El presidiario №1347 corría por los pasillos de la cárcel con famélica velocidad. Llevaba media hora corriendo por todos los pisos del edificio mientras lo perseguían dos gendarmes.
Sentía los oídos tapados, por lo que apenas escuchaba las voces de los demás presidiarios gritando, con burla o sarcasmo, algún que otro grito de aliento.
Jadeaba. Sudaba. Y cuando respiraba, escuchaba un silbido. Miró sus manos. Incluso las uñas estaban moradas. Soltó un aullido de ahogo cuando supo que su corazón ya no bombeaba, y solo entonces, se permitió sonreír.
Ambos gendarmes le vieron desplomarse.
Uno de ellos corrió hacia el cuerpo tirado en el suelo, tomándole el pulso.
—Está muerto—musitó con voz entre horrorizada y culpable.
—¡Está muerto!—vociferó con júbilo un encarcelado que lo alcanzó a escuchar. Prontamente, todos los presos aplaudieron enérgicamente, saltando y gritando.
Estaban felicitando al 1347.
El gendarmer, quien había llegado hace una semana, miró a su compañero buscando alguna explicación. Lo vió terminar de hablar por el radio, escuchando la última transmisión.
«El 1347 tenía asma.»
Su compañero le tocó el hombro mientras movía el cadáver con un pie.
—No te achaques. Aquí cada quien espera o busca la libertad a su manera.
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