julian-pfeiffer1529273153 Julian Pfeiffer

Tras la muerte del Rey Caligus Romulus, los príncipes mellizos pelearán por el derecho del trono del reino de las Tierras Rocosas. Mientras tanto, el mundo se ve sumergido en diferentes conflictos internos y externos, arraigados por el deseo del poder y el honor. Desde el punto de vista de diferentes personajes, la historia es impulsada por confrontaciones culturales, religiosas, y políticas, llevando las situaciones hasta los límites bélicos.


Фентези средневековый 18+.

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Prólogo

La luna llena se reflejaba en un charco de agua putrefacta, estancado sobre los adoquines de las calles de la ciudad. La imagen estaba plenamente tranquila, hasta que un pie chapoteó sobre ella, deformando su reflejo.

Dos hombres iban caminando desde los muelles hasta uno de las tabernas más concurridas en la calle de la bahía. Uno trabajaba en las pescaderías del muelle; el otro se dedicaba a las ventas de las redes y reparaciones de los barcos. Al primero le decían Mosca, ya que siempre había un enjambre que lo seguía a donde quiera que vaya; el olor a pescado crudo y las machas de grasa y sangre quedaban impregnadas en sus ropas, todo eso lo convertían en un manjar para los molestos insectos voladores. Era bajo de estatura, con una panza grande que le caía por arriba del cinturón. Su cara era cachetona y carecía completamente de barba y pelo. El otro sujeto se llamaba Eurípo, este era todo lo contrario a Mosca: delgado, alto, narigón, y con una cabellera rubia que le cubría su ancha frente.

― Será una noche muy calurosa.― dijo Eurípo mientras levantaba su cabeza para mirar la luna, redonda y brillante en el cielo negro y estrellado.

― Algunos marineros me han dicho que una tormenta se aproxima desde el Mar Azul. Y sabes cómo son ellos: nunca erran en sus predicciones.― acotó Mosca, mientras se sacudía su pie derecho, empapado por el charco que acababa de pisar. Su voz era ronca y grabe, daba la impresión que su garganta quedaba dolorida luego de hablar.

― Yo no veo ninguna nube.― le respondió el hombre delgado luego de mirar hacia todos lados. La luz de la luna hacia que toda la ciudad se viera de un tono grisáceo. Los techos de tejas leonadas, se veían ahora del color zafiro; los ladrillos beige de los muros y las paredes, eran ahora de color cian; y toda la vegetación que adornaba las casa y las plazas, eran ahora de un tinte azul cobalto oscuro.

La ciudad de La Corona estaba demasiado tranquila a aquellas horas de la noche. Las herrerías, panaderías, sederías, zapaterías, mercados, todo había cerrado. Los únicos edificios que quedaban con sus ventanas emanando luz desde su interior, eran las tabernas y los burdeles. El silencio era espeso e intranquilizante. Los hombres solo oían sus pisadas, sus conversaciones, y algún que otro silbido de Mosca que sonaba como las canciones que había escuchado de la boca de los marineros. Lo demás era pacífico y estático. No corría viento por las calles, y los grillos parecían haber desaparecido.

Al final de la larga calle por la que transitaban, se asomaba el imponente Palacio de las Cien Columnas, incrustado sobre una gran colina, dispuesto en el centro de la enorme capital. En aquel edificio residía el Rey Caligus Romulus, soberano de las tierras rocosas; desde las montañas verdes del norte, hasta las costas de la madre del sur. Allí vivía con su esposa, hijos, y un gigantesco grupo de Señores nobles, doncellas de otras casas, caballeros que juraron dar la vida por él, y un incontable número de mayordomos y criadas.

Todo el castillo era de color plateado, a causa de sus ladrillos de piedra caliza. Sus techos eran de un tono carmesí. La construcción era enorme y aplastada, los pisos no superaban las cuatro plantas; pero se extendía hacia los cuatro puntos cardinales, convirtiéndolo en un palacio horizontal. El techo de las galerías exteriores, estaba apoyado sobre un incontable número de columnas de unos treinta metros de altura; y eran tan anchas que ni el hombre más grande podía rodearlas con sus brazos por completo. De ahí viene su nombre de Palacio de las Cien Columnas. En cada uno de los cuatro extremos del castillo, se alzaban unas torres un poco más altas que la construcción en sí; eran cuadradas y cuyo extremo superior era plano. Los jardines exteriores abrazan todo el lugar, tan verdes que parecían irreales; habían cerezos, álamos altos y delgados, laureles, acacias, paraísos en el borde de las fuentes, eucaliptos dispuestos uno al lado del otro, fresnos, olmos, manzaneros, limoneros, cipreses, y todo tipo de arbustos. Y lo mejor se encontraba en el jardín interno del castillo, rodeado por galerías que comunicaban a los baños termales: habían orquídeas, rosales, jazmines, amapolas, violetas, tulipanes, calas, petunias, y muchas otras especies más. Todo el predio del castillo estaba cercado por una muralla alta y empinada, custodiada por ballesteros día y noche.

Pero aquello no era lugar para Eurípo y Mosca. Ellos eran simples plebeyos y pescadores empobrecidos. El gordo sin esposa; y el flaco con un hijo de quince años que trabajaba en la herrería a unas calles más abajo, su madre era una prostituta del Burdel de Trabos.

― ¿Te parece tomar una cerveza en el Pozo Marino?― le preguntó Eurípo. Mosca titubeó por un momento, tartamudeó cuando intentó decir una palabra; y justo el alto le palmeó la espalda al tiempo que sonreí.― Descuida. Yo invito las rondas.

El Pozo Marino era una taberna que quedaba cerca del límite la ciudad. Unos pasos más al sur y ya estaba la Puerta de la Bahía, una de las cuatro puertas de la ciudad, que estaba rodeada por otra muralla mucho más alta y vigilada por caballeros, arqueros y ballesteros. A medida que se acercaban, el bullicio del lugar se hacía más y más fuerte. Una vez dentro, los inundó el ruido y el olor a opio. Un grupo de marineros musculosos cantaba a los gritos en un rincón, mientras golpeaban sus tarros cerveceros sobre la mesa, para así acompañar sus voces con una irritante percusión; en otro lado, cinco caballeros de la Guardia Real, que acababan de terminar su turno de vigilancia, se divertían con el cantar de un joven trovador. El lugar también era una posada que albergaba a los viajantes del extranjero, y mercaderes de todas partes del reino. Habían mujeres de distintos burdeles, que eran enviadas por sus superioras para atraer a los hombres; era común ver a más de una mostrar los pechos mientras sonreían con picardía, o sentadas sobre las piernas de algún hombre que les pagara un tarro de vino o de cerveza negra. Y nunca faltaban los mercenarios que se sentaban solitariamente en los sectores más oscuros, esperando a ser contratados para hacer algún que otro trabajo.

Eurípo y Mosca pidieron dos jarras de cerveza espumosa, y fueron a sentarse en una pequeña mesa arrinconada bajo una escalera. No tardaron en sumarse un par de muchachos ebrios que se la pasaban jugando con cinco dados de madera. Y lo que había empezado como un juego, terminó en discusiones y en apuestas.

Luego de haber bebido tres jarras de cerveza, otros dos cuernos de vino blanco, uno de vino rojo, y otros dos tarros de un líquido que desconocían, las palabras de los hombres se escurrían de sus bocas como peces fuera del agua. Mosca se había sumado a un coro de marineros que cantaban a los gritos; Eurípo había recibido una cachetada una mujer a quien había manoseado obsesivamente.

Luego de haber estaba bebiendo hasta hartarse, los dos hombres salieron de aquel antro, completamente tambaleantes y mareados. Las piernas de Eurípo se movían con confianza, aunque sus pies pisaran mal. Por el contrario, Mosca trastabillaba y tropezaba todo el tiempo; sus brazos se balanceaban de un lado hacia otro. Ambos se abrazaban para ayudarse a caminar, y se reían sin vergüenza ni límites.

Entraron a un callejón oscuro, que se extendía por entre dos edificaciones. El pescador tropezó con una caja de madera repleta de tomates podridos, y cayó de rodillas al suelo empedrado. Estampó sus manos en el suelo, quedando en una posición cuadrúpedas, y vomitó un chorro de líquido espeso y marrón. Eurípo se contuvo para no imitarlo, pero el charco desprendía un olor a alcohol que le revolvía el estómago. Así que corrió hacia el extremo del callejón y comenzó a ventilarse la cara con su mano derecha, al tiempo que tocía del asco.

Finalmente, el flaco alzó la vista y divisó a un caballero intimidando a otro hombre, en un callejón al otro lado de la calle. Se ocultó detrás de un barril vació y miró la situación con cautela. Mosca se puso de pie cuando terminó de vomitar, y llegó hasta él. Eurípo lo agarró rápidamente para que se agachara.

― ¿Qué ocurre?― se quejó el pescador borracho al haber sido violentamente zamarreado. Su aliento no era del todo agradable. A Eurípo casi le dieron ganas de vomitar también, pero tragó saliva y se contuvo.

― ¿Ese no es Tiberios Nero?― le preguntó el hombre delgado mientras señalaba la situación a lo lejos.

― ¿Quién es Tiberios Nero?― dijo el otro. Eurípo lo miró con ganas de pegarle por ser tan bruto.

― Tiberios Nero es el Señor Comandante de la Guardia Real._ le respondía el hombre en susurros.

― ¿El Señor Comandante? ¿Qué hace un Señor Comandante a estas hora de la noche?_ la lengua de Mosca parecía estar completamente dormida. Además, se le entendía muy poco.

― Parece que está discutiendo con aquel muchacho.― los enunciados de Eurípo tampoco eran más entendible, ya que sus labios y mandíbula estaban completamente débiles por el alcohol. Hicieron silencio para intentar escuchar lo que estaban discutiendo.

Tiberio Nero era un caballero un bastante maduro, pero su cuerpo aún mantenía el vigor y la robustez de un guerrero legendario. Su cara tenía las facciones rudas y cuadradas. Sus cejas eran grises y tupidas, y estaban tan unidas que parecía ser una sola. Su nariz era grande y gorda, que junto con su cicatriz en la mejilla izquierda, conformaban unos rasgos característicamente inconfundibles. Sus orejas eran igual de grandes y carnosas, bordeadas por patillas largas de color cenizo. Su escaso cabello no alcanzaba a cubrirle la frente arrugada, pero sí la parte de atrás de su cabeza. Su boca siempre mantenía una posición horizontal, al igual que sus cejas, nunca producían expresión alguna. Llevaba puesta su armadura de color verdosa, con la capa de jade que le colgaba de los hombros hasta el suelo, manchándola con la suciedad del piso.

Estaba intimidando a otro joven, quien estaba apoyado contra una pared. Parecía asustado, pero tampoco se limitaba a responder cortésmente. Llevaba puesto una calza negra, un jubón de color verde, y unas botas marrones. Era mucho más joven, de piel blanca y delicada. Sus cabellos eran leonados y enrulados.

― ¿Qué están hablando?― preguntó Mosca. Eurípo lo silenció chitándole y mostrándole su dedo índice. No oían claramente, pero comprendieron que ambos estaban discutiendo.― Es extraño que no esté escoltado.

― ¿Para qué quiere el Señor Comandante escoltas? Nadie se atrevería a desafiarlo.― le respondió Eurípo.

― ¿Qué no debería estar patrullando en el castillo?

― Sí, es extraño.― Ni bien alcanzó a decir el flaco esas palabras, se comenzaron a oír las campanadas retumbantes del Palacio de las Cien Columnas. Ambos miraron hacia la dirección en que venía el sonido. El ruido era pausado y tranquilo, casi hasta espeluznante en aquel entorno sombrío.

― ¿Por qué suenan las campanas?― preguntó Mosca. No hizo falta que el otro dijera algo para afirmar que él también estaba pensando lo mismo. Una mirada rápida hacia Tiberios Nero y el otro joven, bastó para ver que aquellos también estaban inmóviles, escuchando las campanadas. Evidentemente, el repiqueteo indicaba algo que escapaba de sus intelectos. No era nada común escuchar las campanadas provenientes del castillo, mucho menos a esas altas horas de la noche.

Finalmente el sonido se detuvo progresivamente. El eco se esparció por toda la capital y se extinguió al cabo de un tiempo. Mosca y Eurípo se miraron sin saber que pudo haber sucedido.

― ¿Nos están atacando?― preguntó el gordo.

― Claro que no. De ser así habría caballeros corriendo de aquí para allá. O escucharíamos el ruido de algún tipo de asedio.― le respondió el vendedor, que se elogiaba por ser un sabelotodo.― Pero no. Todo está muy tranquilo.

― Tal vez recién se enteran de que nos están asediando.― siguió Mosca, mirando al cielo nocturno con sus ojos miedosos y lagañosos.― ¿Cuánto tardarán en caer los disparos de las catapultas?

― ¡Que no nos están atacando!― le gritó Eurípo. Y en eso que discutían, la reunión entre Tiberios Nero y el otro muchacho había acabado de la peor manera: en un movimiento rápido y limpio, el caballero le cortó la garganta de lado a lado con un pequeño puñal que había sacado de su cinturón. Los dos hombres borrachos alcanzaron a verlo, pero no lograron procesar todo lo que estaba ocurriendo. Mientras oían como el joven se ahogaba con su propia sangre, observaron también que el Señor Comandante ocultaba el cuerpo detrás de unos cajones y tablones.

Los dos hombres se refregaban los ojos para ver bien lo que ocurría en las sombras del otro callejón donde ocurría la escena. Por otro lado, no podían comprender qué era lo que ocurría. Tiberio Nero salió de aquel escondite, se limpió la sangre que había manchado su armadura con un pequeño trapo, y salió caminando impaciente hacia la Puerta de la Bahía.

― ¿Qué fue eso?― pronunció Mosca, acentuando cada palabra. Ambos esperaron a que Tiberios Nero, el Señor Comandante, se marchara para volver a levantar la voz.

Eurípo se puso de pie e intentó caminar hacia donde había dejado el cuerpo del muchacho. Pero Mosca lo agarró rápidamente, casi le rasga las prendas debido a su fuerza bruta.

― ¿Qué vas a hacer?

― Simplemente voy a ver quién es.― le respondió el flaco con total tranquilidad. Con todo lo que había sucedido, el efecto del alcohol se les había pasado a ambos. Mosca miró con miedo el oscuro callejón donde uno de los hombres más importantes e invencibles del reino, había dejado oculto una de sus víctimas.

― No sabemos que pudo ocurrir. Será mejor que nos marchemos.― le dijo el gordo con su voz grave y temblorosa. Aún seguía oculto detrás de aquel barril.

― No hay nadie a la vista.― le indicó Eurípo, mirando hacia todos lados de la desolada capital. Finalmente, el impaciente vendedor se cansó de esperar al pescador miedoso.― Bueno. Quédate escondido. Yo voy a ver.― se marchó al trote luego de decir eso. Mosca lo vio alejarse, se puso lentamente de pie, y miró con precaución toda la calle. No había nadie, y la oscuridad los mantenía completamente ocultos. Así que se apresuró y siguió los pasos de su amigo.

Cruzaron la calle. Llegaron hasta donde había ocurrido la acción hacia unos minutos. El cuerpo del joven estaba acurrucado contra la pared, detrás de un enorme cajón de madera. Se había creado un charco de sangre bordó en torno al cadáver, que serpenteaba los adoquines y se abría paso lentamente. Eurípo se acuclilló cerca del cuerpo y revisó el profundo corte que Tiberios Nero le había producido. De la boca aun brotaba un hilo de sangre burbujeante. Los ojos estaban abiertos y cegados, palpitando muerte. Mosca miraba desde lejos, podía destripar todo tipo de peces y crustáceos, pero no soportaba ver cadáveres humanos.

― ¿Qué pudo haber ocurrido?― le preguntó Mosca mientras miraba hacia todos lados, esperando no ver a nadie.

― No lo sé.― le respondió Eurípo. Seguía investigando al joven asesinado. Finalmente identificó algo que le llamó la atención.― Mira esto.

― No, te lo agradezco.― le respondió Mosca mientras alzaba su cabeza al cielo para no permitirse ver el cuerpo. El flaco había visto que el jubón verdoso del muerto, tenía bordado con hilos dorados un león coronado, justo en la zona del corazón.

― Debe de ser alguien de la servidumbre del castillo.― dijo Eurípo.― El león coronado es el balsón de la casa Romulus. Y por sus prendas debe de ser algún tipo de sirviente. Quizá un copero.

― O tal vez un bufón.

― No. Los bufones no se visten así.― le respondió el vendedor. Se puso luego a revisar los bolsillos. Nada en el delantero, nada en las calzas, nada debajo del jubón.

― ¿Qué buscas? Vámonos.― le suplicó Mosca.

― Está bien. Pero me llevaré sus botas. Tomaría su jubón, pero tardaría más e quitar la sangre que ganando dinero para comprarme uno.― bromeó el vendedor mientras le quitaba la bota del pie izquierdo. Luego con la del derecho. Pero en cuanto acabó, un pequeño franco de vidrio transparente salió despedido y rodó por los adoquines, hasta acabar dentro de un charco de sangre.

― ¿Qué es eso?― preguntó Mosca al oír el ruido aguda del vidrio chocando contra el piso. Eurípo lo agarró y lo observó luego de limpiar un poco la sangre. El frasco estaba completamente vacío.

― Es muy pequeño. Parece que sirve para guardar lágrimas.― dijo Eurípo mientras lo alzaba al cielo para verlo a través de la luna. Intentó destapar el pequeño tapón para ver si podía oler los restos de lo que fuera que haya contenido. Pero le resultaba imposible, la sangre lo convertía en un objeto resbaladizo; además era un objeto muy pequeño para los grandes dedos de Eurípo.

― ¡Ustedes!― gritó una voz que provenía desde la calle. Ambos hombres recién salidos de una taberna, miraron hacia el lugar de donde había venido. Habían dos caballeros armados parados y observándolos. Ambos tenían la misma capa esmeralda que Tiberios Nero. Eran caballeros de la Guardia Real. Quien habló comenzó a caminar hacia ellos. Eurípo dejó caer el pequeño frasco y soltó también las botas.― ¿Qué están haciendo?― volvió a preguntar el caballero mientras se adentraba al callejón. El otro esperaba en la calle.

Ninguno de los dos borrachos dijo una palabra, estaban paralizados por el miedo. En cuanto el guardia llegó hasta ellos y observó que había un cuerpo recostado detrás de unas cajas, desenvainó su espada y los amenazó.

― ¡Pronto! ¡Salgan a la calle!― les ordenó con su voz imperativa. Mosca y Eurípo levantaron sus manos en señal de rendición, y comenzaron a caminar lentamente hacia la calle por donde habían venido. El otro caballero también había desenvainado su espada al oír los gritos de su compañero.

― ¿Qué pasó?― le preguntó el otro mientras los borrachos llegaban hacia él. El primer caballero pateó el cuerpo en espera de una respuesta, pero al no recibir ninguna reacción, se dio cuenta de que estaba muerto. Salió luego detrás de los hombres. Su compañero que lo estaba esperando y vigilando a los capturados, volvió a repetir la misma pregunta.

― Parece que estos mataron a alguien para robarle.

― ¡No fue lo que paso!― protestó Eurípo con las manos en alto aún. Mosca temblaba.― Fue Tiberios Nero ¡Él lo asesinó!― los caballeros comenzaron a reírse mientras uno de ellos volvía a enfundar su espada, evidentemente los borrachos no presentaban ningún peligro.― ¿Qué es tan gracioso? ¡Les digo la verdad!― Bajó los brazos. La voz del alto se entrecortaba por enojo y miedo. Mosca seguía callado y con sus manos a la vista, mirando con temor a los caballeros.

― Arresten al alto.― dijo una voz grave y poderosa que provenía de atrás de ellos. Ambos se dieron vuelta y vieron al Señor Comandante, Tiberios Nero, parados justo detrás de ellos. Su mano izquierda estaba apoyada sobre el pomo de su espada enfundada, y con la derecha sostenía una pequeña antorcha. Los dos caballeros se movieron rápido y tomaron a Eurípo prisionero. Le llevaron las manos a la espalda y lo dejaron inmovilizado. El vendedor comenzó a moverse desesperadamente mientras intentaba huir de sus captores. Mosca no había reaccionado en todo ese momento, solo pudo bajar las manos lentamente; conservaba un rostro adormecido, y su mandíbula le provocaba tanto peso como para dejar su boca abierta.

Tiberios Nero tomó de nuevo el puñal con el que había asesinado y lo puso a calentar al fuego de la antorcha. Los ojos asustadizos de Eurípo brillaban a la luz del fuego incandescente. Se detuvo tembloroso para observar lo que el Señor Tiberios estaba por hacerle.

En cuanto la hoja del cuchillo se puso de un color amarillo ámbar brillante, dejó la antorcha apoyada en el suelo adoquinado. Tomó con dureza la lengua de Eurípo, quien había comenzado a retorcerse y a gritar desaforadamente, y se la cortó limpiamente. Solo se escuchó un grito ensordecedor que expulsó el vendedor; y el ruido burbujeante de la sangre hirviendo al contacto con el metal al rojo vivo. Mosca casi vomita de nuevo al ver lo que le había hecho a su amigo; y más aún cuando el olor a carne quemada le llegó a las fosas nasales. Seguía paralizado, pero ahora con una expresión de horror en su rostro.

Eurípo se desmayó a causa de su dolor. Los dos guardias se rieron mientras lo dejaban recostado sobre la pared de una casa. Tiberios Nero remojó su daga en un balde de agua que había cerca, y luego lo volvió a guardar.

― ¿Y qué hacemos con él?― preguntó uno de los guardas señalando a Mosca.

― Déjenlo.― le respondió el Señor Comandante, con su rostro petrificado y ajeno a toda expresión.

― ¿Y con el otro cuerpo?― esta vez había señalado hacia el callejón oscuro.

― Llévenlo al muelle y tírenlo al agua. No queremos disturbios para cuando la gente despierte.― Se acomodó su capa, se limpió alguna que otra salpicadura de sangre, y miró al hombre gordo con crueldad. Sin decirle nada, Tiberios se marcha del lugar en dirección al castillo. Los caballeros fueron hasta el callejón, uno tomó el cuerpo de los hombros, otro de los pies, y salieron para el puerto.

Mosca continuaba paralizado. Caminó hasta donde habían dejado a Eurípo, y se quedó al lado suyo hasta que despertó.

17 июня 2018 г. 22:45 0 Отчет Добавить Подписаться
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