A
Augusto Salvador


"Feathertop" es un cuento de Nathaniel Hawthorne, publicado por primera vez en 1852. El cuento moral utiliza un espantapájaros metafórico llamado Feathertop y su aventura para ofrecer al lector una lección concluyente sobre el carácter humano. Desde entonces, se ha utilizado y adaptado en otras formas de medios, como la ópera y el teatro.


Драма Всех возростов.
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I

DICKON!—gritó Mamá Rigby,—¡fuego para mi pipa!—

La vieja señora tenía la pipa en la boca cuando decía estas palabras. Las había lanzado después de llenarla de tabaco, sin tratar de encenderla en el hogar donde, en realidad, no había huellas de que se hubiera encendido fuego aquella mañana. Sin embargo, tan pronto como hubo dado la orden, brotó un rojo intenso en el hueco de la pipa y una bocanada de humo de los labios de Mamá Rigby. Nunca pude descubrir de dónde vino el fuego, ni qué mano invisible lo hizo encenderse allí.

—¡Bien!—dijo Mamá Rigby, con una inclinación de cabeza.—¡Gracias, Dickon! Ahora hagamos el espantajo. Quedad al alcance de la voz, Dickon, por si os necesito otra vez.—

Apenas amanecía; pero la buena mujer había madrugado aquella mañana con el objeto de hacer un espantajo que quería colocar en su sementera de maíz. Era la última semana de mayo, y ni los cuervos ni los mirlos habían descubierto aún las pequeñas hojas verdes y enrolladas del maíz que comenzaba justamente a brotar de la tierra. Así, había resuelto fabricar un espantajo que pareciera vivo por todos sus lados y terminarlo inmediatamente de pies a cabeza, de manera que comenzara aquella misma mañana sus deberes de centinela. Ahora bien; Mamá Rigby era, como todos sabemos, una de las brujas más hábiles y poderosas de la Nueva Inglaterra y podía hacer, en consecuencia, con muy pequeño esfuerzo, un espantajo suficientemente horrible para aterrorizar al mismísimo ministro de la iglesia protestante. Pero, habiendo despertado aquella mañana con disposición de espíritu extraordinariamente placentera, suavizada todavía más por su pipa de tabaco, resolvió producir algo fino, hermoso y espléndido, de preferencia a lo horrible y espantoso.

“No quiero colocar un duende grosero en mi propio campo de maíz y casi a mis puertas,” díjose a sí misma, lanzando una bocanada de humo; “podría hacerlo si quisiera, pero estoy cansada de cosas maravillosas y esta vez me quedaré dentro de los límites de la vida ordinaria, en obsequio a la variación. Además, no hay necesidad de espantar a los chiquillos a una milla a la redonda, aunque yo sea, como ellos dicen, bruja de verdad.”

Quedó sentado, de consiguiente, en la mente de Mamá Rigby, que el espantajo representaría un caballero elegante de la época, hasta donde lo permitieran los materiales de que podía disponer. Quizá será oportuno enumerar los principales artículos que entraron en la composición de la figura.

El más importante de todos indudablemente, aunque llegaba a apreciarse muy poco, era cierto palo de escoba en que Mamá Rigby había dado muchos nocturnos paseos aéreos a la media noche, y el cual servía ahora de columna vertebral al espantajo, o de espinazo, hablando en términos vulgares. Uno de los brazos estaba constituído por un mayal, inútil ahora, que acostumbraba manejar el buen Rigby antes de que su esposa le enviara fuera de este pícaro mundo; el otro, si no me equivoco, estaba compuesto del cabo de una escoba el travesaño roto de una silla, atados fuertemente a la altura del codo. En cuanto a las piernas, la derecha era el mango de un azadón y la izquierda un palo cogido en la miscelánea confusa del montón de maderas. Los pulmones, estómago y demás cosas por el estilo eran nada menos que un saco de harina relleno de paja. Tenemos así el esqueleto y la individualidad entera del espantajo, con excepción de la cabeza; la cual se suplió admirablemente con una calabaza seca y arrugada, donde abrió Mamá Rigby dos huecos para los ojos y una abertura para la boca, dejando que cierta azulada prominencia hiciera en el centro las veces de nariz. El conjunto constituía realmente un semblante del todo respetable.

“He visto muchos rostros peores sobre hombros humanos, seguramente,” pensó Mamá Rigby. “Y más de un fino caballero tiene cabeza de calabaza, lo mismo que mi espantajo.”

Pero en este caso los vestidos debían hacer al hombre. Así, la buena anciana cogió de una percha una casaca antigua color ciruela, hecha en Londres, y con restos de bordado en las costuras, puños, solapas de las faltriqueras y ojales; pero lamentablemente usada y descolorida, remendada en los codos, rasgada en los faldones y completamente raída. En la solapa izquierda veíase un agujero redondo, producido quizá por alguna placa nobiliaria arrancada violentamente, o por el corazón ardiente de alguno de los posesores de la prenda que la hubiera chamuscado. Los vecinos aseguraban que esta rica vestimenta pertenecía al guardarropa del Hombre Negro, quien la conservaba en la casa de Mamá Rigby por la comodidad de vestirse allí siempre que quería presentarse de gran parada a la mesa del gobernador. Para completar el atavío había un amplio chaleco de terciopelo, bordado primitivamente con follaje de dorado tan brillante como las hojas de arce en octubre, pero que se había apagado ya casi del todo sobre el terciopelo. Venía en seguida un par de calzas color escarlata, llevadas alguna vez por el gobernador francés de Loúisbourg, y cuyas rodillas habían tocado los escalones inferiores del trono de Louis el Grande. El francés regaló estas calzas a un indio curandero quien las dió a la vieja bruja a cambio de un vaso de aguardiente en una de sus danzas en la selva. Además, sacó Mamá Rigby un par de medias de seda y las calzó en las piernas del espantajo donde aparecían como una fantasía, mostrando la realidad de los palos al dejar percibir dolorosamente la madera a través de los agujeros. Colocó, por último, la peluca de su amado esposo en el pelado cráneo de la calabaza, y completó el conjunto con un empolvado sombrero de tres picos adornado con las más largas plumas de cola de gallo que se pudiera imaginar.

Tan luego que la vieja hubo terminado, colocó esta figura en un rincón de su cabaña, riendo al observar el amarillo rostro del espantajo con la pequeña naricilla picaresca levantada al aire. Tenía un cómico aspecto de satisfacción de sí mismo y parecía decir: “¡Pero, venid a admirarme!”

“¡Y es un hecho que sois digno de que se os admire!” murmuró Mamá Rigby, llena de maravilla ante su obra. “He fabricado muchos muñecos desde que soy bruja, pero se me figura que éste es el mejor de todos. Casi es demasiado magnífico para espantajo. Y ahora, llenaré primero mi pipa con tabaco fresco y lo llevaré en seguida a la sementera de maíz.”

Mientras llenaba su pipa, seguía mirando la anciana con cariño casi maternal al espantajo en su rincón. A decir verdad, sea casualidad o destreza, o quizá sólo hechicería, había algo maravillosamente humano en la ridícula figura acicalada con su harapiento esplendor, y que parecía arrugar su amarillo semblante en una mueca de curiosa expresión entre desdén y regocijo, como si comprendiera que representaba en sí misma una burla a la humanidad. Mientras más la contemplaba Mamá Rigby, más satisfecha se hallaba de su labor.

—¡Dickon!—gritó imperiosamente—¡fuego otra vez para mi pipa!—

Apenas había terminado, cuando apareció como antes una brasa enrojecida sobre el tabaco. Mamá Rigby aspiró una larga bocanada y la exhaló después hacia el rayo de luz matinal que luchaba por atravesar las empolvadas vidrieras de la ventana de su cabaña. Gustábale saborear su pipa con una brasa del fuego de la chimenea de donde había sido arrancado. Pero no puedo decir dónde estaba tal chimenea, ni quien aportaba el fuego, salvo aquel invisible mensajero que parecía responder al nombre de Dickon.

“Este muñeco,” pensaba Mamá Rigby, con los ojos fijos en el espantajo, “es trabajo demasiado artístico para dejarlo todo el verano en un campo de maíz espantando a los cuervos y a los mirlos. Es capaz de algo mejor. ¡Vaya que he danzado muchas veces con figuras más ridículas, cuando escaseaban las parejas en nuestras reuniones de hechicería en los bosques! ¿Qué sucederá si le dejo buscarse la vida entre los demás hombres de paja y gente vacía que andan alborotando por el mundo?”

La vieja bruja aspiró tres o cuatro bocanadas de humo de su pipa y sonrió.

“¡Encontrará una multitud de semejantes en cada esquina!” continuó. “Bien; no intento meterme hoy en brujerías, más allá de lo que dure mi pipa; pero soy maga y lo seré y de nada sirve querer disimularlo. ¡Haré un hombre de mi espantajo, siquiera sea por el placer de pegar un petardo!”

Mientras murmuraba estas palabras, Mamá Rigby retiró la pipa de su boca y la arrojó en la abertura que hacía de tal en el rostro de calabaza del espantajo.

—¡Fuma, querido mío, fuma!—dijo.—¡Fuma, elegante mozo! ¡tu vida depende de ello!—

Era indudablemente una exhortación original, dirigiéndose a un paquete de palos, paja y vestidos viejos, sin nada mejor que una arrugada calabaza por cabeza, como sabemos bien que estaba formado el espantajo. Sin embargo, debemos recordarlo muy especialmente, Mamá Rigby era una bruja de singular habilidad y poder; y teniendo presente este hecho, no habrá nada increíble en los notables incidentes de nuestra historia. A la verdad, la dificultad mayor quedará vencida al punto, si logramos llegar a la creencia de que tan pronto como la vieja le ordenó fumar, brotó una bocanada de humo de la boca del espantajo. Fué seguramente una bocanada muy ligera; pero a ésta siguió otra y otras más, cada una más decidida que las anteriores.

—¡Fuma, ángel mío! ¡fuma, lindo!—siguió diciendo Mamá Rigby con su sonrisa más graciosa.—Es hálito de vida para ti; te doy mi palabra.—

Queda fuera de duda que la pipa estaba encantada. Debía existir algún conjuro sea en el tabaco, o en el ardiente fuego que ardía misteriosamente en su hueco, o en el humo aromático que se exhalaba de las encendidas hojas. Después de varias tentativas vacilantes, la figura arrojó al fin una nube de humo que se extendió desde el obscuro rincón hasta la faja luminosa de la ventana. Allí se difundió y se desvaneció entre los átomos de polvo. Parecía haber sido un esfuerzo convulsivo, pues que las dos o tres bocanadas siguientes fueron más débiles, aunque el fuego ardía todavía y arrojaba sus reflejos sobre el rostro del espantajo. La vieja bruja aplaudió golpeando sus flacas manos una contra otra y sonrió a su muñeco de manera alentadora. Veía que el encanto obraba. La faz arrugada y amarilla, que hasta entonces no había ofrecido aspecto vital, comenzaba a mostrar una especie de fantástica y tenue atmósfera humana que parecía fluctuar a su alrededor, desvaneciéndose a veces completamente, y haciéndose otras más perceptible siguiendo las exhalaciones de la pipa. De igual manera asumía toda la figura una semblanza de vida, como la que prestamos a formas mal definidas de las nubes, engañándonos a medias con las divagaciones de nuestra propia fantasía.

Si hubiéremos de ahondar profundamente en la materia, podría dudarse si, después de todo, hubo algún cambio en la sórdida, raída, insignificante y mal pergeñada figura del espantajo; o si únicamente alguna ilusión fantasmagórica y cierto curioso efecto de luz y sombra la coloreaba y delineaba en forma de engañar los ojos de muchas personas. Los milagros de la brujería adolecen siempre de artificio muy superficial; y por último, si esta explicación no llega al fondo del proceso, no puedo ofrecer otra mejor.

—¡Muy bien, lindo mancebo!—exclamó de nuevo Mamá Rigby.—Vamos, otra buena y vigorosa inhalación, y lánzala con fuerza y violentamente. ¡Fuma, por tu vida, te lo digo! ¡Aspira desde el fondo de tu corazón, si corazón tienes, y si éste tiene fondo! ¡Bien, ahora! Aspira esta bocanada como si gozaras en hacerlo.—

Y la bruja hizo un ademán con la cabeza al espantajo, poniendo tal potencia magnética en su gesto que inevitablemente debía éste obedecer, como obedece el hierro a la misteriosa atracción del imán.

—¿Por qué te quedas holgazaneando en tu rincón, perezoso?—dijo Mamá Rigby.—¡Avanza! ¡Tienes el mundo delante de ti!—

Palabra, que si no hubiera oído yo mismo esta relación en el regazo de mi abuela y no hubiera quedado completamente establecida entre las cosas verosímiles cuando mi infantil credulidad no podía aún analizar su posibilidad, jamás habría tenido el atrevimiento de referirla ahora.

Obedeciendo a la voz de Mamá Rigby y alargando el brazo como para coger su mano extendida, la figura avanzó un paso, una especie de sacudimiento o salto más bien que paso; vaciló luego y casi perdió el equilibrio.

¿Qué más podía esperar la hechicera? No era nada, después de todo; solamente un espantajo de madera armado sobre dos estacas. Pero la enérgica bruja se enfadó, y sacudió la cabeza, y lanzó la fuerza de su voluntad tan poderosamente sobre aquella miserable combinación de madera podrida, paja mohosa y raída vestimenta, que se vió obligado el espantajo a mostrarse hombre, a despecho de la realidad de las cosas. Así avanzó hasta la faja luminosa. Detúvose allí ¡pobre diablo de invención! revestido solamente de una capa ligerísima de apariencia humana, a través de la cual era visible la rígida, desvencijada, incongruente, vieja, harapienta, múltiple e inútil combinación de su esencia, pronta a desplomarse en tierra en un montón de residuos, por la conciencia de su propia indignidad para erguirse. ¿Confesaré la verdad? En este punto de vivificación, el espantajo me hace recordar ciertos caracteres indefinidos y anormales, compuestos de elementos heterogéneos y empleados mil veces, a despecho de su insignificancia, por los escritores de novelas (yo también como los demás) que han poblado con ellos superabundantemente el mundo de la fantasía.

Mas la feroz bruja comenzaba ya a encolerizarse y a mostrar los rasgos de su naturaleza diabólica, que asomaba sibilante como una cabeza de serpiente desde el fondo de su pecho, ante el comportamiento pusilánime de la cosa que ella se había tomado la molestia de componer.

—¡Fuma, miserable!—gritó con ira.—¡Fuma, fuma, fuma, tú, criatura de paja y vacuidad! ¡tú, andrajo! ¡tú, saco de harina! ¡tú, cabeza de calabaza! ¡tú, nada! ¿Dónde encontraré una palabra suficientemente vil para calificarte? ¡Fuma, te digo, y aspira tu vida fantástica junto con el humo; o si no, arrancaré la pipa de tu boca y te arrojaré al lugar de donde ha venido aquella brasa ardiente!—

Amenazado así, el infeliz espantajo no tenía más remedio que inhalar aquella peligrosa vida. Haciendo de necesidad virtud, aplicóse vigorosamente a la pipa, arrancando nubes de humo tan espeso que la pequeña cocina de la choza estaba envuelta por completo en los vapores del tabaco. Un rayo de sol luchaba por atravesar esta niebla y podía apenas reflejar vagamente la imagen de la hendida y empolvada vidriera de la ventana sobre el muro opuesto. Entretanto Mamá Rigby, con un brazo en jarras y el otro extendido hacia la figura, se destacaba ferozmente en medio de la obscuridad, con el mismo porte y expresión que cuando provocaba alguna terrible pesadilla en sus víctimas y permanecía al lado del lecho para saborear su agonía. El pobre espantajo fumaba y fumaba, trémulo y lleno de terror. Mas es preciso reconocer que sus esfuerzos servían perfectamente para el objeto; pues a cada sucesiva exhalación, perdía la figura visiblemente su aspecto informe y confuso y parecía condensar su esencia. Aun la misma vestimenta participaba de este mágico cambio, brillando con reflejos de novedad y resplandeciendo con el bello bordado de oro que por tan largo tiempo había estado opacado sobre el terciopelo. Y, revelándose apenas entre el humo, un rostro amarillo dirigía hacia Mamá Rigby sus ojos sin expresión.

Al fin la vieja bruja cerró el puño crispado, sacudiéndolo en dirección a la figura. No estaba iracunda verdaderamente; mas procedía bajo el principio, falso quizá pero profundo, como todos los que profesara persona de las cualidades de Mamá Rigby, de que las naturalezas débiles y entorpecidas, incapaces de sentir mejor inspiración, deben aguijonearse por medio del terror. En caso de que fracasara lo que ella intentaba, tenía el inhumano propósito de desparpajar al miserable simulacro en sus primitivos elementos.

—Tienes el aspecto de un hombre,—dijo la bruja severamente.—¿Tienes también, por acaso, algún eco o remedo de voz? ¡Te ordeno hablar!—

El espantajo abrió la boca, hizo algunos esfuerzos y emitió al fin un murmullo tan entremezclado con el humoso aliento, que apenas podría decirse si era voz en realidad o solamente una bocanada del humo del tabaco. Algunos narradores opinan que los conjuros de Mamá Rigby y la fuerza de su voluntad habían evocado un espíritu familiar dentro de la figura y que ésta era la voz que respondía.

—¡Madre,—murmuró la pobre voz ahogada,—no seáis tan cruel conmigo! Yo bien desearía hablar; pero ¿qué puedo decir, careciendo de sesos?

—¿Que no puedes hablar, querido mío? ¿que no puedes hablar, tú?-exclamó Mamá Rigby, suavizando con una sonrisa la dureza de su continente.—Y ¿qué podrías decir, preguntas? ¡Vaya, en verdad! Perteneces a la confraternidad de los cráneos vacíos, y ¿preguntas lo que habrías de decir? ¡Dirás mil cosas, y repitiéndolas mil y mil veces más, no habrás dicho nada todavía! ¡No tengas miedo, te digo! Cuando entres en el mundo donde me propongo lanzarte, no te faltará lo necesario para poder hablar. ¡Habla! ¡Vamos! Hablarás tanto como un murmurador arroyo de molino, si tú quieres. ¡Tienes suficiente talento para eso, estoy segura!

—A vuestras órdenes, madre,—respondió la figura.

—Eso ha estado muy bien dicho, tesoro mío, respondió Mamá Rigby.—Entonces, habla como se te ocurra y no te preocupes. Encontrarás un centenar de frases hechas y quinientas personas que las aprovechan. Y ahora, querido mío, me he tomado tanto trabajo por ti, y eres tan hermoso que, a fe mía, te amo más que a cualquier otro muñeco de brujería en todo el mundo; y los he hecho de todas clases: de yeso, de cera, de paja, de palos, de niebla nocturna, rocío de la mañana, espuma del mar y humo de las chimeneas. Pero tú eres el mejor de todos. Así, atiende a lo que voy a decirte.

—¡Sí, bondadosa madre,—dijo la figura;—con todo el corazón!

—¡Con todo el corazón!—exclamó la bruja, dejando caer las manos sobre los costados y riendo estrepitosamente.—Tienes una linda manera de expresarte. ¡Con todo el corazón! ¡Y pusiste la mano sobre el lado izquierdo de tu chaleco, como si realmente tuvieras corazón!—

De excelente humor por su fantástica invención, Mamá Rigby dijo al espantajo que debía ir a representar su papel en el gran mundo, donde ni un hombre entre ciento, aseguraba ella, estaba dotado de esencia más refinada que su propia creación. Y para que pudiera mantener muy alta la cabeza entre los mejores, dotóle al punto de incalculables riquezas. Consistían, parte en una mina de oro en Eldorado, y parte en diez mil acciones en una bancarrota fraudulenta; medio millón de acres de viñedos en el polo norte; un castillo en el aire y un castillo en España; agregado a la renta que todo aquello pudiera producir. Hízole donación asimismo del cargamento de sal de Cádiz que llevaba cierto buque al cual hizo naufragar la hechicera diez años atrás en mitad del océano por medio de sus artes nigrománticas. Si la sal no se hubiera disuelto y pudiera introducirse en el mercado, permitiría levantar una bonita suma entre los pescadores. Para que no careciera de dinero en efectivo, le dió un cuarto de penique de cobre, sellado en Bírmingham, que era todo lo que poseía; y, además, muchísima calderilla[37] que al aplicarse sobre la frente, la volvía más y más refractaria a colorearse.

—Con esta clase de moneda solamente,—dijo Mamá Rigby,—puedes hacer carrera en el mundo. ¡Bésame, tesoro mío! He hecho por ti lo más que me ha sido posible.—

Además, con el objeto de que tuviera el aventurero todas las ventajas necesarias para un bello ingreso en la vida, la excelente anciana le dió una contraseña que le haría reconocer por cierto magistrado, miembro del consejo, mercader, y funcionario eclesiástico: cuatro dignidades que constituían un solo hombre que se encontraba a la cabeza de la sociedad en la metrópoli vecina. La contraseña era ni más ni menos que una sola palabra que Mamá Rigby murmuró al oído del espantajo y que éste debía murmurar a su vez al oído de mercader.

—Gotoso y todo como es este viejo camarada, hará por ti cualquiera correría tan pronto como hayas pronunciado esta palabra en sus oídos,—dijo la vieja bruja.—¡Mamá Rigby conoce muy bien al digno juez Gookin, y el digno juez conoce bien a Mamá Rigby!—

A estas palabras la bruja acercó su arrugada faz a la del muñeco, riendo inconteniblemente y estremeciéndose con deleite de pies a cabeza a la idea de lo que iba a comunicarle.

—El digno magistrado Gookin,—murmuró,—tiene por hija una donosa doncella. Y ¡escucha bien, mi favorito! Tú tienes bello continente y bastante ingenio natural. ¡Sí, bastante viveza de entendimiento! Lo comprenderás mejor cuando hayas podido apreciar el ingenio de los demás. Ahora bien; con ese exterior e interior tuyos, eres el hombre llamado a conquistar el corazón de una joven. ¡No lo dudes jamás! Te garantizo que así será. Pon solamente de tu parte bastante aplomo en el asunto, suspira, sonríe, agita tu sombrero, adelanta el pie como un maestro de baile, coloca la mano derecha sobre el lado izquierdo de tu chaleco, y la linda Polly Gookin será tuya.—

Todo este tiempo la nueva criatura había estado inhalando y exhalando la vaporosa fragancia de su pipa y parecía ahora continuar en esta ocupación por propio placer y no como condición indispensable para su existencia. Era maravilloso observar cuán extraordinariamente se asemejaba ahora a un ser humano. Sus ojos—que a este tiempo parecía ya tenerlos—estaban fijos en Mamá Rigby, y movía o inclinaba siempre la cabeza en el momento oportuno. Tampoco dejaban de acudir a sus labios las palabras propias para la ocasión: “¿Realmente? ¿En verdad? ¡Dígame, se lo ruego! ¿Es posible? ¡Palabra de honor! ¡De ninguna manera! ¡Oh! ¡Ah! ¡Jem!” y muchas otras exclamaciones de rigor que implican atención, interrogación, asentimiento o disentimiento de parte del oyente. Aun después de haberse encontrado por allí y haber visto fabricar desde el principio al espantajo, era difícil resistirse a la convicción de que el sujeto comprendía perfectamente el alcance de los astutos consejos que la vieja bruja depositaba en su remedo de oído. Mientras aplicaba con mayor entusiasmo sus labios a la pipa, su expresión se volvía más sagaz, sus gestos y ademanes adquirían mayor vida y su voz resonaba de manera más inteligible. Sus vestidos lucían también más y más con ilusoria magnificencia. La misma pipa en que ardía el conjuro de toda esta obra maestra, dejó de aparecer como un pesado artefacto de tierra ennegrecida para convertirse en un artístico objeto de espuma de mar con cabeza pintada y boquilla de ámbar.

Podría temerse, sin embargo, que dependiendo del vapor de la pipa la vida de esta ilusión, hubiera de terminar simultáneamente con la reducción del tabaco a cenizas. Pero la bruja había previsto esta dificultad.—Sostén la pipa, hermoso mío,—dijo,—mientras la lleno de nuevo para ti.—

Era penoso ver cómo el elegante caballero comenzaba a retroceder hasta espantajo mientras Mamá Rigby sacudía las cenizas de la pipa y procedía a llenarla otra vez con el tabaco de su caja.

—¡Dickon!—exclamó con su voz fuerte e imperiosa,—¡más fuego para esta pipa!—

Apenas lo había dicho, cuando la partícula de rojo intenso brillaba dentro de la cabeza de la pipa; y el espantajo, sin aguardar las órdenes de la bruja, aplicando el tubo a sus labios, comenzaba a arrancar cortas y convulsivas bocanadas que pronto, sin embargo, se convirtieron en más iguales y regulares.

—Ahora, chiquillo de mi corazón,—dijo Mamá Rigby,—suceda lo que quiera debes adherirte a tu pipa. Tu vida reside allí; y esto lo sabes bien, aun cuando no sepas mucho más fuera de esto. ¡No te desprendas de tu pipa, te digo! Fuma, aspira, lanza nubes de humo, y si alguien te pregunta, di a la gente que es por salud, que tu médico lo ha recomendado así. Y cuando tu pipa esté concluyéndose, ve, delicia mía, a cualquier rincón y, penetrándote primero bien de humo, exclama con imperio: “¡Dickon! ¡una nueva pipa de tabaco! ¡Dickon! ¡fuego para mi pipa!” y fúmala tan pronto como sea posible. De lo contrario, en lugar de un galano caballero con casaca bordada de oro, te convertirás en un haz de palos y vestidos destrozados, un saco de paja y una arrugada calabaza. ¡Ahora parte, tesoro mío, y la dicha sea contigo!

—¡Nada temáis, madre!—dijo la figura con voz sonora, lanzando una vigorosa bocanada.—¡Yo arribaré, si esto es dado a un caballero y a un hombre honrado!

—¡Oh, tú me harás morir!—exclamó la vieja bruja, en una carcajada convulsiva.—Eso estuvo muy bien dicho. ¡Si es dado a un caballero y a un hombre honrado! Representas tu papel a la perfección. Continúa siendo un elegante caballero; y yo apostaré en tu cabeza como hombre de meollo y de substancia, provisto de talento y de lo que llaman corazón, y de todo aquello que debe poseer un hombre, contra cualquier otro animal de dos pies. Por ti me creo yo ahora hechicera más hábil que antes. ¿No te he formado acaso? ¡Y desafío a hacer cosa parecida a la mejor bruja de la Nueva Inglaterra! ¡Mira, llévate mi vara!—

La vara, que era un simple palo de roble, tomó inmediatamente la apariencia de un bastón con puño de oro.

—Esta cabeza de oro tiene tanto talento como la tuya,—dijo Mamá Rigby,—y te guiará directamente a la casa del digno magistrado Gookin. Ve allá, mi lindo, querido, precioso, tesoro mío; y cuando pregunten tu nombre, di que te llamas Feathertop (Cabeza Emplumada). Llevas plumas en el sombrero, y arrojé todo un manojo en el hueco vacío de tu cabeza; tu peluca es también del estilo llamado Feathertop. ¡Así, Feathertop será tu nombre!—

Saliendo de la cabaña, Feathertop marchó virilmente hacia la ciudad. Mamá Rigby permaneció en el dintel, profundamente complacida de ver los rayos del sol reflejándose en su obra, como si toda aquella magnificencia fuera real; y observando cuán empeñosa y amorosamente fumaba su pipa Feathertop, y con qué elegancia marchaba, a pesar de cierta ligera rigidez en las piernas. Le miró alejarse hasta que se perdió de vista y envió su bendición a su favorito cuando una revuelta del camino le ocultó completamente a sus ojos.

Cerca del mediodía, cuando la calle principal de la vecina ciudad se encontraba en el colmo del bullicio y animación, seguía la acera un extranjero de aspecto muy distinguido. Su porte y sus vestidos estaban llenos de nobleza. Llevaba casaca color ciruela ricamente bordada, chaleco de suntuoso terciopelo magníficamente adornado de hojas doradas, un espléndido par de calzas encarnadas y las más bellas y brillantes medias de seda. Su cabeza estaba cubierta con una peluca tan lindamente arreglada y empolvada que habría sido un sacrilegio desordenarla con el sombrero de encaje dorado y adornado de una pluma nevada, que el caballero llevaba bajo el brazo. En el pecho de la casaca resplandecía una estrella. Manejaba este personaje su bastón de puño dorado con la gracia peculiar de los gentilhombres de aquella época; y, para completar su atavío, llevaba en los puños volantes de encaje de delicadeza etérea, delatando a las claras cuán ociosas y aristocráticas debían ser las manos que ocultaban a medias.

Circunstancia digna de notarse en el continente de este brillante personaje, era que llevaba en la mano izquierda una pipa fantástica, con cabeza deliciosamente pintada y boquilla de ámbar. Aplicábala a sus labios cada cinco o seis pasos e inhalaba una profunda bocanada de humo que, después de retener un momento en sus pulmones, arrojaba en graciosos remolinos por la boca y la nariz.

Como es fácil imaginar, en toda la calle se trataba activamente de conocer el nombre del extranjero.

—Es, sin duda, algún gentilhombre de elevada alcurnia,—decía un vecino de la ciudad.—¿Veis la estrella que lleva sobre el pecho?

—¡No; vaya que es poco brillante para verse!—decía otro.—Sí; debe ser forzosamente un gentilhombre, como decís. Mas ¿qué ruta imagináis que su señoría haya tomado para venir acá? No ha llegado barco del viejo mundo desde el mes pasado; y si hubiera venido del sur por tierra, ¿queréis decirme dónde están sus criados y su equipaje?

—No necesita equipaje para establecer su alcurnia,—hizo observar un tercero.—Así se presentara en harapos, brillaría su nobleza a través de los agujeros de sus codos. Jamás he visto semejante dignidad de aspecto. Tiene la antigua sangre normanda en sus venas, lo juraría.

—Mas bien le tomaría por un holandés o un alemán de sangre noble,—dijo otro de los ciudadanos.—Los hombres de aquellas regiones tienen siempre la pipa en la boca!

—Así son también los turcos,—respondió su compañero.—Pero, a mi juicio, este extranjero ha nacido en la corte francesa y aprendido allí la cortesanía y dignidad de maneras que en ninguna parte se despliegan como entre la nobleza de Francia. ¡Aquel modo de andar también! Un espectador vulgar lo juzgaría algo rígido, lo calificaría quizá de sacudimiento o trote; pero a mis ojos tiene indecible majestad, y debe haberlo adquirido por la observación constante de las maneras del gran monarca. El carácter y profesión del extranjero están bastante evidentes. Es algún embajador francés que ha venido a conferenciar con nuestros gobernadores sobre la cesión del Canadá.

—Verosímilmente es un español,—dijo otro,—y de allí viene su tez amarillenta; o más bien es de la Habana o de algún otro puerto de los dominios españoles, y viene a investigar las piraterías con las cuales se dice que contemporiza nuestro gobernador. Aquellos colonizadores del Perú y Méjico tienen la piel tan amarilla como el oro que extraen de sus minas.

—¡Amarillo o no, es un hombre muy hermoso! protestó una señora;—¡tan alto, tan esbelto! con un semblante tan fino y distinguido, una nariz tan bien delineada y una boca tan deliciosamente expresiva! Y ¡Dios me bendiga, qué estrella más brillante! ¡Positivamente arroja llamas!

—Lo mismo que vuestros ojos, hermosa dama,—dijo el extranjero, haciendo una reverencia y agitando su pipa; pues pasaba justamente en aquel instante.—¡Por mi honor, casi me han deslumbrado!

—¿Se ha oído alguna vez cumplimiento más exquisito y original?—murmuró la dama, en éxtasis de delectación.

En medio de la admiración general que excitaba el extranjero, sólo se escucharon dos voces discordantes. Una de ellas fué la de un impertinente can que después de olfatear los talones del resplandeciente personaje, metió la cola entre las piernas y se lanzó al corral de su amo, vociferando un execrable aullido. El otro ser en desacuerdo con la opinión pública fué un chico que lanzó un chillido con toda la fuerza de sus pulmones, balbuceando no sé qué ininteligible tontería acerca de calabazas.

Entretanto Feathertop seguía su camino por la calle. Con excepción de las pocas palabras corteses que dirigió a la dama y una que otra ligera inclinación de cabeza correspondiendo profundas reverencias de los espectadores, parecía completamente absorbido en su pipa. No era necesaria mayor prueba de su alcurnia e importancia que la perfecta ecuanimidad con que se manejaba mientras la admiración de la ciudad crecía hasta convertirse casi en clamor en torno suyo. Con una multitud congregada tras de sus huellas, llegó el extranjero finalmente a la casa del digno juez Gookin, atravesó la reja, subió los peldaños de la escalera central y llamó a la puerta. Pudo notarse que, en el intervalo entre su llamada y la respuesta, sacudía el extranjero las cenizas de su pipa.

—¿Qué dijo con aquella voz tan imperiosa?—preguntó uno de los espectadores.

—No sé, no podría decirlo,—respondió su amigo.—Pero el sol me deslumbra de manera extraña. ¡Qué ajado y descolorido se ha puesto repentinamente su señoría! ¡Dios me bendiga! ¿Qué es lo que me pasa?

—Lo maravilloso es que su pipa, apagada hace un momento, aparece otra vez encendida y con el fuego más intenso que he visto en mi vida. Hay algo misterioso en este extranjero. ¡Qué bocanada de humo más espesa! ¿Decíais que estaba ajado y descolorido? ¡Mirad! Cuando se vuelve, brilla la estrella en su pecho como una llamarada.

—Así es, en verdad,—dijo su compañero;—y deslumbrará probablemente a la linda Polly Gookin a quien veo asomándose a la ventana de aquella habitación.—

Tan luego que se abrió la puerta, volvióse Feathertop hacia la multitud, inclinóse majestuosamente, como un gran hombre que reconociera los homenajes en la forma más estricta, y desapareció en la casa. Brillaba en su semblante una especie de sonrisa misteriosa, una mueca, mejor dicho; pero entre la muchedumbre que le contemplaba, nadie tuvo la penetración suficiente para descubrir su ilusoria personalidad, salvo un chiquillo y un miserable can.

Nuestra leyenda pierde aquí algo de continuidad, y saltando sobre las explicaciones preliminares entre Feathertop y el comerciante, pasa en busca de la linda Polly Gookin. Era ésta una damisela de suaves y redondeadas formas, cabello rubio, ojos azules y bello rostro sonrosado, ni demasiado ingenuo, ni demasiado perspicaz. La joven descubrió por la ventana al brillante extranjero que se encontraba a la puerta y, preparándose para la entrevista, se acicaló inmediatamente con una cofia de encajes, un collar de cuentas, su pañuelo más hermoso y su falda de damasco de la mejor calidad. Mientras se apresuraba a bajar de su aposento al salón, mirábase en los grandes espejos ensayando lindos modales, ya una sonrisa, ya cierta dignidad ceremoniosa, ya una sonrisa más dulce que la primera, mientras besaba su mano, moviendo la cabeza y manejando el abanico; en tanto que, dentro del espejo, una insignificante doncellica repetía todos sus ademanes y gestos ridículos sin lograr que Polly se avergonzara de ellos. En suma, si la linda Polly no llegaba a producir ilusión tan completa como el ilustre Feathertop, era culpa de su poca habilidad y no de su poca voluntad para conseguirlo; de manera que al demostrar así su simplicidad, no era aventurado suponer que el fantasma creado por la hechicera pudiera conquistarla.

Apenas oyó Polly el ruido de los pasos gotosos de su padre, aproximándose a la puerta del salón acompañados del rígido resonar de los zapatos de altos tacones de Feathertop, sentóse recta como una flecha y comenzó inocentemente a entonar una canción.

—¡Polly! ¡Polly, hija mía!—gritó el viejo mercader.—Ven acá, chiquilla.—

El continente del magistrado aparecía turbado e indeciso cuando abrió la puerta.

—Este gentilhombre,—continuó, presentando al extranjero,—es el caballero Feathertop, no, perdonadme, es Lord Feathertop, que me trae un recuerdo de una antigua amiga. Cumplid vuestros deberes sociales con su señoría, niña, y honradle como su calidad merece.—

Después de estas pocas palabras de presentación, el magistrado abandonó el salón. Mas si en este breve instante hubiera mirado Polly a su padre en vez de dedicarse por entero a la contemplación del brillante caballero, habría podido comprender que algún peligro se cernía a la inmediación. El viejo estaba nervioso, inquieto y muy pálido. Tratando de esbozar una sonrisa cortés deformaba su rostro en una mueca galvánica, que se convirtió en ceño feroz tan pronto como Feathertop hubo vuelto las espaldas; al mismo tiempo que amenazaba con el puño cerrado y golpeaba el suelo con su pie gotoso; falta de cortesía que trajo consigo su inevitable y doloroso resultado. Parece, en verdad, que la palabra de introducción de Mamá Rigby, sea cual fuere, actuaba más por el temor que por la voluntad sobre el rico mercader. Siendo además hombre de extraordinaria sagacidad y penetración, advirtió que las figuras pintadas en la pipa de Feathertop estaban dotadas de movimiento. Mirando con mayor atención, pudo convencerse de que aquellas figuras eran una partida de diablillos debidamente provistos de cuernos y cola, y danzando con las manos enlazadas y gestos de regocijo diabólico en toda la circunferencia de la cabeza de la pipa. Para confirmar sus sospechas, mientras guiaba Master Gookin a su huésped a través de un obscuro pasadizo desde su despacho particular hasta el salón, la estrella que Feathertop llevaba al pecho arrojó verdaderas llamas, reflejando trémulos rayos sobre los muros, el techo y el pavimento.

Con tales siniestros pronósticos que se manifestaban de maneras tan diversas, no es sorprendente que el mercader pensara que comprometía a su hija en relaciones muy dudosas. Maldecía en el fondo de su alma la elegancia insinuante de los modales de Feathertop cuando este atrayente personaje se inclinaba, sonreía, posaba la mano sobre el corazón, inhalaba una profunda bocanada de su pipa y enriquecía la atmósfera con el aliento vaporoso de un suspiro fragante y visible. Alegremente habría puesto en la puerta el pobre Master Gookin a su peligroso visitante; pero había de por medio cierto grave terror que le constreñía.

Este respetable anciano, se había dejado arrastrar algo en mal camino en su temprana juventud, lo tememos, y quizá se veía ahora obligado a redimirlo por el sacrificio de su hija.

La puerta del salón era en parte de cristales cubiertos por una cortina de seda, cuyos pliegues quedaban un poquillo al sesgo. Tan vivo interés acosaba al comerciante por presenciar lo que iba a acontecer entre la bella Polly y el galante Feathertop que, después de abandonar el aposento no pudo impedirse de mirar por la abertura de la cortina.

Mas nada de milagroso le fué dado observar; nada, fuera de las bagatelas antes enunciadas, que le confirmaron en la idea de que algún peligro sobrenatural amenazaba a la bonita Polly. El extranjero era indudablemente hombre de mundo, práctico, metódico y dueño de sí mismo; y, de consiguiente, el personaje preciso a quien un padre no debe confiar sin la debida precaución una ingenua y sencilla muchacha. El digno magistrado que conocía la humanidad en cualquiera esfera o condición, no podía menos de advertir que todos los gestos y ademanes del distinguido Feathertop respondían en absoluto a las conveniencias del momento: nada de rudeza natural había quedado en él; las convenciones sociales estaban tan adaptadas y asimiladas a su naturaleza íntima, que le transformaban en una obra de arte. Quizá si esta misma peculiaridad era lo que le prestaba cierto aire pavoroso y fantasmagórico. Todo lo que es consumado y perfectamente artificial en el hombre le hace aparecer sobrenatural ante nuestros ojos, algo así como si su individualidad bastara apenas para dibujar en el suelo una sombra. Tratándose de Feathertop, esta impresión se confundía en un sentimiento extravagante, fantástico y original, como si su vida y esencia dependieran del humo rizado que se escapaba de su pipa.

Pero la linda Polly Gookin no pensaba de esta manera. La pareja paseaba entonces a través de la habitación: Feathertop, con su andar distinguido y su no menos distinguido semblante; la joven con cierta gracia femenina natural, realzada por un toque ligero de afectación que no la perjudicaba y que parecía aprendido del arte perfecto de su compañero. Mientras más se prolongaba la entrevista más encantada estaba la linda Polly; hasta que, pasado un cuarto de hora, la joven comenzó positivamente a sentirse enamorada, como pudo notarlo el viejo magistrado desde su escondite. No era necesaria magia alguna para provocar este rápido resultado; el corazón de la pobre niña era sin duda tan apasionado que se fundía a su propio calor, reflejado en la hueca semblanza de un amante. Nada importaba lo que Feathertop dijera: sus palabras levantaban profundo eco y repercutían en los oídos de la joven; nada importaba lo que hiciera: sus acciones revestían siempre caracteres heroicos ante los ojos de Polly. Y puede suponerse que en aquellos momentos se encendían las mejillas de la joven y brillaba en sus labios tierna sonrisa, y húmeda dulzura en sus miradas; mientras la estrella chispeaba en el pecho de Feathertop y los pequeños demonios corrían con regocijo más y más frenético alrededor de la cabeza de la pipa. ¡Oh, linda Polly Gookin! ¿Por qué se regocijan tan locamente aquellos diablillos de que una necia doncella esté a punto de dar su corazón a una sombra? ¿Es acaso una desgracia tan inusitada, un triunfo tan raro?




31 мая 2018 г. 20:45 0 Отчет Добавить Подписаться
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