Juana sintió que la comezón en la vieja herida era casi insoportable, mas no pensaba mover un solo músculo de su cuerpo, debía quedarse totalmente quieta el tiempo que fuera necesario, como si el honor que quedaba en ella dependiera por completo de eso.
En esa húmeda tarde de domingo sus huesos le recordaban antiguas fracturas y su armadura se sentía mucho más pesada, como si pudiera aplastarla. Los veinticinco quilos de metal forjado que tantas veces la habían protegido de espadas y enemigos no podían evitar que el dolor, que la angustia, traspasaran la otra coraza que el tiempo había formado, la de su alma.
Sintió un dolor agudo en el pecho y hubiese preferido una brillante hoja afilada al remordimiento antiguo y oxidado que lo provocaba. Cerró los ojos para confundir al tiempo y alejar sus pensamientos más allá del cansancio.
Rememoró aldeas y fortalezas, el olor a tierra mojada anunciando la lluvia, el sonido de las hojas secas de otoño bajo sus pies. Buscó en lo profundo recuerdos que la reconfortaran, el crepitar de la hoguera que calentaba el hogar, las caricias de su madre, las palabras de su padre, la mirada y la piel de su amado. Cada imagen, cada sensación alivió la espera pero los recuerdos surgen caprichosos, incontrolables al igual que los sueños y así la calma y el sosiego se cubrieron con ruidos de batallas, con llantos de partida y soledad.
Aparecieron sin ser conjurados alaridos de frenesí y dolor en el fragor de la lucha. Mujeres y hombres corriendo enloquecidos al choque de cuerpos, corazas, animales. El cielo oscurecido por la polvareda y la tierra cubierta por una alfombra de miembros entre el barro y la sangre. Los últimos vestigios de una época que parecía terminar sin aviso luchaban con fiereza contra un enemigo extraño y superior. Golpeaban, resistían, mataban. Morían.
Sintió nauseas al recordar el hedor de los vencidos cuando los pocos sobrevivientes volvieron a sepultar amigos, compañeros y familias. Casi todos ya habían partido al último viaje, otros pocos suplicaban que sus almas dejaran sus cuerpos mutilados y sólo un puñado pudieron ser curados y extender su vida algunos días hasta la inexorable partida. Inservibles fueron sus espadas, hachas y piedras cuando los estruendos como truenos comenzaron y sus cuerpos traspasados por flechas invisibles cayeron sin cesar unos tras otros.
Si ese domingo alguien hubiese observado atento su mirada detrás del yelmo habría visto como los ojos enrojecidos de la guerrera dejaban escapar una lágrima por el pasado, por su mundo, por aquellos que amaba, por su amigo y maestro que en un apagado estertor le había arrancado la promesa de encontrar a la elegida, a la portadora de la llave para volver y salvar el reino.
Quiso salir de su pasado. Se concentró en sus piernas entumecidas por el cansancio y en el dolor de sus músculos tiesos. Era preferible la molestia presente a la angustia provocada al recordar la promesa, el primer día en ese universo extraño, la búsqueda, la frustración y el mismísimo día en que se rindió y decidió quedarse quieta.
El sonido metálico de unas cuántas monedas rebotando en un tarro la sacó de sus pensamientos trayéndola otra vez a la realidad.
Era la señal que esperaba. Abrió los ojos. Levantó su escudo.
Blandió su espada y oyó el silbido del aire al ser cortado por el filo forjado en los comienzos del tiempo, sintió su sangre correr y en sus huesos la dicha de su juventud de gloria. Sólo unos cuantos movimientos antes de agradecer con una rodilla en tierra y sus manos y cabeza apoyados en la espada aquellas monedas que le permitirían comer por la noche. Sólo unos segundos de movimientos antes de ser nuevamente la escultura viviente del parque, inmóvil hasta que alguien le dejara las próximas monedas.
Un domingo como todos, salvo que ese día, entre los rostros sorprendidos de los niños, por detrás de los padres sacando fotos, recortada por el sol que se ocultaba tras los rascacielos, creyó verla.
En el centro de la Plaza Moreno, Juana sintió que el corazón iba a estallarle dentro del pecho. Tanta búsqueda, tantos años. Su vida dejada atrás para encontrarla, esperanzas, sufrimientos y desconcierto. Caminos eternos, su mundo distante y éste solitario. Luchas sin fin, coraje, resignación y al final abandono, rendición.
Y así, sin más, en una tarde como tantas otras, María simplemente aparecía ante sus ojos incrédulos. No podía estar confundida, parecía tener la mirada perdida, estar desorientada pero era ella, la mujer que la había salvado de la muerte y a tantos hombres devuelto la libertad, la mujer que había prometido encontrar, la esperanza de todo su pueblo.
Sobre su cuerpo tenía el cansancio de haber permanecido por horas parada y tiesa con su acto de estatua callejera pero del centro de su ser surgió un grito que sobresalió entre el bullicio de la plaza.
—María, María. Soy yo, Juana, tu capitana. Te encontré, por fin te encontré.
La joven la miró con sorpresa, hacía mucho tiempo que nadie la llamaba así. En su rostro pálido se dibujó una sonrisa y sus grandes ojos esmeraldas se humedecieron de emoción al reconocer a Juana. De inmediato recordó al hombre a su lado y simulando no escuchar continuó caminando.
Al verla alejarse la muchacha vestida de guerrera tomó rápido y sin pensar las monedas y los pocos billetes que la gente le había dejado en el escudo que servía de gorra durante su acto y sin quitarse la armadura corrió hacia la mujer gritando su nombre.
Un golpe inesperado en plena cara detuvo su carrera. Instintivamente se tocó el rostro con la mano, la sangre le brotaba profusamente de un corte en la ceja. Logró esquivar un segundo golpe por centímetros y colocar un puñetazo en el ojo de su agresor, un hombre fornido y un poco más alto que ella que con una furia inusitada la rodeó con sus brazos y la elevó unos centímetros del suelo. El pánico le inyectó fuerzas y con un cabezazo certero partió la nariz de su atacante que la soltó entre alaridos de dolor.
—Mamí, Mami, la estatua que es una chica se está peleando —comentó un pequeño a su madre tironeándole la pollera— Me dijiste que no hay que pegarle a las niñas y ese señor le pegó, ¿estará llorando? —insistió el pequeño.
La madre del niño, al igual que la mayoría de los adultos en la plaza no observaban lo que pasaba a su alrededor, tenían sus ojos, dedos y atención en las pantallas de los teléfonos celulares.
Ante la insistencia de su hijo levantó la mirada. Por un lateral de la plaza una pareja se escabullía corriendo de la policía y frente a ella transcurría la más extraña y sub realista imagen que hubiera pensado ver esa tarde. Una joven guerrera de larga y negra cabellera caminaba tambaleante, herida, con el yelmo de su brillante armadura en una mano y la espada desenfundada en la otra hacia la catedral que se alzaba imponente frente a la plaza.
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