[Historia publicada en la Revista Literaria Entropía No. II, 2021]
Dedicada a la obra de Egdar Allan Poe
Creo que si hay algo que detesto en este punto es saber perfectamente cuándo mi vida se fue al demonio: poder recordarlo, saberme de memoria el lento y tortuoso recorrido hasta este momento, este preciso momento en el que ya todo está perdido. Lo odio, lo aborrezco y también detesto la luz amarilla.
La detesto porque alguna vez yo también disfruté de las noches en el Centro Histórico, de sus farolas que derrochan siempre esa luz opaca por las calles y le dan un toque particular a las plazas, los jardines y las fuentes de la capital, sus callejones y andadores, las fachadas barrocas en las iglesias, los museos, el Teatro de la República, los incontables comercios. Sí, yo compartía con los turistas, propios y extranjeros, esa sensación mágica, la sensación de que, bajo un brillo como ese —tan tenue, casi anaranjado, casi rojizo—, la noche no se aísla jamás de sus rayos, no escapa de ella sino que se mezcla con la luz oscura, sigue presente a cada paso y hace sentir que uno se mueve siempre entre las sombras.
Sí, antes yo era parte de ese mundo vespertino, de sus secretos, de sus encantos, pero desde aquella noche todo se corrompió. Ahora recorrer las avenidas envueltas con su brillo siniestro me resulta… insoportable. Del hechizo nocturno que tanto adoraba solo queda una maldición horrible que me hace sentir acosado, perseguido. Desde esa noche detesto el resplandor de la grotesca luz amarilla, no la tolero…
Creo que me estoy volviendo loco, no hay otra forma de decirlo: cuando salgo de la oficina del Diario y cruzo por el Andador 15 de Marzo hasta la Plaza de los Fundadores, frente al Templo de La Cruz, me siento como devorado por el alumbrado público mientras recorro las calles en busca de mi coche y que el tiempo se eterniza al igual que el terror… ¿Y cómo no temerle a esa luz si, como ya dije, más que iluminar las cosas parece que envuelve al mundo con otro sutil tono de oscuridad? ¿O es que nadie más nota cómo derrama sombras sobre todo lo que toca? Y las sombras… ¡Como odio también a las sombras! Esa pinche luz amarillenta y las sombras me arruinaron la vida. Todo por esa noche, ¡esa puta noche! Sí, me arruinaron para siempre, me chingaron la mente, me envenenaron el alma y no he vuelto a ser el mismo. No pude. No puedo… ¿Quién podría? ¡Quién! ¿Cómo no estar tan asustado después de todo lo que he vivido? El horror me dejó una marca profunda, echó raíz y se me enterró en el corazón como una espina.
Pero antes de seguir con esto, debo empezar por el principio, de lo contrario, quien quiera que lea esto —cuando la policía llegue a mi domicilio, cuando me encuentren—, pensarán que soy un loco, como tantos otros de los que esta ciudad gesta en su entrañas. O quizá tan solo me crean un cobarde porque…
Bah, ¡que se vayan a la chingada si se atreven siquiera a pensarlo! Nadie, en verdad, nadie podría vivir tranquilo después de algo así. Esto ya no es vida.
Recuerdo bien lo que pasó esa noche. Era viernes, llegué a casa después de la jornada en la oficina. Estaba destruido, metí el auto al patio-cochera, no tenía ganas de comer desde semanas atrás —creo haberme sentido así meses enteros, mucho antes de que todo empezara— y los bocados cada vez me parecían más obligados. Ni siquiera pensé en ir a la ducha para relajarme y fui directo a mi cuarto para dormir hasta el día siguiente. Encendí la blanca luz de las escaleras y comencé a subir mientras me desabrochaba la camisa y deshacía el nudo de mi corbata. Llegué al último peldaño, me di vuelta para alcanzar el apagador en la pared y, luego de pulsarlo, en medio de la momentánea oscuridad, una sombra extraña se proyectó en los muros, recortando el tenue brillo anaranjado proveniente de fuera. Volví el rostro, me asomé por el gran cancel hacia la marquesina y entonces lo vi.
Creo que se me hizo un nudo en la garganta y otro en el estómago.
En la ventana del último piso de la casa contigua, más elevada por la inclinación de la calle, un cuerpo flotaba con una soga atada al cuello en lo alto de la habitación. Era él, mi vecino: ahí estaba, desnudo y colgado, con la cara apuntando a mi casa, como si hubiera notado mi presencia. Tenía el cuello dislocado. Di un respingo y un escalofrío me rasguño la espalda, desde la base de la cadera hasta la nuca. Todavía no sé bien por qué lo hice, pero lo contemplé durante casi un minuto entero, sin pensar en nada, hipnotizado, absorto... y, al salir del trance, tan solo me cubrí el rostro con las manos y empecé a llorar.
Llamé a la policía. Las luces rojas y azules brillaron largo rato esa noche hasta las primeras horas de la madrugada, durante el tiempo que les tomó bajar el cadáver y llevárselo. Tuve que dar parte a las autoridades, el proceso de las declaraciones fue estresante, molesto. Lo peor de todo fue, sin dudas, preservar el macabro recuerdo impreso en mi memoria como una instantánea: el cuerpo inerte de ese hombre, desnudo y demacrado, tan pero tan delgado, como si tuviera la piel pegada al hueso.
¿Qué puedo decir de mi vecino? Era un tipo maduro y solitario, apenas habíamos cruzado unas cuantas palabras en todo ese tiempo que llevaba viviendo ahí después de mudarme de mi anterior departamento. Aún así, su suicidio me perturbó tanto que, cuando supuse que la policía contactó a sus familiares, traté de hacerme el desentendido, no quería siquiera pensar en acudir al velorio —tenía muy malos recuerdos del último al que fui: en mis casi treinta años, sin haber conocido a ninguno de mis abuelos, solo en una ocasión había visto un muerto tan de cerca—. Empecé a sentir cierto fastidio ante la idea, la molesta posibilidad de que algún pariente suyo viniera hasta mi casa para invitarme en persona. No puedo, señor… o señora, me imaginé diciendo, estoy muy ocupado, verá, trabajo todo el día en un diario de la ciudad y necesito volver pronto a la oficina, pero le doy mi más sincero pésame. Quizá después huiría del encuentro como un cobarde, por vergüenza o simple tedio.
Para mi suerte nada de esto ocurrió, sin embargo, pese a que traté de distraerme y continuar con mis actividades de siempre, nunca pude deshacerme de la grotesca imagen del cuerpo pálido, raquítico… Y el espantoso recuerdo siguió impregnado en mi cabeza durante semanas que se volvieron meses. Casi no dormía, y cuando dormía no descansaba. Llevaba ya un par de años sin insomnio pero, a la luz de lo que había pasado, este volvió para arruinar mis madrugadas: daba vueltas y vueltas en la cama, pero el sueño parecía más distante al pasar los minutos y las preciosas horas de descanso se me iban en oír los ecos de la noche resonando en todas partes. Por las mañanas despertaba demasiado temprano, angustiado por sueños aterradores y, así, tras el desgaste de mis eternas jornadas, tampoco hallaba tregua en la oscuridad de mi habitación.
Antes ya había padecido de episodios parecidos, pero mis desvelos nunca habían llegado hasta el grado en que me encuentro ahora, con mis nervios tan jodidos y destrozados. Jamás había sido tan tortuoso. He pasado por estos momentos amargos, ominosos… y es que las cosas se fueron degradando por la sexta semana luego del suicidio en la casa de al lado. Conforme pasó el tiempo, comenzó a embargarme una sensación como de miedo, como de alerta. Después, empezaron los ruidos: sonidos sin forma que se iban convirtiendo en una especie de chillidos, seguidos por gimoteos apenas perceptibles, a veces había golpes secos y distantes, perdidos en algún rincón de la noche. Esto duró varios días y creí que debía tratarse de un bebé en alguna casa vecina.
Lo que le siguió fue más macabro. En este punto, las cosas comenzaron a aterrarme de verdad: empecé a notar un brillo anaranjado que se metía por las cortinas de mi cuarto durante las madrugadas. Una mañana me asomé y vi la luz encendida en la ventana de mi vecino. Creí primero que un pariente suyo ya habría ocupado la casa, pero luego sentí miedo de que tal vez alguien había invadido la propiedad… Traté de cerciorarme y fui a su puerta al día siguiente. No había señas de intrusiones, tan solo grafitis en las paredes, como en casi toda la colonia.
Las cosas no pararon ahí sino que, muy por el contrario, todo siguió escalando. Una madrugada, cerca del tercer mes, escuché ruidos cada vez más intensos, como gimoteos seguidos por leves gritos; salí al pasillo hasta llegar al cancel y vi de nuevo la luz encendida en la casa desierta. Por la ventana vi el interior de la habitación desnuda, las paredes ya no tenían esas pinturas melancólicas que solía mirar con discreción de vez en cuando. El foco brillaba y yo lo miraba nervioso, hipnotizado por su fulgor amarillento que se derramaba sobre mi casa, bañando las paredes y las escaleras. Entonces lo vi aparecer, a mi vecino… ¡Ahí estaba, en medio de la habitación vacía! Sentí mi pulso detenerse cuando asomó su silueta. Me quedé helado, de pie frente al cancel, y apenas notaba mi reflejo, pálido del susto, sobre el ventanal. Deslicé la puerta de cristal, guiado por quién sabe qué necesidad, y salí a la marquesina, donde la noche me recibió con un aire frío. La aparición permaneció quieta durante largo rato hasta que, de pronto, cayó una soga frente a su rostro, entonces él se elevó, como si trepara a algún banquillo fuera de mi vista, se puso la cuerda alrededor de la garganta y se dejó caer.
Creo que las piernas me temblaban y lloré sin poder moverme mientras la sombra del cadáver volvió a proyectarse sobre mi casa, justo como la primera noche. Fui a encender el foco de las escaleras pero cuando miré de nuevo, todo estaba a oscuras en aquella ventana. No había más rastros de la aparición. Puede sonar como una locura, una… alucinación pero juro que lo vi. Regresé a mi cama, me senté en el borde y lloré casi media hora. El miedo invadía mi cabeza. Busqué en un cajón de mi cómoda el último frasco que tenía de unas pastillas de sertralina que el psiquiatra me prescribió hace ya tres años —tras el fallecimiento de mi hermano y el consecuente distanciamiento con mi familia—, cuando mi distimia se degeneró hasta convertirse en una depresión mayor, genuina.
Ese era solo otro gran y espantoso capítulo en mi vida: mis padres siempre me responsabilizaron por su muerte, me echaron en cara la mala relación que él y yo tuvimos desde chicos, las peleas, los corajes, las envidias porque ellos nos comparaban. Nadie ocultaba que él era el favorito, pero el dolor de su pérdida sacó a relucir su crueldad y para ellos todo se redujo a inculparme. Sus palabras dolían de formas tan horribles: las recuerdo, todavía las siento, también como espinas… En cierta ocasión, mamá gritó «¡si tú y tu hermano hubieran sido más cercanos quizá él no se habría cortado las venas!» Eso me deshizo, lloré por horas. Tomé mis cosas y me fui de casa sin despedirme. No volví a hablarles, ni a visitarlos. Nunca más contesté sus mensajes. En ese entonces el médico me dijo que con las pastillas estaría bien aunque… apenas me escuchaba cuando acudía a las citas cada mes: me preguntaba cómo iba todo pero nunca me miraba, estaba siempre absorto en su computadora, tecleando un resumen de lo que le decía. Yo debía sentarme ahí, cansado, frustrado, oyendo el repiqueteo de los botones en su pequeña oficina de hospital público. Él siempre estaba de mal humor —era el único de su especialidad en todo el puto edificio— y aunque trataba de disimularlo, su voz ya sonaba mecánica. Escucharlo era como oír una grabación. Al final dejé de ir a las consultas. Ya casi se cumplen dos años de eso.
No sé si una cosa tuvo que ver con la otra, supongo que tal vez sí, pero en esta ocasión, las pastillas no me ayudaron. Empecé a ver cosas en mi propia casa: a veces notaba siluetas oscuras en la sala o en la cocina, amorfas, borrosas. Las veía en las esquinas o en el techo de las habitaciones y me giraba entonces, nervioso, pero nunca encontraba nada allí. Al inicio estos eran incidentes esporádicos, casi accidentales, pero así como ocurre con los malestares contraídos por una enfermedad, su frecuencia fue aumentando, hasta que se volvieron casi rutinarios. Incluso estando fuera de casa. Con el tiempo, las visiones se tornaron atroces…
En una ocasión, fui al baño durante horas de oficina, entré en uno de los diminutos cubículos y me bajé el pantalón para sentarme —más por rutina que por una verdadera necesidad orgánica: estaba acostumbrado a fugarme del escritorio, una o dos veces al día, para pasar un rato a solas en el escusado, lejos del mundo y de mis pensamientos—. Sumergí la cara entre mis manos, empecé a sentir un vacío en el pecho y un sueño pesado. Pasaron quizá diez minutos cuando oí abrirse la puerta del baño. Era hora de volver a la oficina. Esperé a que el compañero entrara a otro cubículo o fuera hacia los orinales para poder marcharme. Aguardé por el sonido de sus pasos, pero no oí nada, y así transcurrieron los silenciosos segundos. Todo estaba tan callado que escuché el zumbido de la corriente eléctrica en las lámparas de led con su destello blanco reflejándose en los azulejos. De pronto la luz parpadeó y el brillo comenzó a… oscurecerse. Una ola espantosa de nervios me invadió porque, no sé de qué manera, ¡la luz de las lámparas se volvió amarilla! Y entonces vi un par de pies desnudos que cruzaron frente a mi puerta: iban flotando, muy despacio, a varios centímetros del suelo, proyectando una sombra por todo el lugar. Creí que iba a gritar, a perder el control… La sombra siguió avanzando hasta que salió de mi vista. Me subí los pantalones y quise huir pero, apenas abrí la puerta, escuché una voz que dijo mi nombre: me puse rígido por el miedo y me quedé congelado cuando vi el cadáver de mi vecino en una esquina, pálido, esquelético, colgando de una soga.
—Oliver, ¿estás bien? —preguntó mi supervisor.
Apreté los ojos y lo vi ahí, volteando sobre el hombro, preocupado mientras terminaba de orinar y abrocharse el pantalón. Creo que la cara se me descompuso entre la vergüenza y el pánico. Respondí con un escueto «Sí, sí, todo bien, solo… creí ver una cucaracha en la pared». Él me miró risueño y se fue a lavar las manos.
—No me digas que te dan miedo, ya estás algo grandecito.
—No, no es eso —dije con voz tímida.
—Vuelve a tu trabajo. Ya estuviste mucho tiempo aquí encerrado.
—Sí, lo siento, solo voy a lavarme el rostro.
En cuanto me quedé solo empecé a llorar de angustia. Me lavé la cara y volví al escritorio. El resto de la tarde se hizo insufrible. Contener el llanto me resultó desgastante. Durante los días siguientes, la oficina también comenzó a parecerme un lugar peligroso y aterrador. Tuve ganas de renunciar pero tenía ciertas deudas, deberes y gastos que cubrir. Sé que debí decirle a mis superiores… Pero, ¿cómo?, ¿cómo hablar de algo así en la oficina?, ¿cómo tocar el tema sin que pensaran que me estaba volviendo loco?, ¿cómo hablarlo sin darles motivos genuinos para que me echaran a la calle con una patada en el culo?
Otra noche, tras cientos de vueltas entre las sábanas, tuve sueños horribles en los que veía cosas extrañas: sombras siniestras y también oía voces que susurraban palabras que no podía entender pero me hacían temblar de pánico, otras parecían reclamar; creo que vi sangre en el piso y una navaja de afeitar; el sitio me parecía familiar pero no podía saber del todo en dónde estaba; y entonces abrí los ojos porque un tenue brillo penetró mis párpados… En ese momento me encontraba de cara hacia la pared junto a la cama: sobre el muro, vi proyectada la inconfundible silueta de un cuerpo colgado… Me cubrí con las cobijas y grité de miedo genuino, de agonía, de sufrimiento. La sombra por fin se había colado hasta lo más íntimo de mi hogar, hasta el rincón más privado de todos.
Por la mañana desperté llorando, agotado, con mi cuerpo temblando, como si fuera otro de esos inviernos extremos. No entendí si solo había sido una pesadilla o algo más, pero sabía que la aparición seguía ganando terreno dentro de mi casa. Y también, dentro de mí: con el paso de los días, siguió oscureciendo mi corazón, nublando mi mente con ideas desoladoras. Pensamientos destructivos. Antes de ir para la oficina, hice una pequeña maleta y me aseguré de dejar todo desenchufado y cerrar bien las puertas y ventanas. Durante la jornada no tuve ningún incidente que valga la pena mencionar. Llegada la tarde, marqué a un pequeño hostal para reservar una habitación: esa noche no llegaría a casa después del trabajo, sería una prueba para saber si era posible huir del espectro. Al llegar a la habitación, encendí la lámpara sobre el buró: luz blanca, todo en orden. Me acomodé y guardé mi ropa. Tal vez podría quedarme ahí por unos días. Para el anochecer, las cosas pintaban más que bien. Aunque alcanzaba a oír a los otros inquilinos riendo o hablando, los ruidos de sus habitaciones me hacían sentir cierta compañía del otro lado de las paredes.
Pensé en Alejandra, en nuestra relación fallida por mis estados de ánimo, en esas temporadas en que de pronto comencé a perder el interés durante nuestras citas, en las conversaciones cansadas. Pensé también en nuestras discusiones espontáneas, en mi constante sopor. Estábamos por comprometernos cuando mi hermano se quitó la vida y los problemas y las discusiones con la familia comenzaron a derrumbar todos mis anhelos de cualquier cosa. Alejandra fue la más afectada de forma indirecta. Tras declinar del compromiso, ella también lloró bastante… Me vio perder la vitalidad, como si yo también hubiera muerto un poco, y aunque trató de acompañarme durante algunos meses, al final la tristeza y el despecho la alejaron de mí y decidió irse antes de que las peleas se prologaran demasiado o se volvieran más insoportables…
Tomé unos somníferos. El colchón de la cama estaba magullado, como si los resortes ya estuvieran vencidos. Fue difícil hallar un lugar dónde acomodarme hasta que por fin abracé la almohada y poco a poco me venció el cansancio. No tengo recuerdos de mis sueños de esa noche pero por la madrugada, poco antes del amanecer, algo me despertó —no fue ningún ruido—: fue el silencio. Había demasiado silencio. Todo estaba callado, tan pero tan callado, como una tumba solitaria a mitad de la nada. Me senté en la cama y me tallé los ojos para despabilarme. Las gruesas cortinas mantenían la habitación sumergida en la oscuridad. Cuando encendí la lámpara sobre el buró, su brillo amarillento me tomó por sorpresa… Al igual que el cadáver desnudo que colgaba en una esquina de la recámara. No pude gritar en ese instante, tan solo permanecí inmóvil durante minutos. Junto con el horror vino un agotamiento brutal, era como si el puto fantasma se me subiera a los hombros o si se bebiera mi vida a sorbos como una sanguijuela. Me recosté de nuevo en el colchón, sintiéndome derrotado, muerto del miedo.
Entendí entonces que la sombra no me dejaría en paz, ni se apartaría jamás de mi lado. Me seguiría a donde fuera. Dormí muy poco el resto de la mañana, ya cuando el sol comenzaba a brillar sobre la ciudad. Salí del hostal cerca del medio día y volví a la oficina con unas profundas ojeras. El café apenas me ayudó a soportar la tarde pero me quedé dormido durante varios minutos sobre el escritorio hasta que mi supervisor me sacudió de los hombros. Supongo que me gritó algo, se veía molesto aunque casi no podía oír su voz porque yo lo escuchaba apenas como un murmullo. Sentí los párpados pesados. Nuestro jefe me miraba desde la puerta de su oficina, decepcionado, quizá también un poco confundido. Detrás de él estaba su despacho, y más allá, en una esquina flotaba el cadáver…
Esto ya no es vida, pensé, ¿entonces estoy muerto? No, no todavía, me respondí…
Ya no me siento a salvo en ningún sitio, ¡ni siquiera en público me dejaba en paz! Por las noches lo veo caer, con la soga bien atada al cuello, de los faroles en los andadores y los callejones, en medio del brillo amarillento, y me dan ganas de huir hasta el auto… Pero tengo que mantener la compostura para no llorar del pánico, para no atraer la atención de la gente. Y peor aún es que en casa la pesadilla continuaba: cada espacio ha sido invadido por la sombra; no queda un rincón donde no lo vea. El miedo se incrusta cada vez más dentro de mi cabeza y mi cuerpo se va degradando por los efectos del terror perpetuo: perdí el poco apetito que aún conservaba, dejé de comer casi por completo, bajé varios kilos. Empecé a parecer también un esqueleto.
El espectro me sigue a todas partes, siempre acechándome, sin darme tregua para descansar. A donde quiera que voy, lo veo a través de los reflejos: ahí está, justo detrás de mí cuando apago la computadora en la oficina; otras ocasiones, lo miro flotando en cada esquina de las calles mientras conduzco, y las lágrimas me brotan sin control; a veces lo encuentro al entrar a una habitación oscura y encender la luz; otras, al abrir una puerta; al girar la cabeza… Y mi estado va empeorando a pasos gigantescos. Es como si, por cada vez que lo miro, una parte de mi queda prendida de su imagen, del cuerpo desnudo, muerto; como si algo de mí también quedara colgado de un nudo invisible, un nudo que asfixia mis energías y la esperanza de librarme de él, del miedo, la devastación. De la tristeza. Y es que sé que yo también quedé suspendido en medio del terror y la agonía: Hace tiempo, desde que sé que ya que nunca me dejará en paz, las ideas que me taladraban la cabeza me parecen cada vez menos disparatadas… Y así como estoy ahora, acorralado dentro de mi propio hogar, sin nada más que esta desesperanza crónica, siento que me he quedado vacío. Ya no sobra nada de mí.
No tengo a nadie a quien acudir, y el horror ha llegado tan hondo… Es como si me infestara, irrigándose como el veneno, con cada latido. Así es el miedo: se esparce por donde quiera, en especial cuando el alma sufre. Se reproduce más fácil cuando se está solo y, en mi caso, la depresión me hizo presa fácil.
Ojalá nadie se entere pronto de esto. Mientras escribo estas últimas palabras, no puedo dejar de sentir escalofríos porque, en mi recámara, el blanco brillo de mi foco poco a poco ha ido apagándose hasta convertirse en una espantosa luz amarillenta. Y la sombra parece haberse multiplicado, ahora noto varias más que la acompañan: están por todos lados, asomándose detrás de los muebles, creciendo en cada rincón, pendiendo desde el techo, aferrándose a las paredes, moviéndose; creo que algunas chorrean sangre negra de sus venas abiertas y otras susurran cosas, dicen que yo he sido el culpable de todo esto…
Ya no puedo más. Estoy tan exhausto, tan fatigado. Solo quiero acabar con todo esto y espero que en algún lugar encuentre por fin el descanso, lejos de esa luz horrorosa y la sombra de la muerte.
Спасибо за чтение!
Excelente manejo descriptivo de una depresión, a medida que vayas leyendo llegarás hasta el abismo y los estragos de alguien siendo acechado por una presencia amarillenta, el autor siempre mantiene el ritmo y no escatima en mostrar un acoso tan perturbador como el que leerás... que es muy tétrico. Felicidades para su autor. Excelente relato.
Мы можем поддерживать Inkspired бесплатно, показывая рекламу нашим посетителям.. Пожалуйста, поддержите нас, добавив в белый список или отключив AdBlocker.
После этого перезагрузите веб-сайт, чтобы продолжить использовать Inkspired в обычном режиме.