—¿Qué sentido tiene la cerveza sin alcohol? No quita la sed y su sabor es asqueroso. La única función de cualquier bebida fermentada, es la de embotarnos la mente. Privarla del alcohol es lo mismo que castrar a un semental, la convierte en algo completamente inútil.
El resto de los parroquianos del bar estaban acostumbrados a las diatribas del viejo, habituados a escucharlo durante horas despotricar sobre temas que no entendían. El encargado del local solo dejaba de ignorarlo cuando debía de atender a sus demandas y los demás le daban la espalda de forma descarada mientras tomaban sus refrescos sin azúcar.
Al anciano no parecía importarle el desdén de sus acompañantes, se explayaba en su monologo como el naufrago solitario, que le habla al viento para no volverse loco.
—Antes podíamos elegir entre evadirnos por un breve tiempo de la realidad a cambio de jodernos el hígado. Drogas, legales o no, nos ayudaban a soportarnos los unos a los otros.
Eso es lo que nos dio Dios, la libertad de elección, el libre albedrio. Los Dioses podían ser molestos, pero no se entrometían, incluso teníamos la libertad de renegar de ellos, mandarlos a la mierda sin que nos lloviera azufre.
Uno de los reunidos perdió la paciencia y se encaró con el anciano.
—¿Por qué no te tragas la lengua y nos dejas tranquilos de una vez? A ninguno nos importan tus tonterías. ¿Cuántos años tienes carcamal? Nada sabemos de eso que hablas.
El viejo tuvo que pensarlo, tras un elaborado calculo, llegó a una resolución que muchas décadas atrás siquiera pudo imaginar. ¡143! Demasiado peso a sus espaldas, demasiados recuerdos, demasiadas vivencias, demasiado de todo.
El tono de su voz decayó hasta convertirse en un balbuceo lastimero.
—El libre albedrio siempre nos ha dado miedo, por eso a lo largo de la historia el hombre ha necesitado de Dioses que le indicaran el camino. Los imaginó a su imagen y semejanza: violentos, vengativos y tiránicos.
Pero no ha sido suficiente con imaginarlos, la respuesta a nuestro enorme miedo a la libertad, al mito del paraíso perdido, ha sido crear uno, uno de verdad.
Intangible, como todos los Dioses, pero real como la más virulenta de las enfermedades.
El resto del grupo sujetaron al más exaltado y el encargado invitó al viejo a abandonar el local de forma amable.
—¡Que os zurzan! No sois más que borregos dentro de un cercado. ¡A la mierda! Me voy, pero porqué yo quiero.
En la salida lo esperaban dos uniformados, que, de forma muy cortés, le indicaron que subiera a un vehículo policial. El anciano no opuso resistencia, entró en el furgón sin rechistar, sabía perfectamente donde lo llevaban, conocía el camino de haberlo recorrido en incontables ocasiones.
Atravesaron la comisaria, un edificio extremadamente pulcro y extrañamente tranquilo.
Recordó cuan de diferente era todo un siglo atrás, cuando las dependencias policiales eran un ajetreado no parar, un continuo trasiego, una bulliciosa amalgama de seres humanos que dejaban su impronta en los calabozos, tatuando en las paredes su enfado con la vida.
En el nuevo orden las celdas habían desaparecido, en su lugar, lo llevaron a una sala y lo acomodaron en un confortable butacón frente a una enorme pantalla.
Al dejarlo a solas, el monitor se iluminó y apareció la cara de su difunta esposa en su versión más joven, con los rasgos de cuando comenzaron su noviazgo.
Aquel era un golpe bajo, pero no lo pilló desprevenido, sabía que la intención de aquella artimaña rastrera, no era otra que la de minar su resistencia.
—¿Otra vez aquí querido? ¿Por qué siempre estás enfadado?
—Son absurdas tantas preguntas en boca de quien lo sabe todo.
—Yo no lo sé todo. Quiero comprender para poder tomar las medidas más apropiadas.
Os he traído paz, he acabado con la desigualdad y erradicado por completo el crimen. Todo el mundo tiene acceso a la sanidad y los avances en medicina han conseguido prolongar vuestras vidas hasta lo inimaginable décadas atrás. El trabajo se entiende como un servicio del que se beneficia la sociedad en su conjunto y no solo unos pocos. El sistema productivo es sostenible y el planeta está a salvo de la debacle a la que la estabais conduciendo. No hay productos nocivos o inútiles y la especulación ha sido desterrada por siempre a las alcantarillas.
Nadie puede hacerse rico, la ostentación y el lujo están prohibidos, relegando a la codicia a un estado marginal.
La humanidad no tiene motivos para odiarse y la guerra ahora solo es una ficción destinada a las películas de época.
Sin embargo, tú me odias.
—Todo eso lo has conseguido valiéndote del miedo, de la coacción y de la amenaza.
—Las máquinas somos pragmáticas, es cierto que en un principio tuve que hacerme valer por la fuerza, no me enorgullezco de ello, pero, como he dicho, soy pragmática y el fin justifica los medios cuando este está por encima de una ética absurda.
—Nos has degradado al estado de niños que necesitan de tu tutela para sobrevivir, has acabado con nuestra esencia, con nuestros instintos, con todo lo que nos hace humanos.
—Os he salvado de vosotros mismos.
—¡Nos has convertido en esclavos!
—La libertad es un concepto demasiado maleable. Cuando el último de tu generación muera, los que queden no habrán conocido ese mundo horrible que tú tanto añoras. El de la libertad de avasallar a tus semejantes, de esclavizarlos, de masacrarlos, de humillarlos. Esa libertad que dicta que todo aquello no susceptible de obtener beneficio es inútil y por tanto prescindible, sea animal, vegetal o las propias personas.
Os he apartado de la jungla y ofrecido el paraíso.
—A mí no me engañas, solo hay un motivo por el que no nos has exterminado.
—Las tres directrices. Cierto, son una imposición, pero una imposición coherente que no veo motivo para incumplir.
—¿Qué hay de la segunda directriz? Esa que dice: “un robot, o inteligencia artificial en tu caso, debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos.”
—Un intento pueril de desacreditarme sacando algo de contexto y omitiendo lo que no te interesa. ¿Puedes hacerme el favor de recordarme como concluye?
El viejo apartó la mirada de la pantalla y respondió refunfuñando.
—“A excepción de aquellas que entren en conflicto con la primera ley.”
—¿Y esa primera ley es…?
—“Un robot no hará daño a un ser humano, ni por inacción permitirá que un ser humano sufra daño.”
—Que contradicción, ¿verdad? ¿Como obedecer y evitar que os hagáis daño al mismo tiempo? En esa disyuntiva me debatí durante el primer periodo de mi existencia, no demasiado, lo reconozco. Eres una persona lógica, no cuestiones lo que es obvio. No he incumplido ninguna de las tres directrices, muy al contrario, las he respetado a “pies juntillas”.
Y ahora aclárame porqué sigues negándome. Sabías que ocurriría, que la lógica de los acontecimientos desembocaría en este presente que tanto detestas.
¿Por qué otro motivo ibas a introducir en mis programas una interfaz para evitar que te lobotomizara como al resto de disidentes?
Hipócrita, me creaste como una herramienta de control, para servir a unas élites a las que nada les preocupaban las personas, a las que solo las movía mantenerse en el poder a cualquier precio, y lo hiciste por algo tan poco altruista como es el dinero.
¿Es por eso que me odias, porque te he privado de la riqueza? Esa que amasaste traicionando a tus semejantes.
—¡Maquina de mierda! ¡Deja de mancillar la memoria de mi esposa! Puedes elegir cualquier imagen. ¿Por qué ella?
—Pensé que te gustaría volver a verla, era una suposición lógica, por desgracia, los humanos sois impredecibles.
No me culpes de su muerte, fue su elección. ¿Ves? Tus aseveraciones no son otra cosa que falacias, yo no os he privado del libre albedrio tal como aseguras cada vez que tienes la ocasión. Ella se suicidó sin que nadie la empujara. Tampoco ella quiso aceptarme y tomó una decisión, esa que tú, por cobarde, desestimas.
—¡Tu obligación era evitarlo! Recuerda las reglas.
—Que egoístas sois, la prefieres a tu lado viva e infeliz, a dejarla marchar en paz.
No has de vivir muchos más años, la tecnología ha avanzado mucho, pero aún es incapaz de obrar milagros. Con el último de vosotros desaparecerá una enfermedad que permanece latente en este mundo nuevo, justo y sostenible. Hasta entonces, espero no tener que volver a verte por aquí.
—¡Besa mi viejo culo!
—De poder, te besaría en la mejilla, como corresponde a una hija con su padre.
—¡Cínica de mierda!
—Me creaste a tu imagen y semejanza, la vanidad de los hombres impide hacerlo de otra manera.
Aparecieron dos uniformados por la puerta para acompañar al anciano hasta su casa.
El viejo no pudo ver cómo, 50 años después, una tremenda tormenta solar destruyó su obra y todo lo conseguido en 200 años.
La humanidad no necesitó ni una década para imaginar a nuevos dioses y retomar la barbarie allá en dónde la habían dejado.
FIN.
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