Corría el año 1799, cuando el capitán Amasa Delano, de Duxbury
(Massachusetts), al mando de un gran velero mercante,
ancló con un valioso cargamento en la ensenada de Santa María,
una isla pequeña, desierta y deshabitada, situada hacia el
extremo sur de la larga costa de Chile.
Había atracado allí para abastecerse de agua.
Al segundo día, poco después del amanecer, cuando aún se
encontraba acostado en su camarote, su primer oficial bajó a
informarle que una extraña vela estaba entrando en la bahía.
Por aquel entonces, en esas aguas las embarcaciones no abundaban
como ahora. Se levantó, se vistió y subió a cubierta.
El amanecer era característico de esa costa. Todo estaba mudo
y encalmado; todo era gris. El mar, aunque cruzado por las
largas ondas del oleaje, parecía fijo, con la superficie bruñida
como plomo ondulado que se hubiera enfriado y solidificado en
el molde de un fundidor. El cielo aparecía totalmente gris. Bandadas
de aves de color gris turbio estrechamente entremezcladas
con jirones de vapores de un gris igualmente turbio pasaban
a rachas en vuelo rasante sobre las aguas, como golondrinas
sobre un prado antes de una tormenta. Sombras presentes
que anunciaban la llegada de sombras más profundas.
Para sorpresa del capitán Delano, el desconocido, visto a través
del catalejo, no mostraba colores a pesar de que mostrarlos
al entrar en un puerto, por más deshabitadas que estuvieran
sus orillas, donde pudiera encontrarse un solo barco, era costumbre
entre marineros pacíficos de todas las naciones. Considerando
la soledad y el desamparo del lugar, y la clase de historias
que en aquellos días se asociaban a esos mares, la sorpresa
del capitán Delano se hubiera trocado en intranquilidad
de no haber sido éste una persona de naturaleza singularmente
confiada, que no tendía, excepto a causa de extraordinarios y
reiterados motivos, y aún así difícilmente, a permitirse sentimientos
de alarma que implicaran de alguna manera la imputación
de perversa maldad en el prójimo. A la vista de todo lo que
es capaz el género humano, mejor será dejar en manos de los
entendidos determinar si tal característica supone, junto a un
corazón benevolente, algo más que la normal rapidez y precisión
en la percepción intelectual.
Pero, cualesquiera que fueran los temores que hubiera suscitado
la presencia del desconocido en la mente de cualquier
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marinero, se habrían casi desvanecido al observar que la nave,
al entrar navegando en la ensenada, se aproximaba demasiado
a tierra para evitar un escollo sumergido que se divisaba cerca
de su proa. Ello parecía probar que era realmente un extraño,
no tan sólo para el velero, sino también respecto a la isla; por
lo tanto, no podía tratarse de ningún filibustero habitual de
esas aguas. Sin perder interés, el capitán Delano siguió observándolo,
tarea que en nada facilitaban los vapores que cubrían
el casco, a través de los cuales la lejana luz matinal del camarote
fluía con considerable ambigüedad; al igual que el sol, que
empezaba a mostrar su truncada esfera sobre la línea del horizonte
aparentando acompañar al desconocido que entraba en
la ensenada, y que, velado por esas mismas nubes bajas y
errantes, aparecía de forma no muy distinta al siniestro único
ojo de una intrigante de Lima acechando la plaza desde la rendija
india de su oscura saya y manta.
Podía haber sido tan sólo un engaño de la niebla, pero cuanto
más tiempo se le observaba, tanto más singulares parecían las
maniobras de aquel velero. Poco después resultaba difícil conjeturar
si se proponía entrar o no, qué quería o qué pretendía
hacer. El viento, que había arreciado un poco durante la noche,
era ahora extremadamente suave y variable, lo cual aumentaba
la aparente inseguridad de sus movimientos.
Suponiendo finalmente que podía tratarse de un barco en
apuros, el capitán Delano ordenó que lanzaran al agua su barca
ballenera, y, a pesar de la cautelosa oposición de su primer
oficial, se preparó para abordarlo y, por lo menos, dirigirlo a
puerto. La noche anterior, una partida de marineros había ido
de pesca a bastante distancia, a unas rocas algo alejadas, fuera
de la vista del velero, y, una o dos horas antes del amanecer,
habían vuelto, con un botín mayor de lo esperado. Presumiendo
que el navío desconocido podía haber pasado mucho tiempo
en aguas más profundas, el bueno del capitán puso en la barca
unos cuantos cestos de pescado, para ofrecérselos como obsequio
y partió. Viendo que proseguía demasiado cerca del escollo
hundido y considerándolo en peligro, mandó a sus hombres
que se apresuraran para poder advertir a los de a bordo de su
situación. Pero, poco antes de que la barca se acercara, el viento,
aunque suave, habiendo cambiado de dirección, había
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alejado la nave, además de haber disipado en parte las brumas
que la rodeaban.
Al obtener una vista menos remota, cuando la nave se hizo
destacadamente visible sobre la cresta de un oleaje plomizo,
con jirones de niebla aquí y allá cubriéndola como harapos,
apareció como un monasterio de blancas paredes, tras una terrible
tormenta, asomando sobre un peñasco pardo en el corazón
de los Pirineos. Pero no era una semejanza puramente imaginaria
lo que entonces, por un momento, llevó al capitán Delano
casi a pensar que un barco repleto de monjes se hallaba ante
sus ojos. Mirando por encima de los macarrones, se encontraba
lo que realmente semejaba un tropel de capuchas oscuras,
al tiempo que, saliendo a tongadas a través de las portillas
abiertas, se divisaban tenuemente otras oscuras figuras móviles,
como frailes negros deambulando por los claustros.
Al ir acercándose, esta apariencia se fue modificando y se hizo
patente la auténtica índole de la nave: se trataba de un buque
mercante español de primera clase, que, entre otras valiosas
mercancías, transportaba un cargamento de esclavos negros
de un puerto colonial a otro. Un voluminoso y, en su momento,
excelente navío de los que aún se podían encontrar en
aquellos días, de vez en cuando, por esos mares. Naves anticuadas
cargadas de tesoros de Acapulco o fragatas retiradas de
la armada real española, que, como arruinados palacios italianos,
a pesar de la decadencia de sus propietarios, conservaban
todavía vestigios de su apariencia original.
Al acercarse más y más con la barca ballenera, la causa del
singular aspecto blanqueado que presentaba el extraño se hacía
patente en el descuidado abandono que lo invadía. Los palos,
cuerdas y gran parte de los macarrones parecían recubiertos
de lana a causa de la larga ausencia de contacto con la rasqueta,
la brea y el escobón. La quilla parecía desarmada, las
cuadernas rejuntadas, y la propia nave botada desde el «Valle
de los Huesos Secos» de Ezequiel.
Pese a la misión para la que actualmente estaba siendo utilizado,
el modelo y aparejo del navío en general no parecían haber
sufrido ninguna modificación del diseño bélico y Froissart
original. Sin embargo, no se veían armas.
Las cofas eran grandes y estaban cercadas por lo que había
sido una red octagonal, todo ahora en triste desorden. Dichas
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cofas colgaban allá arriba cual tres pajareras ruinosas, en una
de las cuales se veía, colgando de un flechaste, un Anous stolidus
blanco, ave extraña así denominada por su carácter aletargado
y sonámbulo, siendo frecuentemente atrapada a mano en
el mar. Maltrecho y enmohecido, el almenado castillo de proa
parecía un antiguo torreón, tomado por asalto en el pasado y
más tarde abandonado. Hacia la popa, dos galerías laterales
elevadas, las balaustradas cubiertas aquí y allá de musgo marino
seco como yesca, abriéndose desde la desocupada cabina de
mando, cuyas claraboyas, a causa del clima templado se hallaban
herméticamente cerradas y calafateadas; estos balcones
sin inquilino colgaban por encima del mar como si fuera el
Gran Canal de Venecia. Pero la principal reliquia de su grandeza
venida a menos era el amplio óvalo de la pieza de popa, intrincadamente
tallado con los escudos de Castilla y León, enmarcados
por grupos de emblemas de tema mitológico o simbólico,
y en cuya parte central superior aparecía un oscuro sá-
tiro enmascarado pisando la doblada cerviz de una contorsionada
figura, también enmascarada. No estaba del todo claro si
el barco tenía un mascarón de proa, o tan sólo el simple espolón,
a causa de las velas que envolvían esa parte, bien para
protegerla en el proceso de restauración, bien para esconder
decentemente su deterioro. Rudimentariamente pintada o escrita
con tiza, como por un capricho de marinero, a lo largo de
la parte delantera de una especie de pedestal bajo las velas, se
hallaba la frase «Seguid a vuestro jefe»; mientras que sobre la
deslucida empavesada del beque aparecía en majestuosas mayúsculas,
que en tiempos habían sido doradas, el nombre del
barco San Dominick, con cada letra corroída por los finos regueros
de orín que bajaban desde los clavos de cobre; al mismo
tiempo, como algas de luto, oscuros adornos de hierbas marinas
barrían viscosamente el nombre de aquí para allá con cada
fúnebre balanceo del casco.
Cuando, finalmente, la barca fue amarrada por babor al portalón
central del barco, la quilla, todavía separada unas pulgadas
del casco, rozó ásperamente como sobre un arrecife de coral
sumergido. Resultó ser un enorme ramo de percebes adherido
como un quiste al costado del barco por debajo del agua,
testimonio de vientos variables y calmas prolongadas transcurridas
en alguna parte de esos mares.
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Habiendo subido por el costado, el visitante fue inmediatamente
rodeado por una clamorosa multitud de blancos y negros,
los últimos en mayor número que los primeros, bastante
más de lo que podía esperarse en un barco de transporte de
negros, como este desconocido de la bahía. Sin embargo, unos
y otros en una misma lengua y con voz unánime, empezaron a
referir un mismo relato de los sufrimientos padecidos, en lo
que las negras, de las que había no pocas, superaban a los demás
en su dolorosa vehemencia. El escorbuto, junto con las fiebres,
habían barrido gran número de ellos, más especialmente
de españoles. Saliendo del cabo de Hornos, habían escapado
por poco del naufragio; luego, sin viento, habían quedado inmovilizados
durante días enteros; iban cortos de provisiones y
casi desprovistos de agua; sus labios, en aquel momento, estaban
acartonados.
Mientras el capitán Delano se convertía de esta manera en el
blanco de todas aquellas lenguas impacientes, sólo un mirada,
la suya, también impaciente, observaba todas las caras y los
objetos que las rodeaban.
Siempre que se aborda por primera vez un barco grande y
populoso en medio del mar, especialmente si es extranjero, con
una tripulación desconocida como los lascars o los hombres de
Manila, se siente una impresión peculiar, distinta de la que se
produce al entrar por primera vez en una casa extraña, con extraños
habitantes, en una tierra extraña. Ambos, la casa y el
barco, una con sus muros y postigos, el otro con sus macarrones,
altos como murallas, ocultan a la vista su interior hasta el
último instante, pero en el caso de este barco había algo más:
el vivo espectáculo que contenía, al revelarse súbita y totalmente,
producía, en contraste con el vacío océano que lo rodeaba,
un efecto parecido al de un encantamiento. El barco parecía
irreal: aquellas extrañas costumbres, gestos y rostros, como
un fantasmagórico retablo viviente apenas emergido de las
profundidades, que habrán de recobrar sin tardanza lo que nos
han ofrecido.
Posiblemente fue un influjo parecido al que se ha intentado
describir más arriba lo que, en la mente del capitán Delano, le
hizo pasar por alto aquello que, observado sensatamente, podía
haber parecido poco normal, especialmente las notables figuras
de cuatro viejos negros de pelo cano, con cabezas como
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copas de sauces negros y temblorosos, quienes, en venerable
contraste con el tumulto que se encontraba más abajo, se hallaban
acomodados, cual esfinges, uno sobre la serviola de estribor,
el otro a babor, y los otros dos cara a cara en los macarrones
de enfrente, por encima de las cadenas principales. Cada
uno de ellos tenía en las manos algunos pedazos destrenzados
de cuerdas viejas y, con una especie de estoica satisfacción,
iban recogiendo los restos de cuerda en un montoncillo
de estopa que tenían a su lado. Acompañaban su tarea con un
continuo, grave y monótono canto, murmurando y moviéndose
como tantos canosos gaiteros al interpretar una marcha
fúnebre.
El alcázar sobresalía por encima de una amplia y elevada popa
sobre cuyo borde delantero; a unos ocho pies por encima de
la multitud general; como los recogedores de estopa, sentados
con las piernas cruzadas; alineados a intervalos regulares, se
encontraban otros seis negros, cada uno con un hacha oxidada
en la mano, que, con un pedazo de piedra y un trapo, se atareaban
en fregar como marmitones, al tiempo que entre cada dos
de ellos se hallaba un montoncillo de hachas, con los filos oxidados
vueltos hacia arriba esperando una operación similar. Si
bien, ocasionalmente, los cuatro recogedores de estopa se dirigían
brevemente a alguna persona, o a varias, de las que se
congregaban abajo, los seis pulidores de hachas ni hablaban
con otros ni intercambiaban un solo susurro entre ellos sino
que se hallaban entregados a su tarea, salvo en contadas ocasiones,
en las que, de dos en dos, con el típico amor de los negros
por aunar trabajo y pasatiempo, hacían chocar sus hachas,
que sonaban como címbalos, con bárbaro estrépito. Aquellos
seis, al contrario del resto, conservaban su tosco aspecto
africano.
Pero aquella mirada general, que comprendía esas diez figuras,
con resultados menos notables, se demoró tan sólo un instante
sobre todos ellos, ya que, impaciente a causa de la barahúnda
de voces, el visitante se puso en búsqueda de quien
fuera que estuviese al mando de la nave.
Pero como si estuviera dispuesto a dejar que la naturaleza siguiera
su propio curso entre la sufrida carga, o quizá desesperado
por contenerla momentáneamente, el capitán español, un
hombre de noble apariencia, reservado, y bastante joven a los
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ojos de un extraño, vestido con singular riqueza, pero mostrando
claras secuelas de una reciente falta de sueño a causa de inquietudes
y sobresaltos, esperaba pasivamente, apoyado en el
palo mayor, lanzando en un momento dado una triste, desencantada
mirada sobre su enervada gente, para volverla luego,
melancólicamente, hacia su visitante. Se hallaba a su lado un
negro de baja estatura, en cuyo rudo rostro, que ocasionalmente
levantaba en silencio, como lo hace el perro de un pastor,
para mirar al español, se mezclaban por igual la pena y el
afecto.
Abriéndose paso entre la multitud, el norteamericano avanzó
hacia el español dándole muestras de su solidaridad y ofreciéndole
toda la ayuda que estuviera a su alcance, a lo que el espa-
ñol respondía tan sólo con graves y formales muestras de agradecimiento,
empañada su ceremoniosidad hispánica por un taciturno
estado de ánimo mezclado con un precario estado de
salud.
Pero, sin perder tiempo en meros cumplidos, el capitán Delano,
volviendo al portalón, mandó subir el cesto de pescado, y
como el viento seguía siendo suave, por lo que deberían pasar
por lo menos algunas horas antes de que pudieran llevar el
barco al fondeadero, ordenó a sus hombres que volvieran al velero
y trajeran tanta agua como pudiera transportar la barca
ballenera, junto a todo el pan tierno que tuviera el mayordomo,
todas las calabazas que quedaran a bordo, una caja de azúcar y
una docena de sus botellas de sidra personales.
Pocos minutos después de que partiera el bote, para colmo
de contrariedades, el viento amainó completamente, y, con la
marea, el barco empezó a moverse sin remedio mar adentro.
Mas, convencido de que la situación no se prolongaría demasiado,
el capitán Delano procuró, con palabras esperanzadoras,
levantar el ánimo de los extraños, sintiéndose muy satisfecho
porque, gracias a sus frecuentes viajes a lo largo de los mares
de España, podía conversar con cierta soltura en su lengua nativa
con personas en tan difícil situación.
Estando a solas con ellos, no le llevó mucho tiempo observar
algunos detalles que tendían a confirmar sus primeras impresiones;
pero su sorpresa se trocó en lástima, tanto hacia los españoles
como hacia los negros, al encontrar ambos contingentes
evidentemente reducidos a causa de la falta de agua y
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provisiones, del mismo modo que el sufrimiento largo y sostenido
parecía haber hecho aflorar las cualidades menos benévolas
de los negros, al tiempo que deterioraba la autoridad de los españoles
sobre ellos. Sólo que, precisamente en estas condiciones,
debía haberse previsto que las cosas llegarían a tal estado.
En lo que respecta a ejércitos, armadas, ciudades o familias,
incluso en la misma naturaleza, nada relaja tanto las buenas
costumbres como la miseria. Sin embargo el capitán Delano tenía
la idea de que si Benito Cereno hubiera sido un hombre
más enérgico, el desorden no habría llegado a tal extremo. Pero
la debilidad del capitán español, ya fuera constitucional o
provocada por las dificultades físicas y mentales, era demasiado
obvia para ser pasada por alto. Presa de un abatimiento permanente,
como si -habiendo sido burlado largo tiempo por la
esperanza no pudiera admitirla ahora que la burla había cesado-
la perspectiva de fondear aquel mismo día o aquella noche
a mucho tardar, disponiendo de abundante agua para su gente
y con un fraternal capitán para aconsejarle y ofrecerle su amistad,
no le animara de manera perceptible. Su mente parecía
trastornada o quizás aun más seriamente afectada. Encerrado
entre aquellas paredes de roble, encadenado a un aburrido círculo
de mando cuya incondicionalidad le hartaba; cual hipocondríaco
abad se paseaba lentamente, parando a veces súbitamente,
volviendo a caminar, con la mirada fija, mordiéndose el
labio, mordiéndose las uñas, ruborizándose, empalideciendo,
pellizcándose la barba, y con otros síntomas de tener la mente
ausente o abatida. Ese espíritu enfermizo se alojaba, como ya
antes se ha esbozado, en una estructura igual de enfermiza.
Era bastante alto, pero no parecía haber sido nunca robusto y
ahora, con los nervios destrozados, se había quedado esquelético.
Parecía habérsele confirmado recientemente cierta tendencia
a las complicaciones pulmonares. Su voz era como la de alguien
a quien le falta la mitad de los pulmones, áspera y contenida,
como un ronco susurro. No era de extrañar, en tal estado,
que se tambaleara, ni que su criado personal lo siguiera sin
perderlo nunca de vista. De vez en cuando el negro ofrecía el
brazo a su amo, o sacaba un pañuelo del bolsillo para dárselo,
cumpliendo estas y similares funciones con ese celo afectuoso
que convierte en algo filial o fraterno aquellos actos que en sí
mismos no son más qué una muestra de servilismo y que les ha
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valido a los negros la reputación de ser los ayudas de cámara
más satisfactorios del mundo, y con los que su amo no se ve
obligado a mostrarse frío y superior, sino que puede tratarlos
con amistosa confianza, más que como a un sirviente, como a
un fiel compañero.
Al tiempo que observaba la ruidosa indisciplina de los negros
en general, así como lo que parecía una taciturna incompetencia
de los blancos, no sin cierta humanitaria complacencia, el
capitán Delano fue testigo de la correcta y firme conducta de
Babo.
Aunque la buena conducta de Babo parecía despertar de su
nebulosa languidez al medio lunático don Benito más efectivamente
que el mal comportamiento de algunos otros, no era ésta
precisamente la impresión que había causado el español en
la mente de su visitante que, en aquel momento, consideró la
agitación del español tan sólo como una característica propia
de la aflicción general que reinaba en el barco. Sin embargo, el
capitán Delano se sentía no poco preocupado por lo que, por el
momento, no podía evitar considerar una poco amistosa actitud
de don Benito hacia su persona. La actitud del español, además,
daba la impresión de un amargo y triste desdén, que no
parecía esforzarse en disimular. Pero el norteamericano lo atribuyó
caritativamente a los molestos efectos de la enfermedad,
ya que, en otras ocasiones, se había dado cuenta de que existen
determinados temperamentos, en los que el sufrimiento
prolongado parece anular todo instinto social de afabilidad como
si, por el hecho de estar ellos forzados a vivir de pan negro,
consideraran equitativo que toda persona que se les acercase
estuviera indirectamente obligada a compartir su suerte mediante
algún desprecio o afrenta.
Pero poco después se convencía de que, si bien al principio
había sido indulgente al juzgar al español, quizá, después de
todo, no había sido lo bastante caritativo. En el fondo, era la
reserva de don Benito lo que le disgustaba, pero lo cierto era
que mostraba la misma reserva para con su fiel asistente personal.
Incluso los informes oficiales que según es costumbre en
el mar le eran regularmente transmitidos por algún insignificante
subordinado, ya fuera blanco, mulato o negro, a duras
penas tenía la paciencia de escucharlos, sin dar muestras de
despectiva aversión. Su actitud en tales ocasiones era,
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salvando las distancias, un tanto parecida a la que se suponía
debía ser la de su real compatriota Carlos V, justo antes de dejar
el trono para partir a su anacorético retiro.
Esa melancólica falta de interés por su cargo se evidenciaba
en casi todas las funciones propias de éste. Tan orgulloso como
atribulado, no se rebajaba a dar órdenes personalmente. Si era
necesario dar alguna orden especial, lo hacía a través de su sirviente,
quien la transfería a su destino final por medio de correos,
espabilados muchachos españoles o jóvenes esclavos,
que, como pajes o peces piloto, estaban siempre a punto, moviéndose
continuamente en torno a don Benito. Tanto era así
que, de haber contemplado a este impávido inválido que flotaba,
inapetente y silencioso, ningún hombre de tierra adentro
hubiera podido imaginar que dentro de sí albergaba una dictadura
fuera de la cual, mientras estuviera en el mar, no existía
ningún apetito terrenal.
Así pues, el español, a la vista de su reserva, parecía ser víctima
involuntaria de algún trastorno mental. Aunque, de hecho,
esa reserva podía haber sido, hasta cierto punto, intencionada.
De ser así, se pondría de manifiesto el patológico punto culminante
de esa gélida pero concienzuda norma que, en mayor o
menor grado, adoptan todos los comandantes de grandes naví-
os, la cual, excepto en notables emergencias, elimina por igual
toda demostración de superioridad así como cualquier muestra
de sociabilidad, transformando al hombre en una especie de
monolito, o más bien en un cañón cargado, que no tiene nada
que decir hasta que aparece una amenaza.
Mirándolo desde este punto de vista, parecía tan sólo una secuela
del obstinado hábito provocado por una larga trayectoria
de autorrepresión, por la que, a pesar de las condiciones actuales
del barco, el español persistía aún en una conducta que
aunque inofensiva e incluso apropiada en un buque tan bien
equipado como debió de haberlo sido el San Dominick al empezar
su viaje, era, en el momento presente, cualquier cosa menos
juiciosa. Pero, posiblemente, el español pensaba que con
los capitanes sucedía como con los dioses: la reserva debía seguir
siendo su guía en cualquier caso. Aunque probablemente
esta apariencia de inactivo autocontrol podía ser un intento de
disfrazar una estulticia de la que era consciente (no unos principios
profundos sino una estratagema superficial). Mas, sea lo
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que fuere, tanto si la actitud de don Benito era intencionada
como si no, cuanto más notaba el capitán Delano que se empecinaba
en su reserva, tanto menos incómodo se sentía ante
cualquier demostración concreta de esa reserva hacia su
persona.
De todas maneras sus pensamientos no estaban relacionados
tan sólo con el capitán. Acostumbrado al tranquilo orden que
reinaba en la confortable familia que formaba la tripulación del
velero, la ruidosa confusión de los sufridos tripulantes del San
Dominick provocaba repetidamente su atención, pudiendo observar
algunas infracciones relevantes, ya no tan sólo de la disciplina
sino incluso de la decencia. El capitán Delano sólo pudo
atribuirlas, principalmente, a la ausencia de esos oficiales subordinados
de cubierta a los cuales, entre otras funciones, se
les confía lo que vendría a ser como el departamento de policía
de un barco muy populoso. En realidad, los recogedores de estopa
aparecían alguna vez para ejercer el papel de guardia y
guía de sus compatriotas, los negros, pero aunque ocasionalmente
conseguían apaciguar insignificantes enfrentamientos
que se producían de vez en cuando entre los hombres, poco o
nada podían hacer para establecer la tranquilidad general. Las
condiciones en las que se hallaba el San Dominick eran las de
un transatlántico de emigrantes, entre cuya multitud de carga
viviente se encontraban, indudablemente, algunos individuos
que causaban tan pocos problemas como las cajas y fardos, pero
los amistosos reproches de éstos hacia sus compañeros más
rudos no eran tan efectivos como el poco amistoso brazo del
primer oficial. Lo que necesitaba el San Dominick era algo que
normalmente tiene un barco de emigrantes: unos severos oficiales
superiores. Mas en aquellas cubiertas no se columbraba a
nadie que pasara de cuarto oficial.
La curiosidad del visitante aguzaba el deseo de conocer los
pormenores de los acontecimientos que habían provocado tal
ausencia y sus consecuencias ya que, aunque de las lamentaciones
que al llegar había recibido como salutación podía entresacar
una vaga impresión sobre el viaje, no conseguía hacerse
una clara idea de los detalles. El mejor relato de lo acaecido
podría ofrecerlo, sin lugar a dudas, el capitán. Aunque, en principio,
el visitante se hallaba poco predispuesto a preguntarle,
por miedo a provocar un distante desaire. Pero, armándose de
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coraje, se acercó finalmente a don Benito, renovando las demostraciones
de su bienintencionado interés y añadiendo que
si él (el capitán Delano) pudiera conocer los pormenores de los
infortunios sufridos por el barco, tal vez podría ser capaz de
aliviarlos. Es decir, si don Benito le confiaba toda la historia.
Don Benito titubeó, luego, como un sonámbulo al que hubieran
despertado repentinamente, miró con desconcierto a su visitante
y acabó mirando hacia abajo, hacia la cubierta. Tanto rato
se mantuvo en esta actitud que el capitán Delano, casi tan
desconcertado como él e, involuntariamente, casi tan descortés,
se giró súbitamente dejando de mirarle y caminando hacia
adelante para acercarse a uno de los marineros españoles a fin
de recabar la deseada información. Mas, antes de que hubiera
dado cinco pasos, don Benito, con extraña urgencia, le invitó a
volver, lamentando su momentánea distracción y manifestando
que estaba dispuesto a complacerle.
Mientras se iba desarrollando la mayor parte del relato, los
dos capitanes permanecieron de pie en la parte de popa de la
cubierta principal, un lugar privilegiado, sin otra compañía que
el sirviente.
-Hace ahora ciento noventa días -empezó el español en un
ronco susurro- que este barco, bien equipado de oficialidad y
marinería, con algunos pasajeros de camarote, unos cincuenta
españoles en total, zarpó de Buenos Aires hacia Lima con el
cargamento habitual: ferretería, té de Paraguay y cosas por el
estilo -señaló hacia la proa-, y esa partida de negros, que ahora
no son más de ciento cincuenta, como puede ver, pero que entonces
eran más de trescientas almas. Enfrente del cabo de
Hornos encontramos fuertes vendavales.
»En un momento dado, por la noche, tres de mis mejores oficiales,
con quince marineros, desaparecieron bajo las aguas
junto con la verga principal, golpeando la percha bajo ellos, en
las eslingas, mientras intentaban, a empujones, esquivar la vela
helada. Para aligerar el casco, los sacos de mate más pesados
fueron arrojados al agua, así como la mayor parte de barriles
de agua que en aquel momento se hallaban amarrados en
cubierta. Y fue esta última necesidad, combinada con las prolongadas
detenciones que sufrimos después, lo que, a la larga,
acarreó las causas principales de nuestra desgracia. Cuando…
»
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Le sobrevino aquí un repentino ataque de tos que lo hizo desmayarse,
a causa, sin duda, de su estado de agotamiento mental.
Su criado lo sostuvo y, sacando una medicina de uno de sus
bolsillos se la puso en los labios. Volvió algo en sí. Pero no queriendo
todavía dejarlo sin sostén ya que aún no estaba perfectamente
restablecido, el negro seguía rodeando a su amo con
un brazo, al tiempo que mantenía la mirada fija en su rostro,
como buscando el primer signo de recuperación, o de recaída,
según se diera el caso.
El español continuó, pero de manera oscura y fragmentada,
como entre sueños.
-¡Oh, Dios mío! Antes que pasar por lo que he pasado, habría
acogido con júbilo los más terribles vendavales; pero…
Su tos reapareció aún con mayor violencia; cuando ésta se
calmó, con los labios enrojecidos y los ojos cerrados se desplomó
en brazos de su criado.
-Su mente desvaría. Pensaba en la peste que se abatió sobre
nosotros tras los vendavales -susurró quejumbrosamente el sirviente-.
¡Mi pobre, pobre amo! -retorciendo una mano y secándose
la boca con la otra-. Pero tenga paciencia, señor -volviéndose
otra vez hacia el capitán Delano-, estos ataques no le duran
mucho; el amo se recobrará enseguida.
Don Benito, volviendo en sí, prosiguió; mas como esta parte
del relato fue narrada de forma muy fragmentada, tan sólo se
hará constar la esencia.
Al parecer, después de que las tormentas empujaran la nave
lejos del Cabo durante muchos días, hizo su aparición el escorbuto,
llevándose la vida de gran número tanto de blancos como
de negros. Cuando, finalmente, consiguieron adentrarse en el
Pacífico, los mástiles y las velas estaban tan dañados y tan inadecuadamente
manejados por los marineros supervivientes,
muchos de los cuales habían quedado inválidos, que, incapaz
de mantener su rumbo hacia el norte, a causa del fuerte viento,
la inmaniobrable nave fue empujada en dirección noroeste,
donde la brisa la abandonó repentinamente, en aguas desconocidas,
a merced de una calma sofocante. La ausencia de barriles
de agua se reveló tan fatal para la supervivencia como antes
había amenazado serlo su presencia. Provocada, o por lo
menos agravada, por la más que escasa provisión de agua, una
fiebre maligna sucedió al escorbuto, que junto al excesivo calor
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de la interminable calma, consiguió barrer en poco tiempo y
como a oleadas, familias enteras de africanos y un número aún
mayor, proporcionalmente, de españoles, incluyendo, por infortunada
fatalidad, todos los oficiales que quedaban a bordo. Así
pues, con los repentinos vientos del Oeste que, finalmente, siguieron
a la calma, las velas ya rasgadas, al tener que dejarlas
simplemente caer por no poderlas replegar, habían quedado
reducidas a los harapos que eran ahora.
Con la intención de encontrar quien reemplazara a los marineros
que había perdido, además de provisiones de agua y velas,
el capitán, en cuanto le fue posible, puso rumbo a Valdivia,
el puerto civilizado más meridional de Chile y de toda América,
pero al acercarse, la bruma no le permitió ni tan siquiera avistar
dicho puerto. A partir de entonces, casi sin tripulación, casi
sin velas y casi sin agua, y, de tiempo en tiempo, librando al
mar el creciente número de muertos, el San Dominick había sido
zarandeado por vientos contrarios, arrastrado por corrientes
y recubierto de algas durante los períodos de calma. Como
un hombre perdido en un bosque, más de una vez había avanzado
en círculos.
-Pero durante todas estas calamidades -continuó con voz ronca
don Benito, girándose a duras penas mientras su criado lo
mantenía medio abrazado-, debo agradecer a estos negros que
ve, quienes, aunque a sus ojos sin experiencia parezcan ingobernables
o revoltosos, se han comportado, ciertamente, con
menor turbulencia de la que su propio dueño hubiera creído
posible en tales circunstancias.
En este punto volvió a perder el conocimiento. Su mente volvió
a desvariar. Pero se rehízo y prosiguió con más claridad.
-Sí, su dueño llevaba razón al asegurarme que con estos negros
los grilletes no serían necesarios; tanto es así que no sólo
han permanecido siempre en cubierta, sin ser echados a la bodega
como a los hombres de Guinea, como es habitual en este
tipo de transporte, sino que se les ha permitido moverse libremente,
con ciertas limitaciones, como a su aire.
Una vez más, se desmayó, su mente divagó, pero, recuperándose,
terminó diciendo:
-Pero es a Babo, aquí presente, a quien debo no tan sólo mi
propia preservación sino que también es a él más que a nadie a
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quien debo el mérito de poder tranquilizar a sus hermanos más
ignorantes, cuando, a veces, se sentían tentados a quejarse.
-¡Ay, amo! -suspiró el negro, bajando la cara-. No hable de
mí, Babo no es nada, lo que ha hecho Babo era sólo su deber.
-¡Qué fiel compañero! -exclamó el capitán Delano-. Don Benito,
lo envidio por tener tan buen amigo, pues no puedo llamarle
esclavo.
Teniendo ante sí al hombre y a su amo, el negro sosteniendo
al blanco, el capitán Delano no pudo sino percatarse de la belleza
de una relación que ofrecía tal espectáculo de fidelidad
por una parte y de confianza por la otra. Realzaba la escena el
contraste de sus vestiduras que ponía de manifiesto sus relativas
posiciones.
El español llevaba una amplia chaqueta chilena de terciopelo
oscuro; calzones cortos blancos y medias, con hebillas de plata
en la rodilla y en el empeine; un sombrero de alta copa, realizado
en fino lino de China; una delgada espada, montada en plata,
colgando del nudo de su faja, la última a modo accesorio,
más por su utilidad que como ornamento, casi indispensable,
en la indumentaria de un caballero sudamericano de la época.
Excepto cuando sus ocasionales contorsiones nerviosas provocaban
algún desorden, había en su vestimenta una segura precisión
que contrastaba curiosamente con el impresentable desorden
del entorno, especialmente en el descuidado sector, por
delante del palo mayor, ocupado enteramente por los negros.
El criado llevaba tan sólo unos pantalones anchos, que, por
ser toscos y estar llenos de remiendos, parecían hechos de gavia
vieja; no obstante, estaban limpios y se los ataba a la cintura
con un pedazo de cuerda destrenzada, y, junto a su aire de
compostura y a veces de lamentación, le conferían un cierto
parecido con un fraile mendicante de la Orden de San
Francisco.
Aunque inapropiado para el lugar y el momento, al menos al
franco parecer del norteamericano y sobreviviendo extrañamente
a través de todas sus aflicciones, el acicalamiento de
don Benito, en lo que respecta a la moda, no podía ser más del
estilo del momento entre los sudamericanos de su clase. Aunque
en el presente viaje había zarpado de Buenos Aires, se había
declarado nativo y residente de Chile, cuyos habitantes no
habían aceptado, por lo general, el vulgar abrigo y los
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pantalones en otro tiempo plebeyos, sino que, con las convenientes
modificaciones habían conservado su típica vestimenta,
pintoresca como ninguna otra en el mundo. De todos modos, a
tenor de la pálida historia de su viaje y de la misma palidez de
su propio rostro, parecía haber algo tan incongruente en el atavío
del español que casi sugería la imagen de un cortesano enfermo
tambaleándose por las calles de Londres en tiempos de
la peste.
La parte del relato que posiblemente despertaba mayor interés,
además de sorpresa, considerando las latitudes en cuestión,
era la de las largas calmas de las que había hablado, y
más en particular, el largo tiempo que el barco había permanecido
a la deriva. Sin comunicar su opinión, por supuesto, el
norteamericano no pudo menos que imputar, por lo menos,
parte de los períodos de inmovilidad tanto a una impericia marinera
como a una defectuosa navegación. Observando las menudas
y pálidas manos de don Benito, cayó fácilmente en la
cuenta de que el joven capitán no había llegado a comandante
a través del agujero del ancla sino desde la ventana del camarote;
y, si ello era así ¿cómo extrañarse de su incompetencia,
siendo joven, enfermo y aristócrata al mismo tiempo?
Pero, ahogando su crítica en compasión, tras renovar otra
vez su simpatía, el capitán Delano, habiendo oído su historia,
no sólo se propuso, como al principio, ver a don Benito y a su
gente atendidos en sus más inmediatas necesidades físicas, sino
que, además de todo ello le prometió ayudarlo a procurarse
un buen abastecimiento duradero de agua, al igual que velas y
aparejo, y aunque a él le iba a provocar una situación embarazosa,
le prestaría a tres de sus mejores marinos para que, provisionalmente,
le sirvieran como oficiales de cubierta y que así,
sin más dilación, el barco pudiera continuar hasta Concepción,
donde podría ser reparado completamente y después llegar a
Lima, su puerto de destino.
Tal generosidad tuvo su efecto, incluso sobre el enfermo. Su
rostro se iluminó; impaciente y febril, buscó la honesta mirada
de su visitante. Parecía vencido por la gratitud.
-Esta excitación es mala para el amo -susurró el criado cogiéndolo
del brazo y llevándolo poco a poco aparte con palabras
tranquilizadoras.
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Cuando don Benito volvió, el norteamericano observó con
tristeza que la ilusionada esperanza de aquél, al igual que el
repentino fulgor en sus mejillas, había sido sólo algo febril y
transitorio.
Poco después, con semblante apagado, mirando hacia la popa,
el anfitrión invitó a su huésped a acompañarle allí, para
aprovechar la brisa que pudiera levantarse.
Como, durante el relato de lo acontecido, el capitán Delano
se había sobresaltado más de una vez con el ocasional sonido
de platillos que producían los pulidores de hachas, se extrañó
de que fueran permitidas tales interrupciones, especialmente
en esa parte del navío y a oídos de un enfermo; y, además, como
la visión de las hachas no resultaba muy atractiva y aún
menos la de aquellos que las manipulaban, el caso fue que, a
decir verdad no sin cierta temerosa reticencia, o incluso puede
que con cobardía, el capitán Delano, aparentando complacencia,
aceptó la invitación de su anfitrión. Y aún fue peor cuando,
por un inoportuno capricho de cumplir con el protocolo, que
resultaba aún más penoso por su aspecto cadavérico, don Benito,
con castellanas reverencias, insistió solemnemente en que
su huésped le precediera para subir la escalerilla que conducía
a lo alto, donde, uno a cada lado del último peldaño, a modo de
portaestandartes o centinelas, se hallaban sentados dos miembros
de aquella hilera siniestra. El buen capitán pasó con cautela
entre ellos y al instante de haberlos dejado atrás, como quien
ha escapado a un peligro, sintió que las pantorrillas se le
contraían de inquietud.
Mas, cuando al girarse vio la hilera completa de centinelas
que, como muchos organilleros, todavía estúpidamente absortos
en su tarea, no eran conscientes de nada ajeno a ella, no
pudo más que sonreírse ante su anterior inquieto pánico.
En aquel momento, mientras se hallaba de pie junto a su anfitrión,
mirando al frente por encima de las cubiertas inferiores,
fue sorprendido por uno de esos casos de insubordinación
a los que hemos aludido anteriormente. Tres muchachos negros
y dos muchachos españoles estaban sentados juntos sobre
las escotillas, limpiando una burda fuente de madera en la que
recientemente se había cocinado una escasa cantidad de rancho.
De pronto, uno de los muchachos negros, enfurecido por
una palabra que había proferido uno de sus compañeros,
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agarró una navaja y, aunque uno de los recogedores de estopa
lo instara a contenerse, golpeó al joven en la cabeza infligiéndole
una herida de la que fluyó la sangre.
Sorprendido, el capitán Delano preguntó qué significaba aquello.
A lo que el pálido don Benito murmuró con voz apagada
que se trataba meramente de una diversión del muchacho.
-Una diversión más bien grave, por cierto -respondió el capitán
Delano-. Si algo semejante hubiera ocurrido en el
Bachelor's Delight, se habría impuesto un castigo inmediato.
Al oír estas palabras, el español lanzó al norteamericano una
de sus repentinas, fijas y medio enloquecidas miradas, para
después, volviendo a caer en su aletargamiento, contestarle:
-Indudablemente, señor, indudablemente.
«¿No resultará -pensó el capitán Delano-, que este desventurado
es uno de esos capitanes de paja que he conocido, cuya
política consiste en hacer la vista gorda ante aquello que no
son capaces de reprimir con su sola autoridad? No conozco visión
más triste que la de un comandante que sólo ejerce su
mando nominalmente.»
-Es mi parecer, don Benito -dijo ahora, mirando al recogedor
de estopa que había intentado interponerse entre los muchachos-,
que le sería muy ventajoso mantener atareados a todos
los negros, especialmente a los más jóvenes, sin que importe lo
que suceda en el barco. Porque, incluso con mi pequeño grupo,
me resulta indispensable este proceder. Una vez mantuve a mi
tripulación en el alcázar sacudiendo alfombrillas para mi camarote,
cuando, durante tres días, había dado por perdido mi
barco -hombres, alfombrillas y todo lo demás-, a causa del vendaval,
por cuya violencia no podíamos hacer otra cosa que dejarnos
conducir a su merced.
-Indudablemente, indudablemente -murmuró don Benito.
-Pero -siguió diciendo el capitán Delano, mirando de nuevo a
los recogedores de estopa y luego a los cercanos pulidores de
hachas-, veo que, por lo menos, tiene atareada a alguna de su
gente.
-Sí -fue la también vaga respuesta.
-Esos viejos de ahí, lanzando sus discursos desde sus púlpitos
-continuó el capitán Delano señalando a los recogedores de estopa-,
parecen representar el papel de viejos maestros de escuela
ante los demás, aunque por lo que se ve, sus advertencias
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son poco atendidas. ¿Lo hacen por su propia voluntad, don Benito,
o les ha mandado que hicieran de pastores de su rebaño
de ovejas negras?
-Los puestos que ocupan los he ordenado yo -replicó el espa-
ñol en tono mordaz, como ofendido por una reflexión pretendidamente
irónica.
-¿Y esos otros, esos conjuradores Ashanti de ahí -continuó el
capitán Delano, bastante intranquilo al mirar el acero que blandían
los pulidores de hachas, a las que habían sacado brillo en
algunas partes- no resulta curioso que tengan esa tarea, don
Benito?
-Durante las galernas que encontramos -respondió el espa-
ñol- lo que de nuestro cargamento general no se tiró por la borda,
resultó muy dañado por la salmuera del aire. Desde que entramos
en un tiempo más tranquilo, he hecho que se subieran
varias cajas de cuchillos y hachas para revisar y limpiar.
-Una idea prudente, don Benito. Supongo que es, en parte,
dueño del barco y del cargamento, pero no de los esclavos, ¿no
es así?
-Soy dueño de todo lo que ve -contestó don Benito con impaciencia-,
excepto de la mayoría de los negros, los cuales pertenecían
a mi difunto amigo Alejandro Aranda.
La mención de este nombre provocó en él una actitud de desolación:
le temblaron las rodillas y su criado tuvo que
sostenerlo.
Creyendo intuir la causa de tan insólita emoción, con la idea
de confirmar su suposición, el capitán Delano, tras una pausa,
dijo:
-Y ¿puedo preguntar, don Benito, si, ya que hace un momento
ha hablado de unos pasajeros de camarote, el amigo cuya pérdida
tanto lo aflige, acompañaba a los negros al empezar el
viaje?
-Sí.
-Pero ¿murió de la fiebre?
-Murió de la fiebre. Oh, si yo hubiera podido…
Estremeciéndose de nuevo, el español hizo una pausa.
Perdóneme -dijo el capitán Delano en voz baja-, pero creo
que, por haber pasado por una experiencia similar, puedo intuir,
don Benito, lo que le causa mayor dolor en su aflicción.
Una vez tuve la mala fortuna de perder, en el mar, a un
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querido amigo, a mi propio hermano, que era entonces sobrecargo.
Seguro del bienestar de su alma, puedo sobrellevar su
partida como un hombre, pero… esa mano honesta, esa mirada
honesta que tan a menudo habían encontrado las mías y ese
buen corazón, todo, ¡todo!, como sobras para los perros… ¡todo
lanzado a los tiburones! Fue entonces cuando me prometí no
volver a llevar a un ser querido como compañero de viaje, a no
ser que, sabiéndolo él, hubiera proveído todo lo indispensable
para embalsamar sus restos mortales y poderlos enterrar al llegar
a tierra. Si los restos de su amigo estuvieran ahora a bordo
del barco, don Benito, no le afectaría tanto oír mencionar su
nombre.
-¿A bordo de este barco? -repitió el español. Luego, con gestos
de horror, como alejando un espectro, cayó inconsciente en
los atentos brazos de su asistente, el cual, con un gesto silencioso
hacia al capitán Delano, pareció suplicarle que no abordara
un tema tan terriblemente angustioso para su amo.
«Este pobre hombre es ahora -pensó el apenado norteamericano-,
víctima de esa triste superstición que asocia la idea de
duendes en el interior del cuerpo vacío de un hombre, como
fantasmas en una casa abandonada. ¡Cuán distintos somos
unos y otros! La sola mención de lo que para mí, en el mismo
caso, hubiera significado una solemne satisfacción, horroriza al
español hasta el punto de ponerlo en este trance. ¡Pobre Alejandro
Aranda! Qué diría si pudiera ver aquí a su amigo, -quien,
en pasados viajes, cuando usted se había quedado atrás
durante meses, me atrevo a decir que a menudo habría deseado
y deseado poder verlo siquiera unos segundos-, ahora traspuesto
de terror al menor pensamiento de tenerlo, en algún modo,
cerca de él.»
En aquel momento, con el triste tañido de una campana de
cementerio anunciando el duelo, la campana del castillo de
proa del navío, golpeada por uno de los canosos recogedores
de estopa, anunciaba las diez en punto a través de la densa calma,
cuando llamó la atención del capitán Delano la móvil figura
de un negro gigantesco que emergía de la multitud de abajo y,
lentamente, avanzaba hacia la elevada popa.
Alrededor del cuello llevaba una argolla de hierro de la que
pendía una cadena enrollada tres veces a su cuerpo, los
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últimos eslabones sujetos con un candado a una ancha banda
de hierro que le servía de cinturón.
-Atufal se mueve como un mudo -murmuró el criado.
El negro subió los peldaños hacia la popa y, como un valiente
prisionero que subiera a recibir sentencia, se plantó con impertérrita
mudez ante don Benito, ya recuperado de su ataque.
En cuanto lo vio acercarse, don Benito se estremeció, una
sombra de resentimiento pasó por su rostro y, como si le asaltara
repentinamente el recuerdo de un inútil arrebato de ira,
sus blancos labios permanecieron pegados.
«Debe de ser un terco amotinado», pensó el capitán Delano
examinando, no sin una mezcla de admiración, la talla colosal
del negro.
-Vea, señor, espera su pregunta -dijo el criado.
Así advertido, don Benito, esquivando con nerviosismo su mirada,
como rehuyendo anticipadamente una respuesta rebelde,
con voz desconcertada, habló de esta manera:
-Atufal, ¿me pedirás perdón ahora?
El negro no dijo nada.
-Otra vez, amo -murmuró el criado mirando a su compatriota
con rencorosa censura-. Otra vez, amo, ahora sí que se someterá
al amo.
-Contesta -dijo don Benito, esquivando aún su mirada-, di tan
sólo la palabra perdón y haré que te quiten las cadenas.
Al oír estas palabras, el negro, levantando lentamente ambos
brazos, los dejó caer después sin fuerza, haciendo sonar sus cadenas,
y bajó la cabeza, para luego decir:
-No, estoy bien así.
-¡Vete! -dijo don Benito con reprimida y desconocida
emoción.
Pausadamente, como había venido, el negro obedeció.
-Perdón, don Benito -dijo el capitán Delano-, esta escena me
sorprende, ¿podría decirme qué significa?
-Significa que ese negro, él solo, de entre todo el grupo, me
ha infligido una particular ofensa. Lo he hecho encadenar. Yo…
Aquí hizo una pausa, llevándose la mano a la cabeza, como si
algo nadara allí dentro, o una súbita perplejidad hubiera embargado
su memoria, pero al encontrar la mirada de aquiescencia
de su criado pareció sentirse más seguro y prosiguió:
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-No podía mandar azotar semejante corpulencia. Pero le dije
que debía pedirme perdón. Todavía no lo ha hecho. Por orden
mía debe presentarse ante mí cada dos horas.
-Y ¿desde cuándo dura esto?
-Desde hace unos sesenta días.
-¿Es obediente en todo lo demás? ¿Y respetuoso?
-Sí.
-Entonces, a mi parecer -exclamó el capitán Delano, impulsivamente-,
el interior de ese sujeto alberga un espíritu regio.
-Puede que tenga algún derecho a ello -repuso don Benito
con amargura- dice que era rey en su tierra.
-Si -dijo el criado tomando la palabra-, esas hendiduras que
tiene Atufal en las orejas habían llevado aretes de oro; pero el
pobre Babo, en su tierra natal, no era más que un pobre esclavo;
Babo era esclavo de un negro como ahora lo es de un
blanco.
Un tanto enojado por esas familiaridades en la conversación,
el capitán Delano observó con curiosidad al asistente, luego
miró inquisitivamente a su amo; pero, como si ya estuviera
acostumbrado a esas pequeñas informalidades, ni el hombre ni
su amo parecieron entenderlo.
-Dígame, por favor, don Benito, ¿cuál fue la ofensa de Atufal?
-inquirió el capitán Delano-. Si no fue nada muy serio, acepte el
consejo de un bobo y, en vista de su docilidad general, además
de un cierto respeto natural hacia su coraje, levántele el
castigo.
-No, el amo no hará eso jamás -murmuró entonces para sí el
criado-; el orgulloso Atufal debe pedir primero el perdón del
amo. Ese esclavo lleva el candado, pero el amo posee la llave.
Dirigida su atención por estas palabras, el capitán Delano advirtió
por primera vez que, del cuello de don Benito, suspendida
a un fino cordón de seda, colgaba una llave. De pronto, pensando
en las palabras que había mascullado el criado, intuyendo
la finalidad de la llave, sonrió y dijo:
-De modo, don Benito, que… candado y llave… , símbolos
bien significativos, realmente.
Aunque el capitán Delano, hombre por cuya natural simplicidad
era incapaz de cualquier sátira o ironía, había pronunciado
jovialmente el comentario que aludía al señorío, singularmente
evidenciado, del español sobre el negro, pareció de alguna
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manera que el hipocondríaco lo había tomado como una reflexión
maliciosa acerca de su confesada incapacidad, hasta el
momento, para doblegar, al menos por requerimiento verbal, la
atrincherada voluntad del esclavo. Deplorando este supuesto
malentendido, al tiempo que se esforzaba en corregirlo, el capitán
Delano cambió de tema, pero, encontrando a su compa-
ñero más ensimismado que nunca, como si todavía estuviera
digiriendo amargamente el poso de la supuesta afrenta arriba
mencionada, poco a poco, el capitán Delano también fue adoptando
una actitud menos locuaz, abrumado, contra su voluntad,
por lo que parecía ser la secreta venganza del enfermizamente
susceptible español. Pero el buen marino, por su talante más
bien opuesto, se abstuvo, por su parte, no sólo de mostrarse,
sino incluso de sentirse ofendido, y si se mantenía en silencio
era tan sólo por contagio.
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