Hacia principios de su adolescencia, y por ello, amén de la pereza mental, condenada al olvido suyo y de sus contemporáneos, habíale ocurrido un anecdótico suceso con un ganso, con cuya onomatopeya desde entonces fue llamado. Y así decíanle sus amigos; «viejo», su esposa; y «usted», sus hijos. Éstos nunca lo supieron y aquélla ya no lo recordaba; bien fuera por la tanda de golpes que a unos dio por confianza, o por la lucidez perdida, unos y otros su nombre ignoraban. Y era menester saberlo: don Cuac estaba muriendo. Alrededor de su lecho, de él despedíanse parientes y amigos; y en las despedidas una constante se había producido: preguntarle su nombre. Querían saber qué poner en su tumba y corona de flores. Mas la enfermedad, hablar le había impedido; y el 24 de enero de ese año, un último intento fue hecho; y él, su destino advirtiendo, con sumo esfuerzo abrió su boca y terminó diciendo «me llamo...», muriendo en el acto, en un vano intento por recobrar algo que hacía tanto tiempo había perdido.
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