El calabozo era un lugar frio, anodino y aburrido, apenas iluminado por una bombilla conectada a un triste cable que bailaba en el aire, al son de las olas que mecían el crucero Infanta María Teresa. Solamente las goteras de una tubería mal sellada, rompían el silencio. En su interior, dos prisioneros aguardaban sentados en el suelo, recostados contra las paredes del calabozo. Uno era alto, delgado, de rasgos suaves, de cabellera abundante y bigote arreglado. Portaba un anillo dorado, embrutecido por el paso del tiempo, con extraños y elaborados símbolos, en el dedo anular de su mano izquierda. Sus ojos, de color indeterminado, estaban ocultos tras unos anteojos, pero su mirada transmitía la seguridad y la confianza de quien sabe que va a salir del lio en que está metido. El otro era bajo, corpulento, ligeramente tostado por el sol, con la cabeza completamente rapada y con una desaliñada barba de chivo. Sus ojos eran apenas una delgada línea horizontal en su rostro, debido a que procedía de las lejanas costas de Asia, y lo que transmitía su mirada era... hastío y aburrimiento.
—Kato, ¿podrías ayudarme a hacer memoria y decirme cuantos días llevamos encerrados? —preguntó el hombre de los anteojos, mientras se sacaba el anillo y se masajeaba el dedo anular.
—Cuando dice "encerrados", ¿se refiere expresamente a aquí, en este navío, o la pregunta hace referencia desde el accidente en el que explotó el otro navío? —respondió con una pregunta el hombre de rasgos orientales.
—¡Kato! ¿Ya me estás liando otra vez? —preguntó el hombre de los anteojos.
—¡Nada de eso, señor! Veamos... déjeme que lo piense un momento —Kato levantó las manos y comenzó a contar en voz baja, ayudándose de sus dedos, y repitiendo la operación varias veces para asegurarse. Tras unos minutos de especulación matemática, el asiático contestó—. Creo que tres meses y diez días... u once... no estoy seguro.
—¡Dios! ¡Y yo que pensaba que llevábamos un siglo encerrados en esta lata de sardinas! —exclamó el hombre de los anteojos.
—Bueno, técnicamente, apenas llevaremos una semana metidos aquí, en este crucero, señor. Antes del traslado, lo pasamos en los calabozos de la Habana, así que...
—¡¿Pero no te he dicho que no me líes?!
—¡Perdón, señor!
Al otro lado de la celda, se escuchó un ruido. Alguien metió una llave en la cerradura del calabozo y a continuación la giró. En ese momento, el hombre de los anteojos se colocó el anillo de nuevo. La puerta se abrió hacia afuera, lenta y pesadamente. Después, unas figuras entraron en el calabozo. Eran dos marineros, jóvenes, casi adolescentes, los que se presentaron ante ellos.
—¡Prisioneros, en pie y extiendan las manos! —gritó uno de los jóvenes marineros. El hombre de los anteojos y el asiático obedecieron, se incorporaron y juntaron las dos manos frente al marinero que les habló. El marinero sacó un par de esposas del bolsillo y se las colocó en las muñecas a cada prisionero—. ¡Sígannos!
El grupo salió del calabozo y recorrieron los pasillos del Infanta María Teresa, esquivando marineros, oficiales e ingenieros, que iban de aquí para allá, con paso firme pero incapaces de ocultar su nerviosismo y desasosiego.
—Parece que la cosa está movidita —comentó el asiático.
—Dígame, oficial, ¿ya se han decidido por liberarnos y dejar correr este asunto? —preguntó el prisionero de los anteojos.
—Nada de eso —respondió el marinero que les había puesto las esposas—. Ustedes vuelven a la sala de interrogatorios.
—¡¿Otra vez?! ¡Pensaba que ya habíamos aclarado todo ese asunto!
—Pensó mal.
El resto del camino hasta la sala de interrogatorio transcurrió en completo silencio. Tras un par de quiebros, caminatas en línea recta y varias subidas y bajadas por los distintos niveles del navío, llegaron a su destino. Cuando les abrieron la puerta y les invitaron a sentarse, uno al lado del otro y enfrente de una gran mesa rectangular, un oficial les esperaba sentado al otro lado de la mesa. Y detrás de este, pegado a la esquina de la sala, un escriba esperaba tranquilamente. El primero era corpulento, de tez morena, con la nariz chata y con el pelo corto; el segundo era enjuto, pequeño y de gestos nerviosos.
—¡Sargento Gu...! ¡Un momento! ¡Usted no es el sargento Gutiérrez! —exclamó el prisionero de los anteojos.
—Así es —respondió tranquilamente el oficial—. Soy el brigadier Benavente, superior del sargento Gutiérrez.
—¿Y qué se le ofrece?
—He revisado el informe que me ha pasado el sargento Gutiérrez, sobre su anterior interrogatorio, y hay varios puntos en él que... la verdad, no hay por donde cogerlo. Por lo tanto, hagamos borrón y cuenta nueva, y volvamos a empezar por el principio, ¿de acuerdo?
—¿Por el principio, dice?
—Así es. Por el principio. Olvide que ya se lo ha contado al sargento Gutiérrez o que yo he leído su informe. Cuéntemelo todo de nuevo.
—¿Todo de nuevo?
—Todo.
—¿Otra vez?
—Otra vez.
El hombre de los anteojos suspiró cansado y acto seguido comenzó a hablar.
—Pues en esencia, poco más que añadir a lo que ya le he dicho previamente —respondió el prisionero. El escriba comenzó a tomar notas de forma veloz y diligentemente—. Me llamo Ramón Guetti y este de aquí es mí asistente Kato. Me dedico al comercio y voy de puerto en puerto por las costas del Caribe ofreciendo mis productos al mejor postor. Tabaco, azúcar, cacao, ron... ese tipo de cosas. Para los clientes más selectos tengo "otro tipo" de productos... ya me entiende. El caso es que navegando hacia Santiago, poco antes de llegar al puerto, nuestro navío, el Indomable, se averió. En principio la cosa no parecía nada serio, pero según me comentó el capitán de la nave, hubo algún tipo de escape, fuga o entrada de agua... no estoy muy seguro. Por dicho motivo, el barco comenzó a hundirse. Al principio poco a poco, para después ir entrando agua en tromba. El caso es que hicimos señales de socorro a los barcos más cercanos, para ver si nos podían ayudar. Pero solo justo al final, cuando yo y mi asistente apenas resistíamos en pie en la punta de la proa, que por fortuna no se había hundido todavía, fuimos rescatados.
—Vaya, que oportuno, ¿no? —dijo irónicamente el brigadier Benavente.
—Muy oportuno, señor. Completamente de acuerdo —añadió el asistente Kato.
El brigadier Benavente le lanzó una mirada de desaprobación.
—¿Y el resto de la tripulación? —preguntó el brigadier.
—Lo desconozco, señor —respondió Ramón—. Pero sin ser una persona muy ducha en temas marítimos, yo me aventuraría a decir que fallecieron cuando el barco se hundió. Es lo más probable, digo yo. A riesgo de equivocarme, claro está.
—¿Puede decirnos cuál era el nombre del navío que les rescató?
—Sí, claro. Era el USS Maine.
—Ya, el Maine... Prosiga con su relato.
—El caso es que al principio, la relación con los oficiales del Maine fue bastante buena, sin incidente alguno —prosiguió Ramón tranquilamente—. Gracias a mis años de viajar de aquí para a allá, de comerciar en todos los puertos de las costas del Caribe y del extremo oriental de Estados Unidos, y mi facilidad para aprender nuevos dialectos, el idioma de mis salvadores no fue ningún problema para hacerme entender.
—Entonces, ¿cuál fue el problema? —preguntó el brigadier.
—¿El problema? Pues teniendo en cuenta que Estados Unidos está un poco a la gresca con los dominios españoles, aquí en el Caribe, debieron pensar que el hundimiento de la nave en que viajaba, no podía ser algo casual. Cosa que me enteré por mis captores. Motivo por el cual, me tomaron por espía, y a mi asistente, Kato, como cómplice. Y en un santiamén nos metieron en los calabozos. Cosa que me pilló totalmente desprevenido, porque yo, como ciudadano corriente y moliente, que siempre estoy viajando y que no estoy al tanto de los grandes asuntos de las élites políticas, no sabía nada de nada.
—¿Quiere decir que en todos los viajes que realizó a lo largo y ancho del Caribe, no oyó ninguna noticia, historia o chisme sobre los nuevos enemigos que pretenden desafiar a la corona española? —preguntó sorprendido el brigadier Benavente.
—Si hubiera sabido que las cosas estaban tan mal, no hubiera dejado que me rescataran y hubiera intentado llegar a la costa nadando.
—Y después de su encierro, ¿qué pasó? —preguntó el brigadier. El escriba, por un instante, levantó la mirada de sus notas y miró a los prisioneros.
—Bueeenoooo... si le soy sincero.... no lo tengo muy claro.
—¿Que no lo tiene claro dice?
—Todo fue muy confuso, señor. Hubo zarandeos, explosiones, gritos por todos lados, gente corriendo...
—¡Eso! ¡Explosiones! —añadió el asistente Kato.
—¿Con que explosiones, eh? —preguntó el brigadier Benavente—. Y ustedes, ¿han tenido algo que ver con todas esas... explosiones?
—¿Me pregunta si fuimos nosotros quienes las provocamos? —preguntó Ramón—. ¿Si saboteamos el barco?
—¿Y bien? ¿Lo sabotearon?
—¡NO, NO, NO! —respondió Ramón, negando con la cabeza—. Nosotros no tuvimos nada que ver.
—Con que nada que ver, ¿eh? ¿Y qué me puede contar usted? —dijo el brigadier refiriéndose a Kato—. ¿Recuerda algo?
—¿Recordar, señor? —preguntó el asistente Kato con cara de no comprender—. eh... No señor.... todo estar muy confuso... mucho ruido... mucho follón...
—Mucho follón. Ya. ¿Entonces, no recuerdan nada de cómo llegaron a la barcaza salvavidas? ¿Eso es lo que me quieren decir? —preguntó el brigadier. Los dos prisioneros se encogieron de hombros—. Vale, de acuerdo. ¿Y qué hay de esa mercancía que llevaban a bordo cuando les encontramos?
—¿Mercancía dice? —preguntó Ramón inocentemente. En ese instante, el brigadier Benavente sacó un informe que tenía debajo de la mesa, y tras pasar varias páginas, empezó a leer.
—Cito: "... una cofre de metal, de un metro de largo, por cincuenta centímetros de profundo y cuarenta de alto. En su interior se descubrió varios cilindros, seis concretamente, de diez centímetros de grosor por cuarenta de largo, con extremos ovalados, con tres muescas en cada extremo. Cada muesca parece ser una especie de conexión, y debajo de cada una de estas, remachado por tres tornillos de medio centímetro de diámetro. En el centro de cada cilindro, hay una esfera de cristal, de cinco centímetros de diámetro, donde rayos de electricidad en su interior..." Bueno, ya sabe a lo que me refiero — dijo el brigadier, mientras miraba a los ojos de Ramón.
—¿Y dice que eso venia con nosotros, en la barcaza salvavidas?
—Sí. Estaba oculto en la parte trasera, debajo de una manta con el mensaje impreso "Property of Goverment of United States of America & New Century"
—¡En ese caso, no me extraña que no nos diésemos cuenta! —dijo Ramón—. ¿Quién se iba a fijar en lo que pudiera haber bajo una roída y maloliente manta?
—Estor de acuerdo, señor —añadió su sirviente Kato.
—¿Roída y maloliente? Yo nunca la he descrito así.
—¿Ah, no?
—NO.
—Le habré escuchado mal. A todo esto, entre usted y yo, ¿cree posible que...? cómo decirlo... ¿Habría algún problema en que me quedara con esa "mercancía"?
—¿Quedársela? ¿Estará usted de broma?
—Bueno, teniendo en cuenta que fuimos nosotros —dijo Ramón mientras se señalaba así mismo y a su asistente Kato—, quienes lo trajimos a territorio español y que los legítimos dueños ya no pueden reclamarlo, sería lo más justo. ¿No le parece?
—¡Pero si ni siquiera sabían que lo llevaban con ustedes!
—¡Bueno, pero ahora sí!
—¡No está en condiciones de negociar!
—¿No?
—¡NO! ¡No lo está! La historia que me han contado es tan increíble como la que señala el informe que me han entregado mis subordinados. Punto por punto. Igual de estrafalaria, estúpida e idiota que la anterior.... y no hay por donde cogerla.
—Bueno, a veces, la verdad es bastante estúpida —se limitó a decir Ramón.
—¡Y estrafalaria! —añadió el asistente Kato.
—¡Basta! —gritó airado el brigadier Benavente. El escriba, impasible durante el interrogatorio, dejó de escribir y contempló la escena—. Escuchen atentamente. Me da igual toda la sarta de mentiras, embustes, historietas y bulas que intente colarme, porque no van a conseguir nada, ¿me entienden? Me da igual que sean comerciantes, pescadores, piratas o incluso nuestra queridísima reina regente, porque de esta, no se van a escapar. ¿Saben en qué lio se han metido? Mejor dicho, ¿saben en el lio en que nos han metido a todos? Tras la destrucción de USS Maine, en "extrañas circunstancias", la armada norteamericana nos ha acusado formalmente de sabotaje, y nos ha amenazado de tomar represalias contra la corona de España, sus súbditos y las colonias que posean. Particularmente contra la colonia de Cuba, que es en la que se encuentran. Yo sé que ustedes han tenido algo que ver con la explosión en el USS Maine, y no les daré cuartelillo alguno hasta que no aclaren lo que pasó. ¿Les queda claro?
—¿Lo que nos está queriendo decir es que esta noche nos vamos a quedar sin postre? —preguntó inocentemente el asistente Kato. En ese instante, el brigadier Benavente explotó. De un salto, se puso en pie, y su mano tomó carrerilla en milésimas de segundo para darles un único guantazo a los prisioneros que alcanzó a los dos a la vez—. ¡Basta de chorradas! ¡Marinero Sanz! ¡Marinero Índigo!
La puerta de la sala de interrogatorios se abrió hacia adentro, y dos jóvenes marineros, los mismos que habían acompañado a Ramón y a Kato, entraron en ella.
—¡Devuélvanlos a las celdas! —gritó el brigadier Benavente—. ¡Ya volveremos a hablar cuando recuerden algo de utilidad!
—¡Maldito Kato! —maldijo Ramón—. ¡Si salimos de esta, te daré tal tunda de palos que te voy a moler todos los huesos del cuerpo!
Los dos marineros que entraron en la habitación, tras ponerles las manos encima a los prisioneros, les obligaron a levantarse y a emprender el camino de vuelta hacia los calabozos, entre las quejas y los llantos de estos. Cuando llegaron a su destino, tras abrir la puerta y quitarles las esposas, los marineros empujaron a los prisioneros al interior del calabozo de malos modos, provocando que se tropezaran al entrar y cayeran de bruces contra el suelo. Tras el cierre de la puerta, las risas de los marineros se fueron apagando a medida que se alejaban. Al cabo de un rato, después de asegurarse Ramón de no oír a nadie detrás de la puerta, dijo.
—Bueno, no nos podemos quejar. No nos ha ido tan mal.
—¿Que no nos podemos quejar? —preguntó el asiático—. Todavía estamos encerrados aquí dentro.
—Sí, pero ni saben quiénes somos, ni para qué sirven los cilindros que hay en el cofre de metal —dijo el que se hacía llamar Ramón.
—¿Crees que tardaran mucho en venir alguien de la orden?
—¿Si tardarán mucho? No lo sé... eh... no estoy seguro. Logré mandar un mensaje a uno de mis contactos mientras estábamos en la prisión de Santiago, pero no sé....
—Si, lo recuerdo. Pero de eso hace ya casi tres meses —comentó el asiático.
—¿Y yo qué quieres que le haga? Tú piensa que por la cuenta que les trae...
—Por la cuenta que "nos" trae... —le corrigió el asiático.
—Por la cuenta que "nos" trae, los miembros de la orden vendrán a por nosotros.
—Y a por las baterías.
—Y a por las baterías... sí...
El silencio volvió a inundar el calabozo de nuevo. Pero no duró, mucho.
—Gonzalo —inquirió el asiático—. ¿No estás cansado de interpretar siempre el mismo subterfugio del comerciante/aristócrata/rico que no se entera de nada? ¿No crees que eso ya está muy visto?
—Sí —respondió el hombre de la cabellera abundante y del bigote arreglado, mientras se limpiaba los anteojos con un paño de lino—. Pero me encanta interpretar personajes adinerados, de alta alcurnia y la posibilidad de tenerte a ti como criado.
—¡Vaya, gracias!
—Y en cuanto a ti, reconócelo. Te encanta interpretar a la plebe. ¿A que sí, señor Lo Pang?
—¡Vete a la mierda!
**Continuará**
Спасибо за чтение!
Мы можем поддерживать Inkspired бесплатно, показывая рекламу нашим посетителям.. Пожалуйста, поддержите нас, добавив в белый список или отключив AdBlocker.
После этого перезагрузите веб-сайт, чтобы продолжить использовать Inkspired в обычном режиме.