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Tiempo

Recostada en toda la extensión que le permite el diseño reclinable de la silla, escucha el estruendo del heavy metal contra los cimientos del local. Fuera de la habitación, en el recibidor de clientes, quizá 3, quizá 5, quizá 6 personas echan un vistazo a las fotografías enmarcadas en la pared, evidencia de la destreza del maestro artista.

Aferra la mano izquierda al brazo del asiento mientras que con la otra sostiene la botella de cristal que de cuando en cuando se acerca a los labios, el brebaje que contiene es un destilado de caña que, en combinación con hojas de naranja, mandarina y caldo de gallina, amainan el dolor de la mujer.

El dolor siempre es dolor, aunque hiera valiéndose de distintas maneras, a veces desgarra directamente la piel, el espacio entre sus senos, y a veces ataca desde dentro, desde sus recuerdos.

El zumbido del motor que da vida a las agujas que la rasgan, se escucha a diario en estas instalaciones. El tatuaje entre sus pechos no puede ser alterado por metal de mortales, el retoque que ella pretende hacerle a la obra es innecesario, nunca requirió más destreza que la de aquel que lo perpetúo, o de los que éste adiestró, pero, quería el dolor.

Las manos del artista cortan y limpian, pretende cubrir de un rojo más intenso a un rojo que no alterará su tonalidad, su firme pulso, duda ante la belleza del trabajo que pretende retocar, se sabe indigno de alterar tan admirable obra, como indigno es el pintor de plaza al que se le encargó restaurar algún trabajo de Miguel Ángel.

Las agujas la queman, ella lo acepta y con los ojos cerrados recuerda el acto que la hizo merecedora de aquel maldito garabato (las lágrimas se le escapan).

El maestro se detiene por un momento.

—Si tienes tiempo, podemos descansar Asiri—menciona el artista. La muchacha abre los ojos, dirige una seria mirada al tatuador con un par de pupilas de intensa fuerza, despidiendo el calor de dos soles... uno verde y el otro marrón.

—¿Tiempo?—preguntó la chica, retorciendo sus labios en una cínica sonrisa—, tengo todo el tiempo del mundo.


Fuera, donde los rayos del sol bañan todo desde oriente a occidente, el corazón de las agujas no se alcanza a oír, pero un conjunto de pasos de entre tantos pasos, se dirigen hacia Asiri, como si el motor de la máquina fuese perceptible para la persona que se acerca.
«Persona» no es la palabra que se viene a la mente cuando a tu lado pasa la dueña de aquellos pasos, el insolente brillo de su cabello castaño reta la incandescencia del sol de medio día, se sabe en perfecta sincronía, y el movimiento de sus caderas lo corrobora. Sus labios entreabiertos parecen permitir besos que de seguro no conviene dar, hombres y mujeres la ven... ella no ve a nadie. «Persona» no es la palabra; «pecado», «diosa» o «deseo» le vendrían mejor.


El tatuador ha decidido tomarse un poco del tiempo que a Asiri le sobra, ha dejado su labor, no ha aceptado ni un solo trago del brebaje de la muchacha, «más para mí, muspa» piensa mientras bebe otro sorbo. El espejo en el techo de la habitación refleja la piel canela de una joven acostumbrada al dolor; la desnudez de su torso no se aprecia como tal, los tatuajes que lo cubren son su vestimenta, cuando la vestimenta no está.

Largo cabello negro, ensortijado en el guango que le enseñó a tejer mama, cae por el espaldar de la reclinada silla. ¡Pobre chiquilla! Si tan solo yaya y mama estuvieran aquí, las lágrimas que se le escapan quizá no se le escaparían, quizá se mantendrían dentro y no expuestas como el casi palpitante corazón que, atravesado con 7 dagas, exhibe entre los senos.

Las voces de las personas que fuera de la habitación preguntaban de diseños y precios, de repente dejaron de escucharse, sólo el sonido de las fuertes cuerdas del rift de Walk, era apreciable para la muchacha. A decir verdad, la música de Pantera no era lo único que invadía el ambiente, el aire olía a cerezos.

El tiempo no se ha detenido, las personas se han detenido en el tiempo (no todas, a decir verdad). Dentro del local, un conjunto de estatuas talladas en carne y hueso adornan el camino que recorre la muchacha de cabello castaño. Las esquiva casi cantando:—Asiri, ¡Oh! Asiri.

Aún recostada en la silla, la muchacha de piel canela prueba otro sorbo de su ardiente brebaje y, con el dorso de la mano (decorado con indeleble tinta), seca sus labios, sin emitir respuesta a la mujer que ha colmado el espacio con ese empalagoso aroma.

El inmóvil cuerpo del tipo que retocaba el tatuaje de Asiri, se yergue a mitad del umbral de la habitación en la que la semidesnuda dama espera. Lleva en manos: botella de agua, vaso y la intención de colocarlos cerca de la silla de trabajo. Tras el cuerpo del paralizado tipo se vuelve a oír aquella burlona voz (Asiri, ¡Oh! Asiri) .

La señorita de los senos descubiertos toma asiento en la silla que le sirvió de cama, sobre un lado de la misma, y aún con botella en mano, coloca los codos sobre su respectiva rodilla, y antes de volver a oír su nombre en labios de la visitante, Asiri grita:

— ¡¿Qué?!

A la diestra del paralizado hombre, aparece la alta figura de la dama con el cabello que reta el brillo del sol. Sujeta el brazo del tatuador con la confianza con la que tomaría una adolescente a su amado. El finísimo marfil con el que un inspirado escultor talló la piel de aquella visitante, estaba colmado de pequeñísimas pecas que, de acercarte lo bastante, podrías notar: aumentan en número sobre la zona que deja a la vista el escote de su negra blusa.

De nuevo, todo es heavy metal en el ambiente.

Los ojos de la muchacha sin nombre contemplan el desgastado jean de Asiri (y sigue en ascenso su mirada).

—¡Maldita! Miren ese abdomen, debió haber pasado cada puto segundo de su asquerosa existencia ejercitándose—,piensa la blanca dama, al tiempo que brinda una cálida sonrisa a la mestiza que tiene frente.

Asiri no es tan alta como la señorita que huele a cerezos, y aunque con el tiempo notarás que ambas son de temer, a primera vista, la dama de los tatuajes (ni por asomo tan vagamente significativos como imaginas) intimida muchísimo más. Su adornada piel cubre un cuerpo bastante tonificado, pero, en sus ojos, aquella heterocromía, no es tan llamativa como lo desafiante de su intensidad.

—¿Qué mierda quieres Hurcaway?—,pregunta Asiri, con cierto desprecio en su tono.

—Amor, desearía un par de cosas: que te cubras por favor, podrías resfriarte... yo que creí que venía bastante descotada y, segundo: no me llames «Hurcaway». No soporto ese nombre—, respondió la muchacha que aún no soltaba el brazo del paralizado hombre.

Asiri garabateó en su rostro algo parecido a una sonrisa (al cuerpo le resulta complicado realizar ciertas acciones aparentemente cotidianas, cuando para él ya no lo son) y a la charla añadió:
—Como digas... Hurcaway.

Si quien se encontraba en aquel lugar, en ese preciso instante, prestase atención al sountrack de la escena (o no estuviese mágicamente paralizado), se percataría que: en el local, eran fans de Pantera. Al principio había sido Walk, entre aquel momento y el actual, alguna otra, pero ahora que Asiri ha abandonado el asiento reclinable y se dirige hacia la intrusa, mientras el resto de personas sigue congelada en el tiempo, puedo asegurar que los acordes de Cowboys from Hell musicalizan la habitación.

Ninguna de las dos retiró la mirada de los ojos de la otra, aun cuando el espacio entre ambas se hacía más pequeño. Asiri no había soltado la botella de la que había estado bebiendo, la sujetaba firmemente del cuello, con la intención de golpear, a la primera cabeza castaña que se encontrara de frente. La dueña de la cabeza castaña más cercana, esperaba sonriente e inmutable, justo al lado del tipo al que se aferraba usando una sola mano; con la otra, no sostenía nada con lo que detener el potencial golpe (quizá con suerte pudiese sujetar el brazo de la hostil muchachita antes de que la botella la alcanzara … quizá no) pero, las uñas estilizadas, esas que hacían juego con el tono de su piel, con el brillo de su cabello y el color de su blusa, se habían vuelto zarpas rojas de 30 centímetros.

Los pasos de Asiri (los pocos que dio), a lo sumo, la acercaron a un metro de nuestra invitada y.… y … me hubiese encantado narrar la forma violenta en la que una encajaba la botella en la cabeza de la otra, o de la manera en la que esas largas garras rojas se enterraban en los ojos de la muchacha tatuada, pero eso, lastimosamente, no se va a poder.

El conjuro que había detenido en el tiempo a los mortales que no protagonizan el relato, ahora también restringía el movimiento de nuestras muchachas. El guango enredándose alrededor del cuello de Asiri, fue el último gesto que acompañó la inercia de sus pasos, mas sus ojos ardían en deseos por acercarse tan solo un poco a Hurcaway, que no tuvo la posibilidad de mover ni siquiera en una pizca, la curva de aquella sonrisa.

Para cuando Cemetery Gates se reproducía, la puerta de ingreso al local permitió el paso de un frío soplo de viento que separó volantes publicitarios de estanterías, tupés de cabezas calvas; y una que otra falda alcanzó más altura que «dos líneas» por encima de la rodilla. La ventisca se arremolinaba en rincones y continuaba su flujo unos centímetros más allá, se ensañaba en morder la tibia espalda de Hurcaway, imitando manos de helado tacto. El soplo se envolvía entre sus muslos, con la firmeza del experimentado amante, que regocijado por las formas dispuestas, toca cuanto se le apetece.

La visitante, aún sin estar paralizada, se habría entregado sin resistencia al tacto de aquel omnipresente soplo, el peso del placer cerró sus párpados y volvió mordida, una sonrisa que hace segundos parecía imperturbable.

Así como el placer de infinitos dedos había abordado a Hurcaway, la abandonaba.

Desdeñoso el viento, deja terreno propio para colonizar tierra salvaje, roza apenas perceptible los pechos de la india, los ojos de la espigada mujer, que hace un momento se retorcían de placer, ahora miran atentos a la mujer al frente. Las miradas suelen ser más intensas que las palabras, y aquí los ecos entre silencio gritan: «! Déjala!» «! ¡No toques esa asquerosa piel rasgada!»

Los labios que ahora soplan aquella piel con marcas, juegan a delinear el relieve de los tatuajes que luce, el corazón herido que adorna el espacio entre ese par de firmes senos, fue el primero de los objetivos. El viento no podía seguir fielmente los trazos, pero en su banal intento, la tocaba, la tocaba, y Asiri lo odiaba.

De repente, la fuerza de los trozos de viento en cada rincón, convergieron en un solo remolino de metro y medio de altura y entre las mujeres.

La bruma... el polvo las cegó por el breve instante en el que, el ir y venir de la ventada iba tomando forma. Una niña fue lo que dejó el viento, con la piel tan blanca como las escasas nubes en el cielo de verano. El hábito que luce la criatura, aún danza al ritmo de los rezagos de aquella ventisca, dejando al descubierto sus tiernos pies manchados por la sangre que brota de las llagas sobre los empeines. Aquella nacida del viento, sujeta entre las manos un rosario, y cuenta tras cuenta va murmurando palabras que no se alcanzan a distinguir.

La niña ignora a Hurcaway y Asiri. Continúa deslizando las esferas del escapulario, como si conmemorase para si los 20 misterios. Frase tras frase, la herramienta de rezo se tiñe con la sangre que supuran las marcas en sus palmas. Tal como apareció, el viento dejó notar su ausencia, ya no había manos invisibles que jueguen a desordenarlo todo... todo estaba desordenado.

Plateado, brillante y en calma, el cabello de la muchacha era vertiente desembocando en su cintura, los pasos que comenzó a dar, mantenían a sus espaldas a la india y la castaña, que inmóviles sólo conseguían ver la efigie de la aparecida, y las huellas escarlatas delatando su recorrido. Ya a un par de metros distanciada, se detuvo.

—Nuestro padre tuvo la delicadeza de otorgarnos una maldición que él se ha empeñado en asegurar, es una bendición. —Dijo la pequeña de plateada melena, sus palabras sonaban sublimes, aunque matizadas por el timbre de una doncella a la que no le ha llegado la primera regla. —¿Saben de qué execración hablo? —, añadió con cierta impaciencia, y en silencio esperó respuesta. I’m broken, desde el reproductor de dvd, era la respuesta.

La hija del viento apretó el escapulario con la zurda y lo sacudió como pretendiendo azotar el suelo con él. No lo tocó, ni siquiera lo rozó, pero las baldosas bajo su recorrido, volaron en pedazos. Inmediatamente dirigió su mirada a aquel aparato que escupía éxitos de Pantera, y el aparato, dejó de escupirlos.

Asiri y Hurcaway podían apreciar el perfil de la muchacha. Se encontraba furiosa.

Las emociones son algo curioso y complejo, puedes no expresar ninguna, puedes expresar una o al tiempo, denotar varias, inclusive en su arrogancia, los hijos de Dios, han aprendido a fingirlas. Sin embargo, aunque puedas adiestrar a tus brazos para crear artificial calor de un abrazo frío, lo realmente difícil es: entrenar los ojos. Para una mirada aguda, no hay misterio tras otra mirada, y ahora que la nacida del viento había dirigido su atención a las muchachas, podía leer en sus pupilas, lo que ya se sentía en el ambiente.

Poco a poco el severo aspecto de los ojos de la niña con marcas sangrantes, se fue suavizando, como si al leer las emociones en las pupilas de Asiri y Hurcaway, comprendiese que no hay razón para estar molesta.

—Perdonen chicas, no quería asustarlas— dijo la niña. Sonreía, al tiempo estudiaba la mirada de Asiri.

El cuerpo de la india parecía vibrar, como esforzándose por librarse de las ataduras invisibles que la paralizaban, sus ojos hervían en ira.

En un parpadeo, la niña se encontraba frente a Asiri. No había usado los lastimados pies, como hace un instante, sólo pensó en estar más cerca de la mestiza, y tanto tiempo como espacio se sometieron a su voluntad.

4 февраля 2020 г. 5:08 0 Отчет Добавить Подписаться
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Об авторе

Dylan Laferte Adoro escribir, pero definitivamente amo leer. Me encanta ser parte de esos universos de bolsillo (a veces en varios tomos) que crean los escritores, que a mi gusto, tienen algo que contar. Admirador de Medardo Angel Silva, Stephen King, Gustavo Adolfo Becquer, Edgar Allan Poe y Juana Inés de la Cruz, he recibido influencia de autores de fantástica imaginación. Entiendo que es imposible estar a su altura, pero ... se hace el intento.

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