Encendió el motor de la sierra eléctrica, colocándola sobre la piel del viejo árbol, uno de los últimos de ese antiguo bosque mexicano, alguna vez majestuoso, del que solo quedaba un cementerio. El terreno estaba lleno de cadáveres, los otros árboles, talados ilegalmente por leñadores y campesinos, también presentes en ese momento.
Incrustó los dientes metálicos en la corteza y comenzó a destrozarla pero, entonces, un líquido espeso le salpicó el rostro y el pecho, batiendo también sus brazos y la hoja de la sierra: borbotones del fluido escarlata comenzaron a emanar desmesuradamente del tronco del viejo árbol.
Aterrados, los hombres dejaron caer sus herramientas al contemplar aquella terrible escena. Después, un escabroso murmullo inundó el aire del antiquísimo sitio: todos los árboles, los vivos y los caídos, comenzaron a chillar al unísono, formando un desgarrador lamento de sufrientes voces milenarias.
Los tipos huyeron despavoridos y, mientras corrían, un lodo rojizo con hojas secas se adhirió a sus botas y zapatos: el bosque entero había comenzado a sangrar.
Para cuando arribaron jadeando al poblado más cercano, el horror había enloquecido a varios de ellos. Todas las personas comenzaron a llorar y a rezar al verlos llegar, acompañados por pastosos ríos color carmesí que escurrían de los cerros, tiñendo las calles del lugar e inundando las plazuelas.
El alarido ensordecedor se propagó por los bosques del mundo y no se detuvo jamás. Cuando los árboles sangraron horrorizaron a la humanidad mostrándole cuán atroz en verdad era.
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Nota: esta historia fue escrita y publicada originalmente en mayo de 2019 para un reto en linea llamado #EscribePorElCambio.
Andrés Oscura
