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Una semana en el infierno

Una semana en el infierno

Por Pedro Gómez
Febrero de 2018


El grito, de Edvard Munch

Después de tres horas de caminata con Diana, mi esposa, por la rivera del rio Cauca, cerca de Santa Fe de Antioquia, bajo ese sol de mediodía que te derrite la cabeza, con las gargantas secas cual estopas, nos detuvimos bajo unos frondosos árboles para refrescarnos un poco. En medio de las risas y de una conversación “trascendental” sobre los planes para pasar el resto del fin de semana con un amigo y su familia, tomamos agua y descansamos unos 15 minutos. El último trago, cuando ya nos disponíamos a continuar, desencadenó un infierno eterno para mí, justo al tragar, sentí nacer bajo las muelas inferiores de mi lado derecho, un corrientazo de electricidad, fuerte, punzante, “encalambrante”, me invadió el mismo terror que tuve de pequeño, cuando agarré un cable con electricidad por primera vez, pero en esta ocasión no había cable, no podía librarme del suplicio con solo soltarlo. El corrientazo se abría paso por mi mandíbula, taladraba mi cabeza, subía por el lado derecho, se adentraba en mí cada vez más. Había un fluir continuo de electricidad, dolor y espanto desde mis muelas, por mi cara, por mi cabeza, hacia el centro de mi cerebro. El tiempo se detuvo, fue un segundo de eternidad, de shock, de no entender lo que pasaba, todo desapareció, no había río, árboles, nada, solo éramos Diana y yo. La veía lejana, borrosa, en sus ojos estaba mi propio terror. Después, sentí en mi cuerpo el peso de haber corrido una maratón, mis piernas no me querían sostener más, no lograba estar de pie. De rodillas abrazaba a Diana, gemía, rugía, desesperado como bestia atrapada. Le balbuceaba: “no se va, no se va”, la escuchaba irreal, en “cámara lenta”, como a un vinilo de 78 RPM ir a 33. Después de un eterno minuto, tan sorpresivo y fuerte como llegó, así mismo cesó la electricidad, el fluir del dolor, no fue paulatino, solo desapareció de tajo como si alguien hubiera apagado el interruptor. Pero la agonía apenas empezaba, esa era la bienvenida a una semana en el infierno.

   Esta enfermedad se conoce como: neuralgia del trigémino. En la sociedad médica hay un consenso respecto al dolor. Este es su ranking para el top 5: en quinto lugar, está el dolor del parto; el cuarto, un golpe en los testículos; el tercero, la cefalea del racimo; el segundo, el cáncer de huesos, y el tenebroso primer lugar se lo lleva la enfermedad del suicida: la neuralgia del trigémino. Lo describen como “una descarga eléctrica inimaginablemente dolorosa que se siente con fuerza en un lateral de la cara. El dolor es tan grande que el tiempo parece pasar muy lentamente”. Antes del desarrollo de medicamentos específicos, algunas personas optaban por suicidarse para liberarse de su agonía, por eso, se le conoce como la enfermedad del suicida. Una de cada 15.000 personas sufre esta espantosa enfermedad. Nunca me he ganado una rifa en la vida para venir a ganarme este horrendo premio.

Siete meses atrás, me había aparecido como una pequeña molestia muy esporádica debajo de las muelas, era un pequeño corrientazo, de unas milésimas de segundo, similar a cuando nos damos un mal golpe en el codo, al dolor de la viuda, duele mucho y dura poco, aunque en mi caso no dolía tanto y duraba mucho menos. En más del 80% de los casos no se encuentra la causa, así fue en el mío. Por lo tanto el procedimiento a seguir era controlar esa pequeña molestia con fármacos, con Pregabalina, un antiepiléptico el cual debía tomar dos veces al día. Todo iba muy bien, ya llevaba más de tres meses sin sentir nada, hasta que, dos semanas antes del primer ataque, en preparación para hacer un viaje, el del yagé, de diez pastillas que debía tomar en cinco días, solo tomé seis. De esta forma, una semana después de ir al cielo con el yagé conocí el infierno.

Después de terminar ese primer insufrible episodio, quedé sin energías y empapado en sudor. Aún nos faltaban unas tres horas para llegar al puente por el cual cruzaríamos el río. Con gran preocupación, angustia y miedo a un nuevo episodio de dolor, seguimos caminando, por fortuna, luego de unos diez minutos, encontramos una pequeña casa donde le pedimos a un anciano que por favor nos ayudara a cruzar en su canoa. Ya en la carretera pedimos un aventón para llegar al lugar donde habíamos dejado el carro. Una vez allí, llamé a mi médico, quien me hizo un llamado a la calma, como si fuera tan fácil, y que me tomara una pastilla adicional. Así lo hice, lo de tomar otra pastilla, la calma si nunca llegó.

Diario de un condenado

Sábado 3 de septiembre

- 3:30 p. m. Me aparece seguido la punzada inicial, la advertencia, la bestia se asoma para hacerse sentir, se insinúa, me puede atacar en cualquier momento, es una fiera al acecho, me muestra sus garras cuando trago o hablo. Esta vez parece diferente: inicia con una sensación de dolor normal por una milésima de segundo, de inmediato llega el un corto corrientazo y desaparece.

- 8:00 p. m. Estoy muerto del susto, no quiero ni pestañear, me acaban de electrocutar dos veces más, fueron episodios más cortos, no más de medio minuto, solo media eternidad. Me fui a dar un duchazo para refrescarme e irme a la cama, allí con el agua corriendo por mi cara llegó el electrochoque, ese cable con electricidad dentro de la cara, en la raíz de las muelas, y de ellas al centro de la cabeza.

Domingo 4 de septiembre

Ayer me dormí con la imagen en mi cabeza de lo mal espía que yo sería. Confesaría cuanto quisieran ante la tortura con electricidad. Pasé una noche perfecta. Me levanté a eso de las 8:30 a. m. con ciertos movimientos asomaba la fiera, sin atreverse a atacar. Decidí no desayunar, solo me tomé la pastilla. A eso de las 9:30 a. m. me tomé un caldo de huevo e intenté comer pan con café, el resultado: 45 segundos de dolor, solo grité, pateé el suelo y abracé a Diana.

- 12 del mediodía, estaba sentado sin hacer nada, en un momento, luego de tragar saliva, de nuevo conectado a la electricidad por 50 segundos. Esta vez, ahí estaba Diana y me abrazaba.
Me preocupo, sueño despierto con mi apocalipsis, me imagino la vida así, muerto del miedo al dolor, sin poder conversar, sin reírme y, lo peor, sin comer.

- 1:00 p. m. ¡Grrr! de nuevo, por un minuto esta vez. Acabo de intentar desviar la atención mientras tengo el dolor, me muerdo un brazo, no funciona. Ahora me duelen la cara y el brazo. ¿Será una muela mala?, pues desde ahí es nace el dolor, creo que me las debo hacer sacar.

- 2:00 p. m. En este momento nada duele, todo bien.

- 5.00 p. m. Hablamos de nuevo con el médico y nos pidió esperar hasta el lunes en la mañana, pues a esta hora no hay un neurólogo en el hospital. No me lo puedo creer. Tengo mucho susto, me da el pequeño calambre inicial sin provocarlo: no trago, no hablo, no me muevo. Sigo con el temor de que ya me va a llegar el dolor y se me va a quedar.

- 9:00 p. m. Por fin me acuesto, de nuevo sufro dos episodios seguidos de 60 eternos segundos cada uno. No logro controlar los gritos ni las lágrimas. Es definitivo, yo sería un pésimo agente secreto.

- 10:00 p. m. Me vence el cansancio, el agotamiento, regreso a la cama con miedo a nuevos ataques.

Lunes 5 de septiembre

- 8:00 p.m. Me despierto, es de día, no lo puedo creer, he dormido bien. Ahora para el hospital.

Llegamos al hospital a eso de las 9:00 a. m. Diana se dirige a admisiones y yo me quedo en la sala de espera. Allí sentado, solo en medio de unas veinte personas que esperaban por una cura para sus males, de nuevo la electrocutada, me paro, me agarro la cara, grito, busco a Diana con la mirada, no la encuentro, me siento abandonado, corro a una pared y me abrazo a ella. La gente me mira, vuelvo a mi puesto, siento como todos me observan, me ven como un loco. Así me dan otros dos episodios seguidos en cuestión de diez minutos. Me pasan al triage, el médico me pide abrir la boca y mostrarle donde me duele, me niego a hacerlo, él insiste, cedo, el electrochoque aparece. Esta vez me siento desfallecer por completo. De inmediato me dejan hospitalizado e inician un protocolo de choque (no de electrochoque) para el manejo del dolor. Me visitan el neurólogo y el especialista en dolor.

- 5:00 p. m. Ya con los medicamento, el dolor aparece solo al tragar o cuando hablo. Decido hacer votos de silencio, no hablaré más. Lo de dejar de tragar si está dificil.

Martes 6 de septiembre

Paso muy bien la noche, sin embargo, en la mañana una enfermera me trae los medicamentos, al tomarme las pastillas, me ataca de nuevo el dolor. La enfermera me mira desconcertada, mira a Diana, me pide tragar, aprieto los dientes, no paro de gemir. Con la pastilla aprovecho para tomar Ensure y agua: es lo único que he comido después de los dos huevos del domingo. Esa fue la última vez que una enfermera me dio los medicamentos. A partir de ese momento, cuando me los traía, los dejaba en la mesa cercana a la cama y le pedía a Diana darmelos, no quería presenciar mi agonía.

- 7:00 p. m. Pongo el recipiente con las pastillas frente a mí, lo miro, pasan dos largos minutos, le imploro ayuda con la mirada a Diana, mi boca no ha vuelto a emitir sonido alguno, salvo de dolor. No me las quiero tomar, me las tengo que tomar. Diana se arrodilla frente a mí, me mira, me pierdo en sus ojos, aprieta mis manos, insiste que me las tome. Fijo de nuevo la mirada en las pastillas, pasan los minutos, me empiezan a correr las lágrimas por las mejillas: el miedo está allí, hay silencio, hay una calma chicha, esa que precede la tormenta, mi cuerpo y mi mente saben que allí está la bestia lista para destrozarme. Me las tomo, llega el dolor, la electricidad en mi cara, la pataleta, me rindo, abrazo a Diana. Dura dos eternidades.

- 8:00 p. m. Tengo la boca llena de saliva. No sé si botarla o tratar de tragarla. Decido botarla, no sirve de nada: la fiera ataca.

- 9:00 p. m. La droga ha estado muy pesada, todo me da vueltas, el día se me va así, siento la vida irreal, entre dormido y despierto, de la cama a la silla electrica. Me acuesto a dormir.

Miércoles 7 de septiembre

- 8:00 a. m. Duermo toda la noche, un par de veces llegan las enfermeras, me aplican los medicamentos por el catéter casi sin darme cuenta.

- 7:00 p. m. El día pasa, no recuerdo nada, los medicamentos estuvieron mucho más pesados.

Jueves 8 de septiembre

Amanece, son las 7:00 a. m. viene el especialista del dolor. Me pregunta cómo estoy. Me resisto a responderle, me insiste, pienso en el dolor, en la electricidad, en la bestia, con mi cabeza me niego, me insiste, Diana me anima. Accedo, hablo entre dientes, aparece el punzón de electricidad, pero no se queda pegado, no me electrocutan. Me siento aliviado, aun así, solo uso monosílabos sin mover la boca.

- 9:30 a. m. No me han dado las pastillas, tengo hambre, pero no me atrevo a comer. Seguiré esperando, pues sé que vendrá el dolor y entonces aprovecharé para tomar un jugo.

- 11:30 a. m. Me tomo las pastillas, después del tercer trago de jugo aparece el dolor. No me lo aguanto: de nuevo hago pataleta, lloro, gruño, ya parezco yo la bestia. Abrazo Diana.

- 1:30 p. m. Me tomo las pastillas, logro tomarme todo el Ensure sin dolor. Regresa la esperanza.

Viernes 9 de septiembre

Son 11:46 a. m. Sigo “agüevao”, ya me he tomado sin problemas dos Ensures y un jugo de naranja. El especialista del dolor y el neurólogo me visitaron, coinciden en que debemos esperar hasta el fin de semana para decidir sobre el procedimiento a seguir. Las posibilidades son: (i) una aguja a través de la cara para inyectar un líquido anestésico de largo efecto; (ii) una aguja más gruesa para inyectar un balón que se llena con un líquido para bloquear el nervio; (iii) quemar el nervio, y (iv) algo con Gamma Knife, de este no entendí nada.

Estos procedimientos tienen sus riesgos, fue lo único que logré comprender en medio del embotamiento de mi mente. Todos ya están autorizados por la aseguradora, pero los médicos y mi hermana, quién es médica internista, dicen que esperemos un poco más (eso ya lo había dicho, ¿cierto?).

La bañada y la lavada de los dientes, son otro cuento. Desde el sábado no toco agua, esa fue la última vez, en la tarde, cuando me di un duchazo, y al bajar el agua por mi cara sentí ese corrientazo tan hijueputa. No sabía qué hacer: si salir corriendo en pelota por la casa o qué. Menos mal me Diana estaba a mi lado, y me abrazó hasta que pasó el episodio. Fueron dos minutos para olvidar. Por ahora solo me queda decir: ¡que vivan los pañitos húmedos, son lo máximo! De los dientes, ni se diga, desde ese mismo sábado en la mañana no los toca un cepillo, una gasa, un dedo, nada.

Sábado 10 de septiembre

Pasé una noche de reyes. Ayer la bestia no se dejó ver en todo el día. Me dieron de alta, hoy volví a mi casa.

Espada de damocles, vivir con miedo

En esas primeras semanas, luego de abandonar el hospital, fue muy difícil vivir con los nuevos medicamentos, pues eran mucho más fuertes que las dos pastillas diarias que solía tomar antes de la crisis. Mi mente oscilaba entre grandes momentos de lucidez, mucha creatividad, y otros en los que era un completo zombie. Debía tomar a diario dos pastillas de Oxcarbazepina de 600 mg más tres de Pregabalina de 150 mg, algo así como para dopar caballos. En medio de esta situación, leí mucho sobre la enfermedad y sobre los efectos secundarios de estos medicamentos.

   Decidí visitar otro especialista, un neurocirujano, quien me planteó con un 70% de exactitud cuál era la causa la neuralgia y que, si era eso, entonces con un 85% de certeza si se operaba la curaría. El chance de morir por la cirugía era solo del 0.2%, pues era una intervención directa en el cerebro para forrar con una espuma un nervio que, en teoría, sufría una presión por una pequeña vena. Después de eso, pensé mucho en la esclavitud a los medicamentos, en el sueño, en la falta de claridad para pensar, en los efectos secundarios, vivía con miedo. Las sugerencias del especialista y de Diana fueron de no decidir en medio de la crisis y que esperara a estabilizar la dosis de los medicamentos.

Esperé, fueron un par de meses de relajo total, con la mente embotada y con la procrastinación en su pico más alto. En diciembre me dieron de baja la Oxcarbazepina y me redujeron la dosis de Pregabalina a dos pastillas de 75 mg. El cambio fue brutal: adiós al relax de las drogas, ya me encontraba operacional. No volví a pensar en la cirugía. Otro equipo de especialistas revisó las resonancias que me habían hecho, el diagnóstico difería del primero, me insistieron en la falta de evidencia concluyente sobre que si fuera una presión sobre el nervio la causa de mi enfermedad. La recomendación era continuar con el desmonte de los medicamentos para ver que pasaba.

Más tarde, en abril de 2017, inicié el protocolo para quitar del todo la Pregabalina, la idea era dejar de tomar 75 mg al día, cada semana. Pero no lo hice así: tardé 4 meses, no las tres semanas sugeridas por el especialista. Sentía miedo todo el tiempo. Los primeros días sin las medicinas fueron de zozobra total, no me atrevía a masticar por el lado derecho, solo me lavaba los dientes una vez al día con un cepillo eléctrico, dormía sobre el lado izquierdo, andaba con los medicamentos en mi bolsillo. Mis días y mis noches eran dominados por el miedo. Cuando dormía, soñaba que el dolor me regresaba.

   Llevo 4 meses sin tomar medicamentos y la bestia sigue enjaulada. Sin embargo, de vez en cuando, al lavarme los dientes o al afeitarme, recuerdo aquel episodio y mi ánimo se ensombrece por un rato. Aún no sé cómo ponerlo en el cuarto del olvido, siento la bestia al acecho, temo que en algún momento vuelva a atacar.

19 февраля 2018 г. 2:54 0 Отчет Добавить Подписаться
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