que intentaba salir de la pandemia pero que estaba aún viviendo dentro de sus peores paranoias. Siete años de enfermedad habían dejado señales difíciles de borrar.


Mateo se miró y se disfrutó delante del escaparate de una perfumería con nombre extranjero. Era la típica belleza mediterránea. Piel de color oliva y un cabello de un moreno oscuro cuya vitalidad hacía reflejar los rayos del sol en los días claros. En su rostro alargado, preciso y simétrico, estallaban dos deslumbrantes ojos verdes. Tonalidades de playa y pinar. La nariz era perfecta, clásica en el modo en el que el tabique caía desde su frente y en la curvatura de las dos volutas de la punta que estaban unidas por un septum, un pendiente que parpadeaba las pocas veces que reía. Sus labios eran sintéticos, dibujados con tiralíneas, horizontes más que comisuras. La barba crecía dejada, siempre a punto de desbordarse por el cuello, pero manteniéndose en los límites de lo decoroso (a Mateo le gustaba cuidarse más de lo que públicamente aceptaba y mantenía esa barba entre descuidada y sexy durante semanas). Todo ello quedaba ahora velado por una mascarilla negra que resaltaba sus ojos y le daba al conjunto un toque de decencia, de belleza que no quiere mostrarse. Por entre los poros de la mascarilla se colaba una voz pausada y cálida como una brisa de principios de verano. Su cuello, espigado y flexible, tenía algo de junco egipcio.


Su cuerpo, que era fibrado y bordeaba la delgadez según épocas, poseía la belleza de una roca moldeada por el mar: caprichosa pero segura. Su espalda, sin embargo, sorprendía por su robustez. Las horas dedicadas al estudio se habían combinado con una de las pocas distracciones del pueblo: los largos partidos de futbol con los amigos que habían sobredimensionado ciertas partes de su anatomía; que Mateo evitaba resaltar con su ropa y su posición encorvada. Las piernas, fuertes y moldeadas por carreras, habían sido siempre ajenas al vello por lo que las consideraba su parte más femenina. Tenían, al mismo tiempo, la belleza y la solidez arquitectónica de las construcciones que levantan las civilizaciones en decadencia: firmes pero llenas de curvas. Su culo redondo resaltaba en el jogger apretado y cómodo que había elegido para viajar y era un terreno que se situaba entre la suavidad de la adolescencia y la dureza de la madurez. Surcado de una piel sedosa en la que el más mínimo arañazo dejaba marca, sus estructura era sólida y redonda como el músculo de un atleta que descansa. Su curvatura uniforme estaba animada por un carácter orgánico y natural como de un higo maduro.


Una mano tocó su hombro. Era el desconocido del urinario. Debajo de la máscara de camuflaje y bandera nacional, el hombre tenía una perilla surcada de canas que enmarcaban una rápida lengua capaz de enzarzar sin parar palabras y frases. Mateo se encontraba un poco confundido por la situación: le intimidaba la masiva presencia de militares en la estación y el robusto cuerpo del hombre le daba una cierta sensación de cobijo. ‘Eh, chaval, chaval, yo tengo un brazalete de Servicio Esencial’ -dijo mientras lo sacaba de sus apretados vaqueros- ‘Moverse ahora por Madrid puede ser difícil ¿No querrás quedarte a dormir en el Retiro con las pandillas de los adolescentes lobos?´. Dos militares pasaron veloces y el hombre aprovechó para abalanzarse sobre Mateo de manera disimulada. ‘¿Qué dices? ¿Te hago de Uber?’.


El hombre prácticamente respiraba encima de Mateo y el olor de su aliento se colaba por las rendijas de su mascarilla. Sus palabras tenían un olor agradable, un bouquet fuerte a tabaco y úlcera estomacal disimulada con ron y cola. El cuerpo de Mateo se apoyaba en diagonal sobre la gran mochila y el escaparate. En esa posición pudo notar perfectamente el paquete del hombre en su entrepierna. Ahora ya no le parecía tan impotente: una palanca musculosa y húmeda, que presionaba su sexo como un perro que hurgaba insistentemente en la arena mojada. Por un momento dudó en bajarse la mascarilla y besarlo pero era un acto demasiado peligroso. El hombre cogió las asas de la mochila que Mateo llevaba puesta y lo enderezó de un movimiento seco. Mateo volvió a recuperar la verticalidad, el hombre le miró serio y le dijo "No te alejes de mí y finge que nos conocemos". Juntos marcharon por los arcos de bananos del jardín interior de Atocha mientras que Mateo veía por el rabillo del ojos a un grupo de militares delante de cuatro hombres de rodillas y con las manos en la nuca. Cuando salieron al vestíbulo, los anuncios de la RENFE pararon y se oyó una vez femenina que decía por todos los altavoces: ‘Primer día a la novena al Santísimo Nombre de María, que se celebra el 12 de septiembre: ¡Señor mío, Jesucristo! Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío…


Llegaron convertidos en sombras llenas de bultos, torcidas y huidizas, a las calles que rodeaban Atocha. Un coche destartalado ocupaba la mitad de una acera. Subieron a él. Estaba lleno de catálogos de suministros industriales y juguetes de niño. En el suelo había una lata de Coca-cola y otra de cerveza. Cuando se hubieron sentado, un grupo de enmascarados entró en un bazar de alimentación del final de la calle y empezó a saquearlo. Las sirenas de policía empezaron a sonar por todos lados. El hombre se bajó la mascarilla y dijo ‘Vamos a quedarnos un rato en el coche, es peligroso ahora….”. Se oyó un ruido fuerte y Mateo se sobresalto. El hombre se quitó la mascarilla y le dijo de manera babosa 'Tranquilo, pollito'. Hablaba utilizando palabras de viejo verde, como si estuviera cómodo en su estereotipo. Mateo había estado con otros hombres así, le gustaban los encuentros fortuitos con hombres de mediana edad porque carecían de significado. Le hubiese gustado decir que buscaba en ellos a figuras paternas o que su existencia estaba marcada por el trauma, pero la verdad es que esas relaciones sexuales eran completamente random y sin sentido. Sexo abstracto. Disfrutaba de ellas quizás por la rotunda presencia física de sus cuerpos: barrigas peludas, pechos masculinos caídos y respiraciones ahogadas que se contraponian a su gracilidad. También por la curvatura rítmica que definía el acto: empezaba siempre en vertical, con la violencia con la que daban rienda suelta a sus pasiones y, acto seguido, caía en picado cuando se sumían en el asco y el autodesprecio. Por eso adoraba a los casados, por la caída. Podríamos decir que esos gustos nos proporcionarían alguna clave de la personalidad de Mateo, pero la verdad es que para él no tenían significado, ni repercusión. Le gustaban las cosas sin sentido. Con el tiempo, eso sí, había aprendido a reconocer a los profesionales y aquel viajante de suministros industriales era un viejo depredador. Los chistes procaces, los dobles sentidos y el recurso al porno hetero en el móvil nos hablaba de un hombre que había perseguido sus pasiones - los ventiañeros como Mateo- durante toda su vida bajo el disfraz de la respetabilidad. Eso excito a Mateo que además, y de manera práctica, pensó que necesitaba cruzar esa locura de ciudad antes del toque de queda. El hombre toquiteaba su pierna en la oscuridad del coche y en uno de esos gestos abrió la guantera. Allí dentro, metido dentro de un bote de cristal de paté barato había una docena de pastillas de viagra. Mateo se asustó, las erecciones de este tipo de hombres solían ser duraderas y no quería pasarse la noche follando en un coche lleno de mierda. Cogió su mano, giro su cara, abrió sus ojos verdes y le dijo con todo su aplomo: 'Solo te voy a hacer una paja'. El hombre sonrió, puso en marcha el coche y después de girar dos esquinas ya estaban en una gran avenida. La M-30 engullió al vehículo mientras unos convoyes militares salían de ella. Marcos notó sus boxers húmedos de líquido preseminal.


Más info Twitter: @PuebloLot

05 Şubat 2021 08:45 0 Rapor Yerleştirmek Hikayeyi takip edin
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