u16143310641614331064 JC Domínguez

Un anciano busca salvarse de lo que anda afuera de su cabaña. Debería estar solo ahí, en medio de la nada, pero sabe que no lo está.


Короткий рассказ Всех возростов.
Короткий рассказ
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Al otro lado de la puerta


Tocan otra vez. Él sabe que su casa es impenetrable, también que llamarían a la puerta. Otros veladores ya le habían dicho que allí nadie estaba a salvo, en ese rancho en medio de la sierra; que era lugar de fosas llenas de muertos, que ese desierto se acostumbró a la sangre y que los fantasmas aúllan junto a los coyotes. Don Faustino grita de nuevo: “¿Quién es?”, y nadie responde. Sólo puede mirar el techo y las sombras que allí bailan por la luz de la vela. Parpadea todo su cuarto. Confía en que tocarán otras dos veces y luego el silencio. Desde hace mucho conoce el sonido de la nada, las sombras que se hacen presentes a partir de las ausencias, las trampas de una mente con miedo, pero ahora es diferente; ahora sólo hay una verdad que le perturba y es que alguien llama a su puerta desde afuera.

Ya otras noches había escuchado temblar la gruesa puerta de madera. El tintinear de las aldabas. Los clavos vibrando. Se mantiene inmóvil. Respira poco y mira fijamente el techo. En esa terrible espera cada sonido es cien veces más poderoso, los nervios lo hacen sudar. Aprieta la quijada e imagina que alguien, por fin, entra a su casa para matarlo. Preferiría la certeza de una muerte a la incertidumbre que por vida tiene. Faltan pocas horas para que la duda termine. Igual que ayer.

El sol borra las sombras. La luz de la vela pierde su sentido y se vuelve un adorno inútil. Él se levanta cansado. Noches durmiendo de la misma manera le han dejado el cuerpo molido. Pone café en una taza de metal y se prepara para el trabajo. Hay que cambiar el riego una y otra vez mientras hace adobes con tierra, agua y hierba.

El calor se le encaja en la piel afuera. Le hierve el pelo. Le da hambre. Vuelve a la pequeña casa impenetrable y come lo que hay. Piensa mientras come solo. Se arrepiente de haber pedido ese trabajo. ¿Qué quería demostrar? ¿Que aun y con setenta años podría ser útil? Su hija tenía razón cuando le pidió quedarse en casa, cuando le dijo que no necesitaba trabajar, que se iba a morir en el monte. Pese a todo, él hubiera querido eso hace un tiempo: morir allí en la tierra que trabaja, bajo el implacable calor, y ser devorado por los coyotes. Pero todo eso cambió después de pasar ahí una noche.

Aquella vez, en su primer día, trabajó hasta tarde. Cayó el sol y escuchó cerca el aullido de los animales del campo como si fuera una primera llamada para irse a acostar. Tenía un rato intentando dormir cuando lo asustó el sonido de un golpe en la puerta. Se levantó enseguida y preguntó quién llamaba. Silencio, y en seguida, golpes frenéticos otra vez. “¿Quién eres?”, volvió a decir el anciano. No contestaron. El viejo se alejó del umbral, aterrado. Los golpes se volvieron aún más fuertes que los primeros. ¿Quién podría andar ahí? No había pueblo sino hasta seis horas en camioneta. Su intuición le dijo que, si abría la puerta, moriría. El terror lo paralizó. Se quedó escuchando el agresivo sonido de los puños contra la madera. Y en ese momento juró que no moriría en ese rancho que ni siquiera era de él. Sólo era cuestión de aguantar hasta que el patrón volviera para decirle que iba a renunciar.

Ahora, el hombre termina de comer y de recordar su primera madrugada en ese rancho. Se fuma un cigarro antes de volver a trabajar. Mira desde su mecedora a la tierra como un océano amarillo y, a lo lejos, las montañas infinitas. Se incorpora despacio, pero algo no anda bien: se marea un poco, la vista se le va nublando. Pestañea y se da cuenta de que está sentado en su cama. Se ha comido un pedazo de tiempo. Don Faustino no recuerda cómo fue a sentarse allí.

Acostado e inquieto por esa laguna mental, sueña con su madre muerta. La estela que deja la consciencia le aviva la memoria. Hace mucho que no piensa en su madre. Ella tenía algo en el cerebro y eso la mataba. Los médicos dijeron que podía darse el lujo de morir en casa, que ya no había nada qué hacer. El viejo escucha en su mente los gritos que daba su mamá todas las noches. Se ve a sí mismo corriendo y preguntándole, de manera inútil.

—¿Qué te pasa?

—Ya no aguanto, mijo. Apenas agarro el sueño y una rata se me acurruca entre las piernas —dice llorando la señora.

Él no sabe qué hacer, qué decirle. Darle la medicina y eso es todo. Él aprendió a dormir con un ojo nomás.

En sus últimos días, la señora lloraba despacio, como queriendo no molestar a nadie.

—¿Tienes miedo de la rata, mamá?

—No —le contesta.

—¿Entonces?

—Lloro porque no ha venido —dice moribunda.

Mientras la recuerda, don Faustino escucha que alguien toca por fuera.

Acostado, sujeta su machete con las dos manos. Hay luna llena y el desierto se revela por su luz. Ya no hay nadie en la puerta porque él ve cómo se mete una sombra por la ventana. Cierra sus ojos. Tiemblan sus párpados arrugados. Quiere llorar como su madre; desearía tener a su lado, por lo menos, una rata.

Parece que ya nadie merodea su casa, pero, poco a poco, escucha que los animales están más cerca de lo que deberían. Los coyotes ahí andan olfateando, curiosos profanadores de cadáveres. Esos animales no se habían acercado tanto jamás. Puede escuchar cómo rugen, cómo aúllan casi en sus orejas. “Están hambrientos. Lo trajo el diablo”, piensa.

Espera a que llegue el sereno de la mañana. Todavía no hay luz, pero ya es hora de levantarse. Alcanza sus botas y mientras se las pone, se marea un poco y se le nubla la vista… recupera la consciencia en el monte, a unos pasos de los surcos. Clarea el cielo lentamente y el velador no recuerda cómo es que se levantó y se puso a regar. Todavía se siente desorientado y la pérdida de fuerza lo sienta en la tierra. Trata de regresar en sí, de volver a su realidad, pero cada vez se siente más alejado, menos dueño de su propio cuerpo. Lo trae de vuelta el olor a perro mojado. Algo respira a su lado. Voltea la mirada y hay un coyote con el hocico abierto mirándolo. El animal trae el pelo erizado y le enseña los colmillos. Don Faustino grita por instinto, se levanta y tira patadas al suelo mientras agita sus brazos, levanta polvo y el perro retrocede. Sale el sol poco a poco. El animal da la espalda y se pierde entre los mezquites.

Don Faustino regresa a la casa. Busca papel y lápiz:

“Mija, voy a renunciar. Le voy a decir al patrón que nomás me quedo otra semana para que consiga gente. Ándate con cuidado, que hay mucho mal en todas partes. Cuida a tus niños. Te mando un dinero. No te apures por nada, es que no me gusta traerlo yo porque se me pierde. Allá nos vemos pronto.”

A los días, el dueño del rancho llega como cada miércoles.

―Tenga cuidado con los coyotes, don Faustino. En un rancho vecino se comieron a un hombre cuando regaba la alfalfa.

―No fueron los coyotes ―dice don Faustino al tiempo que fuma su cigarro.

―¿Entonces?

―Fue el diablo ―contesta el viejo.

―¿Cómo va a ser el diablo? Ya dijo la policía que fueron esos pinches perros.

―Usted sabrá, pero la maldad tiene muchas formas. Yo ya nomás le trabajo hasta el otro miércoles.

―No me haga esto. Se batalla mucho para encontrar alguien que quiere jalar hasta acá.

―Lo entiendo, patrón, pero no me siento bien. Mejor me regreso con mija.

― ¿Por miedo a los coyotes?

―No es nomás a los coyotes.

― ¿A los fantasmas? —preguntó el patrón.

―Discúlpeme, pero ya le dije que el miércoles me regreso al pueblo.

―Platicamos la otra semana; deje empiezo a preguntar por alguien.

―Dele esto a mi muchacha, si no es mucha la molestia.

El patrón agarra el sobre y, con un apretar de manos, le hace entender al viejo que no es molestia. Luego de hablar sobre el trabajo, el patrón se va en su camioneta.

El viejo, solo de nuevo, deja el talache a un lado. Ya no tenía nada qué hacer. Se sienta a fumar y ve caer el sol. Hay un bosque de mezquites a un lado. Escucha que algo anda entre ellos, arrastrándose sobre la hierba. Luego ve que se asoma un hocico, unos colmillos, la baba hambrienta y, por fin, los ojos de ese coyote que pareciera sonreírle con la lengua de fuera. Don Faustino da la última bocanada a su cigarro. Ve la primera estrella y se mete a acostar.

No se puede dormir, aunque está cansado. Escucha pasos afuera. “Ya llegó”, piensa. Pero no ha tocado.

—Ábreme —escucha don Faustino con sorpresa. Eso era nuevo: lo llama una voz autoritaria y energética—. Ábreme.

Su razón le dice que es imposible que sea alguien perdido. Dan los primeros golpes a la puerta. Piensa en su hija, en sus nietos chiquitos.

—Ábreme.

Le late rápido el corazón cansado. La garganta se le hace nudo. Le tiemblan los párpados.

—Ábreme.

Las piernas están dormidas y le salen dos lágrimas. Se lleva la mano a la cara y se limpia.

—¡Ábrame, por favor, ahí vienen los coyotes! —grita la voz de afuera.

El viejo comienza a dudar y se levanta de su cama.

—Por favor ayúdeme —pide esa voz que le parece muy humana.

Don Faustino se levanta y camina hacia la puerta. Mira nervioso la madera. La puerta se mueve con la luz danzante de la vela. Está harto del rancho, del miedo, de la pregunta “¿Quién es?”, que ha resonado en su mente como un eco infinito. “¿Qué caso tiene esperar?”, pregunta en su mente Don Faustino.

Se mueve en un gesto violento y torpe y quita todas las aldabas para abrir la puerta. Un joven está del otro lado. Tiene miedo, se le ve en los ojos. Parece que se va a desmayar. Trae la ropa sucia y desgarrada. Don Faustino respira como por primera vez. Lo deja pasar mientras sujeta la puerta. El muchacho entra con miedo, mira a su alrededor desconfiado y se tranquiliza cuando percibe el resplandor de la vela. Don Faustino cierra la puerta y se aturde por un instante. No ve bien. Entonces, se da cuenta de que ha cerrado por afuera. Hace un instante estaba bajo el techo. Ahora pisaba la tierra del monte. Está al aire libre. Su casa es impenetrable. Suenan las aldabas, los seguros. El joven cerró por adentro, mudo. El anciano mira hacia atrás y los escucha, pero no puede verlos. Ahí andan. Don Faustino llora, grita y patalea la puerta. La quiera tumbar. “¿Por qué? ¿Por qué?”, piensa.

La luz de la vela se extingue. Aúllan los coyotes. La tierra lo reclama.

25 октября 2022 г. 0:06 4 Отчет Добавить Подписаться
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Об авторе

JC Domínguez Escritor de género fantástico, de narrativa corta y novela. Nacido en el norte de México (Cuatro Ciénegas, Coahuila), 1991. Lic. en Letras Españolas.

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Eve Drisa Eve Drisa
Muy interesante y muy bien escrito. Me gustó mucho el personaje y la narración, sobre todo. El final fue perfecto. Gracias por compartir esta historia :)
Scaip Scaip
''Se ha comido un pedazo de tiempo'' Esa parte sola me dio escalofríos
Sebastián Pulido Sebastián Pulido
Muy buena narrativa y la historia me mantuvo en suspenso. Hay una parte donde pusiste "y hierba", debería ser "e hierba". Y el guión debe ir pegado a la primera palabra del diálogo, hay algunas partes donde lo separaste.

  • JC Domínguez JC Domínguez
    Gracias, Sebasitán. Tienes razón sobre los guiones. Sobre la conjunción y la palabra "hierba", como forma un diptongo, es correcto. Gracias por leerlo y por el comentario. Un abrazo! October 25, 2022, 01:05
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