En Junio de 1856, si no me es infiel la memoria, pasé yo muy agradablemente tres semanas en la famosa ciudad de Moscú, capital de todas las Rusias. Allí conocí y traté al señor Sergio Sobolefski, sujeto muy ilustrado y amable, poeta satírico de gran nombradía en su tierra y notable conocedor y admirador de la literatura española. Como preciado regalo suyo conservo aún entre mis libros La segunda Celestina, de Feliciano de Silva, donde se tratan los amores de Felides y Polandria, y un bonito ejemplar de las Relaciones, de D. Juan de Persia, impresas en Valladolid en 1604.
En aquel tiempo ya era yo aficionado a leer, había compuesto no pocos versos y hasta me parece que también había escrito y publicado varios articulitos en prosa.
A pesar de todo, cuando el Sr. Sobolefski me habló de D. Manuel Milá y Fontanals, de quien él era grande admirador y amigo, tuve que confesarle que ni las obras, ni el nombre conocía yo de tan ilustre literato. Le conocí, pues, por medio del Sr. Sobolefski, fui también más tarde su amigo, estuvimos en correspondencia epistolar, y creo, por último, que firmé la propuesta para que el Sr. Milá fuese académico correspondiente de la Real Academia Española.
Lo que acabo de referir prueba, sin duda, mi ignorancia y mi descuido, pero prueba igualmente el descuido y la ignorancia de la generalidad de mis compatriotas. La fama del señor Milá, que había logrado extenderse hasta el centro de Rusia, acaso no había logrado en España pasar de Cataluña a las demás provincias del Reino.
Con verdadera satisfacción podemos asegurar en el día que las cosas han cambiado mucho mejorando, y que nuestra incomunicación literaria rara vez llega a extremo tan lastimoso.
Sobrados vestigios quedan de ella todavía por donde, si no puede justificarse, se explica al menos la propensión al regionalismo. No es de extrañar que enojados los escritores que viven en provincias de que la fama de ellos no vuele, si antes no pasa por Madrid y en Madrid le prestan alas, sientan el prurito de aislarse, de escribir en la lengua o en el dialecto de la región en que nacieron, y de compensar así por la intensidad y la densidad la corta extensión de su nombradía.
Lo cierto es que en España apenas se lee. El comercio de libros se hace con poca maña o con poca fortuna, y los autores, aunque sean buenos, tienen que resignarse y que contentarse a menudo con que los lean y los aplaudan en la ciudad natal, en determinada comarca, en lo que llamamos patria chica.
A fin de evitar esto, que a mi ver es un mal, y a fin de contribuir, en cuanto esté a mi alcance, a que sean conocidas y celebradas las producciones que lo merecen y que se escriben y se dan a la estampa fuera de Madrid y en lengua castellana, me decido yo a dar noticia de algunas de ellas, prefiriendo, como es natural, las de mis paisanos los andaluces.
Seriamente no hay temor de que por allí el enojo causado por el desdén dé ser a un regionalismo separatista, porque sería bastante dificultoso que en Andalucía pretendiese nadie escribir en otro idioma que no fuera el castellano. Quédese esto para algunos catalanes, vascongados y gallegos, y también para algunos de nuestros hermanos de América que andan buscando lengua en que hablar y en que escribir, inventada o resucitada, con tamaña amplitud y capacidad tan elástica, que quepan holgadamente en ella los altos pensamientos, las invenciones peregrinas y las profundas o sutiles ideas que en el burdo y pobre castellano no caben.
En Andalucía, por fortuna, aunque la gente pronuncia mal el castellano, suele hablarle y escribirle bien; y no tiene trazas, por lo pronto, de adoptar idioma diferente. Esto no obsta, antes bien nos excita a dar aquí cuenta y justas alabanzas de algunos libros que en Andalucía se escriben.
Y sin más preámbulo voy a empezar por la flamante novela titulada Justa y Rufina, cuyo autor es el presbítero D. Juan F. Muñoz Pabón. La sencillez y castiza naturalidad del estilo hacen simpática dicha novela desde que se lee la primera página y nos estimulan a proseguir y a terminar su agradable lectura. Sin nada que ofenda los más pudorosos escrúpulos todo es alegre, chistoso y hasta regocijado en un principio. La pintura del lugarejo, cerca de Sevilla, llamado Cascotes, y donde se desenvuelve la acción, parece exactísima copia de la realidad realzada y animada por el ingenio y por el arte, si bien el arte, discreto y velado, no deja huella en lo escrito, que parece todo espontáneo y fácil.
No son odiosos ni rayan tampoco en exagerada caricatura los personajes cómicos que en la acción intervienen. Todos hacen reír, aunque sean más hijos de la observación que de una fantasía jocosa y regocijada. Sus diálogos se diría que fueron tomados por el fonógrafo, si el fonógrafo tuviese la rara habilidad de desechar lo pesado y lo impertinente y de conservar sólo con sobriedad envidiable lo que no cansa, lo que retrata los caracteres y lo que conduce y contribuye al final desenlace.
La acción nada tiene de complicada, y sin embargo, excita primero la curiosidad, interesa después, y por último conmueve profundamente.
Entre lo festivo y lo triste, entre lo cómico y lo trágico, en esta novela, lo mismo que en la realidad, casi no hay intermedio, pero la absoluta carencia de afectación en el narrador vale más que los rodeos artificiosos para evitar que la transición sea brusca, y que los sucesos lamentables y el consiguiente cambio de tono produzcan disonancia.
El noble y excelente caballero D. Alvaro, viudo y con dos hijas gemelas que llevan por nombres los de las santas patronas de Sevilla, Justa y Rufina, viene a Cascotes a pasar la temporada de verano y a fin de reponer su muy quebrantada salud. Justa tiene por novio a un primo suyo llamado Paco Góngora, de quien está ella profundamente enamorada. Paco, sin sentido moral y harto ligero de carácter, se ha comprometido con su prima, sin darse cuenta de que en realidad no la ama. Y aunque no ame tampoco con verdadero amor a Rufina, la hermana de Justa, charla y coquetea con ella, e insensiblemente, como si resbalaran y fueran cayendo por una pendiente suavemente traidora, Paco es infiel a Justa, y Rufina se convierte en cruel y vencedora rival de su hermana.
Con no escaso talento de novelista y valiéndose de varios episodios graciosos que todos concurren a la acción, Paco y Rufina advierten sobrado tarde la grave ofensa que hacen a Justa y a D. Alvaro por el lazo amoroso en que, burlándolos y escarneciéndolos, ocultamente se han enredado.
Los nuevos amantes temen ser descubiertos y carecen de valor para confesar su falsía y para arrostrar el enojo del padre y de la hermana tan duramente ofendidos. Entonces toman la peor y más viciosa de las resoluciones. Ambos huyen juntos.
D. Alvaro, que idolatraba a sus dos hijas y que se hallaba muy enfermo, no puede resistir golpe tan rudo. Cae rendido, se agravan sus males y le sobreviene la muerte.
El hermoso carácter del cura del lugar resplandece en la conmovedora escena y en las santas palabras, elocuentes sin arte por la fe religiosa y por la caridad que las inspiran, con que persuade al moribundo para que perdone a los culpados, y con que le consuela e ilumina con celestiales esperanzas los últimos instantes de su vida mortal.
El epílogo de la novela es también muy moral, muy religioso y muy tierno. Justa, transformada en hermana de la Caridad, recibe a Rufina que ha ido precipitándose hasta lo más hondo de la abyección y del vicio, cuida de ella y generosa y santamente la perdona.
Críticos sevillanos, al otorgar al Sr. Muñoz y Pabón fundados elogios, le califican de discípulo y de imitador o continuador de Fernán-Caballero. No he de negar yo que las obras de tan célebre autora puedan haber servido de estímulo al talento del presbítero novelista; pero son tales las diferencias entre lo escrito por él y lo escrito por la ingeniosa hija de Böhl de Faber, que no permiten afirmar la imitación ni suponer que ambos autores pertenecen a la misma escuela. Bien había visto y observado Fernán-Caballero los usos, las costumbres y las pasiones del pueblo de Andalucía; pero lo notaba todo y luego se lo representaba al través de un prisma extraño. Su cultura, más que de libros castizos, era de libros modernos, ingleses, franceses y alemanes, y esto se reflejaba en los personajes hijos de su observación y de su inventiva. En ellos y en los lances y sucesos en que figuran, creo yo notar un afectado y exótico sentimentalismo que no se estila entre nosotros: que es menos andaluz que tudesco. En cambio, en la novela del Sr. Muñoz Pabón todo es andaluz de veras y sin nada híbrido: el fondo y la forma, las pasiones y el lenguaje que las expresa.
Como el Sr. Muñoz Pabón es joven aún, nos complacemos en esperar de su ingenio no menos sazonados y abundantes frutos.
Como otros muchos autores, en todos los países y especialmente en España, el Sr. Muñoz Pabón empezó escribiendo en verso antes de escribir en prosa. De sus obras en verso sólo conozco yo un librito publicado en 1899, cuya lectura produce en mi espíritu muy encontrados efectos. Por una parte confirma en mí la idea de que el Sr. Muñoz y Pabón posee no comunes dotes de escritor y de poeta, mientras que por otra parte, presumo yo que movido el autor por su gran piedad religiosa, tal vez sobrado cándida e irreflexiva, ha tomado para asunto de sus cantos, o mejor diré de sus narraciones en romances, ya que se trata de un Romancero, algo a mi ver delicado en extremo y ocasionadísimo a incurrir en faltas. El Romancero se titula El Niño de Nazaret. No creo que nada en este libro esté tomado o imitado del Evangelio apócrifo de la infancia de Jesús. Todo es sin duda inventado por el autor. ¿Pero hasta qué punto está bien componer algo a modo de novela con sucesos fingidos, por muy verosímiles que sean, de la vida terrenal del Verbo humanado, cuya gloria apareció a los hombres, como la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad? ¿No es rebajar demasiado un asunto altísimo el entrar en pormenores vulgares y realistas? La Virgen María cosiendo, lavando y cuidando de la casa; San José trabajando en su carpintería, y el Niño Dios yendo a la fuente por agua con el cántaro al hombro o en otros menesteres por el estilo, o entreteniéndose en juegos infantiles con muchachos de su edad, son harto difíciles de ser representados con el conveniente decoro. Quien tales cosas trata se expone, muy a su despecho, a deslustrar el decoro y a ofender la majestad de las cosas divinas.
Escritores heterodoxos o impíos o sólo imprudentes acaso, han abusado de tan peligroso género de amena literatura en estos últimos años. ¿Qué es más que una novela, aunque así no la llame, la Vida de Jesús de Ernesto Renán? La inglesa María Corelli, ¿no ha escrito recientemente una novela cuyos enredos y lances amorosos se ajustan y encajan, digámoslo así, en la pasión y muerte de nuestro divino Redentor? Hasta en las epopeyas que se fundan en tan sobrenaturales sucesos se expone el poeta, por eminente que sea, a entrar en pormenores que provoquen la burla de los incrédulos y que lastimen la veneración de los creyentes. ¿Qué no se podría decir de Jerónimo Vida y aun del mismo Klopstock? También un compatriota del señor Muñoz Pabón, el sevillano Diego de Hojeda, compuso un hermoso poema sobre la muerte y pasión de Cristo; pero Hojeda nada inventa ni añade a lo esencial de los sucesos que los Evangelios refieren. La actividad de su imaginación se emplea sólo en lo alegórico, simbólico y ultramundano. Muy distinto es el modo con que el Romancero de El Niño de Nazaret está compuesto, donde se atribuyen a Jesús acciones muy laudables todas, pero que carecen de fundamento histórico y que empequeñecen el concepto del Mesías en vez de realzarle.
En edades de mayor fe que la edad en que nosotros vivimos, apenas había peligro de mezclar con la verdad ficciones inocentes más o menos discretas. En el día le hay y no debemos dar pábulo a que se sigan escribiendo novelas en que Cristo, San José y la Virgen y los apóstoles sean protagonistas, cuando no el coro o la comparsa de una acción relativamente insignificante para la historia del mundo, como acontece en la por otra parte bien escrita y celebérrima novela cuyo título es ¿Quo Vadis?
Cuando el actor de los casos fingidos es el mismo Cristo Hijo de Dios, el peligro se ve más claro. ¿Para qué atribuir al Salvador acciones que no constan en ningún documento fehaciente? ¿Cómo podrá ningún hombre figurarse ni representarse con exactitud el desenvolvimiento y el crecer de un alma y de un cuerpo humanos, estrechamente unidos con el mismo Dios en la persona del Verbo? Claro está que el Sr. Muñoz y Pabón nada inventa de indecoroso ni de ofensivo, como, por ejemplo, lo que alguien ha pretendido probar recientemente en Alemania, de que Cristo estuvo estudiando en cierto colegio o Instituto de no recuerdo bien qué ciudad de la India; pero todavía, a pesar de lo inocente y católico de lo inventado por el Sr. Pabón, lo mejor es que no se tenga por hecho, sino por mero símbolo, alegoría y prefiguración de hechos reales ocurridos más tarde. Convengo en que así pueden disculparse los hechos referidos en el Romancero de El Niño de Nazaret, donde el coloquio con la Samaritana, la resurrección de Lázaro, el perdón de la mujer adúltera y otros pasajes de los santos Evangelios se leen prefigurados y escritos en narración infantil y como lectura propia para niños. Así también pueden disculparse y quizás aplaudirse por lo candorosos ciertos pormenores de usos y costumbres que no sé yo si son anacrónicos o no lo son, por mi escaso saber en arqueología. Así, por ejemplo, si los niños del tiempo de Cristo, avecindados en Nazaret, jugaban ya al escondite, al salto de la comba y a la gallina ciega como los niños de ahora. Candor es este que puede hacer gracia. Yo encuentro graciosa, en el poema de San José del Padre Maestro Fray José de Valdivielso, aquella sospecha de que el santo era sólo carpintero de afición, porque siendo hidalgo de tan ilustre prosapia no era posible que se ganase la vida trabajando con sus manos, en vez de vivir de sus rentas,
Pues debió de tener juros reales,
Cual descendiente de señores tales.
No obsta lo que va expuesto para que reconozcamos el notable talento poético del señor Muñoz y Pabón, la fresca lozanía, la luz y el colorido que pone en sus pinturas y la pasión entusiasta con que las anima. Acaso los inconvenientes que veo yo en el género no lo sean para niños o para lectores de mucha fe y de poca malicia.
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