Siempre he sido aficionado a las ciencias. Cuando mozo, tenía yo otras mil aficiones; pero como ya soy viejo, la afición científica prevalece y triunfa en mi alma. Por desgracia o por fortuna me sucede algo de muy singular. Las ciencias me gustan en razón inversa delas verdades que van demostrando con exactitud. Así es que apenas me interesan las ciencias exactas, y las inexactas me enamoran. De aquí mi inclinación a la filosofía.
No es la verdad lo que me seduce, sino el esfuerzo de discurso, de sutileza y de imaginación que se emplea en descubrir la verdad, aunque no se descubra. Una vez la verdad descubierta, bien demostrada y patente, suele dejarme frío. Así, un mancebo galante, cuando va por la calle en pos de una mujer, cuyo andar airoso y cuyo talle le entusiasman, y luego se adelanta, la mira el rostro, y ve que es vieja, o tuerta, o tiene hocico de mona.
El hombre además sería un mueble si conociera la verdad, aunque la verdad fuese bonita. Se aquietarla en su posesión y goce y se volvería tonto. Mejores, pues, que sepamos pocas cosas. Lo que importa es saber lo bastante para que aparezca o se columbre el misterio, y nunca lo bastante para que se explique o se aclare. De esta suerte se excita la curiosidad, se aviva la fantasía y se inventan teorías, dogmas y otras ingeniosidades, que nos entretienen y consuelan durante nuestra existencia terrestre; de todo lo cual careceríamos, siendo mil veces más infelices, si de puro rudos no se nos presentase el misterio, o si de puro hábiles llegásemos a desentrañar su hondo y verdadero significado.
Entre estas ciencias inexactas, que tanto me deleitan, hay una, muy en moda ahora, que es objeto de mi predilección. Hablo de la prehistoria.
Yo, sin saber si hago bien, divido en dos partes esta ciencia. Una, que me atrevería a llamar prehistoria geológica, está fundada en el descubrimiento de calaveras, canillas, flechas y lanzas, pucheretes y otros cacharros, que suponen los sabios que son de una edad remotísima, que llaman de piedra. Esta prehistoria me divierte menos, y tiene, a mi ver muchísimos menos lances que oirá prehistoria que llamaremos filológica, fundada en el estudio de los primitivos idiomas y en los documentos que en ellos se conservan escritos. Esta es la prehistoria que a mí me hace más gracia.
¡Qué variedad de opiniones! ¡Qué agudas conjeturas! ¡Con qué arte se disponen y ordenan los hechos conocidos para que se adapten al sistema que forja cada sabio! Ya toda la civilización nace de Egipto; ya de los acadies en el centro del Asia; ya viene de la India; ya de un continente que llaman Lemuria, hundido en el seno del mar, al Sur, entre África y Asia; ya de otro continente, que hubo entre Europa y América, y que se llamó la Atlántida.
Sobre el idioma primitivo, así como sobre la primitiva civilización, se sigue disputando. Hasta se disputa sobre si fue uno o fueron varios los idiomas: esto es, sobre si los hombres empezaron a dispersarse por el mundo alalos, o digamos, sin habla aún, y en manadas, y luego fueron inventando diversos idiomas en diversos puntos, o sobre si antes de la dispersión hablaban ya todos una sola lengua.
Mi prurito de curiosear me induce a leer cuantos libros nuevos van saliendo sobre esta materia, que no son pocos; y mientras más desatinados son, miradas las cosas por el vulgo de los timoratos, más me divierten los tales libros.
En estos últimos días los libros que he leído van en contra de los arios, de los egipcios, de los semitas y de otras naciones y castas, que antes pasaban por las civilizadoras en grado superior. Si los libros antiguos han sostenido que la civilización, como la luz solar, se difundió de Oriente hacia Occidente, estos nuevos libros afirman que se difundió en sentido inverso, de Occidente hacia Oriente. Todo el saber de los magos de Irán y de Caldea, de los brahmanes de las orillas del Ganges, de los sacerdotes de Isis y Osiris, de los iniciados en Samotracia y de los pueblos de Fenicia y Frigia, no vale un pito, comparado al saber de ciertos galos primitivos, cuyo centro de luz estuvo en un París prehistórico.
Los galos y sus bardos y druidas, poetas y sacerdotes, lo enseñaron todo; pero su misma, ciencia era ya reflejo confuso y recuerdo no completo de la ciencia que poseyeron, en el centro del país fértil y hermoso que hoy se llama Francia, antes de la venida de los celtas, otros hombres más primitivos y excelentes que llamaremos hiperbóreos o protoscitas.
Pero ¿qué lengua hablaban estos protoscitas o hiperbóreos, cuyo centro y foco civilizador fue un París de hace seis o siete mil años lo menos? Hablaban la lengua euskara, vulgo vascuence. ¿De dónde habían venido? Habían venido de la Atlántida, que se hundió. ¿Qué conocimientos tenían? Tenían todos los conocimientos que hoy poseemos y muchos más que se han ofuscado por medio de fábulas y de otras niñerías. Así, pues, los arimaspes, que tenían un ojo solo y miraban al cielo, eran los astrónomos de entonces, que ya conocían el telescopio; y la flecha en que Abaris iba cabalgando de un extremo a otro de la tierra, era el globo aerostático o un artificio para volar con dirección y brújula, etc., etc., etc. Ya se entiende que la época de los arimaspes y la de Abaris son de decadencia para la civilización hiperbórea.
Confieso que todo este sistema me encantó. No es mi propósito exponerle aquí. Paso volando sobre él y voy a mi asunto.
Digo, no obstante, que me encantó por dos razones. Es la primera lo mucho que Francia me agrada. ¿Cuanto más natural es que el germen de la civilización europea haya nacido y florecido, desde antiguo, en aquel feraz y riquísimo jardín, en aquel suelo privilegiado, que no en la Mesopotamia o en las orillas del Nilo? Y es la segunda razón, la de que tengo amigos guipuzcoanos, que habrán de alegrarse mucho, si se prueba bien que su lengua y su casta fueron el instrumento de que se valió la Providencia para acabar con la barbarie, iluminar el mundo y adoctrinar a las demás naciones.
¡Cuánto se holgará de esto, si vive aún, como deseo, mi docto y querido amigo D. Joaquín de Irizar y Moya, que ha escrito obras tan notables sobre la lengua vascuence, echando la zancadilla a los Erros, Larramendis y Astarloas! Algo aprovechará él de las flamantes invenciones para dar más vigor a su sistema, arreglándole de suerte que se ajuste y cuadre con la más perfecta ortodoxia católica.
Sea como sea, para mí es evidente que antes de que penetraran en España los celtas, los fenicios, los griegos y otras gentes, hubo en España un pueblo civilizado, que llamaremos los iberos. Este pueblo se extendía por toda nuestra península, y aun tenía colonias en Cerdeña, en Italia y en otras partes, como Guillermo Humbolt lo ha demostrado. Eran vascos y hablaban la lengua euskara. La nación y estado más culto e ilustre entre ellos fue la república de los turdetanos, quienes, según testimonio de Estrabon, tuvieron letras y leyes y lindos poemas en verso, que contaban seis mil años de antigüedad. Ahora bien, los alfabetos celtibérico y turdetano, que ha reconstruido y publica don Luis José Velázquez, son muy modernos en comparación de la fecha anteriormente citada. Dichos alfabetos son un trasunto del fenicio o del griego, y debe suponerse, por lo tanto, que antes de la venida a España de griegos y de fenicios, los turdetanos tuvieron alfabeto propio, con el cual escribieron sus poemas y demás obras.
A mi ver, el Sr. D. Manuel de Góngora y Martinez ha tenido la gloria de descubrir este alfabeto. Véanse las inscripciones que Osiris en susAntigüedades prehistóricas de Andalucía, de la Cueva de los letreros y de otras cuevas y escondites, algunos de los cuales se hallan cerca del lugar de Villabermeja, lugar que yo he tratado de hacer famoso, así como a su más conspicuo habitante el Sr. D. Juan Fresco.
A corta distancia de Villabermeja hay un sitio, que apellidan el Laderon, donde cada día se descubren vestigios y reliquias de una antiquísima y floreciente ciudad.
El erudito y sagaz anticuario D. Aureliano Fernandez Guerra prueba que allí estuvo Favencia, en tiempo de los romanos, ciudad que desde época muy anterior se llamaba Vesci.
Don Juan Fresco, excitada su curiosidad y estimulada su actividad infatigable, desde que el Sr. Góngora, publicando en 1868 sus Antigüedades, le puso sobre la pista, se ha dado a buscar letreros en Cuevas escritas y en otros monumentos que hay cerca de Vesci, y los ha hallado y reunido en mucha copia.
Emulo de Champollion Figeac, Anquetil Duperron, Burnouf, Grotefend, Oppert y Lassen, mi referido amigo D. Juan Fresco cree haber descifrado estos garrapatos ibéricos primitivos, como aquellos otros sabios, los hieroglíficos, la escritura cuneiforme y demás reconditeces.
Yo no intento abogar aquí por el descubrimiento de mi tocayo y paisano y demostrar que es evidente. Esto ya lo hará él en su día. Yo voy a limitarme a referir una historia que Don Juan Fresco dice haber leído en ciertas inscripciones semejantes a las de la Cueva de los letreros. Entendidas las letras, parece que lo demás es llano, pues el idioma ibero primitivo es casi el vascuence de ahora.
Me pesa de no dar aquí la traducción exacta del texto original. Don Juan Fresco no ha querido comunicármela. Haré, pues, la narración con las pausas, explicaciones y comentarios intercalados que él la ha hecho. De otro modo no se comprendería.
La historia es relativamente moderna; pues, según mi amigo, todavía han de descubrirse leyendas e historias en lengua proto-ibérica, más antiguas y venerables que el poema egipcio de Pentaur sobre una hazaña de Sesóstris o Ransés II, y que los poemas hallados por nuestro conocido el diplomático Sr. Layard en la biblioteca de Asurbanipal en Nínive: poemas ya arcaicos ocho siglos antes de Cristo, y traducidos los más de la lengua sagrada de los acadies, entonces tan muerta como el latín ahora entre nosotros.
Y esto no debe maravillarnos, porque según Roisel, en Los Atlantes, toda cultura viene de éstos, antes de que la hubiera en Caldea, en Asiria, en Egipto o en punto alguno de Oriente.
Es una lástima que no tengamos aún documentos del siglo de oro o de los siglos de oro de la literatura atlántica parisina, de hará unos ocho mil años, ni de la emanación bética de aquella cultura, implantada a orillas del Guadalquivir por los turdetanos.
El documento hallado, descifrado, explicado y comentado por Don Juan Fresco es de época relativamente fresca: como si dijéramos de ayer de mañana. Ya la cultura ibérica indígena había decaído, y España se veía llena de colonias fenicias y aun griegas. Los de Zazinto habían ya fundado a Sagunto, y hacía más de un siglo que habían fundado los tirios a Málaga, Abdera, Hispalis y Gades. Era por los años de 1000, antes de nuestra era vulgar, sobre poco más o menos.
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