Los penetrantes ojos negros de la señora que me observa tras la ventana de mi habitación hace rato que han dejado de fascinarme y han comenzado a parecerme sobrecogedores. Quizá no exista sinónimo alguno para el horror tan profundo que siente mi alma al ser atravesada por la oscuridad que esa figura desprende. No es tan solo el hecho de que una mujer esté perturbando mi intimidad abordando con sus ojos, a la vez cansados y entusiastas, todos los rincones de mi cuarto. Lo que realmente me eriza la piel es poder ver a esa mujer ahí, toda estática sabiendo que mi casa se encuentra en un séptimo piso de un edificio en medio de la más inmensa nada y que la ventana donde se encuentra esa vieja anciana curiosa da ni más ni menos que a la avenida.
No pronuncia palabra, no gesticula, no presenta signo alguno de que respire siquiera, tan solo mira. Mis inútiles intentos por espantarla son en vano, no reacciona, no responde a mis palabras, solo me sigue con la mirada, con su negra y fría mirada. Casi puedo sentirla, es densa, como el ambiente que deja su presencia.
Me coloco firme frente a la ventana, juego a sus cartas, me pongo a espiarla, inspecciono su rostro. Es una mujer pálida, ya anciana, de poco pelo. Está abrigada, hace frio fuera, lleva bufanda y unas gafas. Indago en lo más profundo de mi memoria para intentar darle un sentido a la aparición, pero no consigo recordar nada. Su rostro no se encuentra archivada en mi cabeza. La mujer ya me incomoda, agarro el pomo y con fuerza abro la ventana. Le grito que se marche, pero para cuando me percato ya le había hablado a la nada.
La mujer ya no está, cierro la ventana y de nuevo me observa. Tiempo tardo en entenderlo, no se trata de un fantasma, ni tampoco de un espectro. No ha venido a hacerme daño. Tan solo observa asustada y cansada los ecos de demencia a través de mi ventana.
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