Era el año 1972 a las dos de la tarde en un aula calurosa del liceo Santiago Key Ayala. El profesor Caruso, luego de escribir ecuaciones y números en la pizarra, se sentaba detrás del escritorio a esperar que los alumnos copiaran sus apuntes. El profesor comenzaba entonces a dormitarse mientras los estudiantes hacían lo suyo, su estampa era como de un Buda vestido de paltó y corbata: calvo, gordo y sonriente, reposado con los ojos cerrados.
Un día el aquelarre estudiantil se transformó en bochinche. El profesor despertó de su estado meditativo, abrió los ojos y al ver al líder del desorden grito con el más dulce acento italiano ¡Mamarracho! ¡Usted es solo un Mamarracho!
Era el primer curso del bachillerato, casi niños, casi adolescentes. Unos pocos repitientes se mantenían en la periferia y rompían la homogeneidad en la madurez del salón de clases. Las Sandras, el pelúo ya habían dejado de ser preadolescentes, se mantenían incómodos con la presencia nuestra. Mamarracho era un caso diferente, cuerpo, aspecto de muchacho pero mente de niño que agitaba las aguas de la obediencia. Rechazado por sus contemporáneos, era aceptado por los recién ingresados y elevado al liderazgo natural que todo grupo necesita.
Fue al final del año cuando percibí lo que a mis ojos permanecía invisible en el comportamiento de los repitientes, por qué nos despreciaban y espantaban como moscas molestas que revolotean sobre los platos del almuerzo. Fue cuando comprendí la razón por la cual las Sandras se quedaban en el salón de clases en lugar de salir corriendo al patio de juegos o la necesidad del pelúo de aislarse detrás de los arbustos del pasillo principal. Y no fue por falta de entendimiento que lo comprendí, fue por falta de sosiego. El timbre del recreo era la señal para salir en carrera a jugar con la pelota, no existía otro pensamiento diferente a lanzarla y atraparla, a desafiar y aceptar la revancha. Nublados los ojos de sudor, con la sangre palpitando entre las sienes, llegaba al pupitre para manchar las hojas del cuaderno con los dedos de la tierra.
¡Mamarracho! ¡Eres un Mamarracho! Suena y resuena en mi cabeza, cobra vida y se despliega en mi pensamiento hasta ocupar con su recuerdo la dulce melodía entonada por Caruso.
Hombre maduro, le tocó servir en la II Guerra y sobrevivir para no contarla. Hombre parco, de mirada fija en el infinito. La misma mirada con la que descubrió al cuerpo muerto de su padre y que mantuvo toda su vida; una mirada de tristeza contenida de llanto inacabado. Durante una jornada política o de lucha por mejoras salariales, la concentración de obreros se sintió amenazada por los carabinieri y un tropel de piernas atropelló a los manifestantes. Unos cayeron y fueron pisoteados por la masa anónima. Allí lo encontró Caruso, lo reconoció por el sobretodo gris, por la cara magullada que seguía siendo la cara de su padre. No derramó lágrimas, pero se tragó una bocana de moco espeso que le obligó momentáneamente a cerrar los ojos. Vio la guerra venir y con ella marchar su juventud, no derramó lágrimas tampoco. Vio la guerra terminar, no derramó lágrimas. Una faz seca, apergaminada le acompañó hasta que arribó al puerto de La Guaira en busca del Dorado y fue cuando el verdor de la cordillera le devolvió el color a sus ojos.
Mamarracho no recibe un buen trato por el resto de los estudiantes, su irregular comportamiento lo hace blanco de burlas y asperezas de las que parece refractario. Su carácter es una combinación de inocencia, simpatía y extroversión; contrasta con la rudeza del resto de compañeros de clase. Su inocencia le impide reconocer el primordial rasgo de su personalidad, la estupidez. Una estupidez orgánica como orgánico es un hueso o un músculo, una estupidez sutil, tan sutil como un guiñar de ojos. Su estúpida mirada brilla cuando corre y grita, cuando ríe y se agita, pero es mirada cabizbaja cuando hace silencio a una pregunta del profesor o ante la insinuación no respondida de una Sandra que le hiere con un sonoro ¡muchacho pendejo!.
Las Sandras son dos chicas que se sientan en los últimos pupitres, contiguas, codo a codo, son casi ajenas a la clase. No perturban a los profesores, no atienden, no participan. Tienen una particular forma de comunicarse entre si y pasar toda las tarde en un coloquio silencioso, como un par de hamsters que rozan sus largos bigotes, expanden nerviosamente sus narices y alejan sus trompas. Solo abandonan el duro asiento del pupitre en el tiempo del receso. Sin prisa, son las últimas en levantase, no gustan de salir para recobrar la libertad en el patio de recreo. Suelen ocultarse con sigilo detrás de la puerta del salón, como lo haría un hamster que no quiere ser descubierto. Incomprendida razón la de ocultarse de tal manera que, permaneciendo abierta la puerta mostrando el interior vacío del aula, un ángulo con dos catetos de paredes y una hipotenusa de puerta de madera, forman un punto ciego. Un punto ciego que es mas bien un túnel ciego, un espacio triangular donde cercanamente caben dos personas de pie.
No me puede explicar como el mar tiene una espuma blanca, no puedo entender como el mar puede ser azul en tiempo despejado y luminoso, ni como puede ser verde cuando es sereno. No me puedo explicar Tomaso, no me lo puedo explicar.
El tiempo del receso es aprovechado con intensidad por su breve duración, es por eso que cada quién se entrega con pasión a disfrutarlo. Pelúo esconde un cigarrillo entre las páginas de un cuaderno que lo resguarda de cualquier posible requisa. Antes de salir toma su cuaderno, lo abre para verificar que el objeto de culto se mantenga y se marcha con el cofre del tesoro entre el brazo y el cuerpo, bien ajustado al sobaco.
El juego preferido de la muchachada es el beisbol con pelota de goma, una versión simplificada en reglas que no requiere de implementos, salvo una pelota de goma blanda. Solo hay que golpear la pelota con fuerza y correr a la seguridad de una base antes de que algún jugador del equipo contrario la atrape. Es un juego de intensidad que desarregla la presentación personal, caras rojas goteadas de sudor, camisas mojadas olorosas a brega. La intensidad suele terminar es disputas y peleas ocasionales que se resuelven cuando termina la jornada escolar, pero mientras eso sucede, los contrincantes se retan con insultos y amenazas que se transforman en miradas y señas durante la clase. Como dos gallos que se carean antes de la pelea, se miran y confrontan con los ojos, con los gestos. Un público cautivo no presta atención a la explicación del profesor por atender lo que en silencio se dicen los contrincantes. Un ambiente de inquietud perturba la serenidad, ¡Qué es lo que sucede! Fulanita, ¡pase a la pizarra y escriba lo que le voy a dictar!.
Suena el timbre de salida y un tropel de estudiantes sale y se aglomera en la esquina de la calle. El río de adolescentes no fluye, se detiene a la espera del enfrentamiento de gladiadores. Cada uno asistido por su mánager se despoja de la camisa y es vitoreado por la multitud. Ninguno se atreve a dar el primer golpe y el público impaciente forma un círculo derredor que los estrecha y hace ineludible la confrontación. Un manotazo sonoro exalta los gritos de los espectadores y se consuma la golpiza.
Tomaso Caruso. Cambió su primer nombre cuando llegó a Caracas, quizás fue Regino Lupi Caruso pero ahora solo se conoce a Tomaso Caruso. Habita en una habitación al fondo de la pensión la cual comparte con dos paisanos venidos con anterioridad a su llegada. Se trata de una casa vieja, de buena edificación que debió pertenecer a alguna familia acomodada por la calidad y estética de su arquitectura. Hoy, las vestimentas y sábanas tendidas que se orean con la brisa desdibujan su magnificencia de tiempos pasados. La pensión está habitada por inmigrantes que trabajan con la esperanza de regresar a su país con riqueza y prosperidad. Muchos trabajan como obreros de la construcción, otros ejercen el mismo oficio que aprendieron pero con mayor rentabilidad que en la deprimida Italia. Tomaso observa sus manos, pelada la piel por el cemento; durezas y escoriaciones son el estigma del inmigrante que no tiene otro oficio sino la fuerza de su trabajo. En realidad tiene un oficio pero no domina el idioma español, es topógrafo y muy bueno para los cálculos, por eso se conforma con el puesto de obrero, sabe que en algún momento próximo podrá retomar su oficio, quizás en este mismo contrato para la construcción de una gran autovía.
Hay una Sandra fea y otra Sandra bonita, la fea se esconde detrás de la puerta y la bonita se retira hasta el baño. La fea se encuentra con su novio detrás de la puerta para besarse a escondidas y la bonita se maquilla en el baño, se dirige al salón de clases, interrumpe el idilio, y los tres caminan para el patio de recreo a donde llegan segundos antes del timbre que anuncia el regreso a clase. Les llamo las Sandras por un episodio que sucedió con la profesora de biología. En una oportunidad la Sandra bonita llegó vestida sin el obligatorio uniforme azul, llegó vestida de pantalón y franela negra con una estampa colorida. La profesora le llamó la atención por la falta y le pidió una explicación a lo cual le respondió qué, por la muerte de un familiar guardaba luto vistiendo de negro. ¡Luto con una franela que tiene la estampa del cantante Sandro! ¡eso no es luto!, pero no la retiró de clase como señalaba el reglamento. Desde ese día su nombre fue Sandra.
Mamarracho no volvió para el siguiente lapso escolar, tampoco una de las Sandras. En este momento hago esfuerzo para recordar mas de ellos y poco puedo recordar.
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