A
Augusto Salvador


Cuento de Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 16 de septiembre de 1851-Madrid, 12 de mayo de 1921), condesa de Pardo Bazán, fue una noble y aristócrata novelista, periodista, feminista, ensayista, crítica literaria, poetisa, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferenciante española introductora del naturalismo en España. Fue una precursora en sus ideas acerca de los derechos de las mujeres y el feminismo.1​ Reivindicó la instrucción de las mujeres como algo fundamental y dedicó una parte importante de su actuación pública a defenderlo.2​ Entre su obra literaria una de las más conocidas es la novela Los pazos de Ulloa (1886).


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I

CUANDO salimos del puerto de Marineda—serían, á todo ser, las diez de la mañana—no corría temporal: sólo estaba la mar rizada y de un verde... vamos, un verde sospechoso. Á las once servimos el almuerzo, y fueron muchos pasajeros retirándose á sus camarotes, porque el{204} oleaje, no bien salimos á alta mar, dió en ponerse grueso, y el buque cabeceaba de veras. Algunos del servicio nos reunimos en el comedor, y mientras llegaba la hora de preparar la comida, nos divertíamos en tocar el acordeón y hacer hablar al pinche, un negrito muy feo: y nos reíamos como locos, porque el negro con las cabezadas de la embarcación y sus propios saltos, se daba mil coscorrones contra el tabique. En esto, uno de los muchachos camareros, que les dicen stewarts, se llega á mí.

—Cocinero, dos fundas limpias, que las necesito.

—Pues vaya Vd. al ropero y cójalas, hombre.

—Allá voy.

Y sin más, entra y enciende un cabo de vela para escoger las fundas.

¡Aquel cabo de vela! Nadie me quitará de la cabeza que el condenado... Dios me perdone, el infeliz del camarero lo dejó encendido, arrimado á los montones de ropa blanca. Como un barco grande requiere tanta blancura, además de las estanterías llenas y atestadas de manteles, sábanas y servilletas, había en el San Gregorio rimeros de paños de cocina, altos así, que llegaban á la cintura de un hombre. Por fuerza el cabo se quedó pegadito á alguno de ellos, ó cayó de la mesa, encendido, sobre la ropa. En fin, era nuestra suerte, que estaba así preparada.

Yo no sé qué cosa me daba á mí el cuerpo ya cuando salimos de Marineda. Siempre que embarco estoy ocho días antes alegre como unas castañuelas, y hasta parece que me hace falta alguna broma con los amigos,{205} y la familia. Pues de esta vez... tan cierto como que nos hemos de morir... tenía yo atravesado algo en el gaznate, y ni reía ni apenas hablaba. La víspera del embarque le dije á mi esposa:

—Mujer, mañana tempranito me aplancharás una camisola, que quiero ir limpio á bordo.

Por la mañana entró con la camisola, y le dije:

—Mujer, tráeme el pequeño que mama.

Vino el chiquillo y le dí un beso, y mandé que me lo quitasen pronto de allí, porque las entrañas me dolían y el corazón se me subía á la garganta. También la víspera fuí á casa del segundo oficial, el señorito de Armero, y estaba la familia á la mesa; y la madre, que es así una señora muy franca, no ofendiendo lo presente, me dijo:

—Tome Vd. esta yema, Salgado.

—Mil gracias, señora, no tengo voluntad.

—Pues lléveles éstas á los niños... ¿Y qué le pasa á usted, que está qué sé yo cómo?

—Pasar, nada.

—¿Y qué le parece del viaje, Salgado?

—Señora, la mar está bella, y no hay queja del tiempo.

—No, pues Vd. no las tiene todas consigo... Le noto algo en la cara.

Para aquel viaje había yo comprado todos los chismes del oficio: por cierto que en la compra se me fué lo último que me quedaba: setenta duretes. Los chismes eran preciosos: cuchillos de lo mejor, moldes superiores, herramientas muy finas de picar y adornar;{206} porque en el barco, ya se sabe: le dan á uno buena batería de cocina, grandes cazos y sartenes, carbón cuanto pida, y víveres á patadas: pero ciertas monaditas de repostería y de capricho, si no se lleva con qué hacerlas... Y como yo tengo este pundonor de que me guste sobresalir en mi arte y que nadie me pueda enseñar un plato... Por cierto que esta vanidad fué mi perdición cuando sostuve restaurant abierto. Me daba vergüenza que estuviese desairado el escaparate, sin una buena polla en galantina, ó solomillo mechado, ó jamón en dulce, ó chuletas bien panadas y con su penachito de papel en el hueso... Y los parroquianos no acudían; y los platos se morían de viejos allí; y cuando empezaban á oler, nos los comíamos por recurso: mis chiquillos andaban mantenidos con trufas y jamón, y el bolsillo se desangraba... Si no levanto el restaurant no sé qué sería de mí: de manera que encontrar colocación en el barco y admitirla fué todo uno. Pensaba yo para mi chaleco:—Ánimo, Salgado: de veintiocho duros que te ofrecen al mes, mal será que no puedas enviarle doce ó quince á la familia. No es la primera vez que te embarcas: vámonos á Manila: ¿quién sabe si allí te ajustas en alguna fonda y te dan mil ó mil quinientos reales mensuales y eres un señor? Lo dicho: la suerte, que arregla á su modo nuestros pasos... Estaba de Dios que yo había de perder mis chismes, y pasar lo que pasé, y volver á Marineda.

¿En qué íbamos? Sí, ya me acuerdo: faltaría hora y media para la comida, cuando nos pareció que salía{207} humo por la puerta del ropero. El que primero lo notó no se atrevía á decirlo: nos mirábamos unos á otros, y nadie rompía á gritar. Por fin, casi á un tiempo, chillamos:

—¡Fuego! ¡Fuego á bordo!{208}

—Mire Vd., no cabe duda: lo peor, en esos momentos en que suceden cosas horrorosas, es aturdirse y perder la sangre fría. Si cuando corrió el aviso se pudiese dominar el pánico y mantener el orden; si media docena de hombres serenos tomasen la dirección imponiéndose, y aislasen el fuego en las entrañas del barco, estoy seguro de que el siniestro se evitaba. Yo que todo lo presencié, que no perdí detalle, puedo jurar que no entiendo cómo en un minuto se esparció la noticia y ya no se vieron sino gentes que corrían de aquí para allí, locas de miedo. Para mayor desdicha empezaba á anochecer, y la mar cada vez más gruesa y el temporal cada vez más recio, aumentaban el susto. Aquello se convirtió en una Babel, donde nadie se entendía, ni obedecía á las voces de mando.

El capitán, que en paz descanse, era un mallorquín de pelo en pecho, valentón, y no tiene que dar cuenta á Dios de nada, pues el pobrecillo hizo cuánto estuvo en su mano, pero le atendían bien poco. Acaso debió levantar la tapa de los sesos á alguno para que los demás aprendiesen: bueno, no lo hizo: él fué el primero á pagarlo: ¡cómo ha de ser! Nos metimos él y yo por el corredor de popa, con objeto de ver qué importancia tenía el incendio: y apenas abrimos la puerta de hierro, nos salió al paso tal columna de humo y tal velo de llamas, que apenas tuvimos tiempo á retroceder, cerrar y apoyarnos, chamuscados y á medio asfixiar, en la pared. Yo le grité al capitán:

—Don Raimundo, mire que se deben cerrar también las puertas de hierro á la parte de proa.{209}

Él daría la orden á cualquiera de los que andaban por allí atortolados: puede que al tercero de á bordo: no sé: lo cierto es que no se cumplió, y en no cumplirse estuvo la mitad de la desgracia. Nosotros, á toda prisa, nos dedicamos á refrescar con chorros de agua las puertas de hierro, para que el horno espantoso de dentro no las fundiese y saltasen dejando paso á las llamas. ¿De qué nos sirvió? Lo que no sucedió por allí sucedió por otro lado. Nos pasamos no sé cuánto tiempo remojando la placa, envueltos en humareda y vapor: mas al oir que por la proa salían las llamas ya, se nos cansaron los brazos, y huyendo de aquel infierno pasamos á la cubierta.

Verdaderamente cesó desde entonces la batalla con el fuego y las esperanzas de atajarlo, y no se pensó más que en el salvamento; en librar, si era posible, la piel: eso, los que aún eran capaces de pensar; porque muchísimos se tiraron en el suelo, ó se metieron á arrancarse el pelo por los rincones ó se quedaron hechos estatuas, como el tercero de á bordo, que tan pronto se declaró el incendio se sentó en un rollo de cuerdas y ni dijo media palabra, ni se meneó, ni soñó en ayudarnos.

Á las dos horas de notarse el fuego, la máquina se paró. Si no se para tenemos la salvación casi segura: ardiendo y todo, llegaríamos al puerto. Lo que recelábamos era que el vapor comprimido y sin desahogo hiciese estallar la caldera. Todos preguntábamos al engineer, un inglés muy tieso, muy callado y con un corazón más grande que la máquina. No se meneaba{210} de su sitio, ni se demudó poco ni mucho: abrió todas las válvulas, y nos dijo con flema:

—Mi responde con mi head, máquina very-good, seguros por ella no explosión.

Al ver que la pobre de la máquina se paraba, nos quedamos si cabe más aterrados; no creíamos que el incendio llegase hasta donde, por lo visto, llegaba ya: comprendimos que el fuego no estaba localizado y contenido, sino que era dueño de todo el interior del buque y no había más remedio que cruzarse de brazos y dejarle hacer su capricho.

—¡Barco perdido, don Raimundo!—dije al capitán.

—Barco perdido, Salgado.

—¿Y nosotros?

—Perdidos también.

—Esperanza en Dios, don Raimundo.

Y él se echó las manos á la cabeza y dijo de un modo que nunca se me olvida:

—¡Dios!

Yo no sé qué le habíamos hecho á Dios los trescientos cristianos que en aquel barco íbamos: pero algún pecado muy gordo debió ser el nuestro, para que así nos juntase castigos y calamidades. De cuantas noches de temporal recuerdo—y mire Vd. que algo se ha navegado—ninguna más atroz, más furiosa que aquella noche. Una marejada frenética: el barco no se sostenía: ola por aquí, ola por acullá: montes de agua y de espuma que nos cubrían: ya no era balancearse, era despeñarse, caer en un precipicio: parecía que la tormenta gozaba en movernos y abanicarnos para avivar{211}

el incendio. Soplaba un viento iracundo; llovía sin cesar; y la noche tan negra, tan negra, que sobre cubierta no nos veíamos las caras. Unos lloraban de tal modo que partía el corazón; otros blasfemaban; muchos decían:—¡Ay mis pobres hijos!—No entiendo cómo el timonel era capaz de estarse tan quieto en su puesto de honor, manteniendo fijo el rumbo del barco{212} para que no rodase como una pelota por aquel mar loco.

Pronto empezaron á alumbrarnos las llamas, que salían por la proa no ya á intervalos, sino continuamente, igual que si desde adentro las soplasen con fuelles de fragua. Lo tremendo de la marejada hizo que no se pensase en esquifes; meterse en ellos, se reducía á adelantar la muerte. En esto gritaron que se veía embarcación á sotavento.

¡Un buque! Desde que se declaró el incendio no habíamos cesado de disparar cohetes y fuegos de Bengala con objeto de que los buques, al pasar cerca de nosotros, comprendiesen que el barco incendiado contenía gente necesitada de socorro. Y vea Vd. cómo Dios, á pesar de lo que dije antes, nunca amontona todas las desgracias juntas. Aún tenemos que agradecerle que el sitio del siniestro es un punto de cruce, donde se encuentran los barcos que hacen rumbo al Atlántico y al Mediterráneo. Pocas millas más adelante ya no sería fácil hallar quien nos socorriese.

Al ver el buque, la gente se alborotó, y los más resueltos arriaron los esquifes en un minuto. Allí no había capitán, ni oficiales, ni autoridad de ninguna especie: los contramaestres se cogieron el esquife mejor, y cabiendo en él treinta personas, resultó que lo ocuparon sólo cinco. Ya se sabe lo que hace el miedo á morir: ni se reparaba en peligro, ni había compasión, ni prójimo. Sin mirar lo furioso del oleaje, y lo imposible que era nadar allí, se echaron al mar muchísimas personas, por meterse en los esquifes. Aún{213} parece que oigo las voces con que decían al contramaestre:

—¡Espere, nuestramo Nicolás, espere por la madre que lo parió; la mano, nuestramo!

Y él en su maldita jerga catalana, respondía:

No'm fa rés; no'm fa rés.

Y cuando los infelices querían halarse al esquife y se agarraban á la borda, los de dentro, desenvainando los cuchillos, amenazaban coserles á puñaladas.{214}

De esta vez hubo ya bastantes víctimas: los esquifes se alejaron, y con ellos se fué nuestra esperanza. Después de recoger á aquellos primeros náufragos, el buque siguió su rumbo, porque no le permitía mantenerse al pairo el temporal.

¡Á todo esto, si viese Vd. cómo iba poniéndose la cubierta! Oíamos el roncar del incendio, que parecía el resoplido de un animalazo horrendo, y á cada instante esperábamos ver salir las llamas por el centro del buque y hundirse la cubierta. Nos arrimábamos cuanto podíamos á la parte de popa, pues además el calor del suelo se hacía insoportable, y del piso de hierro cubierto con planchas de madera salían, por los agujeros de los tornillos, llamitas cortas, igual que si á un tiempo se inflamasen varias docenas de fósforos sembrados aquí y acullá. Ya ni el frío ni la oscuridad eran de temer: qué disparate! buena oscuridad nos dé Dios: la popa algunas veces estaba tan clara como un salón de baile: iluminación completa: daba gusto ver el horizonte cerrado por unas olas inmensas, verdes y negruzcas, que se venían encima, y sobre las cuales volaba una orillita de espuma más blanca que la nieve. También divisamos otro buque, un paquete de vapor, que se paraba, sin duda, para auxiliarnos. ¡Estaba tan lejos! Con todo, la gente se animó. El segundo, el señorito de Armero, se llegó á mí y me tocó en el hombro.

—Salgado, ¿puede Vd. bajar á la cámara? Necesito un farol.

—Mi segundo, estoy casi ciego... Con el calor y el humo, me va faltando la vista.{215}

—Aunque sea á tientas... Quiero un farol.

Vaya, no sé yo mismo cómo gateé por las escaleras; la cámara era un horno, el farol todavía estaba encendido; lo descolgué y se lo entregué al segundo, convencido de que le daba el pasaporte para la eternidad, pues el esquife en que él y otros cuantos se decidieron á meterse, era el más chico y estaba muy deteriorado. Lo arriaron, y por milagro consiguieron sentarse en él sin que zozobrase. Entonces empezó la gente á lanzarse al mar para salvarse en el esquife, y pude notar que, apenas caían al agua, morían todos. Alguno se rompió la cabeza contra los costados del buque; pero la mayor parte, sin tropezar en nada, espiró instantáneamente. ¿Era que hervía el agua con el calor del incendio y los cocía? ¿Era que se les acababan las fuerzas? Lo cierto es que daban dos paladitas muy suaves para nadar, subían de pronto las rodillas á la altura de la boca, y flotaban cadáveres ya.

Los del esquife remaban desesperadamente hacia el barco salvador. Supe después que, á la mitad del camino, notaron que el esquife, roto por el fondo, hacía agua, y se sumergía; que pusieron en la abertura sus chaquetas, sus botas, cuánto pudieron encontrar; y no bastando aún, el señorito de Armero, que es muy resuelto, cogió á un marinerillo, lo sentó ó, por mejor decir, lo embutió en el boquete y le dijo (con perdón):

—¡No te menees y tapa con el...!

Gracias á lo cual llegaron al buque y les pudimos ver ascendiendo sobre cubierta. No sé si nos pesaba ó no el habernos quedado allí sin probar el salvamento.{216} ¡Los muertos ya estaban en paz, y los salvados... qué felices! El buque aquel tampoco se detenía; era necesario aguardar á que Dios nos mandase otro, y resistir como pudiésemos todo el tiempo que tardase. Es verdad que nuestro San Gregorio aún podía durar. Al fin era un gran vapor de línea, con su cargamento, y daba qué hacer á las llamas. El caso era refugiarse en alguna esquina para no perecer asados.

Al capitán se le ocurrió la idea de trepar á la cofa del gran árbol de hierro, del palo mayor. Mientras el barco ardía, creyó él poder mantenerse allí, seguro y libre de las llamas, como un canario en su jaula. Yo, que le ví acercarse al palo, le cogí del brazo en seguida.

—No suba Vd., capitán; ¿pues no ve que el palo se tiene que doblar en cuanto se ponga candente?

El pobre hombre, enamorado del proyecto, daba vueltas al rededor del palo, estudiando su resistencia. Creo que si más pronto le anuncio la catástrofe, más pronto sucede. ¡El árbol... pim! se dobló de pronto, lo mismo que el dedo de una persona, y, arrastrado por su peso, besó el suelo con la cima. Por listo que anduvo el capitán, como estaba cerca, un alambre candente de la plataforma le cogió el pié por cerca del tobillo, y se lo tronzó sin sacarle gota de sangre, haciendo á un tiempo mismo la amputación y el cauterio: respondo de que ningún cirujano se lo cortaba con más limpieza.

Le levantamos como se pudo, y colocando un sofá al extremo de la popa, le instalamos del mejor modo{217} para que estuviese descansado. Se quejaba muy bajito, entre dientes, como si masticase el dolor, y medio le oí: ¡Mi pobre mujer! ¡mis hijitos queridos, qué será de ellos! Pero de repente, sin más ni más, empezó á gritar como un condenado, pidiendo socorro y medicina. ¡Sí, medicina! ¡Para medicinas estábamos! Ya el fuego había llegado á la cámara, y á pesar del ruido de la tormenta, oíamos estallar los frascos del botiquín, la cristalería y la vajilla. Entonces el desdichado comenzó á rogar, con palabras muy tristes, que le echásemos al agua, y usando, por última vez, de su autoridad á bordo, mandó que le atásemos un peso al cuerpo. Nos disculpamos con que no había cosa que atarle: y él, que al mismo tiempo estaba sereno, recordó que en la bitácora existe una barra muy gruesa de plomo, porque allí no puede entrar hierro ni otro metal que haga desviar la aguja imantada. Por más que nos resistimos, fué preciso arrancarla, y colgársela del cuello: y como el peso era grande y le obligaba á bajar la cabeza, tuvo que sostenerlo con las dos manos, recostándose en el respaldo del sofá. Como llevaba en el bolsillo su rewólver, lo armó, y suplicó que le permitiesen pegarse un tiro y le arrojasen al mar después. ¡Naturalmente que nos opusimos! Le instamos para que dejase amanecer; con el día se calmaría la tormenta, y algún barco de los muchos que cruzaban nos salvaría á todos. Le porfiábamos y le hacíamos reflexiones de que el mayor valor era sufrir. Por último, desmontó y guardó el rewólver, declarando que lo hacía por sus hijos nada más. Se quejó despacito y{218} se empeñó en que habíamos de buscar y enseñarle el pié que le faltaba. ¡Querrá Vd. creer que anduvimos tras del pié por toda la cubierta y no pudimos cumplirle aquel gusto?

Después del lance del capitán, ocurrió el del oficial tercero, y se me figura que de todos los horrores de la noche fué el que más me afectó. ¡Lo que somos, lo que somos! Nada: una miseria. El tercero era un joven que tenía su novia, y había de casarse con ella al volver del viaje. La quería muchísimo ¡vaya si la quería! Como que en el viaje anterior le trajo de Manila preciosidades, en pañuelos, en abanicos de sándalo, en cajitas, en mil monadas. No obstante... ó por lo mismo... en fin, qué sé yo! Desgracias y flaquezas de los mortales... el pobre andaba triste, preocupado, desde tiempo atrás. Nadie me convencerá de que lo que hizo no lo hizo queriendo, porque ya lo tenía pensado de antes y porque le pareció buena la ocasión de realizarlo. Sino, ¿qué trabajo le costaba intentar el salvamento con el señorito de Armero? Ya determinado á morir, tanto le daba de un modo como de otro, y al menos, podía suceder que en el esquife consiguiese librar la piel. Bien, no cavilemos. Él no dió señales de pretender combatir el fuego y mientras nosotros manejábamos el caballo y soltábamos mangas de agua contra las puertas, envueltos en llamas y humo, él quietecito y como atontado. Al marcharse el señorito de Armero, le llamó á la cámara, para entregarle su reloj,—un reloj precioso, con tapa de brillantes—y dos sortijas muy buenas también, encargándole que se las llevase á su{219} novia como recuerdo y despedida. Lo que yo digo: el hombre se encontraba resuelto á morir. Luégo subió á popa, y le ví sentado, muy taciturno, con la cabeza entre las manos. Á dos pasos me coloqué yo. Él se volvió y me dijo:

—Cocinero, ¿tiene Vd. ahí un cigarro?

—Mi oficial, sólo tengo picadura en el bolsillo del chaquetón... Pero éste tiene tabacos, de seguro...—añadí, señalando á un camarero que estaba allí cerca.—¿Querrá Vd. creer que el bruto del camarero se resistía á meter la mano en el bolsillo y soltar el cigarro? Animal—le grité—no seas tacaño ahora; ¿de qué te servirá el tabaco si vamos todos á perecer?—En vista de mis gritos, el hombre aflojó el cigarro. El tercero lo encendió, y daría, á todo dar, tres chupadas: á cada una le veía yo la cara con la lumbre del cigarro: un gesto que ponía miedo. Á la tercer chupada, acercó á la sien el rewólver, y oímos el tiro. Cayó redondo, sin un ay.

Nadie se asustó, nadie gritó: casi puedo decir que nadie se movió: estábamos ya de tal manera, que todo nos era indiferente. Sólo el capitán preguntó desde el sofá:—¿Qué es eso? ¿qué ocurre?—El tercero que se acaba de levantar la tapa de los sesos.—¡Hizo bien!—De allí á poco rato, murmuró:—Echarle al mar.—Obedecimos y á ninguno se le ocurrió rezar el Padre nuestro.

¡Es que se vuelve uno estúpido en ocasiones semejantes! Figúrese Vd. que, en los primeros instantes, recogió el capitán, de la caja, seis mil duros y pico en{220} oro y billetes; seis mil duros y pico que anduvieron rodando por allí, sobre cubierta, sin que nadie les hiciese caso, ni los mirase. En cambio, al piloto se le había metido en la cabeza buscar el cuaderno de bitácora, y se desdichaba todo porque no daba con él, lo mismo que si fuese indispensable apuntar á qué altura y latitud dejábamos el pellejo. Pues otra rareza. En todo aquel desastre, ¿quién pensará Vd. que me infundía más lástima? El perro del capitán, un terranova precioso, que días atrás se había roto una pata y la tenía entablillada: el animalito, echado junto al timón, remedaba á su amo: los dos iguales, inválidos y aguardando por la muerte. Si seré majadero! El perro me daba más pena.

Ya las llamas salían por sotavento, y la mañana se iba acercando. ¡Qué amanecer, Virgen Santa! Todos estábamos desfallecidos, muertos de sed, de frío, de calor, de hambre, de cansancio y de cuanto hay que padecer en la vida. Algunos dormitaban. Al asomar la claridad del día, salió del centro del barco una hoguera enorme: por el hueco del palo mayor, se habían abierto paso las llamas, y la cubierta iba sin duda á hundirse, descubriendo el volcán. Contábamos con el suceso, y á pesar de que contábamos, nos sorprendió terriblemente. Empezamos á clamar al cielo, y muchos á enseñarle el puño cerrado, preguntando á Dios:

—¿Pero qué te hicimos?

El capitán, que tiritaba de fiebre, me dijo gimiendo:

—Agua! por caridad, un sorbo de agua!

Agua! Puede que la hubiese en el algibe. Así que lo{221}

{222}

pensé fuí hacia él y se me agregaron varios sedientos, poniendo la boca en unos remates que tiene el algibe y son como biberones por donde sale el agua. ¡Qué de juramentos soltaron! El agua, al salir hirviendo, les abrasó la boca. Yo tuve la precaución de recibirla en mi casquete y dejarla enfriar. El capitán continuaba con sus gemidos. Tuve que dársela medio templada aún. Me miró con unos ojos!

—Gracias, Salgado.

—No hay de qué, capitán... Se hace lo que se puede!

La tormenta, en vez de ir á menos, hasta parece que arreciaba desde que era de día. Para no caer al mar, nos cogíamos á la barandilla. Pasó un barco y por más señales que le hicimos, no se detuvo: y debió vernos, pues cruzó á poca distancia. Á mí me dolían de un modo cruel los ojos, secos por el fuego, y cuanto más descubría el sol, menos veía yo, no distinguiendo los objetos sino como al través de una niebla. Por otra parte, me sentía desmayar, pues desde el almuerzo de la víspera no probaba bocado, y se me iba el sentido. Casualmente se encontraban sobre cubierta, descuartizadas y colgadas, las reses muertas para el consumo del buque, y con el calor del incendio estaban algo asadas ya. Los que nos caíamos de necesidad nos echamos sobre aquel gigantesco rosbif, medio crudo, y refrescamos la boca con la sangre que soltaba. Nos reanimamos un poco.

Á medio día sucedió lo que temíamos: quedó cortada la comunicación entre la proa y la popa, derrumbándose con gran estrépito media cubierta y viéndose{223}

el brasero que formaba todo el centro del barco. Salieron las llamas altísimas, como salen de los volcanes, y recomendamos el alma á Dios, porque creímos que iban á alcanzarnos. No sucedió esto por dos razones: primera, por tener el buque, en vez de obra muerta de madera, barandilla de hierro; segunda, por estar las puertas de hierro cerradas hacia la parte de popa, lo cual contuvo el incendio por allí, obligándole á cebarse en la proa. De todas maneras, no debían las llamas andar muy lejos de nuestras personas, ya que á eso de las tres de la tarde empezamos á advertir que el{224} piso nos tostaba las plantas de los piés. Atamos á una cuerda un cubo, y lo subíamos lleno de agua de mar, vertiéndolo por el suelo para refrescarlo un poco. Ya comprendíamos lo estéril del recurso, y en medio de lo apurados que estábamos, no faltó quien se riese viendo que era menester levantar primero un pié y luégo bajar aquel y levantar el otro, para no achicharrarse. Serían las tres. El capitán me llamó despacito.

—Salgado, ¡cuánto mejor era morir de una vez!

—Para morir siempre hay tiempo, mi capitán. Aún puede que la Virgen Santísima nos saque de este apuro.

Claro que yo se lo decía para darle ánimos: allá en mi interior, calculaba que era preciso hacer la maleta para el último viaje. Bien sabe Dios que ni pensaba en las herramientas que había perdido, ni en mi propia muerte, sino sólo en los chiquillos que quedaban en tierra. ¿Cómo los trataría su padrastro? ¿Quién les ganaría el pan? ¿Saldrían á pedir limosna por las calles? Á lo que yo estaba resuelto era á no morir asado. Miré dos ó tres veces al mar, reflexionando cómo me tiraría para no romperme la cabeza contra el casco y no sufrir más martirio que el del agua cuando me entrase en la boca. Para acabar de quitarnos el valor, pasó un barco sin hacer caso de nuestras señales. Le enseñamos el puño y hubo quién le gritó:—Permita Dios que te veas como nos vemos.

Ya nos rendía, los brazos la faena de bajar y subir baldes de agua, que era lo mismo que querer apagar con saliva una hoguera grande; y convencidos de que{225} perdíamos el tiempo y era igual perecer un cuarto de hora antes ó después, el que más y el que menos empezó á pensar cómo se las arreglaría para hacer sin gran molestia la travesía al otro barrio. Yo me persigné, con ánimo de arrojarme en seguida al mar. ¡Qué casualidades! Hete aquí que aparece una embarcación, y en vez de pasar de largo, se detiene.

Ya estaba el barco al habla con nosotros: una goleta inglesa, una hermosa goleta que desafiaba la tempestad manteniéndose al pairo. Los que conservaban ojos sanos pudieron leer en su proa, escrito con letras de oro, Duncan. Empezamos á gritar en inglés, como locos desesperados:

¡Schooner! ¡Schooner! ¡Come near!

¡Throw to the water! nos respondían á voces, sin atreverse á acercarse. ¡Echarnos al agua! No quedaba otro recurso, y éste era tan arriesgado! En fin, qué remedio: los esquifes no podían aproximarse, por el temporal, y el buque menos aun. Nuestro San Gregorio, cercado por todas partes de llamas inmensas, ponía miedo. Había que escoger entre dos muertes, una segura y otra dudosa. Nos dispusimos á beber el sorbo de agua salada.

El primer chaleco salvavidas que nos arrojaron al extremo de un cabo, se lo ofrecimos al capitán.

—Ánimo, le dijimos. Póngase Vd. el chaleco y al mar: mal será que no bracee Vd. hasta la goleta.

—¡No puedo, no puedo!

—Vaya, un poco de resolución.

Se lo puso y medio murmuró, gimiendo:{226}

—Tanto da así como de otro modo.

Y acertaba. Aquello fué adelantar el desenlace y nada más. Se conoce que ó la humedad del agua ó el sacudimiento de la caída le abrieron las arterias del pié tronzado, y se desangró en un decir Jesús; ó acaso el frío le produjo un calambre; no sé: el caso es que le vimos alzar los brazos, juntarlos en el aire, y colarse por ojo, del salvavidas, al fondo del mar. Quedaron flotando el chaleco y la gorra: á él no le vimos ya más en este mundo.

Seguían echándonos, desde la goleta, cabos y salvavidas, y la gente, visto el caso del capitán, recelaba aprovecharlos. Yo me decidí primero que nadie. Ya quería, de un modo ó de otro, salir del paso. Pero antes de dar el salto mortal, reflexioné un poco y determiné echarme de soslayo, como los buzos, para que{227} la corriente, en vez de batirme contra el buque, me ayudase á desviarme de él. Así lo hice, y en efecto, tras de la zambullida, fuí á salir bastante lejos del San Gregorio. Oía los gritos con que desde el schooner me animaban, y oí también el último alarido de algunos de mis compañeros, á quienes se tragó el agua ó zapatearon las olas contra los buques. Yo choqué con la espalda en el casco del Duncan: un golpe terrible, que me dejó atontado. Cuando me halaron, caí sobre cubierta como un pez muerto.

Acordé rodeado de ingleses. Me decían: ¡go! ¡cook! ¡go! ¡á la cámara! Me incorporé y quise ir adonde me mandaban, pero no veía nada, y después de tantos horrores me eché á llorar por primera vez, exclamando:

Mi no cook... ciego... enséñenme el camino...

Me levantaron entre dos y me abracé al primero que tropecé, que era un grumete y rompió también á llorar como un tonto. No sé las cosas que hicieron conmigo los buenos de los ingleses. Me obligaron á beber de un trago una copa enorme de brandy, me pusieron un traje de franela, me dieron fricciones, me acostaron, me echaron encima qué sé yo cuantas mantas, y me dejaron solito.

¿Qué sentí aquella noche? Verá Vd.... Cosas muy raras: no fué delirar, pero se le parecía mucho. Al principio sudaba algo y no tenía valor para mover un dedo, de puro feliz que me encontraba. Después, al oir el ruido del mar, me parecía que aún estaba dentro de él, y que las olas me batían y me empujaban{228} aquí y allí. Luégo iban desfilando muchas caras: mis compañeros, el tercero á la luz del cigarro, el capitán, y gentes que no veía hacía tiempo, y hasta un chiquillo que se me había muerto años antes...

En fin, por acabar luégo: llegamos á Newcastle, se me alivió la vista, el cónsul nos dió una guinea para tabaco, y á los pocos días nos embarcamos en un barco español con rumbo á Marineda. ¡Qué diferencia del buque inglés! Nuestros paisanos nos hicieron dormir en el pañol de las velas, sobre un pedazo de lona: apenas conseguimos un poco de rancho y galleta por comida: como si fuésemos perros.

De la llegada, ¿qué quiere Vd. que diga? Á mi mujer le habían dado por cierta mi muerte; en la calle le cantaban los chiquillos coplas anunciándosela. Supóngase Vd. cómo estaba, y cómo me recibió. Ahora he de ir al santuario de la Guardia: no tengo dinero para misas: pero iré á pié, descalzo, con el mismo traje que tenía cuando me halaron sobre la cubierta del Duncan: chaleco roto por los garfios del salvavidas, pantalón chamuscado, y la cabeza en pelo: se reirán de verme en tal facha: no me importa: quiero besar el manto de la Virgen, y rezar allí una Salve.

Me faltará para pan, pero no para comprar una fotografía del San Gregorio... ¿Ha visto Vd. cómo quedó? El casco parece un esqueleto de persona, y aún humea: el cargamento de algodón arde todavía: dentro se ve un charco negro, cosas de vidrio y de metal fundidas y torcidas... ¡Imponente!

¿Que si me da miedo volver á embarcarme?... ¡Bah!{229} ¡Lo qué está de Dios... por mucho que el hombre se defienda...! Ya tengo colocación buscada. ¿Quiere Vd. algo para Manila? ¿Que le traiga á Vd. algún juguete de los que hacen los chinos? El domingo saldremos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Dí al cocinero del San Gregorio unos cuantos puros. Tiene el cocinero del San Gregorio buena sombra y arte para narrar con viveza y colorido. Durante la narración, ví acudir varias veces las lágrimas á sus ojos azules, ya sanos del todo.

1 июня 2018 г. 0:06 0 Отчет Добавить Подписаться
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