La primera en presentarse fue la sed seguida de cerca por el hambre, el temor a sirenas y leviatanes, a los monstruos que habitan los mares de las leyendas, dejaron de preocuparnos cuando las lenguas comenzaron a hincharse y no quedó en nuestras carnes una sola gota de sudor.
Hasta Dios nos niega su aliento, supongo que nos ha dado por muertos y por más que imploremos su ayuda, ni una brizna de viento que infle las velas del pequeño bote.
A la deriva, ya sin fuerzas para romper con los remos la paz de unas aguas, que más que del mar, de tan tranquilas asemejan las del lago Estigia.
Solo el crujir de la madera, la respiración entrecortada de mis desventurados compañeros, y la niebla… La maldita niebla que nos rodea y no nos deja ver, siquiera, el horizonte de nuestra propia muerte, ya próxima, presente, como un náufrago más, en este viaje de pesadilla.
Apenas 20 pies de eslora por 6 de manga, para dar cobijo a quince almas de las 200 que salimos del puerto de Cádiz.
De poco sirvieron los cañones ni los galones de pólvora, el orgullo de la marina española, a merced de la tormenta, tan solo fue una cascara de nuez sobrepasada por la furia de las olas.
La soberbia de los hombres se hundió junto a nuestra nave, y nosotros, los pocos que conseguimos sobrevivir, nos sentimos afortunados, más, ahora, los más pensamos que hubiera sido preferible el habernos ahogado, a secarnos como el pescado en la lonja.
Después de la tormenta llegó la calma, y con la calma también la niebla.
Parece emerger del mar, semejando millones de espíritus que esperan a que nos reunamos con ellos.
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No puedo saber el tiempo transcurrido, pero de los quince ya solo quedamos seis.
El hombre, cuando se ve impotente, busca entre los inocentes a culpables en los que depositar su ira.
El único crimen del grumete fue ser el más débil, lo tildaron sus compañeros de gafe, pues era su primer viaje y, con solo doce años, poco pudo hacer para defenderse.
Lo lanzaron al mar por estribor y ni uno solo alzó la voz en su favor, tampoco este que os habla, pues me sentí agradecido por ser él, y no yo, el receptor de todo ese odio irracional.
Otros dos sucumbieron en posteriores riñas, que, si bien ninguno consiguió traer consigo un poco de agua, del primero al último, guardaba un puñal o un cuchillo en la faja con el que hacerse escuchar cuando no se encuentran las palabras.
Al resto los consumió la sed, salvo a uno, al que no le importó condenar su alma lanzándose al agua. Lo vi hundirse, no chapoteó, simplemente se dejó ir con expresión de calma.
Nadie habla, ninguno rezamos, abandonados en la ignorancia de cuáles han sido nuestros pecados para que Dios nos dé la espalda.
Justo en el momento en el que lo maldigo, la niebla se dispersa y asoma la luna en el cielo acompañada de su cohorte de estrellas. Nunca antes me pareció tan bella, plena y enorme.
Una luz en el horizonte me despertó de mis divagaciones, un albatros se posó en nuestro bote con la promesa de tierra firme.
No sé de dónde saqué las fuerzas, me hice con un remo e invité a mis compañeros a seguir mi ejemplo.
—¡Tierra! — Les grité, pero ninguno respondió.
Los zarandeé, incluso los golpeé con puntapiés en las costillas, ya muy cerca de la orilla, la certeza de encontrarme solo.
La alegría de poner pie en la costa fue efímera, y no solo por haber perdido a todos mis compañeros. ¿Me encontraba entre amigos o a merced de los enemigos?
Portugueses, ingleses, franceses, belgas y holandeses, turcos y moriscos, que difícil es hallar amigos cuando el mundo entero está en tu contra.
Me encontraba demasiado débil para dar un entierro digno a mis camaradas, empujé el bote y dejé que la marea lo arrastrara mar adentro.
Despuntó el día, la isla era tan pequeña, que apenas tenía espacio para albergar el faro que me había salvado.
Hacia él me encaminé.
De mí solo quedaba hueso y pellejo, de caer prisionero, al menos me darían de beber, algo que comer, o una muerte rápida.
En lo alto de faro me esperaba el único habitante de la isla, que se apresuró a sentarme en su mesa y a colmarme de atenciones.
Cual sería mi agradable sorpresa, cuando me supe entre compatriotas, y aunque su acento era algo extraño, es reconfortante el que hablase en “cristiano” y que no intentase matarme.
Mas aliviado se le veía a él y no entendí el motivo.
—Hace tanto que te llevo esperando, que casi no puedo creer que estés aquí. — Me dijo.
Él, al igual que yo, renegó de lo más sagrado cuando la luz lo llamó.
Más de 200 años de penitencia y por fin Dios lo había perdonado.
Me dio un abrazo, y ante mis ojos incrédulos, desapareció sin más.
Acepto mi castigo sin cuestionarme lo injusto que es, el que después de someterme a tantas penalidades, Dios no me perdone un momento de debilidad.
Ahora yo soy quien habita el faro, quien guía a las almas hacia su descanso, mientras espero a que otro desdichado tome mi lugar en esta condena de mar, arena y soledad.
FIN.
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