Короткий рассказ
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UN PUEBLO SIEMPRE FELIZ

La imagen del GoogleMaps era innegable, en la impenetrable espesura del Amazonas se veían indicios de un poblado aparentemente activo del que a pesar de intensas averiguaciones no se pudo obtener referencias.

Formidable trabajo de investigación para los antropólogos de la Universidad. Un verdadero tesoro.

El 1º de abril partió la comitiva que efectuaría el trabajo. Estaba formado por doce investigadores (cinco antropólogos, dos médicos, un psicólogo, dos sociólogos y dos lingüistas) y siete ayudantes.

Un helicóptero de las fuerzas armadas de Brasil acercó al grupo a una distancia de diez kilómetros de la ubicación del poblado, debían pasar desapercibidos por los supuestos habitantes por lo que el resto de la travesía se efectuaría a pie.

El día 14, luego de nueve días de una tortuosa marcha por la enmarañada selva, llegaron a su meta.

Se encontraron con un villorrio de casas de formas circulares, de paredes de adobe y dispuestas en un orden perfecto alrededor de un edificio, también de barro, pero mucho más grande y de forma ovoide.

Sus habitantes eran de mediana estatura, de aspecto andino y de todas las edades, siendo los más ancianos de unos aparentes ochenta a noventa años. Los sexos estaban repartidos aproximadamente mitad y mitad. El número de niños era evidentemente mayor al de las grandes ciudades.

Hablaban una lengua muy dulce que sonaba muy parecida al guaraní. Se los veía bien alimentados.

Lo que asombró a los investigadores era que absolutamente todos los habitantes se mostraban casi exageradamente alegres, siempre riendo, cantando y festejando, tanto en sus ratos de ocio como cuando realizaban sus labores. Siempre desbordantemente felices

No conocían el alcohol, o por lo menos ninguna de sus bebidas lo contenía.

Lo primero que se pensó es que se había llegado, casualmente, mientras se celebraba alguna fiesta pero en toda la semana que demandó el armado del campamento y el reconocimiento del terreno el clima festivo no declinó nunca. Desde el alba hasta el ocaso la algarabía era enorme; hasta los que estaban enfermos se mostraban contentos, algunos de ellos se veían graves pero curiosamente eran muy pocos y todos a causa de problemas traumatológicos.

Los dos lingüistas pudieron con gran habilidad aprender lo suficiente de su idioma como para poder comenzar un intercambio. En pocos días podría decirse que hablaban con los habitantes del poblado con muy poca dificultad. Notaron que su vocabulario era enorme, y les asombró el número de sinónimos que utilizaban para relatar sus pormenores.

En la noche del 29 de abril mientras cenaban, el psicólogo y uno de los lingüistas que ofició de traductor durante todo ese día de incontables entrevistas, contaron algo que les pareció inexplicable. A todos se les preguntó cuándo habían nacido, y todos contestaron lo mismo: el día del eclipse.

Pero lo más curioso es que todos los encuestados decían haberse desposado ese día o habían tenido a alguno de sus hijos cuando ocurrió el fenómeno solar; y cuando se les preguntaba por el día de nacimiento de los niños más pequeños su respuesta era, siempre, días o meses ‘después del eclipse’. Era como si toda su historia hubiese comenzado a partir de ese evento, que, digamos, no podría haber sido muy lejano ya que algunos infantes no aparentaban mucho más de año y medio.

Nadie entendía nada. Se hicieron conjeturas durante horas, hasta que uno de los antropólogos decidió consultar a Google.

El eclipse se había manifestado en ese exacto punto de la geografía un 29 de abril de hacía dos años a la hora 16:37. El asombro fue unánime.

Tenían una notable exactitud en la medida del tiempo con respecto a año, mes y día, el concepto de semana les era desconocido o no lo utilizaban; tampoco conocían la medición del día en horas o divisiones de ella. Se referían a su modo de medir el transcurso de una jornada con estas expresiones: ‘amanecer’, ‘mitad de la mañana’, ‘sol en la mitad del día’, ‘tarde’, ‘antes de la noche’, ‘noche’ y ‘antes del amanecer’.

El asombro aumentó cuando algunos días después nadie nombraba a ningún eclipse, aunque todos referían conocer el concepto de ‘eclipse’ ya que también todos recordaban haber usado esa palabra. Ahora cuando se les preguntaba el momento de su nacimiento respondían —cuatro medios años —así se referían a los semestres. Con respecto al de los niños ahora decían, como ejemplos, —ocho días después de cuatro medios años —o dos meses después de ese tiempo.

Todo esto se transformó en un gran misterio, todos declaraban haber nacido dos años atrás, exceptuando a los pequeños. El concepto de ‘cumplir años’ no existía, aunque en realidad tampoco les hacía falta ya que estaban todo el tiempo participando de una fiesta eterna en donde todo era baile, música, risas y bromas.

Después de mucha observación sobre sus costumbres les llamó la atención una en especial. Al salir el sol, todos, absolutamente todos los componentes de la población bebían de un recipiente de barro cocido, de factura muy ordinaria y que aparentaba ser muy antiguo, mediante una cuchara de madera o cerámica que cada uno portaba, un sorbo de una infusión que todas las mañanas dos mujeres ancianas preparaban antes del alba en base a las hojas de curiosa forma triangular de alguna planta especial y desconocida por el grupo de investigadores. Todos formaban fila siempre en el mismo orden. A los bebés se les suministraba con una especie de muy pequeña cuchara de madera. Luego de que el último de la fila había bebido su sorbo, dos mozas llevaban el cántaro a cada una de las chozas en donde había algún enfermo que no podía movilizarse. El poco líquido sobrante se arrojaba al arroyo que estaba al este del poblado, al que llamaban ‘Auí’, palabra que después se interpretó que se refería solo a ‘curso de agua’, pero que por convención sirvió para nombrar a los nativos: ‘los Auí’.

Nadie sabía explicar el porqué de esa costumbre. Es más, todos desconocían el motivo de ella, solo que era una actitud absolutamente reverencial y, sin estar escrito en ningún lado, nadie debía dejar de someterse a la ceremonia. Aún en los días de lluvia torrencial esperaban su turno, imperturbables, debajo del diluvio.

Varios días después de la curiosa observación se decidió que Julián, uno de los médicos, pediría beber un sorbo de la tizana.

Se efectuó el pedido, y sin ningún reparo los pobladores accedieron a que lo haga. Es más, hasta se mostraron felices por el pedido y ofrecieron formar parte de la ceremonia al resto del grupo.

El voluntario, al que los nativos proveyeron de una muy elaborada cuchara de madera, se colocó último en la fila y durante días bebió la pócima.

Nadie vio nada raro en él, exceptuando su repentina y evidente sensación de felicidad. Él manifestaba tan solo una sensación de bienestar, paz y alegría interior a las que no encontraba explicación.

Los expedicionarios continuaron normalmente con sus tareas de investigación hasta que al psicólogo se le ocurrió preguntar al voluntario cuándo había nacido. La respuesta estremeció a todo el grupo… —Hace cuatro semestres —dijo muy suelto de cuerpo.

Fue inútil tratar que recordara algo de su paso por la facultad, por ejemplo, o de su infancia. Ni siquiera recordaba la fecha real de su matrimonio, aunque sí los nombres de su esposa, hijos, padres familiares y de infinidad de amigos (pero, curiosamente, no de todos, ni aún de los más queridos de su infancia, adolescencia o de la mayoría de sus condiscípulos).

El conflicto se volvió más misterioso cuando relató que hacía tan solo cuatro semestres de su boda, y el mismo tiempo del nacimiento de sus hijos o de su egreso como antropólogo.

Era imposible, a pesar de que mostraba que sus conocimientos estaban intactos, que cayera en cuenta del enorme contrasentido de que todo eso, y muchas cosas más que se le refirieron, hubiesen ocurrido en el mismo tiempo.

Se seguía mostrando agudo e inteligente, pero se reía a carcajadas por la “tozudez” de todos al querer convencerlo de que todo en su vida no podía haber comenzado el mismo día. —Están todos locos —les decía mientras parecía que iba a desmayarse de tanto reír. Se unía a cuanto grupo de baile se armaba por momentos, danzando frenéticamente y gritando loco de contento. “Su necesidad de festejar” se había hecho incontrolable.

Pasaron varios días, los datos compilados por los investigadores eran valiosísimos, y más los que aportaba “el voluntario”.

A los diez de comenzada la experiencia se decidió que dejara de recibir su sorbo matinal, lo que provocó una especie de desconsuelo en los habitantes, aunque tampoco esto les hizo perder su alegría.

No hubo ningún cambio en el voluntario hasta la hora del almuerzo del día siguiente. Fue en ese momento cuando, en forma repentina, recobró su seriedad habitual: dejó de cantar y de reír.

Todos se miraron asombrados, se hizo un gran silencio que duró hasta que el psicólogo, aparentando curiosidad, comenzó a preguntar a cada uno el día de su nacimiento. La expectativa se centró en el momento en que se le preguntara a Julián. —El 21 de septiembre de 1978 —fue su respuesta, sorpresiva y anhelada por todos.

La atención del grupo se centró sin ningún disimulo en él. Recordaba perfectamente todo lo ocurrido durante los diez días de la experiencia, menos que le hubiese sido imposible, y hasta le pareciera absurdo, recordar su incapacidad de reconocer que no podía ser que todos los acontecimientos de su vida hubiesen sucedido el mismo día o a partir del mismo día, y en tan solo cuatro semestres. Le era imposible asumir que durante diez días haya creído que todo en su vida había comenzado exactamente hacía dos años.

Cincuenta y dos días después del primer contacto se decidió el retorno, y se convino que durante el largo y penoso trayecto que les esperaba no se hablaría más del tema.

Tres semanas después estaban todos en casa.

El producto de la investigación resultó en dos gruesos tomos de hojas impresas que se fotocopiaron y distribuyeron entre poco más de noventa científicos, de todas las ramas.

Todos los asuntos se discutieron durante meses. Obviamente el tema más candente era el que todos los nativos, y Julián en el momento de la experiencia, creyeran que la historia general y personal no tenía más que setecientos treinta días. “Cuatro medios años”, como decían ellos.

¿Qué había ocurrido? ¿Por qué todos en el pueblo se mostraban tan felices? ¿Por qué todos creían que nada era más antiguo que dos años?

Al fin se llegó a una conclusión. Era evidente que el fenómeno era producto de aquel brebaje matutino, la experiencia de Julián no dejaba dudas.

Eran felices porque nadie recordaba su vida desde el real primer día, por lo que nadie sentía culpas de nada.

Fueron los psicólogos los que aportaron una conclusión racional: los hechos no felices de los últimos tiempos, digamos de los últimos dos años, nos ponen tristes, nos deprimen, pero aún no nos causan la amargura de la culpa. Hace falta más de ese tiempo para que lo que consideramos que nos hizo daño o que por nuestra intervención dañó a otros (haya sido adrede, a causa de un error, un desacierto o de una trampa del azar o del destino) se transforme en la torturante culpa que podríamos afirmar que siempre suele acompañarnos hasta el fin de nuestra existencia, cuando no es ella la promotora de lo que nos lleva a la muerte.

Los Auí habían descubierto una misteriosa y formidable forma de eliminar la culpa.

FIN

22 января 2020 г. 14:44 0 Отчет Добавить Подписаться
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Об авторе

Cesáreo Rodríguez Casado con Marita, Padre de tres hijos (Marcelo, Pablo y María Lelis, por orden de aparición). Siete nietos. Setenta y cuatro años de edad. Medico generalista desde hace 45 años, y geriatra desde 1981.

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