Esa noche me tocaba a mí cerrar el cine. Mi trabajo consistía en verificar que nadie se quedaba en las salas, comprobar las salidas de emergencia y apagar todas las luces.
La última peli era una de superhéroes con ochocientas escenas postcréditos y la gente se quedaba hasta el final.
Cuando por fin se fueron todos y tras revisar los lavabos, fui a apagar los proyectores cuando escuché un extraño ruido.
Solo quedaban abiertas las luces auxiliares y me pareció que la resonancia provenía de la Sala 10.
Estaba a oscuras pero yo tenía mi linterna. Alumbré las butacas desocupadas y el suelo pringado de jarabe y palomitas. El espectral silencio de una lóbrega sala vacía aún seguía poniéndome de los nervios.
Un eco lejano me asustó, haciendo que se me cayera la linterna y rodara por el suelo hasta la primera fila, reverberando en la pantalla.
Corrí hacia ella maldiciendo y tropezando contra todo y la cogí.
Me dirigí a los vestuarios de empleados atraído por la fuente del sonido como un canto de sirena. El interruptor de la luz estaba convenientemente estropeado.
El perturbador sonsonete parecía ser cada vez más audible conforme avanzaba iluminando mi destino a través de la negrura del pasillo.
Conseguí atinar con la llave y abrí la puerta, temblando de los nervios, sin saber lo que esperar ahí dentro.
Era yo ‒una versión idéntica a mí‒ sólo que cubierto de sangre (¿ajena?) y me dijo con desasosiego:
—Escucha atentamente lo que te voy a decir.
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