Pobre Alfredo, nunca supo exactamente que le sucedió. Estaba desesperado por encontrar un trabajo, por eso Alonzo, su viejo amigo, lo ayudó. Tras unas llamadas un empleo le consiguió, el cual, sin pensarlo mucho, con regocijo aceptó.
Un disfraz debía conseguir, fue así como tras una búsqueda sin fin, en una vieja tienda, un harapiento traje de Santa Claus logró adquirir.
Cuando lo compró, volvió a su casa y entró en acción. Lo cosió y remendó, dejándolo mucho mejor a como estaba cuando lo adquirió.
Lo que Alfredo no sabía era que aquel traje un secreto oculto poseía, algo que ni en sus peores pesadillas imaginaría.
Cuando se lo puso su mente se nubló, vio todo negro y la cordura perdió, pronto su ser se desvaneció, dejando aquel manto de la perdición al mando no solo su cuerpo y mente, sino también de su corazón.
Alfredo chasqueó sus dedos y enseguida desapareció, pero no viajó muy lejos, pues fue en una casa a pocos metros de su hogar, donde él se materializó.
—¿Quién es usted? —preguntó un hombre, quien rodeado por sus familiares, parecía estar en medio de una celebración.
Ese pobre individuo nunca se lo imaginó, pero él y sus amados estaban por enfrentarse con un poder mayor, carente de piedad y amor.
—¡Soy un emisario de la perdición! —replicó el Santa Claus, quien siendo esclavo de las fuerzas del mal, llevaría a esa familia directo a la perdición.
Alfredo saltó y sobre ese pobre hombre cayó, todo en la mesa se estremeció: comida, bebidas, incluso una copa con champagne se derramó.
Cuando al hombre de la familia asfixió, Alfredo se carcajeó, luego al resto de los presentes encaró, pero algo en su cuerpo lo sorprendió, esto llamó su atención.
Primero se sintió alarmado, pero luego estuvo impresionado. Todo eso sucedió cuando vio como algo desde la punta de sus dedos emergió.
—¡Garras! —exclamó Alfredó con admiración, al tiempo que la madre y los pequeños gritaban con horror.
—¡No nos hagas daño! —clamó la mujer esperando que ese monstruo tuviera compasión.
—¡Tranquila! —replicó el Santa Claus del horror—. Solo quiero tu corazón.
Los niños huyeron cuando Alfredo se movió. La madre pensó en correr, pero en lugar de eso se quedó, esperando que su sacrificio les diera a sus hijos el tiempo necesario para encontrar la salvación.
Al verlos salir de la vivienda ella se alegró, pero pobre mujer... Eso fue lo último que con vida miró.
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