—¡Alas del fénix! —gritó Ikki elevándose con las alas de su armadura divina. De su puño salió una llamarada que impactó el pecho de una deidad oscura, quien, siendo culpable de cegar innumerables vidas, ahora se enfrentaba a un caballero de la esperanza. Sin que el santo lo notara, el rey tenebroso creó una lanza de tinieblas que arrojó a su corazón. Cuando fue atravesado, Ikki se desplomó, ignorando si viviría, pero satisfecho al ver que su enemigo moriría engullido por sus propias tinieblas.

—¡Señor, tenemos el video! —dijo un forense al hombre que investigaba la muerte de un taxista en la interestatal del norte. La grabación de la cámara interna del taxi revelaba como el conductor, tras recoger a una bella joven en la carretera, fue sorprendido por la misma, quien, para su asombro, se transformó en un ser con la cabeza de un caballo con la mitad de su cráneo expuesto. Parece que verla en ese estado fue mucho para el corazón del taxista, el cual estalló. Luego la mujer desapareció.

—Maldita sea, no puede ser… —dijo Joel dejando caer su maletín. Frente a él se explayaba un escenario desolador. Todos los que alguna vez amó estaban en el suelo, tendidos sobre charcos de ese líquido rojizo cuyo brillo recordaba al de un rubí. —Solo fueron veinte minutos —masculló llorando tras arrodillarse. El maletín, sin que Joel lo notara, se abrió. En ese momento él pudo ver los miles de dólares que albergaba. Ese era el dinero del rescate que no alcanzó a pagar, todo por llegar tarde.

Si estoy despierta es porque algo me atormenta, no es por elección propia que he pasado tantas noches en vela. Tengo miedo al monstruo que me acosa con su gélida mirada, temo que me alcance y me lastime, sufro al pensar en todas las cosas que podría volver a hacerme. No parece haber nadie que me crea o esté dispuesto a ayudarme. Por eso tengo ese cuchillo reposando bajo mi almohada, solo espero que me baste para defenderme si él decide venir de nuevo.

—¿Qué demonios está pasando? —susurré cuando Jorge desapareció. No había nada a mi alrededor, al menos nada que no fuera la arboleda que tomamos para acortar el camino de regreso al pueblo. Cuando escuchamos el silbido lejano Jorge se asustó. —Si suena lejos significa que está cerca, ¡debemos correr! —musitó mi compañero. Pero no le hice caso, en lugar de eso seguimos caminando hasta que escuché un grito ahogado de Jorge. Ahora él no estaba y ese maldito silbido se escuchaba cada vez más lejos.

El llanto lo perseguía, erizando su piel sin importar a donde corriera. El hombre cicló su arma y se refugió en un viejo granero, listo para disparar a su perseguidora. —Lo mataste —dijo esa voz lastimera entre quejidos—. Mataste al niño. —Fue un accidente, él se atravesó —chilló él. Lucas pensó que todo acabó cuando la dama se esfumó. Pero ella apareció a sus espaldas. Sus ropas manchadas de sangre y su mirada llena de desconsuelo le indicaron que no escaparía, que pagaría por su crimen.

Frank estaba feliz, en sus años como vigilante del crematorio nunca estuvo tan animado como hoy. Fue por eso que decidió comer un par de dulces de coco. No le gustaban mucho, pero comerlos le recordaban a Dayana, su pequeña recientemente fallecida. Frank reflexionó hasta que un grito emanado desde el interior de un gran horno lo alertó. —Veo que despertaste, Jorge —musitó Frank—. Pero da igual, estamos solos, nadie te escuchará. Solo te queda arder y disculparte con Dayana en el mas allá.

Cuando el médico entró a la habitación 215 se encontró con una mujer de treinta años llamada Mariana. El uniforme de la dama, manchado por la sangre que ahora formaba un charco bajo sus pies, exhibía un brillante tono carmesí. —Ella está conmigo… —susurró la paciente con la mirada perdida cuando el medico se acercó. —¡Enfermeros, vengan rápido! —gritó alarmado el hombre—. ¡Mariana se abrió el pecho y se metió la fotografía de su hija muerta de nuevo!

La policía no tenía pistas, los forenses tampoco encontraban una explicación coherente. Pero la noticia se había regado. Las televisoras solo hablaban del hallazgo del cadáver del alcalde, encontrado en una habitación de un prominente prostíbulo de la ciudad. Las cámaras de seguridad confirmaron que entró al recinto seis horas antes. Pero el resto era un misterio, nadie sabía porque su cuerpo parecía tener cuatro meses en estado de descomposición.

Los hombres corrieron despavoridos, dejando atrás a sus compañeros agonizantes. El valor que los llevó al pantano de la bruja azabache ahora era un inmenso miedo. Su confianza se desplomó al ver como ese ser, salido segundamente de las tinieblas más densas, era capaz doblegar la voluntad de los animales de ese paraje. Cuando las fieras en los arbustos, junto a los arácnidos y serpientes venenosas los rodearon supieron la verdad. No escaparían vivos de los dominios de esa dama tenebrosa.

Mis piernas se entumecieron, mis brazos no me respondían y el frío me adormeció. Estaba tan cansado que el simple acto de respirar me parecía una faena agotadora. —Esto no es normal… —susurré sabiendo que debía hacer algo. Pero no pude luchar. Apenas me mantuve consciente cuando esa mujer, tan blanca como la nieve, asfixió a mis compañeros, los mismos que la encontraron sollozando en esos parajes nevados. Ya era tarde para huir, era imposible para escapar. Ella no nos dejaría vivir.

Cuando tuve el accidente la conocí. El automóvil quedó hecho pedazos, no obstante, esa chica me arrastró fuera de los restos del vehículo con facilidad. Sin dudas era más fuerte de lo que aparentaba, por no decir que con seguridad tenía más fuerzas que yo. Luego sus cabellos se volvieron blancos y sus manos brillaron con una luz que me cubrió por completo. La gran parte de mis heridas sanaron en ese momento. Al final ella desapareció, envuelta en un fulgor que me dejó boquiabierto.

La mesa se veía atiborrada con platillos de las gastronomías del mundo conocido, los monarcas brindaban y celebraban por su encuentro anual. Pero la dicha acabó cuando el rostro del emperador de Seung Pi adquirió un tono verde enfermizo. El hombre se alzó y clamó por ayuda, dejando caer el pollo que fue su última comida. Luego se revolcó en el suelo hasta que su vida finalizó y decenas de arañas salieron de sus entrañas. Con él, la paz murió. Pronto su pueblo marcharía para vengarlo.

El olor de la carne asada me despertó. La pieza reposaba cerca de la fogata, emanando un olor a cerdo muy intenso. —¿Por qué haces eso? Le quitas todo el sabor —dijo uno de los hombres que me habían capturado. —Todo lo contrario, esto le da un toque único, cocina un poco y lo veras —replicó su pálido compañero. El primer individuo pareció pensárselo un tiempo, luego me miró, se levantó, desenvainó su espada y caminó hacia mí. Entonces supe que cortaría mi otra pierna para devorarla.

«¡Esto será tranquilo!», me dije cuando nos ordenaron llevar el oro de los impuestos por el camino real. El viaje era difícil, pero no imposible. Cuando cayó la noche tomé la primera guardia. Nuestra mayor preocupación era proteger el oro, nunca pensamos que algo más estuviera en riesgo. El sueño me venció una hora después, cuando desperté las fauces de esa mujer estaban próximas a mi cuello. Yo era el único con vida, pero cuando ella empezó a morderme supe que esta se apagaría pronto.

El mar teñido de negro debió alertarnos, pero no le dimos importancia. Cuando notamos que algo andaba mal los pasajeros caían como moscas en la cubierta. Los niños fueron los primeros en sufrir los efectos del vapor purpureo que emergía de la superficie de las aguas, después vimos morir a los adultos. Nosotros fuimos a la bodega, pensando que allí estaríamos a salvo, eso fue hasta que vimos como los gases venenosos quebraron los vidrios de las escotillas. —Son ellas, van a matarnos —dije.

—¡Hola! —grité en la negrura que me rodeaba—. ¿Dónde están todos? No podía ver nada, mis oídos tampoco percibían ruido alguno. No obstante, sentía como ese vacío me aprisionaba, atenazando mi carne y espíritu. Llevé mis manos al frente y golpeé con fuerza la pared que sentí frente a mí, al final concluí que eran ladrillos, me habían apresado entre dos muros. —¡sáquenme de aquí! —musité sollozando—. ¡Pagaré, lo juro! Pero nadie me respondió… Nadie me ayudó.

—Son muchos… —musitó el rey viendo a su pueblo desde uno de los balcones del palacio. Centenares se congregaron cerca de la iglesia. Él sabía que lo odiaban… Aún desde lo alto escuchaba cómo le maldecían. —Debemos hacerlo —susurró la sacerdotisa cercana al monarca. —Hazlo. Al oírlo, la dama alzó sus brazos y clamó a lo alto. Luego seis fénix negros bajaron y cubrieron a su pueblo en llamas blanquecinas que pronto los volvieron cenizas. —Ahora la comida nos alcanzará —finalizó el rey.

—¿Por qué es tan resistente? —bramé tras golpear la enorme caja de cristal en la que me encontraba. No importaba lo que hiciera, no podía romperla. La única salida estaba al frente, pero allí pululaban las sombras que tomaban la forma de enormes arañas, serpientes y otras criaturas emanadas de mis miedos. Al final abandoné la caja, dejándolas atrás. Avancé un par de metros hasta que sentí unas fauces filosas cerrándose en mis hombros… —No te dejaremos escapar —susurró una voz detrás de mí.

Quedé por la mitad, ese desdichado no pudo ni acabar de beber el contenido de la taza que me albergaba. Creo que el dolor en su garganta y los mareos lo alertaron, pero ya él estaba condenado. Se puso pálido y cayó al suelo con rapidez. Al cabo de unos minutos lo vi arrastrándose hacia la puerta, mientras la anciana, tras alcanzarlo, lo sujetó y giró para encararlo. La mujer se regocijaba mientras ese tipo suplicaba. Yo sabía que eso sería en vano, ella lo dejaría morir, siempre lo hacía.

Luego del estruendo el profesor miró a sus estudiantes en el jardín de infantes. —¡Vengan aquí, niños, es hora de un abrazo! —les dijo sollozando. Los pequeños, sin comprender que sucedía, obedecieron. Caminaron hacia su docente, quien se puso de rodillas. Él nunca les dijo nada, tampoco vieron al monstruoso hongo de humo y fuego que apareció en el horizonte, detrás de ellos. Los abrazó con fuerza hasta que las veloces llamas los envolvieron. Segundos después sus vidas se extinguieron.

—Llorona, yo maté a tus hijos —dijo Carla frente al espejo, pero no pasó nada. La joven estaba cansada, era de madrugada y la vela negra en su mano se había agotado. Así que encendió la luz, limpió su cuarto y se acostó. Pronto se durmió, ignorando a la dama de blanco la miraba desde la ventana. Luego esta se abrió, el espectro entró y entre lamentos susurró: —¿Por qué lo mataste? —dijo cubriéndole la boca e impidiéndole hablar. Hoy se cumple un año de ese día, Carla sigue desaparecida.

Sin importar lo que hiciera las quemaduras no sanaban, traté desde la medicina tradicional hasta la magia más antigua. Pero las cortadas solo me hacían sufrir. Semanas pasaron y tuve que acudir a mi última opción. Arrojé al fuego los huesos del gato y el corazón de una cabra. Cuando estallaron en llamas escuché una voz. —¿Qué deseas? —me preguntó. —Acabar con este dolor. Entonces mi corazón estalló, él tergiversó mis palabras y así me mató. Ese fue mi error, no fui claro en mi petición.

Él escondió su puñal y corrió por el callejón, sus ropas estaban manchadas y esa sangre sería difícil de ocultar. Cuando llegó a su auto, se cercioró de que nadie lo viera, luego guardó su atuendo y se marchó. Dos horas después regresó como un agente policial. —¡Este tipo sufrió! —dijo un forense mirando el cadáver—. ¿Quién lo mataría? Sin decir nada el agente recordó que la víctima era un asesino, el cual a decenas de madres hizo llorar y que lo último que vio fue su máscara blanca brillar.

Cuando aparecieron fui a mi cuarto y me encerré en el armario. Por eso odiaba quedarme solo. Siempre le decía a mamá y papá que me llevaran cuando iban a cenar. Pero solo me ignoraban. Yo no sabía que eran, pero se veían como insectos gigantes y monstruos horribles. La semana pasada mataron al gato, pero nadie me creyó y me culparon. Al final golpearon la puerta de mi cuarto, gruñendo y siseando. Abracé a mi oso hasta que ellos entraron, ahora me están buscando...

La primera vez que Tomas despertó vio a una anciana, ella lo degolló con su navaja. La segunda vez una serpiente saltó de entre sus sabanas, se enroscó en su cuello y lo mordió sin parar. La tercera vez fue un hombre que, aguardando su despertar, lo decapitó con un hacha. —Sus lecturas están por las nubes —dijo la enfermera monitoreando la actividad cerebral de Tomas. —No podemos parar, hay que averiguar cuantas pesadillas es capaz de aguantar antes de morir— añadió un médico a su lado.

Los exploradores tomaron a Fred en contra de su voluntad, lo amarraron y lo hicieron regresar. —¡No, estamos por llegar, les prometo que no se arrepentirán! —Amordácenlo para que no hable más —ordenó Tomas sin dejar de caminar. Sin poderse expresar, Fred fue obligado a retornar, ignorando que a menos de cien metros estaba el templo que deseaba encontrar. En su morada el dios en calzones apareció. Su risa no pudo aguantar al ver a ese colombiano siendo arrastrado lejos de su hogar.

Fred habló hasta que, tras media hora de negociar, los animó a continuar. Entonces esos hombres, llenos de miedo sin igual, empezaron a caminar por ese puente que los podría traicionar. —¡Veremos el templo al cruzar, se los puedo garantizar! —dijo Fred intentando animar a los que parecían dudar. Pero todo cambio cuando a pocos metros de llegar, tres fieros osos llegaron y dedicaron a esperar a esos incautos que el puente estaban por cruzar. —¡Ni hablar, nos vamos ya! —exclamó Tomas el tenaz.

Rodearon la caída de agua para continuar el camino marcado por el mapa del llamado Fredo. Uno que, aunque sus hombres nunca supieron, le costó menos de un dólar en una tienda de descuentos. —¡Por aquí, estamos en el rumbo correcto! —anunció Fred a los hombres que ahora lo miraban con desprecio. Todos se miraron y tuvieron miedo, al ver un puente de madera que parecía dispuesto a desarmarse en ese vacío de noventa metros. —¡Por ahí no vamos a pasar! —dijeron los hombres sin dudar.

—No teman, Fred esta en acá. ¿Qué podría salir mal? —dijo el lider viendo una caída de agua descomunal—. ¡Tenemos que avanzar! Subamos a lo alto. Con dudas y recelo, los exploradores de Fred iniciaron su ascenso. Solo para minutos después encontrar tres enormes jabalís que, viéndose molestos, los forzaron a descender por donde subieron. —¡Esto se acabó! Una más y nos largamos con o sin el inútil de Fredo —anunció Tomas a sus compañeros. Quienes lo apoyaron y asintieron.

Tras momentos de dolor y lamentos, los exploradores salieron de ese lugar de tormento. —Perdón muchachos, pero veamos esto por el lado bueno, cruzamos el río, ahora estamos más cerca del lugar donde cumpliremos nuestros deseos. Los exploradores estaban molestos, no querían avanzar bajo las órdenes del que por burla y con gran falta de respeto, ahora llamaban; Fredo. —Joder con el puto Fredo —comentó Tomas molesto—. Nos vamos a joder si seguimos a este obseso.

Con dudas y sin saber si Fred estaba en lo correcto, sus compañeros cruzaron el riachuelo, pero pronto notaron que este poseía una sorpresa aguardándolos en el medio. —¡Algo me mordió! ¿Qué demonios es esto? —gritó Tomas perplejo a mitad de su trayecto. En ese momento Fred sintió algo en su muslo derecho, como si agujas atravesaran su cuerpo. —¡Joder, creo que este no era el sendero correcto! —exclamó Fred deseando salir del agua, pues una piraña se había aferrado a sus nalgas.

—Algo terrible ocurrirá, el dios en calzones no nos perdonará… —dijo otro de los caballeros que caminaban por el lugar. —Los monos no sabían lo que hacían, seguro nos confundieron con algún animal que desconocían —replicó Fred con alegría. —¡Nos joderan! Y todo será por la culpa de este colombiano que no sabe cuándo parar… —susurró Tomas sin que Fred lo pudiera escuchar. —Vengan, por aquí llegaremos rápidamente al templo —indicó Fred señalando un río pequeño.

Con gran emoción, Fred por la selva avanzó. Él no estaba solo en esta excursión, pues a tres exploradores el joven colombiano contrató. —Estamos por llegar, el templo del dios en calzones no debe estar lejos de este lugar, pronto nuestro sueño se realizará —anunció Fred con energía sin igual. —Señor, por favor, debe recapacitar, la última vez cocos y piedras nos llovieron sin parar. Esta vez algo peor nos podría pasar—agregó Tomas, uno de los hombres que claramente tenía miedo de avanzar.

Estoy mucho más delgado, cada vez duermo menos, y cuando lo hago despierto sintiéndome muy cansado. Parece que el dormir o comer ya no me ayuda a reponer mis energías. Lo bueno de todo es que ella está conmigo. A veces la siento llegando a mi cuarto, también veo su celaje blanco cruzando la puerta del baño. Me ha dicho que no me dejará solo, que velará por mí. Lo extraño es que desde que volvió me siento desahuciado, pero no me importa, cuando todo acabé estaré siempre a su lado.

Detrás de mi estaba un abismo sin fin. De saltar mi vida se extinguiría, pero la manada me seguía y no podía hacer nada. Cuando escuché los gruñidos provenientes de lo profundo de la arboleda supe que tendría que decidir. —¡Demonios… no quiero morir! —musité al ver a mis perseguidores. Parecían disfrutar el mostrarme sus fauces. Todos se veían sedientos de sangre. —¡No seré devorado! —mascullé saltando al vacío, dejando en lo alto a los lobos que me miraron desde el borde del acantilado.

En lo alto de una montaña el cuarteto del horror apareció. —Yo causé pena y dolor —dijo el duende de que la casa quemó. —Yo sembré la destrucción —comentó el duende que a los arqueólogos mató. —Yo causé desesperación —agregó el duende que a los buzos ahogó. —Yo fue artífice del terror —avisó el duende que ese accidente de autos provocó. Rieron y celebraron, pero pronto saldrían a causar más daño. Este relato ha terminado, pero los duendes no han acabado. Pronto volverán, eso lo tengo claro.

Los buzos exploraban el mar con alegría. Viendo corales y peces en cantidades que pocos imaginarían. El oxígeno en sus tanques casi se había acabado, Entonces esos hombres experimentados decidieron salir de las aguas que tantas emociones les brindaron. Pero el cuarto duende los encontró. Entonces tocó su anillo y el océano le respondió. La corriente cambió y a los buzos superó, luego los arrastró a un abismo donde nadie los encontró. Cuando el oxigenó se acabó ellos perecieron en desesperación.

Los arqueólogos sintieron emoción, pues un hallazgo ante ellos emergió. Eran Jarrones, estatuas y joyas de viejas dinastías, sin duda sus carreras llegarían a la cima. Pero no contaban con la aparición de un duende de la destrucción. El engendro en las sombras se refugió, luego llamó al poder de su anillo y la tierra contestó. El techo sobre sus cabezas se estremeció y antes de que pudieran salir, vivos los enterró. En la cueva quedaron sus cuerpos sin vida. Mientras el duende corría y reía.

El duende del viento se desanimó, creía que su poder no causaría destrucción. En ese momento miró a un motorizado conduciendo con exaltación. La moto iba a gran velocidad, en ese momento el duende vio su oportunidad. Accionó su anillo y una corriente de aire creó, fue tan potente que al hombre de su moto arrojó. Un automóvil de improviso frenó y un enorme camión por detrás lo impactó. El vehículo aplastado quedó y la vida de los tripulantes se perdió. Al ver su obra el duende desapareció.

El duende del fuego a una casa llegó, era media noche, así que miró la vivienda con atención. Un gran árbol en el patio encontró, de su tronco salían ramas que acariciaban los tejados con algo que parecía ser amor. Con malicia y energía el duende al fuego de su anillo invocó. Las llamas aparecieron y quemaron lo que él vislumbró. Gritos, caos y desesperación, eso fue lo que sintió la pobre familia que su hogar perdió. Satisfecho el duende se esfumó, buscando el próximo objeto de su diversión.

Nadie imaginó que lo lograrían, pero cuatro duendes llegaron a las bóvedas del rey Yaria. Allí se perpetró un terrible robo, los duendes se llevaron cuatro de sus tesoros. Los anillos elementales estaban en sus manos. Cuando los juntaron se escucharon truenos y se vieron relámpagos, luego alcanzaron lo que habían anhelado. Un portal a nuestro mundo se abrió, luego la ruina y la desolación con ellos caminó. Ellos se separaron para causar más destrucción. Fue así como esta danza macabra inició.

En lo profundo de la selva misionera el dios en calzones apareció. Allí contempló al explorador colombiano que lo buscaba con exaltación. —¡Qué boludo este pibe! —dijo el dios cuando sus dedos chasqueó. Al momento decenas de monos aparecieron sobre los árboles, armados con cocos y piedras grandes. El dios movió su cabeza y los primates iniciaron su ataque, golpeando al aventurero que de sus calzones deseaba apropiarse. —¡Ándate a joder a otro lado! —finalizó el dios bebiendo mate.

Un limosnero estaba acabando con la vida de Roberto. Aquel era un viejo andrajoso, maloliente y de piel manchada por la falta de aseo. Lo seguía al salir de su trabajo, lo veía en el transporte subterráneo. Incluso lo hostigaba esperándolo en la entrada de su restaurant favorito. Pero lo peor fue verlo a media noche, detrás del cristal de la ventana de su alcoba. Roberto vivía en el pent-house de un edificio de diez pisos, sin embargo, allí estaba, clamando por unas monedas.

—¡No vayan! —grité a esos hombres cegados por la locura. Pero era en vano, ellos seguían lanzándose al océano. Minutos atrás me habían atado al mástil, era absurdo, pero tal vez los dulces cantos emanados de aquella lejana isla les ordenaron hacerme esto, quizá para que no los interrumpiera. Cuando el ultimo hombre cayó al agua noté que la tormenta venidera y la lejanía de la isla les daría el final mas lúgubre, pero ellos solo querían seguir ese canto que el mar les impediría alcanzar.

La madre de la princesa llora por su hija enferma, sin saber que la culpable es la bruja del lago. Ella embrujó a la joven, tomó su forma y le robó el amor de quien juró estar por siempre a su lado. Ahora la heredera al trono es presa de un horrible maleficio, que al final de cada día la envejece cuatro años. Cuando el príncipe sepa la verdad, será tarde para salvar su doncella. Pero para eso falta mucho, por ahora él seguirá engañado, en manos de una hechicera que muchas vidas ha segado.

En una isla lejana está atrapada una bella sirena de cabellos plateados. No puede escapar, dado que unas gruesas cadenas le impiden reclamar su libertad. Su gentileza e inocencia fueron presa del engaño. Un vil marinero le hizo creer que la amaba con desesperación, pero la vendió por monedas doradas y gemas de incalculable valor. Ahora la doncella del mar llora mientras aguarda su destino, el cual recae en hombres que, carentes de moral, le robaran la felicidad y los deseos de volver a amar.

Los exploradores estaban molestos, llevaban meses en la selva buscando el templo, no obstante, encontrarlo parecía imposible. Tras deambular sin rumbo por tanto tiempo, estos, agotados y sin fuerzas, decidieron tratar de disuadir a su líder. —Señor Fred… no existe ese lugar, debemos regresar —dijo uno de los exploradores. —¡No! estamos muy cerca, lo presiento. —¡No existe el templo del dios en calzones rojos! ¡Entiéndalo! —Cállate —musitó Fred sacando su revolver—. Vamos a seguir buscando.

Estoy brillante, reluciente y sin rastros de sangre, todo es gracias al limpiador MENOS, que deja menos manchas y menos fluidos corporales. Con MENOS, ni los forenses sabrán que soy el arma homicida. Recuerda que los asesinos en serie no dejan nada al azar, usa MENOS y acabarán tus problemas.

Me despertó el intenso calor y el olor del techo ardiendo sobre mí. Después escuché unos gritos clamando auxilio en el exterior. Me levanté con rapidez y abandoné mi hogar. Había cadáveres calcinados por todos lados. Los sobrevivientes se esforzaban por huir de unos hombres de túnicas rojas, quienes parecían poseer el poder de desatar el fuego al lugar donde apuntaran. —¡Es la orden roja! —gritó un aldeano antes de ser abrasado por las llamas de los magos. Entonces empecé a correr.

Un grito en mi oído me despertó, entonces atestigüé cómo mi cuerpo se paralizó. En vano luché contra esa fuerza que, siendo invisible a mis ojos, me subyugó sin dificultad. Una risa gutural se escuchó en la habitación, luego empecé a temblar sin control. El miedo me atenazó. Mis rezos y plegarias eran inútiles, tampoco podía gritar, solo pude esperar hasta que su oscura sombra se alejó de mí. Desgraciadamente la paz que sentí era efímera, ya que esa cosa volvería, siempre lo hacía.

¡Él nos derrotó! La recompensa era generosa, creo que eso pasó, la avaricia me cegó. El trabajo en teoría era sencillo. Matar al dragón que envenenaba el río y devoraba el ganado. Éramos veinte guerreros bien equipados, pero al acorralarlo en el bosque nos demostró porque su nombre era respetado. Devoró a mis amigos y calcinó a mis hermanos, solo yo quedé para ver la estela de pena y dolor que el coloso sembró. Luego me miró, abrió sus alas y dejó caer sobre mí la muerte y una maldición.

Cuando llegamos no imaginé que esto pasaría, Dios mío… debimos esperar refuerzos, pero no pudimos ignorar los gritos en la casa, por eso entramos. Nuestras armas fallaron, no pudimos detenerlo, él se nos fue encima. Recuerdo que golpeó mi cabeza con una maza ornamentada, después perdí el conocimiento. Al abrir los ojos vi a los dueños de la vivienda, estaban clavados en las paredes, desangrándose lentamente, luego supe que pronto les haría compañía. Nunca supe que fue de mi compañero.

No podía respirar. Busqué sin detenerme, pero no encontré mi inhalador. En ese momento él entró. —¿Pasa algo, Frank? —cuestionó el enfermero en forma triunfal. —¡Ayu...da! —balbuceé rebuscando en la mesa—. Ten piedad… Cuando se agotaron mis fuerzas caí al suelo, luego él me giró y me encaró. —¿Estas bien, viejo amigo? —me preguntó mostrándome mi inhalador—. Dame el grimorio y te salvaré. —¡Estas loco… su maldad te consumirá! —El consumido serás tú… pero por tu necedad.

Fallé, todo fue para nada. Algo salió mal y llegué muy lejos del lugar, lo peor era que no existía forma de enmendar este error. Las calles ya estaban hechas un caos cuando arribé a la plaza Dealey, la gente solo deseaba alejarse del lugar, nadie quería ser visto allí. No es que pudiera culparlos, acababan de matar al presidente y seguridad nacional buscaría al culpable. Pero no lo encontrarían y al final inculparían al pobre diablo de Oswald. Su plan fue bien orquestado, la elite había ganado.

En la víspera de navidad este ser oscuro apareció. Llevando un traje de Santa Claus, por la ciudad se desplazó. Su dueño nunca sospechó, que se había convertido en un instrumento de destrucción. Pero la verdad es que ese ser, despiadado y sin corazón, encontró gran satisfacción cuando docenas de vidas segó. Quien diría que solo era un hombre, sometido a un poder mayor, alimentado por el odio y el dolor. Nadie pudo detenerlo, pues era dueño de una luz negra, que a la noche buena mancilló.

—Ella está aquí —susurró el emperador. —En efecto, maestro, la encontraré —contestó el aprendiz. —No podemos dejar que escape esta vez, la conexión que ella tiene con la fuerza es muy grande, tanto como lo son sus habilidades y sabiduría. Puede poner en peligro todo lo que hemos logrado. —Alguien con sus talentos nos serviría. Si es tan poderosa deberíamos tenerla de nuestro lado. —Es una de las ultimas integrantes del consejo, ¿crees que puedas convertirla? —Si no se nos une… morirá, maestro.

El auto se estremeció, instantes después la gigantesca luz que cayó sobre este me cegó. Intenté acelerar, pero el vehículo se apagó. Me bajé a toda prisa, pero no había gente a mí alrededor. Estaba solo en esa carretera abandonada por Dios. Traté de huir, pero el fulgor del platillo me paralizó. Caí al suelo aullando de dolor. Luego y sin que pudiera evitarlo, mi cuerpo se elevó. —Que alguien me salve, por favor… —susurré siendo arrastrado a esa nave dorada donde me aguardaba el terror.

Yo estaba atado a la silla, viendo a mi esposa e hijo temblar. Mientras él arrojaba su moneda sin parar. —¿Te diviertes, Marcos? —me preguntó. —¡Por favor, no nos lastime! —imploré. —¿Entonces que debería hacer? —¡Te voy a pagar, lo juro! —Ya es tarde, Marcos, voy a lanzar mi moneda. Con cara tú muchacho morirá, pero si veo la cruz… La vida de tu esposa se apagará. —¡No! —grité cuando vi la moneda surcar el aire. Cuando la atrapó él me sonrió, entonces su arma tomó y a mi familia apuntó.

—¡Cállense de una vez! —grité golpeando la puerta. —¡Queremos salir! —chilló la mujer que estaba encerrada. —¡Por favor, quiero irme a casa! —sollozó un niño. —¡Dije que no! —bramé mientras me alejaba del lugar. —¡Algún día saldremos! —exclamó una tercera voz desde el interior. Siempre era igual, ese mausoleo en el día era un edificio normal, pero en la noche… Las almas selladas en su interior no paraban de gritar. —Digan lo que quieran —mascullé con una sonrisa—. No los dejaré escapar.

Cuando la vi en la esquina me sentí nervioso, pero igualmente me detuve frente a ella y la invité a subir al auto. —Gracias —contestó sentándose a mi lado. —¿Vas a casa? —pregunté con gentileza. —No lo sé —dijo ella con timidez. —Eres muy hermosa —le dije—, me gustaría llevarte a casa y ayudarte. —¿Tu eres casado? —¡Así es! —repliqué. —Tu no puedes llevarme a casa —me contestó decepcionada antes de esfumarse en el aire. —¡Pobre alma! —mascullé al volante—. Ojala algún día encuentres la paz.

—No debimos tomar nada —dijo Mark —¡Silencio! El tesoro del castillo Dunajec vale mucho… —comenzó a decir John siendo interrumpido por un lastimero aullido. —¿Eso es…? —¡Corre! —ordenó John. Sin darse cuenta, John y Mark llegaron por error a una de las terrazas del castillo, en lo alto de este. Intentaron dar la vuelta, pero una mujer de piel morena, rasgos indígenas y larga túnica blanca les cortó el paso. —¡Ladrones! —bramó ella con una voz gutural. Luego la dama se abalanzó sobre ellos.

El primero de nuestros hombres en sus fauces cayó, enseguida el monstruo lo devoró. El segundo corrió, pero la criatura usó su cola y enrollándola a su alrededor, con enorme fuerza lo trituró. El tercero por entre sus patas se escabulló, pero la pezuña del animal lo aplastó. El cuarto hasta las puertas llegó, lamentablemente una bola de fuego lo carbonizó. Finalmente la mascota del rey abismal me encaró, entonces comprendí que no tenía salvación, luego ese vasallo oscuro mi alma consumió.

—No te pongas así… —me dijo Luisa intentando calmarme. —¡No puedo…! No debí dejarla ir sola a ese lugar. —Las instrucciones fueron claras, no podíamos asistir. —Pero aun así… —Todo saldrá bien —agregó ella posando su mano en mi hombro. Solo quería verla de nuevo, pero intuía que la perdería. Dos horas después el teléfono sonó. Luisa lo tomó y al oído se lo llevó, después me miró mientras las lágrimas recorrían sus mejillas, entonces mi corazón se quebró. —Una bomba estalló —susurró.

Nos metimos donde no nos llamaban, ese fue nuestro error. —¡Veamos qué sucede! —exclamó mi hermano cuando escuchamos el grito. Pensamos que había alguien en peligro, por eso fuimos a ver qué ocurría. Cuando atravesamos los arbustos vimos a un joven tendido en el bosque. Luego escuchamos otro alarido, esta vez a nuestras espaldas. Al girarnos vimos unas finas y pálidas manos acercarse a nuestros rostros. Esas manos nos negaron el derecho a volver a ver la luz, ellas se llevaron nuestros ojos.

Los latidos de su corazón me enloquecían, no podía controlarme, lo peor era que estábamos en habitaciones separadas, pero aun así... Ese condenado sonido… Podía escucharlo en todo momento. Ahora también imaginaba la sangre que circulaba por todo su cuerpo, su dulce sangre… Sin poder resistirlo más me levanté de la cama y con agilidad caminé hasta su cuarto. Allí pude verla, inmersa en un profundo sueño, ignorando el peligro en el que yo me había convertido, ajena a lo que pensaba hacer.

La mitad de mi cuerpo estaba acalambrado. Los mareos, las náuseas y las pulsaciones azotando mi cabeza como choques eléctricos me hicieron vivir un infierno. «¡Debo escapar!», pensé arrastrándome por el suelo de la habitación, pero luego ella apareció frente a mí. —¿Disfrutaste tu té, querido mío? —Me envenenaste…—mascullé. —No es nada personal, pero nadie puede saber que él está en el bosque. —Pero seguirá matando inocentes… —Esa es la mejor parte, ¿No lo crees? —musitó ella con una sonrisa.

No sé cómo sobreviví, pero estaba allí, tirado en medio de la calle. El autobús estaba en llamas a pocos metros de mí, ninguno de los pasajeros pudo salir. Yo iba en uno de los primeros puestos, por eso lo vi, ese maldito salió de la nada y corrió nosotros. El chofer intentó esquivarlo, pero fue en vano. Entonces pensé que no deseaba vivir. Se veía débil y pálido, pero el choque ni siquiera lo lastimó, en lugar de eso el autobús se volteó, así empezó el horror que docenas de vidas segó.

En memoria de Marina Andrea. Nuestra amiga quien sufrió un ACV mientras se encontraba en una reunión de padres y representantes por zoom, la cual se prolongó más de seis horas seguidas. ¡Nunca te olvidaremos!

La reina de la maldad te mira caminar. Tu corazón se acelera al verla pasar. Debes cuidarte de su atención no llamar. Pues si caes en sus pensamientos bien no acabarás. De sus historias parte formaras. Sufriendo penurias y tormentos sin igual. El final más mórbido te dará. Y sin que nada puedas hacer, solo sufrimiento encontraras. (Dedicado con cariño a Jancev)

—¡Aseguren las entradas! —ordenó Fred cubriendo la ventana con una estantería. —¡No creo que nos encuentren, cálmate! —indicó Luca ayudando a Isabella a mover los muebles que sellarían la puerta principal. El tiempo transcurrió y ya los jóvenes habían protegido todas las salidas. Pero decenas de gruñidos en el exterior les hicieron saber que no escaparían. —Los lobos…—susurró Luca con temor. —¿Cómo es posible? —preguntó Fred. —Yo les dije dónde hallarnos —confesó Isabella cabizbaja.

Cuando me enviaron aquí no pensé que tendría que pagar por lo que hice. —¡Cometiste un crimen! —me increpó el carcelero. —¡Yo no lastimé a nadie! —repliqué molesto. —¡Le hiciste daño a los que amas! —añadió otro guardia. Estaba indignado, pero en el fondo, sabia que aquel hombre tenia razón, acabé con mi vida sin pensar en nada mas, pero al hacerlo dejé a los que me amaban en un gran sufrimiento. —Si tan solo lo hubiera sabido antes... —susurré con pesar mientras me llevaban a mi celda.

No podía entrar. Intenté forzar la cerradura y abrir la puerta a golpes y patadas, pero no funcionó, luego el horror me dominó. —¡Ayúdame, Carlos, por favor! —escuché decir a mi hermana en el interior. Estaba desesperado y aunque no podía ver lo que pasaba, sabía que esas llamas negras seguían extendiéndose en la habitación. Entonces la puerta se abrió, el fuego se apagó y mi hermana desapareció. —¡Se la llevaron… maldición! —mascullé con dolor. Eso pasó hace tres años. Ella nunca regresó.

El agujero en la puerta era pequeño, apenas logré asomar uno de mis ojos, No obstante, pude verla. Estaba sentada en una pequeña y sucia silla rosada. Jugaba con un maltratado peluche, simulando hablar y beber té. Yo saqué mi teléfono para tomar varias fotografías, pero solo conseguí dos imágenes, luego un mensaje llegando a mi celular me delató, entonces me detectó. —¿Eres tú, mamá?—preguntó la niña mirando en todas direcciones. Después una niebla rojiza la envolvió y ella se esfumó.

Eran las 3:33 de la mañana cuando escuché su voz, nadie más pudo oírla, no fue un grito terrenal, sino un lamento espiritual, su alma chillaba. En ese instante comprendí que deseaba ser escuchado, por eso acudí a su llamado. —¿Quieres un sacrificio? —cuestioné al salir de mi hogar y adentrarme al bosque donde el antiguo Wendigo moraba. Al momento una densa neblina cayó frente a mí. Sin dudas era la confirmación que buscaba. —Te daré docenas, pero antes hagamos un pacto… querido amigo espectral.

Las sombras eran lo único que alcanzaba a ver. Las tinieblas rodeaban todo mi ser, no me podía defender. Lo oscuro me engullía una y otra vez. El vacío no me dejaba lugar a donde correr, ni siquiera la luminiscencia de mis alas escapaba a su poder. Mi mando sobre la luz acabó cuando su dominio sobre mí se afianzó. Me lamenté al ver que pronto no me podría ni mover, este era mi castigo por desobedecerlo a él. Entonces juré que al escapar de esta cárcel lo haría palidecer.

—¡Abandonen el barco! —gritó el capitán ayudando a los pasajeros a subir a los botes salvavidas. —Señor, pero… Si nos vamos nos destrozarán —dijo un marinero con el pánico gobernando su rostro. Un estruendo seguido de docenas de gritos indicó a los hombres en la cubierta que sus esfuerzos serían en vano. Cuando el capitán se asomó por la borda vio como unas columnas de agua, habiendo destruido los botes salvavidas, enfilaban hacia el navío. —Dios nos salve... —imploró el capitán.

—¡Apúrate, Manuel! —balbuseó Oscar corriendo y bamboleándose a causa del mareo. Sus mejillas seguían coloradas, aunque nada se comparaba con las náuseas que lo atormentaban. —Espérame…—clamó Manuel cayendo de rodillas para vomitar. —¡Creo que lo perdimos! —musitó Oscar. —Debemos seguir corriendo… —replicó Manuel. —Corramos todos —dijo un hombre de manos huesudas que tomó a Manuel por los hombros. Al escuchar su voz ambos se giraron y lo encararon, entonces entendieron que no escaparían.

Las llamas abrazaban todo a su paso. Yo me arrastraba por el piso, intentando llegar a las escaleras que me conducirían a la planta baja del edificio, pero los escombros que caían del techo y ese humo asfixiante me hacían difícil moverme. —No te esfuerces, tú no saldrás de aquí —dijo una voz ronca frente a mí. En ese momento él se agachó y pude verlo, un hombre a quien el fuego rodeaba, respetaba y obedecía. Alguien carente de piedad que no dudó en señalarme y desatar el infierno sobre mí.

La niebla se arremolinó hasta que de esta emergió mi cuerpo, luego sujeté al militar incauto y clavé mis colmillos en su cuello. Cuando su compañero llegó, solo encontró una carcasa carente de vida, que alzándose como mi sirviente, lo atacó para segar su vida. Viendo el espectáculo, decidí hacer de ese lugar mi nuevo hogar, aquella villa maldita se volvería mi santuario, el lugar en el que, con el tiempo, un nuevo horror tomaría forma y una oscura leyenda emergería.

Sin perder tiempo, conté el número de hombres cercanos a la capilla. Solo eran dos, los demás estaban muy lejos para preocuparme, cosa que me ayudaría siempre que actuara con prudencia y sigilo. En ese momento mi cuerpo se hizo intangible, mi sangre y carne dieron paso a una espesa niebla carmesí, en esa forma atravesé la ventana sin romperla. Me deslicé docenas de metros, reptando como una serpiente en la oscuridad. Segundos después, logré posicionarme detrás de uno de los incautos soldados.

Al abrir mis ojos me encontré en una vieja capilla, no tenía idea de cuánto tiempo había pasado, pero el hambre que sentía me hizo suponer que estuve allí varios siglos. —Veo que no estoy en Italia… —susurré tras levantarme y caminar hasta una ventana de cristales quebrados. Los edificios eran modernos, pero un aura de apatía envolvía la ciudad. La sociedad parecía estar bajo una ley marcial, no había ciudadanos en las calles, solo soldados dedicados a vigilar y patrullar la zona.

—¡Mira, papá! —dijo John señalando la luna carmesí señoreando el firmamento. —¡Es bellísima! —repliqué sintiendo algo extraño en todo mi cuerpo. Miré la luna con mi hijo un largo rato, luego el temblor inició. Adentrándome en ese martirio una y otra vez, viendo morir a mis amados cientos de veces. Pudiendo recordar mis memorias solo segundos antes de que la viga de aquella casa cayera sobre la joven y mi persona. Sellando nuestros destinos de la misma forma. Atrapándome en una pesadilla eterna.

Corrí sin mirar atrás, fue así como llegué a las ruinas de una vivienda cercana a una vieja escuela. En el lugar vi a una joven, atrapada en los vestigios de una pared que se precipitó sobre ella. —¡Ayúdame, por favor! —chilló ella con su rostro ensangrentado. —Ten paciencia… —repliqué removiendo los escombros que la aprisionaban. Estaba tan abocado a mi tarea que no me di cuenta de una viga fracturada, que estando sobre nuestras cabezas, cayó sin previo aviso sobre nosotros.

Ni siquiera pude ponerme a llorar, ya que una réplica del sismo se presentó a los pocos minutos de hallar los cuerpos de mis seres amados. Deseaba reunirme con ellos, pero ese instinto de supervivencia, tan presente en todos nosotros se apoderó de mí, haciéndome correr para resguardar mi vida. La tierra se abrió y se tragó las ruinas de mi hogar, junto a las casas de otros vecinos. Estaba dispuesto a rendirme cuando a lo lejos escuché un grito clamando por ayuda, entonces me levanté.

—¡Mira, papá! —dijo John señalando la luna carmesí señoreando el firmamento. —¡Es bellísima! —repliqué con admiración. En ese momento no tenía idea de que aquella luna era un mal augurio, de haberlo sabido, todo hubiera sido distinto. Pero ya no valía la pena centrarse en eso. Miramos la luna un largo rato, luego y sin previo aviso, un temblor me hizo estremecer, su fuerza fue tal destrozó la casa. Pero cuando encontré los cadáveres de mi familia… En ese momento empezó mi calvario.

Su cuerpo se adormecía a gran velocidad, estaba muy cansado y mareado. Las náuseas le molestaban y no tenía fuerzas para levantarse del suelo. Apenas logró llegar a la sala, donde tras un gran esfuerzo, pudo descolgar el teléfono. —Hola, 911. ¿Cuál es su emergencia? —preguntó la operadora. —Yo estoy… —susurró antes de perder el habla. —¿Hola? —repitió la operadora. Pero él no la escuchó, lo único que oyó fue un cascabel acercándose, en ese momento supo que la próxima mordida sería la última.

En lo profundo del volcán se encuentra dormido. Fue sellado por los antiguos y ahora está contenido. El magma lo quema pero no lo despierta. Su fuerza es inmensa, por eso la naturaleza lo respeta. Ni en sus sueños se impacienta, ya que sabe que su momento está cerca. La tierra tiembla, pero él solo parpadea, porque nadie puede hacer que se estremezca. El fin del mundo no le aterra, porque no existe algo que lo detenga. Finalmente llega la hora, él se libera y la humanidad lo lamenta.

Al entrar en mi habitación pude sentir un fuerte golpeteo sobre la ventana. Mis pómulos y frente estaban tan inflamados que el solo acto de ver se me hacía difícil, hecho que, sumado a la oscuridad del exterior, me dificultaba distinguirlas. Pero los incontables zumbidos afuera me indicaban que ellas seguían al asecho, como un depredador lo haría con un animal herido. Habían rodeado mi casa y sabía que pronto entrarían, entonces sus aguijones envenenados sellarían mi destino.

—¿Por dónde? —preguntó el joven jadeando. —¡No lo sé, Alberto! —replicó su novia con horror—. La brújula no funciona. —¡Dios mío, no puede ser! —musitó Alberto mirando el oscuro bosque que los rodeaba. Al escuchar algo moviéndose por las ramas y ver la cara de horror de su novia, Alberto se acercó a ella para abrazarla, pero se le adelantaron media docena de manos que la arrastraron a unos arbustos. —¡No! —gritó Alberto antes de que un golpe en la cabeza lo dejara inconsciente.

Los exploradores sintieron un gran terror al chocar con una pared que les impedía salir de la vieja pirámide. —¿Cómo es posible esto? —preguntó uno de ellos. —¡No lo sé, Joseph! —replicó el otro. —Son fósiles, Thomas, malditos fósiles… ¿Por qué están vivos? —inquirió Joseph —No están vivos, solo son viejas momias... —¡Pero mataron a Frank! —chilló Thomas al escuchar una serie de pisadas acercándose. En ese momento ambos supieron que los soldados de ese ejército inmortal los había acorralado.

Muerte, penas y ruina, solo eso quedo en mí amado pueblo cuando ese ser liberó las sombras. La vida fue devorada y la luz se extinguió. Solo yo sobreviví, aunque lo que presencié marchitó mi fe y mi alma. No puedo olvidar las palabras de esa entidad, palabras que me niego a creer, pero que me acompañaran por siempre. Si tuviera que decir algo sería que Dios, si es que existe, nos abandonó. Rezaré para que nunca vivas lo que yo... Ojalá que las sombras nunca lleguen a tu hogar.

Confieso que no recordaba el contenido de aquel pasaje, fue por eso que antes de que las sombras me trajeran el próximo cadáver abrí mi biblia, entonces inicié la búsqueda del pasaje que aquel ser me había indicado. En aquel momento se me hizo un nudo en la garganta, cosa que me hizo leer en más de una ocasión ese texto contenido en «Isaías 45:7». «Yo hago la luz y creo la oscuridad. Yo traigo prosperidad y creo el desastre. Yo, el Señor, hago todo eso».

—¡Cállate y sigue con tu trabajo! Deberás recitar esa plegaria a los centenares de cuerpos que las sombras traerán ante ti. Entonces juro por mi nombre que te dejaré ir. —¿Acaso eso debería significar algo para mí? ¡Ni sé tú maldito nombre! —bramé. —Mi nombre aparece en «Isaías 45:7» —dijo aquel ser oscuro antes de soltar una carcajada—. Y por ese nombre te digo que al acabar esta tarea te liberaré y perdonaré. Al decir esas palabras el regente oscuro se envolvió en sus tinieblas y desapareció.

—¿Por qué me haces hacer esto? —pregunté con indignación. —Porque a final de cuentas es tu trabajo. Tú elegiste esta vida, tú pediste adorarme diciendo esas oraciones por siempre. —Mis plegarias son para el rey de reyes, quien está lleno de misericordia y amor hacia la humanidad, no para ti, tú eres una bestia inmunda e indigna de la gracia de Dios —añadí con rabia. —Yo soy tu Dios, querido hijo —dijo el gobernante de las sombras. —¡Blasfemia! —grité.

Sin poder contenerme por más tiempo rompí a llorar desconsoladamente. Ya había visto pasar por delante de mis ojos los cuerpos de más de cien personas a quienes había conocido en vida. Lo peor era que, según mis cálculos, aun tendría que ver pasar los cadáveres de muchos más. —¡Dios mío! —mascullé sollozando—. ¡Que esto se detenga, por favor! En ese momento alguien apareció frente a mí. Era el dueño de las tinieblas, el gobernante de las sombras que azotaron el pueblo.

—Dale señor… el descanso eterno. Brille para él la luz perpetua. Descanse… en Paz. Amen. —dije estando frente al cuerpo de uno de mis feligreses. Luego de acabar aquella plegaria, las sombras, asumiendo una forma líquida muy espesa, arrastraron el cadáver lejos de mi alcance, segundos después, esa misma marea negra trajo otro cuerpo. Esta vez se trataba de un niño a quien impartí clases de catecismo, hacía poco más de seis meses.

Las cosas iban según lo esperado, las sombras seguían devorando vidas y los pocos que las detectaron fueron ignorados. Eso estuvo a mi favor y me ayudó a cumplir mi objetivo. Los muertos poblaban las calles, sus almas eran mías y pronto me darían sustento. Me hubiera gustado quedarme más tiempo, pero no podía darme ese lujo. Debía ir a otro sitio y empezar de nuevo, pero antes de hacerlo quería ver a una persona más, mi última víctima…

Yo era la bruja del pueblo, pero tampoco entendía que eran las sombras. Sabía que aquellos sensibles a lo espiritual podían verlas. Pero nada podían hacer ante su poder. Algo macabro las gobernaba, algo que mis artes adivinatorios no alcanzaban a comprender. Por eso supe que debía irme del pueblo. Ya había empacado cuando sentí su presencia, entonces detrás de mí se materializó el causante de nuestra miseria, un ser ajeno a este mundo. —¡Nadie escapará! —dijo posando su mano sobre mi hombro.

No lo podía creer, ni siquiera la casa de Dios era capaz de protegerme... Al empezar a ver las sombras supuse que este lugar, el cual creía santo y sagrado, me defendería contra el mal. Pero estaba equivocado, las sombras entraban a la iglesia sin ninguna dificultad. Con prisas subí hasta el campanario, intentando dejar atrás a esos seres salidos del averno. Mi última plegaria fue en lo alto de aquel edificio. Intenté saltar al vació, pero ellas me atraparon antes, pobre de mí…

Yo era el vigilante de una hacienda cuando lo vi, recuerdo que bajó desde lo alto de la montaña, era un hombre de hábito negro que parecía ansioso por llegar al río, no pude ver su cara, pero de sus dedos caía un espeso líquido negro. Aquella sustancia, como si de un ser viviente se tratase, se fue río abajo, en dirección al pueblo. Al verme, aquel hombre me sonrió y ante mis ojos se esfumó. Días después llegaron las sombras, trayendo la ruina que nos condenó y la muerte que nos doblegó.

Estaba resuelto a no dejar que me atraparan, no les daría ese gusto. Incluso acabaron con mi familia. Yo les dije que huyéramos, pero no me hicieron caso. Ahora era muy tarde, ellos se habían ido y yo no tenía escapatoria. El pueblo estaba totalmente sellado. No nos querían dejar salir. El sonido de la puerta abriéndose me indicó que las sombras ya estaban en el primer piso de mi casa, entonces tomé el cuchillo y lo acerqué a mi cuello. Que Dios me perdone, pero no los dejaré atraparme.

Nadie me creyó cuando quise advertirles. En ese momento supe que tenia que huir del pueblo, pero los policías, con esos rostros pálidos y miradas perdidas me lo impidieron. Lo intenté varias veces, pero solo conseguí que me golpearan. Siempre me atrapaban, no importaba que río, camino o montaña intentara tomar. Ahora estaba atrapado en una escuela. Por las ventanas podía ver como las sombras cazaban a los pocos que quedaban con vida. Era horrible, no había esperanza...

Nunca se me ocurrió que las cosas llegarían a este punto. Y pensar que esos jóvenes nos advirtieron... Pero claro, un medico como yo jamas los escucharía con seriedad. Ahora la gente moría tan rápido como llegaba. Cuando me di cuenta estaba solo en el hospital, me sentía como un fantasma atrapado en las ruinas de su tumba. Ahora lo sabia, las culpables eran las sombras. Yo no podía verlas, pero los bramidos y burlas en los pasillos me indicaban que estaban aquí... Habían venido por mi.

Sus formas eran variadas y al principió no entendía la causa. Solo cuando me vi en un pueblo fantasma lo entendí, desde niña siempre tuve miedo a las arañas, me aterraban. Tal vez por eso las sombras tomaron esa forma. Para atormentarme y llenarme de miedo. Si tan solo la gente me hubieran hecho caso... Intente decirles, pero solo me llamaron loca. Luego intenté huir, pero cerraron los caminos. Entonces comprendí que alguien estaba detrás de esto. Alguien que decidió matarnos aquí...

Saquear el banco fue fácil. Por supuesto, todos estaban muertos. Pero ver las sombras poblando las calles me hizo entender que de cualquier forma estaba condenado. Yo podía verlas y esquivarlas, pero esto último solo lo había logrado usando como escudo a los demás. El problema era que ya no quedaba gente viva en el pueblo, al menos que yo supiera, todos habían sucumbido. Y sin gente para sacrificar, sabia que era cuestión de tiempo para que llegara mi turno.

No fue fácil, lloré y sufrí, pensé en rendirme, las adversidades me rodearon muchas veces, pero al final creo que valió la pena. Un día estuve aquí, frente a los que amo, frente a mis sueños realizados, era ameno estar en casa, en este hogar que con tanto trabajo se alzó y contra tantos problemas luchó. Ahora mí hogar no son las paredes y el techo, son los corazones de los que me rodean, que aunque ya no están, sé que me acompañan. Ellos son mi verdadero hogar... por siempre.

Cuando miré por la ventana, noté como mi corazón latía con tal fuerza, que juré que estallaría. ¿Porque la gente no podía verlas? Solo unos pocos podíamos detectarlas, algunos trataron de advertir al pueblo, pero sus gritos se perdieron en los oídos de los ciudadanos, que absortos en sus problemas del día a día, ignoraron lo que con seguridad creyeron, eran delirios de locura. Solo cuando la muerte se hizo presente empezaron a escuchar, pero ya era tarde, ellas estaban aquí y no podíamos huir.

Subyugado por el miedo y sin una mejor idea, me encerré en casa. La ciudad estaba en ruinas. Las plantas, los animales y hasta las personas estaban muriendo sin razón aparente, sin que alguien pudiera hacer algo. Pero yo sabia que estaba pasando. Había visto a las sombras arrastrarse por las calles, segando vidas y cosechando almas. Ahora esas tinieblas invadían mi habitación, donde yo, inmóvil e indefenso, aguardaba sobre mi cama, orando para que alguien me salvara de aquellos lúgubres seres.

—Que gran día tuve, mamá —dije con emoción—, conseguí el ascenso y ademas me llamaron del banco. ¡Me darán el crédito para el auto! En una semana tendré ruedas. Reí unos instantes y luego suspiré al ver los arboles a mi alrededor. —Una pena que no pudiste venir, me hubiera gustado verte. Al decir esa frase me levanté y sacudí mis pantalones, luego acaricié con nostalgia aquella lapida, luchando por detener mis lagrimas. —¡Vendré la próxima semana, lo prometo! —susurré antes de partir.

«Sangre... Tengo sangre en mis manos», pensé viendo los cadáveres en el suelo de mi habitación. —Debo lavarme las manos —musité saliendo de mi alcoba con dirección al baño. —¡Marcos, ayudarme a cocinar! —gritó mi madre enfilando hacia mi habitación. —¡No, Mamá, no entres! —exclamé saliendo del baño para seguirla. —¿Me puedes explicar esto, hijo? —preguntó. —No he ordenado mi habitación... lo siento, mamá. —¿Que tienes en las manos? —¡Sangre! —contesté sonriendo—. Maté a dos mosquitos.

Mi deber era darle los santos óleos a ese pobre hombre, pero verlo me perturbaba en exceso. —¡Cabeza de cabra, padre! —sollozaba siempre al verme—. La cosa que me atacó tenia cabeza de cabra. —Hijo, por favor... —le dije con ternura a aquel joven agonizante, quien desde hacia tres meses sufría un mal que estaba pudriendo su cuerpo, un mal para el cual los médicos no tenían explicación, ni cura. —¡Fue él, padre... tenia cabeza de cabra! —exclamó antes morir sin que yo pudiera bendecirlo.

A las once de la noche Marcos cruzó las puertas del laboratorio. —¿Como estuvo? —preguntó una mujer de bata blanca desde su escritorio. —Ya me ocupé de él. —Sé que no querías —dijo ella—, pero era necesario. —Lo sé —replicó Marcos sentándose en una silla cercana a la mujer. —¿Dijo algo? —Me suplicó que no lo hiciera... —Era necesario, ya no deseaba verlo molestando por aquí. —Con lo que hice te aseguro que no tendremos ese problema. —Perfecto, ese niño es un desastre cuando se enferma.

Lo odiaba, despreciaba su forma de mirarme, de hecho a mi tampoco me gustaba verlo. Siempre peleábamos, todos los días me insultaba y luego yo le gritaba de vuelta, era un ciclo de odio sin fin. Pero tenerlo frente a mi era lo peor, sentía nauseas con solo verlo. —¡Esto fue tu culpa, no me veas así! —dije mirándolo a los ojos. Entonces agité mi mano, haciendo que las moscas que revoloteaban sobre su descolorada y putrefacta piel se alejaran. —¡Hoy me libraré de ti, hoy te lanzaré al mar!

Me alteré cuando escuché el latir del corazón de mi hermana. Pero ella estaba en la otra habitación... ¿Como era posible aquello? —¡Estoy cambiando! —susurré con pánico—. ¡Pronto dejaré de ser humano! En ese momento removí la bufanda que cubría mi cuello, entonces pude sentir como palpitaban las marcas dejadas por la mordida de Anastasia. —¡Debo acabar con esto... debo encontrar un cuchillo de plata lo mas pronto posible! —mascullé abandonando mi casa y perdiéndome en la noche.

No lo podía creer, eran tres enormes pirámides, iguales a las egipcias. —¿Como llegaron aquí? —pregunté perplejo—. ¿Quien las construyo? —¡Eso no importa! —dijo mi compañero—. Debemos informar sobre nuestro hallazgo. —¿Tienes idea de cuanto tiempo tendrán aquí? —No lo sé, no soy arqueólogo —replicó mi amigo accionando su comunicador. —Creo que su alineación es similar a las de Egipto... —susurré. —Houston, hemos tenido un problema. Encontramos algo extraño... en Marte —anunció él.

Otra vez frente a la pared de ansiedad y preocupación que yo mismo construí. Otra vez estoy dudando de mí, pensando que no podré lograrlo. Otra vez deseando rendirme. Otra vez dándome valor para seguir. Otra vez listo para superar las adversidades. Otra vez luchando contra la incertidumbre. Otra vez diciéndome que lo lograré. Otra vez orando para recibir fortaleza y valor. Otra vez comprobando que si pude hacerlo. Pero mañana sera igual... así es la lucha del día a día.

Al ver la luz destilándose por mi ventana supe que el día había llegado, me sentía renovado y en paz. Me levanté y tras asearme y vestirme salí de la vivienda. Por desgracia tuve que volver a la casa, temeroso como un gato. Había olvidado que ellos estaban afuera, mirándome con esos ojos sangrantes y las ropas andrajosas que llevaron esa noche. Aún en el día no dejaban de perseguirme, los veía en todos lados... Era horrible vivir así, pero este era mi calvario, todo por haberlos matado.

Al abrir los ojos noté la negrura que me rodeaba. Una leve corriente de aire frio en mi nuca me hizo saber que por algún lado estaba recibiendo oxigeno. Aunque me parecía extraño, la caja donde me encontraba debía estar a varios metros bajo tierra, no entendía de donde venia el aire. Entonces sentí esa huesuda mano sobre mi hombro. —Estoy aquí, Andrés —me susurró. En ese instante deseé con todas mis fuerzas estar equivocado, pero su gélida voz me lo confirmó, él estaba conmigo en la caja.

El miedo sujetaba mi corazón con su gélida mano, llevándome por los senderos de la ansiedad y desesperación, era poco en lo que podía pensar para calmarme. Cada vez que me encontraba en esa situación pensaba que no seria capaz de hacerle frente, no obstante algo en mi interior me decía que la fuerza para no solo enfrentarle sino para ganar estaba ya en mi ser, impresa en mi alma. ¿Te sientes como yo? Entonces recuerda algo, esta bien perder contra las adversidades, pero nunca contra el miedo.

—¿Esta seguro de esto? —me preguntó mirándome a los ojos. —Completamente —repliqué—. Esta enfermedad me llevará si no hago algo. —Tu vida no será la misma. —¡Pero viviré! —Desde cierto punto de vista... —opinó él levantándose de su silla para acercarse a mi. —Por favor, empieza con tu tratamiento... y que Dios me perdone —imploré. Entonces él se quitó la corbata, abrió su boca y pude ver sus colmillos crecer lentamente. —¡Tu nueva vida empieza hoy! —dijo abalanzándose sobre mi cuello.

La calle era un desastre. Solo se escuchaban los gritos de la gente, quienes como ovejas asustadas corrían en todas direcciones. Ellos huían de mi, aunque no podía culparos, yo también lo hubiera hecho. Pero no era mi culpa, mi cuerpo no me obedecía, solo caminaba y jadeaba deseando atrapar a alguien... morder a alguien. Como hice con ese hombre en el parque. Yo no quería hacerlo, pero como dije, estoy atrapado en este cuerpo, que solo parece desear esparcir esta horrible enfermedad.

—¿Te graduaste? —pregunté con interés. —Así es —replicó mirándome. —¿Y Andrea? —Nos separamos, al final fue lo mejor. —ya veo... —dije decepcionado. —No te deprimas, encontré a alguien mejor —comentó. —¿Tienes hijos? —cuestioné. —Si, en unos años los conocerás... Por cierto, ya debo irme, adiós. —¿Recordaré esto? —preguntè con ilusión. —No podrás, perdón. Luego él se esfumo y empecé a olvidarlo todo. Odiaba eso, pero un viajero del tiempo no podía dejar huellas, aunque fuera mi yo del futuro.

—Maldito viento —dije cubriendo mi rostro con la almohada al sentir un golpeteo en mi ventana. «No soy el viento»gritó una voz en mi cabeza. —¡Dejame en paz! —susurré con pavor. «¡Abre la ventana!» —No lo haré —dije sollozando. «¡Quiero verte!» —¡Vete de aquí! —supliqué. «Bien, pero pronto me dejaras entrar, todos lo hacen...» Un fuerte golpe en mi ventana me hizo descubrirme el rostro, luego pude apreciar su cara putrefacta, sonriéndome hasta que desapareció en ese vapor rojizo que ya conocía.

Desperté cuando el mástil fue arrancado del navío, luego recordé lo que había pasado y me levanté. Pero el panorama a mi alrededor me hizo sentir una culpa incomparable. —Tantas vidas... perdidas por mi culpa —susurré con dolor. Los restos de mis hombres ardían desperdigados por toda la cubierta. Un aullido a mis espaldas me alertó. Era el emisario de la muerte, luciendo sus escamas azuladas y ojos escarlata. Cuando abrió sus fauces vi nacer el fuego que me abrasaría. Fue lo ultimo que sentí.

Ella no paraba de llorar y yo estando frente a ella no podía consolarla. —¡Estúpido, Alberto! —dijo Carla aun sollozando—. No debiste cubrirme. —Lo siento —mascullé mirando a mi compañera, quien dulcemente acariciaba mi cuerpo sin vida. —Espero que estés feliz —comentó con rencor el hombre que me mató y a quien yo había disparado. Su cuerpo estaba a pocos metros del mio—. ¿Ya sabes a donde nos enviaran? —A las tinieblas —dije gracias al conocimiento que vino a mi al morir—. Hogar de los asesinos

—No tiene caso... —dije mientras corríamos por el bosque. —¡Si lo tiene! —afirmó ella con sus ojos llenos de esperanzas. Esperanzas que se diluyeron cuando apareció ante nosotros una enorme e infranqueable pared de rocas. —¡No! —sollozó ella cayendo de rodillas al suelo. —Son ellos —afirmé con pesadumbre cuando nos bañó la luz de ese objeto discoidal plateado que ya conocíamos. —No podemos escapar —dije derrotado cuando empezamos a ascender hacia el disco —. No podemos escapar de ellos.

Ante Dios soy inocente, no me importa la opinión del jurado. Tampoco me son relevantes sus acusaciones o su sentencia. Yo los salvé y estoy seguro de que en mi lugar hubieras hecho lo mismo, aunque ahora debes estar tentado en juzgarme por lo que hice, no me importa. Salvé a mis hijos, los liberé de los demonios que atenazaban sus almas, oprimían sus cuerpos y querían dejar caer sobre ellos sufrimientos inimaginables. Con eso me conformo, sufriré mi condena gustoso, sé que soy un buen padre...

«¡Esto debe ser una pesadilla!», pensó Martin girándose a comprobar la distancia que lo separaba de esa mujer. Sus movimientos erráticos y sus débiles lamentos le daban escalofríos. Su andar era lento, sin embargo, cada vez que la miraba notaba con horror como la distancia entre ambos se acortaba. —¡Lo logré! —musitó él tras llegar a la puerta de su hogar y abrirla para entrar. Adentro se sintió calmado y en paz, pero una fría respiración en su nuca lo trajo a la realidad. Ella estaba detrás.