aoshin-kuzunoha Aoshin Kuzunoha

Once años después de la guerra, el mal asecha un pueblo rural de la pequeña república de San Marino. Los pobladores ven como un desconocido muere ensangrentado a plena luz del día, suplicando por ayuda. La mansión Retter, adornada con esculturas en madera, guarda uno de los secretos más espeluznantes del pueblo; lugar donde se podrá a prueba que el miedo es capaz de destrozar la mente humana.


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#terror #fantasma #bruja
Короткий рассказ
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Los invitados. 2019.

En 1929, once años después del final de la gran guerra. Los corazones de los habitantes del pequeño pueblo rural de Chiesanuovab fueron estremecidos ante un suceso funesto. A las siete pasado meridiano, justo cuando el sol empezaba a posarse sobre las verdes montañas del oeste, un individuo entró a la ciudad.

—¡Ayúdenme por favor! No puedo caminar más, todo se vuelve tinieblas. No quiero morir aquí, sin advertir del mal que asecha este pueblo. —Gritó el hombre, estirando su mano derecha en dirección a los pueblerinos.

El hombre de cuarenta años arrastraba una de sus piernas y gemía con dolor, mientras de sus labios brotaban gritos en busca de ayuda. Los habitantes del pueblo, en medio de sus atareadas rutinas salieron a recibirle con gran temor; y ante su mirada atónita, con gran asombro le vieron desfallecer. El hombre se precipitó con su rostro al suelo, quedando inmóvil sin decir más.

Los primeros en acercarse al hombre que yacía en el suelo fueron: Lorenzo el alcalde temeroso, Pietro el alguacil avivado, Gino el sacerdote mentiroso, Ofelia la posadera olvidadiza, Gianni el cazador sanguinario, Bianca la granjera bondadosa y Paolo el herrero frívolo. Cada uno de ellos pretendió entender la situación, y a partir de sus perspicaces suposiciones dedujeron finalmente lo sucedido.

—Él es un millonario excéntrico, vive en la mansión Retter desde hace una semana. Nadie lo ha visitado, y dudo que alguien le conozca en toda la región. —Dijo Lorenzo, el alcalde.

—El otro día compró alimento en la tienda con su esposa y su hija. Muy bella muchacha que le acompaña amablemente a cualquier lado que le conduzca. Es una trágica muerte para tan linda pareja de enamorados. —Creyó recordar Ofelia, la posadera.

—Eso es absurdo Ofelia, él vivía solo y era soltero, algo muy sospechoso en mi opinión. La pareja de la que hablas es mi prima, su esposo e hija, que estuvieron esta mañana en el pueblo buscando un aperitivo antes de marchar. —Criticó Bianca, la granjera.

—Lo han atacado lobos, y ha tratado de pedir ayuda. Suelen rondar el camino hacia el bosque del sur. Es normal en esta época del año. —Aclaró Gianni, el cazador.

—No es más que un desdichado. Ha venido a Chiesanuovab para morir en piyamas ante la vista de desconocidos. —Terminó diciendo Pietro, al notar que aquel hombre había muerto en medio de la calle, y un rastro de sangre quedaba tras sus pasos.

El alguacil se tomó muy en serio aquel suceso. Era parte de su trabajo encontrar al culpable, animal o no, se hará justicia tal como dice la ley. Pietro nunca había visto a aquel hombre que permanecía en media calle. Para él solo era un cadáver más, como los cientos que vio en la guerra. Aún así algo le provocaba un terrible malestar en su estomago, sentía un miedo irracional al mirar a ese hombre. Era una especie de premonición.

El hombre que acababa de fallecer, a la vista de la multitud y en medio de la calle principal, se llamaba: Vittorio Ambrosio, un adinerado que deseaba vivir en el hogar del difunto Lidas Retter Heiland. Lorenzo el alcalde de Chiesanuovab le había entregado las llaves de la mansión exactamente una semana antes, mientras que Bianca de igual modo, hace una semana, le indicó el camino a seguir para encontrar la mansión Retter, en medio del bosque sur.

Gianni al notar marcas en el cuerpo del difunto, aclaró que un grupo de lobos le había dejado en tales condiciones. Detalladamente indicó los lugares donde las fauces habían herido al hombre, llevándolo a la muerte, aún cuando luchó por salvarse y escapar. Con tantos rasguños y heridas en los brazos y las piernas, nadie dudaba del ataque de un animal.

Gino el sacerdote habló en voz alta, interrumpiendo los murmullos de los pueblerinos. Entonando palabras del señor, nuestro Dios, dio señal a los presentes para que escucharan lo que tenía que decir el único líder religioso del pueblo. Gino alarmó a todos aclarando que el alma de Vittorio Ambrosio no descansaría en paz, no hasta tener una misa fúnebre y su respectivo entierro. La justicia del hombre en la tierra no es preferente, ante la de Dios en el cielo.

—Recuerden hermanos míos que de la tierra hemos nacido y a la tierra hemos de volver. ¡Oh Dios padre omnipotente! ¡Haz de éste pobre desdichado un ser digno de tu gracia! Como con cualquier otro familiar nuestro debemos mostrar respeto ante el cuerpo de este hombre, y orar por su alma. Acompáñenme al funeral que se celebrará mañana al medio día en la capilla. Nada es más importante que salvar el alma de este hombre que ha dejado la tierra en un terrible accidente, que cualquiera pudo sufrir. Solo Dios nos protege de tales desgracias. —Anunció ferviente Gino a todo el pueblo.

Mientras Gino se encargaba del cuerpo, y la preparación del sagrado acto religioso; los demás decidieron que alguien debería ir a la mansión en busca de las pertenencias del difunto, y al mismo tiempo hacer justicia ante su desafortunada muerte. Pietro, Lorenzo, Paolo y Gianni se pusieron en camino hacia el bosque que rodea la antigua mansión Retter, lugar donde vivió Vittorio Ambrosio hasta aquel día.

Vittorio Ambrosio era un hombre solitario, que nunca tuvo la oportunidad de relacionarse con los habitantes del pueblo, en su corta estancia. Nadie conocía si tenía familia, o a donde podrían avisar de su muerte. Por este motivo un entierro, y rescatar sus pertenencias era lo mínimo que podían hacer por él. Mientras que al mismo tiempo era lo máximo que estaban dispuestos a hacer por él.

En cuanto a las pertenecías del difunto, el alcalde explicó que tan solo traía una valija, en la que llevaría su ropa. Ya que desde el día que le vio, él nunca volvió a salir de la mansión Retter. De este modo, no podría haber transportado nada más que lo que llevaba en su pequeño equipaje.

A lo largo del camino, en cada paso que daban los cuatro hombres, encontraban gotas de sangre, que manchaban las hojas secas de los arboles. Denotando un aspecto desafortunado en aquella época del año. El viento resoplaba lo suficientemente fuerte como para mover aquellas hojas secas, y dispersarlas entre sus piernas. Era como si borraran el camino de regreso, de forma deliberada.

—El invierno se acerca, y las hojas mueren aún cuando no nieva en esta zona. Supongo que no se necesita un motivo para morir, tan solo es parte de la vida. —Dijo Paolo iniciando una conversación.

—La nieve solo cubre la zona norte de la ciudad, mientras que este bosque no suele cubrirse de blanco. Aún así, los animales detestan esta zona. Cada tronco huele diferente a los que están al norte. Mis perros se exasperan al traerlos a rastrear en este lugar, como si les lastimara las narices el olor, ¿pero quién es el dueño? —Preguntó Gianni a uno de sus perros, logrando que este le lamiera la mano en señal de obediencia. Sus tres perros de casería le ayudaban fielmente desde hace cinco años. Tenían una relación muy marcada de amo y sirvientes.

—Una bestia nunca deja de ser una bestia. Esos animales aún estando amaestrados y siendo fieles a su amo suelen desobedecer siguiendo sus instintos. Yo no confiaría en ellos, prefiero las personas con su propio racionamiento. —Declaró el alcalde Lorenzo, mientras continuaban caminando en dirección a la mansión. Los cuatro hombres iluminaban su camino cargando dos linternas de aceite, cuando la noche empezaba a apoderarse del escenario.

—La gente es más temible y traicionera que cualquier animal. ¿Cuántos no murieron ayudando a esos malditos Británicos? —Preguntó con rabia Gianni a Lorenzo, quien se sorprendió ante el tono y detuvo su paso. El alcalde se quedó mirando como sus tres acompañantes continuaban su camino, dejándolo rezagado a dos metros de distancia; mientras él pensaba que responder.

—No hablemos de eso, ya les he dicho que no debemos hablar de eso. No tiene nada que ver con Chiesanuovab. Eso fue en todo Europa, no me pueden culpar a mí. Yo solo soy el alcalde, y lo que se decidió en ese momento era lo mejor para todos. —Se defendió el alcalde ante las palabras de Gianni, mientras los alcanzaba acelerando su caminar, y poniéndose al frente del grupo sin mirarles al rostro mientras hablaba.

—Nada se va a resolver por discutir eso aquí y ahora mismo, ¡déjenlo así! —Terminó diciendo Paolo, mientras Pietro mantuvo silencio en todo momento. Sin embargo el alguacil estuvo de acuerdo con Gianni en cada palabra. La guerra fue despiadada y todos perdieron algo hace once años.

Luego de media hora de ardua caminata lograron ver la entrada de la mansión. Grandes portones de hierro la protegían, junto a los muros de piedra musgosa que se notaban de este a oeste. Tras pasar el portón, que estaba abierto de par en par, se encontraron con una vieja escultura de piedra y mármol; la cual es aún más antigua que la propia mansión, o inclusive más antigua que la propia Chiesanuovab.

La escultura olvidada en el tiempo mostraba la cuarta parte de la luna. Era un cuarto creciente del tamaño de un niño de ocho años. Encima de la luna se posaba un ángel con las alas extendidas hacia atrás y las manos hacia adelante. El blanco del mármol aún deslumbraba la vista al mirar al ángel sobre la luna. La cantidad de detalles que poseía el ángel eran deslumbrantes, casi parecía vivo y capaz de moverse. Sin embargo el desgaste insaciable del tiempo le había robado la cabeza al pobre ángel blanco. Lorenzo se espantó al mirarle decapitado, pero guardó la cordura y aparentó valentía de donde no tenia. Un conocido cobarde, siempre debe guardar las apariencias.

—Tan cruel es el tiempo con un ángel, como lo es con un hombre común. Todos perdemos la cabeza al final. Tantas penurias debemos vivir, solo para un día llegar a morir. Es casi tan injusto como una estatua de mármol en este podrido bosque. —Comentó Pietro al mirar la escultura.

—Si la vida fuera justa, nadie hubiera de nacer en una época de guerra. Pero la injusticia perdura y acompañará a la humanidad por siempre. Nunca ha existido una paz verdadera. Solo Dios nos salvará de seguir viviendo en desgracia. —Respondió Lorenzo ante el comentario de Pietro, quien fue soldado en la gran guerra, y vivió más de cerca el horror que cualquiera de los presentes.

—Las palabras son solo eso, me molesta cuando alguien se siente único al decir tonterías sin sentido. No vinimos aquí a hablar de esa piedra, sino a cazar lobos. —Reclamó Gianni.

El cazador no entendía el motivo por el que el alcalde y el alguacil solían hablar de esa manera delante de él. Gianni se sentía inferior, era como si se burlaban de él en su cara. Tras haber pasado toda su vida en el bosque y en los campos, sin tiempo para detenerse a pensar en ridiculeces, no entendía que significaban esas conversaciones.

Además de la estatua del ángel, en el patio de la mansión abundaban esculturas de animales, todas hechas de madera muy oscura y pesada. Ninguno de los presentes las había visto jamás, al igual que ninguno jamás se había acercado tanto a aquella mansión. Entre los animales se apreciaban perros, gatos, elefantes y leones, pero en mayor cantidad se veían aves de todos los tipos que existían en el mundo. Cientos de esculturas de madera acompañaban a los cuatro hombres que las miraron con cuidado y detalle, aún cuando la noche les dificultaba la vista, dependiendo de las linternas para apreciar el lugar.

Lorenzo las miraba con miedo, como si ocultaran algo peligroso en ellas. Mientras que Gianni poco interesado en las esculturas, con una de las linternas miraba entre el centenar en busca de los lobos asesinos. Por otro lado, Paolo las miraba maravillado por el arte, como si su frívolo corazón solo fuera conmovido en los museos, y en aquel museo improvisado de esculturas a cielo abierto.

A diferencia de los demás, Pietro no miraba las estatuas. Él observaba la mansión y como el bosque se mantenía lejos del terreno que ocupaba, marcando una línea entre el final del bosque y el lote de la edificación. La tierra en la que estaba la mansión se veía más seca y suelta, que la que tenía el bosque. Había ocho metros desde el final de la arboleda hacia cualquiera de los cuatro muros que encerraban la propiedad de la mansión Retter.

Ni una sola hoja estaba dentro de este espacio vacío que separaba el bosque y la propiedad, a pesar de que el viento corría en dirección a la lujosa vivienda y miles de hojas secas se encontraban a los pies de cada árbol. Pietro con una linterna se acercó a los muros musgosos, y observó de cerca. Tras retirar parte del musgo notó que había algo escrito, era un grabado en la pared que decía: "PERICULUM". Pero aquella palabra parecía ser de un lenguaje antiguo, y no fue capaz de entender su significado.

Pietro lograba identificar algo que los demás no, al ser más perceptivo. El ambiente era denso, como si algo le presionara. Se sentía aterrorizado en aquel lugar, y al mismo tiempo experimentaba ansiedad. Su cuerpo empezaba a segregar adrenalina.

Decididos a entrar en la mansión, los cuatro se acercaron a la puerta frontal. Pero algo inesperado sucedió, uno de los perros de Gianni se quedó paralizado, mientras otro ladraba hacia la puerta y el último de los tres perros de casería se soltó de la correa; para escapar a toda prisa fuera del lugar, como si su vida se encontrara en peligro. Lo cual provocó la furia de Gianni, quien reaccionó pateando al perro blanco que permanecía inmóvil.

El perro blanco, al sentirse en peligro respondió a su amo violentamente, mordiéndole con sus grandes dientes y meneando su cabeza mientras lo tenía entre sus fauces. Esto al final desencadenó que ambos perros salieran corriendo del lugar, en el momento que su dueño soltó las correas para maldecir a todo ser vivo de la faz de la tierra. Los tres perros escaparon del lugar traicionado la confianza de su amo, quien continuaba maldiciendo a toda voz.

—¡Maldito animal! ¿Cómo me puede haber mordido uno de mis propios perros? ¡Maldito sea el día que ese desgraciado murió en plena calle! No deberíamos estar haciendo esto, es culpa de ese maldito. Nadie sale en piyama a la calle para que lo ataquen los lobos. ¡Malditos sean todos ustedes! Espero que ese lobo los mate a todos. —Maldijo Gianni entre patadas y golpes al aire, mirando su mano lesionada.

La herida del cazador quedó abierta, y de ella salió su sangre caliente. Entre tanta ira el dolor más grande era la traición, y no lo que sentía en su mano. Había sido traicionado por quien más confiaba en ese lugar.

El alcalde, un conocido miedoso, decidió permanecer afuera y esperar por el regreso de los perros. Pero el cazador ya bastante molesto se disgustó ante aquella actitud y decidió que tampoco entraría en la mansión sin el alcalde, alegando que los lobos probablemente estarían en los alrededores.

El alcalde estaba asustado, sabía que los instintos de los perros de Gianni eran una señal, y no quería poner su vida en riesgo entrando en la mansión Retter. Solamente Pietro y Paolo estuvieron de acuerdo en ingresar al lugar. Pietro tenía una de las linternas de aceite, y Lorenzo se dejó la otra, iluminando la herida de Gianni.

La mansión estaba construida con madera sobre bases de roca, pero la madera era imperante y le daba un aspecto tenebroso desde el exterior. En el frente de la casa, mirándola desde las escaleras de la entrada, se observan dos ventanas en el segundo piso de la residencia, mientras que en el primer piso no se observaba ni una sola ventana que iluminara el interior.

La puerta no poseía perilla o manija alguna, solamente el orificio para una llave. Paolo con sus habilidades de herrero logró abrir la puerta sin ningún problema, pese a la poca luz, lo cual no hubiera sido sencillo de lograr para los demás; ya que la puerta estaba forjada con hierro en su totalidad.

—¡Más fácil de abrir que la Florenciana! —Exclamó Paolo alegremente.

—¿De qué me estás hablando Paolo? —Dijo molesto Pietro.

—Hablo de la puerta del paraíso. Está en Florencia.

—¿Qué? —Preguntó Pietro sin entenderlo.

—Es una puerta decorada que... Nada, olvídalo. Nunca has estado en Florencia.

En el interior, Pietro junto a Paolo, observaron más esculturas de madera, las cuales formaban un círculo en el vestíbulo, y les daban la bienvenida. Todas estas esculturas de madera eran idénticas, cada uno de sus detalles encajaban exactamente con las demás. Todas aquellas representaban a una mujer señalando con su dedo índice de la mano derecha. La mujer señalaba hacia el frente, en dirección a Pietro y Paolo. La doncella poseía un vestido elegante, muy propio del siglo XIX.

Además de las esculturas, observaron colgadas en las paredes varias pinturas de óleo, que equiparaban a las esculturas, mostrando a la misma mujer; de piel pálida, cabello negro y ojos verdes. Las pinturas y las estatuas representaban una joven desconocida para Pietro y Paolo. Aún así a ambos les pareció hermosa.

En el salón principal se encontraba el último rastro de sangre que podrían seguir. Era un pequeño charco en donde probablemente Vittorio fue atacado horas antes. Pietro sacó su arma de fuego, y se preparó para explorar la casa, en busca del lobo que le había hecho daño al residente de aquella mansión. La linterna de aceite pasó a las manos de Paolo, mientras que el arma en las manos de Pietro, sería guiada por la luz que emitía la linterna.

El salón principal tenía una puerta a la derecha, la cual llevaba hasta la cocina. Lugar donde se podía oler un aroma a pan fresco recién horneado, aunque dicho pan no se encontraba en ese lugar. Aquello llamó la atención de Pietro, ese misterioso olor a pan fresco.

Tras salir de la cocina, ambos entraron en una puerta a la izquierda del salón principal, que llevaba a una sala auxiliar. En este lugar se encontraba una colección de libros, todos ellos novelas de ficción y un par de biblias. Los libros estaban cubiertos de polvo. A parte de eso no encontraron nada relevante en aquel lugar.

Sin aviso previo, un ruido provino de la parte superior de la mansión, acaparando el silencio imperante. En el segundo piso parecía haber gran actividad. Casi como si hubiera un baile rumano, ya que los sonidos giraban en contra de las manecillas del reloj. Aquellos sonidos alertaron a los dos hombres que continuaban revisando la sala auxiliar.

Pietro subió las escaleras lentamente, seguido de Paolo. Ambos pendientes del origen del sonido, y de cualquier animal que saliera de entre las tinieblas. Las escaleras de la sala principal se dividían hacia ambos lados, creando dos pasillos que se unían nuevamente al frente de la mansión; en donde se observaban dos ventanas. Al llegar al pasillo superior izquierdo, Pietro miró por la ventana que estaba al fondo del lado izquierdo, desde donde se veía el patio de la mansión. Aquel lugar que Pietro miró a través de la ventana era donde deberían estar el alcalde y el cazador herido, pero solamente quedaba una lámpara de aceite en el suelo.

—¿A donde podrían haber ido? Se suponía que estarían esperando a los perros. —Preguntó Pietro, desconcertado ante aquella luz solitaria en el exterior.

—Puede que volvieran al pueblo. La herida de Gianni no se veía nada bien. —Dijo Paolo asustado, mientras continuaba mirando hacia el lugar donde provenía el sonido de pasos forma circular.

—¿Se irían al pueblo dejando la lámpara en el suelo? ¡Eso es imposible! —La expresión de Pietro salió con tal fuerza de sus cuerdas vocales que retumbó en la mansión, haciendo eco y poniendo fin al sonido de pasos circulares.

—¡Cállate! ¡Cállate por Dios Pietro! Hay algo ahí en esa habitación, y ya sabe que estamos aquí. ¿Qué importa si el miedoso de Lorenzo se fue al pueblo? Esos no son lobos, alguien está en esta casa y creo que es peligroso. —Susurró Paolo, quien estaba tan asustado como nunca antes en su vida. Él sentía como si el corazón le fuera a salir por la garganta en cada palabra.

El silencio volvió a la mansión, pero el sonido que habían escuchado previamente, llevó a Pietro y Paolo a una habitación del pasillo superior derecho. La cual tenía la puerta cerrada con llave. Pero Pietro se percató que había una llave en el suelo de madera, a unos tres metros más adelante en el pasillo. Él tomó aquella llave y abrió la puerta sin problemas.

En aquella habitación solo había una cama, un ropero y tres estatuas de madera. Cada una representando a la misma mujer que habían visto antes. Estas tres estatuas miraban en dirección a la cama, rodeándola como si la vigilaran. La cama estaba desarreglada como si alguien hubiese dormido en ese lugar. A un lado de la cama se observaba un plato con pan fresco, al cual le habían dado un mordisco.

—Aquí debe de haber dormido Vittorio, ¿pero porqué pondría las estatuas en dirección de la cama? —Preguntó Pietro, sin notar que Paolo ya no estaba en la habitación y la lámpara de aceite se encontraba sobre el ropero.

Pietro se dio vuelta al no tener respuesta de su compañero, notando su ausencia. Esa situación podría haber asustado a cualquier otro. Pero en ese momento Pietro mantuvo la calma, supo que alguien se lo había llevado. Aquello no sería una broma, ya que ninguno de los cuatro tenía un sentido del humor tan estúpido, y mucho menos la imaginación suficiente para coordinar aquello. Pietro pensó que la única explicación sensata sería la obra de un ladrón, o varios de estos, que tomaran por rehenes a sus compañeros al estar a punto de descubrir sus planes mientras robaban aquellas pinturas de óleo.

Preocupado por la situación, Pietro regresó a la primera planta, en donde encontró a Gianni tirado en el suelo, temblando de miedo y rezando como si fuera el día del juicio final. La mano del cazador aún sangraba, mientras permanecía en el piso de madera ignorando la presencia de Pietro. El alguacil bajó sigilosamente cada escalón, hasta estar lo suficientemente cerca de Gianni, como para hablarle en voz baja.

—Sé que he pecado y me arrepiento de todo corazón. No volveré a beber, ¡juro que nunca lo haré! ¡Perdóname padre, perdóname! Padre nuestro que estás en el cielo... —Rezaba atemorizado Gianni, mientras la puerta permanecía abierta y la luz de la lámpara llegaba hasta el rostro del cazador.

—¿Donde está Lorenzo y Paolo? —Preguntó Pietro, agachándose al lado de Gianni, manteniendo el arma lista y todos sus sentidos pendientes ante cualquier movimiento en los alrededores.

—Reza por tu alma Pietro, nada podemos hacer sin el perdón de Dios. —Recomendó Gianni al alguacil, tomándolo de la camisa con su mano ensangrentada, y acercándolo a su cara pálida por el miedo.

Pietro no entendía lo que sucedía, y las palabras de Gianni no le ayudaban en lo más mínimo. Tras la espalda del alguacil se abrió una puerta, una que no había visto antes, y de ella salió una luz que llamó su atención. Se acercó sigilosamente. Aún cuando pretendía no sentir miedo, su cuerpo temblaba, y sus pasos eran inconsistentes. Él no entendía el motivo, ya que no estaba consciente de su propio temor.

La mansión consumía el alma atormentada de Pietro, la oscuridad y el temor a lo desconocido se apoderaban de los sentidos del pobre hombre. Su mente le empezó a jugar tretas. Con cada paso recordó los horrores de la guerra. Vivía cada día pensando que sería el último, y se acercaba a la puerta repitiendo una frase con una voz baja y temblorosa.

—Los cobardes mueren en cada momento, y el miedo es nuestro mayor enemigo. Una vida sin miedo es una buena vida, una larga vida. —Decía Pietro una y otra vez, mientras caminaba al gran salón del banquete.

Se dirigió al umbral de la puerta, y pudo ver claramente una mesa con un banquete servido, como si fuera un festejo de la realeza. La mesa contaba con doce sillas de cada lado y una solitaria en la cabeza, al fondo y frente a la chimenea. En cada silla se observaba una escultura de la misma mujer. Cada escultura miraba la mesa como si estuviera esperando el inicio de la comida. En la mesa se encontraban platos exquisitos, capaces de degustar a cualquier paladar. Pero Pietro no sentía deseo alguno de probar aquel banquete.

En el fondo del comedor, junto a la chimenea, se encontraba un desconocido. La luz que llevó a Pietro hasta la habitación era una solitaria vela en medio de la mesa. Con su escasa luz, aquella vela no era capaz de iluminar lo más profundo del salón. La chimenea se encontraba apagada, y el alguacil no era capaz de verla, aún cuando estuviera allí. Ella.

Entre las sombras se tambaleaba una persona, la cual caminó del lado izquierdo hacia el derecho, sin que Pietro lograra distinguir su apariencia. El alguacil llevaba el arma en la mano derecha, y en su mano izquierda portaba la linterna de aceite que Paolo había dejado atrás. De pronto empezó a escuchar una melodía. La suave tonada provenía de un piano que se encontraba en el fondo a la derecha, justo donde la silueta humana se había desvanecido. La música era angelical y tranquila, no podría ser comparada con alguna otra tonada.

Levantando la linterna, Pietro se acercó rápidamente hacia el piano, hasta que la persona que lo tocaba se levantó de golpe y corrió al lado izquierdo, donde se encontraba originalmente. La luz siguió a la mujer, mientras que Pietro logró identificar el vestido, la pálida piel y el cabello de aquella mujer. Era el modelo de cada escultura y cuadro dentro de la mansión.

La mujer se cubría el rostro, como si temiera de la luz o del propio Pietro. Ella se tiró al piso, y sentada, permaneció inmóvil. Pero el hombre con el arma y la linterna se acercó a ella, lo suficientemente cerca como para escuchar su respiración. El alguacil al estar tan desconcertado con la joven, decidió preguntarle por su presencia en la residencia y su relación con el dueño de la misma. Esperando una respuesta tranquilizadora, y esperando entender mejor la situación.

—¿Conoces a Vittorio Ambrosio? —Preguntó Pietro a la mujer que cubría su rostro con ambos brazos, apretando los puños con fuerza frente a los ojos.

La mujer inclinó el rostro hacia el suelo y se puso en pie lentamente. Pietro manteniendo la lámpara frente a su propio rostro, se levantó del mismo modo que ella. En segundos ambos estuvieron de pie junto a la chimenea, que no iluminaba en lo más mínimo el salón tenebroso, debido a su falta de fuego.

La mujer agarró el brazo izquierdo de Pietro con fuerza, y alejó la luz de ella. Mientras volteaba la vista hacia los ojos del alguacil, levantando su mirada desde el suelo, hacia el rostro de Pietro. Ambos cruzaron sus miradas, sus ojos se toparon, en medio de la oscuridad. Pietro acumulaba terror en cada musculo de su cuerpo, y su mente se perdía ante lo que veía.

La lámpara se soltó de la mano de Pietro, y cayó al suelo, prendiendo una llama en el piso de madera. La mirada de la mujer había congelado la sangre de Pietro, los ojos brillantes de la joven permitían al hombre mirar todo a sus espaldas. Los ojos de la misteriosa doncella eran redondos, formaban un círculo tras otro. Un círculo sobre otro circulo, como si fueran capas de cristal y cada uno de ellos era brillante, tan reluciente como espejos. La mujer tenía cicatrices en su rostro, como si se hubiera rasguñado a si misma mil veces. Pero aquello no era un ser humano.

A través de los ojos de aquella entidad, Pietro pudo ver el nuevo platillo que se unía al banquete en la mesa. Se trataba de los cuerpos de sus tres compañeros, los cuales aparecían descuartizados y cubiertos de sangre. Cabezas de bestias con dientes afilados, sin cuerpo, degustaban los manjares que la joven les había preparado. Como si aquello no fuera suficiente para la vista del pobre alguacil, las estatuas que antes permanecían inmóviles miraban riendo a carcajadas en dirección suya. Aquellas estatuas le hablaban, le recordaban sobre su vida y jugaban tretas en su mente.

Gianni, el cazador, se encontraba en el centro de la mesa, su cabeza miraba el techo del salón sin que este poseyera ojos, y sus piernas estaban servidas a ambos lados, bañadas con lo que parecía ser su propia sangre. El rostro de Lorenzo, el alcalde, tenía una expresión de angustia, como si hubiese suplicado hasta el último momento, cuando murió sin siquiera entender lo que pasaba. Por otro lado el rostro de Paolo, el herrero, estaba dividido en quince partes, y fue servido en un solo plato como rebanadas de jamón.

Pietro salió corriendo del lugar sin que nadie tratara de detenerlo, éste se internó en el bosque sin saber a dónde se dirigía. Tan solo corrió, y la oscuridad lo desvaneció aquella noche. Nunca fue visto nuevamente, ni vivo, ni muerto. Nadie conoce el destino que tuvo el hombre que salió vivo de la mansión Retter, el día que él y sus tres compañeros fueron invitados al banquete.

Las horas pasaron, mientras los familiares de los cuatro hombres se desesperaban ante su ausencia. Todos temían que los lobos hubieran acabado con la vida de sus seres queridos, como ya lo habían hecho con el hombre que permanecía en el ataúd en la iglesia. El tiempo continuó pasando, y nadie sabía que sucedió con los hombres que fueron a cazar lobos en la oscuridad.

A la media noche, uno de los granjeros escuchó gritos que venían del bosque del sur. Sin saber lo que sucedía salió de su casa y trató de escuchar mejor lo que decían los gritos tormentosos. El granjero reconoció la voz del alguacil del pueblo, que parecía encontrarse en el bosque, aunque no lograba verlo en medio de la oscuridad.

—¡Pietro! ¿Donde estas? Ven a mi casa, no deberías estar en el bosque a estas horas de la noche. —Gritó el granjero, tratando de atraer con su voz al alguacil.

—Es muy tarde. Mi alma no se mantendrá en mi cuerpo. No vuelvan a esa casa, unas creaturas horripilantes han acabado con la vida de Lorenzo, Gianni y Paolo. ¡Corran! ¡Huyan de este lugar maldito! Todo se volverá tinieblas. Ésa es la maldad que nos asecha. —Dijo la voz de Pietro desde el bosque, sin que el granjero lograra distinguir de que dirección venia.

—¿Pietro? ¡Pietro ven! No te quedes en el bosque.

El granjero muy perturbado volvió a su hogar, al no tener más respuesta del alguacil. Sintió un temor inmenso, y no pudo dormir más aquella noche. Pensó en los cuentos que escuchaba de niño sobre los peligros del bosque en la noche. Los ancianos decían que aquella mansión en medio del bosque estaba embrujada.

Mientras en el centro del pueblo algunos de sus habitantes dormían tranquilamente, otros se sentían angustiados por sus familiares. Este era el caso de Gino el sacerdote mentiroso, quien se encontraba en la iglesia velando el cuerpo del difunto Vittorio Ambrosio. Gino colocó una silla al lado del ataúd, y empezó a hablar con el cadáver, esperando quitarse un peso de encima.

—Tu madre fue una mujer muy alegre, esa sería su mejor cualidad o tal vez la única. De sus tantos defectos el peor fue que no dejaba la bebida, no dejaba de beber cuando iba a la iglesia, ni siquiera cuando te llevaba en su vientre. Fue difícil para ella pasar las noches en la calle, siendo una mendiga, no era sencillo encontrar un techo donde dormir en la ciudad. Todos son tan indiferentes con sus semejantes, es como si los demás fueran invisibles para ellos. —Empezó diciendo Gino, recordando lo que había sucedido hace más de cuarenta años.

El padre Gino, pasó la mayor parte de su vida en Florencia, Italia. Siendo el cura de una antigua iglesia en el centro de la ciudad, su vida era muy distinta. Allí fue donde conoció a la madre de Vittorio, quien desde su infancia se crió en la calle, llevándola en una vida que ningún ser humano desearía. En su vida la pobre mujer fue desde prostituta hasta mendiga, sin que Dios se apiadara de ella un solo día.

—Si fuera sabio y supiera que ibas a morir hoy, yo te habría ido a buscar. No puedo creer que hayas venido a este pueblo, de todos los lugares del mundo tenias que venir a este, para meterte en esa antigua mansión. El hijo de esa pobre mujer se convirtió en un millonario, es absurdo imaginarlo, pensando en cómo te veías cuando te dejé en el orfanato. Fue un pecado del que Dios jamás me perdonará. —Dijo Gino, con una voz quebradiza, a punto de romper en llanto sobre el cuerpo de su difunto hijo.

El sacerdote no era lo que aparentaba ser, desde muy joven se involucró en actividades ilícitas que no le dejaron ningún beneficio. Aún siendo un hombre religioso realizó todo tipo de pecados en contra de Dios y de la propia humanidad. Cuando su mala reputación llegó a oídos del obispo de Florencia fue expulsado de la iglesia, perdiendo así su condición de cura. Pese a esto, se refugió en el pequeño pueblo de Chiesanuovab donde nadie dudó de su devoción. En un intento de remedir sus pecados, decidió dedicar toda su vida a la gente del único lugar en donde fue aceptado sin ningún cuestionamiento.

—¡Perdóname hijo mío! Eres mi mayor pecado, me arrepiento de lo que has tenido que sufrir. Sin nadie que esté a tu lado en todos estos años lograste ser un hombre adinerado. Has acabado olvidado por todos, en el lugar donde yo buscaba mi redención. ¡Oh Dios padre! Perdona a mi hijo por mis pecados, él no es más que la victima de esta maldición. —Gino lloró la muerte de su hijo hasta el amanecer, sin lograr encontrar un posible perdón de Dios.

El día del funeral de Vittorio Ambrosio todo el pueblo se congregó en la iglesia, pero no para presenciar el acto religioso, sino en su lugar para dar noticia de la desaparición de los cuatro hombres. Los familiares de los desaparecidos habían rondado los terrenos de la mansión en busca de alguna pista, pero ninguno se atrevió a entrar en el terreno. Se decía entre los más ancianos de Chiesanuovab que aquel lugar estaba maldito desde hace siglos, cuando el imperio romano habitaba toda la península Itálica.

—Escuché gritos provenientes del bosque, los gritos eran de Pietro. Nos advertía del peligro que exististe en ese lugar. —Dijo un granjero, con gran pesar apretando su sombrero entre sus manos.

—Dios nos protege de todo mal, ninguna creencia hereje va a lastimarnos. El señor es nuestro pastor, y nosotros como su rebaño no tendremos ninguna desdicha si seguimos sus enseñanzas. —Dijo el padre Gino frente a todos los congregados.

—¡Debemos hacer algo! Mi padre murió en ese lugar. Puede que Dios desee que libremos a este pueblo de ese bosque maldito. —Dijo Andrea, el hijo de Gianni buscando venganza por la muerte de su padre.

—Podemos incendiar el bosque. La mansión se haría pedazos con las llamas. —Dijo uno de los presentes, sin que Gino pudiera ver de quien se trataba.

—¡No! Las llamas podrían llegar hasta el pueblo. No podemos hacer eso, es una acción muy insensata. —Respondió uno de los ancianos acariciando su larga barba blanca.

—¡Quememos esa mansión! ¡Que no quede nada! Destruyamos cada una de esas horripilantes estatuas de madera. —Exclamó el hijo del alcalde, levantándose de su lugar en las bancas frontales de la iglesia, dirigiéndose a todos los que se encontraban detrás de él.

—Padre Gino, ¿usted está de acuerdo con eso? Dios estaría de acuerdo con quemar esa mansión por venganza. —Preguntó Bianca, esperando que el sacerdote con su liderazgo espiritual encontrara la sabiduría necesaria para esa situación. Mientras el padre la miraba directo a los ojos, sintiendo una gran presión sobre sus hombros.

—La palabra de Dios es clara diciendo lo que sucederá con los abominables, asesinos, inmorales, hechiceros e idólatras, todos estos tendrán su herencia en el lago que arde con fuego y azufre, el lago que es la muerte. La biblia lo dice entre sus páginas. Aquí mismo lo menciona. Así que la justica de Dios respalda nuestras acciones si lo hacemos en su nombre. —Dijo Gino, mostrando una página del libro del apocalipsis, específicamente en el versículo 8 del capítulo 21.

Los lugareños llenos de supersticiones, miedo y odio salieron en busca de una solución rápida ante la amenaza tan cercana a su pueblo. Con antorchas en la mano caminaron hacia la mansión Retter. Aquella tarde de otoño, todo el pueblo de Chiesanuovab se reunió en el bosque sur. Frente a la mansión que había cobrado la vida de cinco personas.

Con el aceite que llevaron, bañaron las estatuas y las paredes exteriores de la edificación. Encendían el aceite con las antorchas, creando enormes flamas. Todos sentían miedo al estar tan cerca de la residencia cuya puerta principal permanecía cerrada. Pero al mismo tiempo se sentían seguros entre las llamas y la luz del sol.

—Esta estatua no se puede quemar, no está hecha de madera. Es de roca y mármol.

—Es una abominación, debemos lanzarla al fuego. Aunque no se queme debemos dejar este lugar destruido. —Aconsejó Gino, al ver la estatua del ángel decapitado.

Con ayuda de tres hombres derribaron la estatua, la cual cayó estruendosamente al suelo, hundiese en él. Fue por esto que reunieron diez personas, nueve hombres y una mujer, para arrastrarla a lo largo del suelo. Cuando estuvieron suficientemente cerca la lanzaron hacia la casa que estaba siendo consumida por las llamas. Ardía desde sus cimientos de roca hasta el techo.

Al lanzar la estatua al fuego, esta se envolvió entre las llamas mientras todos los habitantes observaban lo que habían hecho. No todos se sentían satisfechos, algunos dudaban si eso era lo mejor. Pero al final, la mansión estaba quemándose ante sus ojos. El crujido de las tablas anunciaba como poco a poco se derrumbaba. Hasta la pesada puerta de acero se desplomó hacia ellos, ya que el marco que la sostenía se debilitó.

En el interior de la mansión vieron la silueta de una mujer quemándose. Lo cual generó el pánico de todos. La mayoría salió corriendo. Solo unos pocos se percataron que era simplemente una estatua de madera que ardía en el interior.

Las semanas pasaron. Todos olvidaron el evento, pensando que solo sería un mal recuerdo. Pero la verdad es que aún cuando la mansión había sido reducida a cenizas y ruinas, lo que sea que habitaba esas paredes no estaba satisfecho. La osadía de los pueblerinos sería cobrada.

El viernes de la última semana de otoño, en el pueblo apareció una estatua de una mujer con un vestido del siglo XIX. La mujer señalaba hacia adelante con el dedo índice de su mano derecha, mientras que en su mano izquierda tenía la cabeza de mármol que le faltaba al ángel. Fue como si ella misma le hubiera decapitado.

Los habitantes del pueblo se reunieron alrededor de la estatua con gran temor. Muchos daban por seguro que era una maldición, mientras otros pensaban en destruir la estatua sin pensarlo dos veces.

—Mamá tengo miedo, no quiero seguir aquí. ¡Vámonos! —Dijo un niño de cinco años a su madre mientras tiraba de su vestido. Aquella mujer había perdido a su esposo unas semanas antes, se trataba de la esposa de Paolo.

—¡Si pequeño! Nos vamos mañana mismo, nos vamos a Nápoles. —Respondió Ofelia, reconfortando a su hijo. Deseando que llegara el día que podría salir de ese pueblo, dejando atrás el dolor que quedó en su corazón al haber perdido a su esposo.

Una botella con aceite golpeó la estatua. Un hombre se acercó le prendió fuego. La estatua empezó a quemarse con furia. Los pueblerinos presentes en el lugar se asustaron, pero se sintieron seguros cuando la estatua se redujo a cenizas, varios minutos después. El padre Gino alistó sus maletas, y ese mismo día dejó el pueblo. Fue el único que escapó tan rápido como pudo.

La noche de ese viernes se escucharon gritos en varios lugares del pueblo. Algunos golpes despertaron a los vecinos de la alcaldía y la iglesia. Los más valientes se animaron a salir en medio de la noche para observar lo que pasaba, pero ninguno fue capaz de observar nada. En menos de un segundo, todas las personas que observaban las tinieblas fueron capturadas por algo que no les permitió salir de la oscuridad. Algo rondaba el pueblo.

Los gritos atemorizaron al hijo de Paolo. El pequeño Luca estaba en su cama cuando los golpes callaban los gritos de los habitantes del pueblo. Él corrió a la habitación de su madre, pero no logró encontrarla. No sabía dónde estaba su madre, y tampoco podría contar con su padre que ya había fallecido. Entre lágrimas recorrió la posada en la que vivía.

—¡Mamá! ¿Donde estas? ¡Mamá tengo miedo! —Dijo el pequeño Luca, llorando desconsolado sin que nadie le respondiera. —Todos están gritando, ¡mamá no me dejes solo! ¡Mamá! ¡Mamá!

El niño bajó las escaleras hasta llegar a la entrada de la posada donde encontró al fin a su madre. Ella se encontraba limpiando los vasos con los que servía la cerveza a los cazadores que solían pasar por las noches.

—¡Mamá! —Exclamó el niño aliviado mientras corría a los brazos de su madre. Fue como si ya nada le pudiera hacer daño en todo el mundo.

—¿Qué sucede Luca? Deberías estar durmiendo. —Le respondió su madre con una sonrisa.

—Todos están gritando, tengo miedo que algo nos haga daño.

—¿Gritando? No pequeño, yo no he oído a nadie gritar. Debes haber tenido un mal sueño. ¡Pobrecito mi pequeño! No te preocupes, ya casi voy a cerrar. —Le tranquilizó su madre tocándole la cabeza, acariciándole de un lado a otro. —Ve, llévale esta comida a esa mujer. La pobre se ve hambrienta, y está descalza.

El niño tomó el plato de comida. Se dirigió hacia la mujer que estaba al final del salón, sentada en una silla de espalda a ellos. La mujer no había dicho una palabra, tan solo se había quedado en el lugar esperando que alguien se le acercara.

Cuando Luca estuvo lo suficiente cerca de la mujer, esta lo miró, logrando asustar al niño. Las lágrimas brotaron de sus ojos, mientras todo se veía borroso. El plato cayó al suelo quebrándose, el ruido hizo que Ofelia mirara en dirección del niño. Cuando la mujer observó a su hijo quedó atónita.

—¿Paolo? ¿Eres tú? —Dijo Ofelia asustada, observando cómo su esposo sostenía a su hijo de un brazo, levantándolo en el aire sin ningún esfuerzo.

—Nunca había sentido tanta hambre, casi no puedo mantenerme en pie. —Dijo el hombre, mientras su rostro se desfiguraba, y empezaba a chorrear sangre de sus ojos. Aquel era el rostro de un lobo sediento de sangre, deseoso de matar todo aquello que se encontrara a su paso.

11 февраля 2020 г. 19:10 0 Отчет Добавить Подписаться
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Об авторе

Aoshin Kuzunoha Soy psicólogo por profesión y escritor por vocación. Me apasioné por la escritura hace más de diez años. En la actualidad estoy tratando de dar a conocer mi trabajo.

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