El día había sido precioso, el cielo había cobijado al sol con sumo cuidado, protegiéndolo del frío invernal y de las nubes grises.
Por la mañana, el trabajo en el área de restauración de esculturas había transcurrido de forma usual, a pesar de ser un día «algo» especial, un saludo distinto, un «feliz día de…» había iniciado la rutina de siempre y no parecía haber nada más fuera de lo común.
Sin embargo, afuera, en las calles, el paisaje alardeaba de vistosos obsequios. Rojos corazones, esponjosos peluches, fragantes rosas y frescos chocolates. Todo aquello rodeando a lo más destacable, melosas parejas acarameladas tomadas de la mano, sonrientes y embelesadas, y algunas algo más osadas.
Hace ya varias horas, por la mañana, Yuuri había comprado un delicado regalo para su soltera familiar más cercana, Mari, su hermana. Después de todo, aquel día tan especial que febrero poseía, enaltecía las relaciones, tanto románticas como amicales y, Mari era, no solo su única hermana, sino también su mejor y más confiable amiga; así que Yuuri había adquirido aquel hermoso obsequio para ella.
Era un labial, pequeño, tinto y fino. Lo había visto por fuera, nada más, esperando a que realmente se pareciera al del catálogo, y lo había guardado en su casillero, en la zona del vestidor de los trabajadores.
Lentamente, las horas pasaron y, justo cuando atardecía y ya era hora de retirarse a sus hogares, su jefe de área, Victor Nikiforov se acercó a él con una relativamente agradable propuesta.
—Bebamos algo antes de irnos… —le había dicho, muy sonriente y amable—. Apenas es lunes, lo sé, pero es el día de la amistad, ¿no? ¡debemos celebrar!
Yuuri había dudado, pero ante aquellas leves insistencias y ante aquellas palabras suaves y sonrisas ligeras, no había tenido más opción que darle la razón, y acceder con un leve asentimiento y una sonrisa a medias.
Ese día les había tocado trabajar juntos, ambos eran solteros felices, poseedores de total libertad de albedrío, por lo que habían sido los únicos en no pedir el día libre.
Yuuri apreciaba sinceramente que Victor quisiera pasar un momento junto a él, pero no podía evitar sentirse un poco cohibido al respecto.
Todo fue bien con las dos o quizá tres primeras copas de vino, Victor reía divertido por las cosas que Yuuri empezaba a contar sobre algún amigo suyo que había tenido dos citas en un mismo día e, inconscientemente, Yuuri se notaba a sí mismo más alegre, más relajado y con menos control.
De pronto, la voz suave de su jefe rompió toda calma.
—Me gustas mucho así… —le susurró Victor, sin pensar y sin darse cuenta—. Cuando sonríes y te sientes… así de cómodo, así de lindo. Eso me gusta, se siente bien ser la causa.
Yuuri detuvo todo por un instante, lo miró fijamente y, al encontrarse con esos maravillosos ojos de cielo azul que Victor poseía, bajó la vista de inmediato.
Su cuerpo se sentía extrañamente aletargado y su mente inusualmente emocionada, casi podía sentir el rubor en su rostro al descifrar las palabras de Victor, sus dedos temblaron ansiosos y decidió dejar su copa ya vacía en la pequeña mesa junto a él.
Solo entonces, Yuuri notó que la botella de vino se encontraba ya sin una sola gota de contenido.
—Hace mucho calor aquí… —mencionó, en un susurro frágil, justo antes de ponerse de pie murmurando algo sobre ir a refrescarse al baño.
Y Victor lo siguió.
Caminaron muy juntos hacia el par de lavabos, Yuuri abrió una de las llaves de agua y se observó un instante en el amplio espejo frente a él.
Sus labios, teñidos por el rojo néctar que habían degustado, rivalizaban con los de Victor y, se preguntó, si acaso Victor se refería también a eso cuando dijo que le gustaba mucho «así», y que «así» se veía «lindo».
Por su parte, Victor lo observaba fijamente en silencio, sus ojos azules acariciaban el rostro de Yuuri con tanta atención, sonriendo ante el sutil rubor cálido que exhibían sus mejillas, embelesado por aquellos ojos oscuros, amaderados, barnizados con un cierto especial brillo provocado por el vino y su dulzura.
La piel de Yuuri era un poema delicado, de textura exquisita y belleza sobria. Su cabello tan negro, oscuro y fino, enmarcaba aquella belleza pálida con hipnótico contraste, aportándole cierto aire elegante, antiguo y maduro.
Detrás de esa primera percepción, se encontraba el verdadero Yuuri, el cálido y sencillo, aquel que se acarició los labios temerosamente, muy suavemente, apenas con la punta de los dedos, intentando borrar el alma del vino grabada en su piel e intentando recuperar su perdida noción del tiempo.
Victor no lo pudo soportar más.
—¿Te gustan así? —le preguntó, acercándose a él, cautivado por las caricias que Yuuri se daba a su propia boca—. Rojos… hermosos…
Yuuri reaccionó, apartó sus dedos de sus propios labios y sonrió nervioso, negándolo todo.
—No… yo… —le dijo, titubeante y nervioso—. Solo trataba de borrar el vino en ellos… solo eso…
—Ven conmigo… —le susurró Victor, quizá pegándose demás a su cuerpo, rozándose un poco con él y tomándole de la mano para poder llevárselo de allí.
Caminó directamente hacia los casilleros de los restauradores, más específicamente, al de Yuuri. Husmeó un poco, y encontró el hermoso labial rojo.
—No es mío… —le aseguró Yuuri, recuperando un poco de consciencia y dándose cuenta de lo tonto que eso se oía.
Explicó que era un presente para su hermana y que el precio le había parecido una barbaridad para un objeto tan pequeño.
—¿Puedo? —le preguntó Victor, colocando suavemente sus dedos en la tapa de la cajita.
Yuuri asintió sin pensar, y siguió hablando sobre los miles de tonos que existían y lo mucho que desearía comprarlos, solo por curiosidad.
De pronto, sus palabras se habían extinguido al ver cómo Victor ya había desempaquetado el ex regalo y lo estaba desenroscando, dejando ver el fino acabado de aquel refinado producto.
—Vi cuando te llegó el paquete, y vi cuando revisaste su contenido. Yo estaba cambiándome cuando lo guardaste en tu casillero… —susurró Victor, tomando con sus hermosos dedos la suave piel de la barbilla de Yuuri y provocándole un escalofrío—. ¿Puedo? —volvió a preguntar, pero Yuuri no respondió.
Los ojos de Victor eran como piedras preciosas, azules y matizadas con cierta luz divina. Eran unos ojos terriblemente atractivos que hipnotizaban a Yuuri con aquella mirada fija, esperando una respuesta, pero Yuuri, incapaz de sostenerle la mirada a esa deidad provocativa, bajó apenas un poco la vista, encontrándose con esos labios de seda, normalmente sonrientes y extremadamente coquetos.
De pronto, sintió aquel pequeño objeto acariciando su propia boca. La textura, casi cremosa, casi firme, que daba trazos y delineaba con lentitud la exacta forma de las puertas de su alma, lo regresó a la realidad con apacible y seductor arrullo.
Yuuri jadeó al sentir a Victor acercarse demasiado a él, pegándose por completo, haciéndole apoyar la espalda contra el metal de los casilleros y frotándose un poco contra su cuerpo, haciéndole notar lo mucho que le encantaba a su pelvis hacer lo que estaban haciendo.
Era extraño.
Yuuri y él se habían besado alguna vez, muy sutilmente y muy del tipo «fue un accidente».
Sin embargo, aquí estaban ahora, ya en la tarde, sin saber cómo o cuándo habían llegado a este punto exorbitante, a este preciso instante que carecía de retorno, vacilación y timidez.
Casi desnudos, retozando sobre una mesa, y sintiéndose observados por las castas miradas de todas esas estatuas a medio reparar. La gran sala en la que ambos se encontraban, aquella que estaba repleta de los trabajos de algunos de sus colegas, ahora era testigo de su terrible desliz.
Casi a solas, casi siendo vigilados por aquellos ojos inertes, fríos e intimidantes; justo en este momento, una de las mesas de trabajo era ocupada por la artística silueta pálida de Yuuri Katsuki, quien, desnudo, jadeante e incitante, tendido en todo su esplendor sobre ella, abría con esmero su húmeda lujuria para, muy gustosamente, cobijar en sus entrañas el abrasador deseo del fuerte y viril ejemplar ruso junto a él, el poderoso, goteante y hermoso, Victor Nikiforov.
Normalmente recatado, casi tímido y, sobre todo, muy decente; ahora Yuuri actuaba sin su acostumbrada prudencia perfecta, completamente desinhibido y con toda soltura.
Sus labios, normalmente de suave tono rosa, lucían maquillados con el carmín más apetitoso, jugoso y dulce, justo como una deliciosa fruta madura exhibiéndose ante su catador, hermosa y primorosa.
—Me encanta verte así… —le susurró Victor, mientras observaba la forma codiciosa en la que Yuuri se ondulaba bajo su cuerpo en busca de fricción y viscosidad—. Me encanta cómo te mueves… —afirmó, empujando su hambrienta pelvis, duro, fuerte y sin cuidado—. Me encanta cómo lo recibes.
Yuuri jadeó al sentir su profundidad siendo abierta e invadida, observó fascinado a su atacante, ignorando el hecho de que sus ojos oscuros y bellos eran afrodisiacos para el semental que lo devoraba.
—Gime para mí, ¿sí? —le suplicó Victor—. Dime que lo quieres, Yuuri. Dime cuánto lo quieres, ¿quieres que acabe? ¿dónde quieres que acabe?
Yuuri casi no lo escuchaba y, con dificultad, colocó las palmas de sus manos en el pecho de Victor, tratando de empujarlo un poco para pedirle que se calmara. El aire se le iba, al igual que la cordura, y no creía poder resistir ni un solo minuto más.
Victor se enderezó un poco frente a él, su lascivia goteante y erecta atacó rápida y certera la sonrosada entrada de Yuuri. Su deliciosa constancia, casi violenta, hizo que Yuuri tirara la cabeza hacia atrás y exhibiera su hermoso cuello como sacrificio al dios carnal entre sus piernas. Aquel que no tenía piedad e incrustaba sus dedos en la piel de sus muslos para abrir aún más sus puertas, para profanarlo, tomarlo y destrozarlo, necesitaba más espacio, más movimiento y más humedad.
Yuuri lo arañó, sus uñas se encajaron salvajes en el abdomen de Victor, casi queriendo estrujar aquellos músculos duros y pálidos, y lográndolo apenas por unos segundos, hasta que un rudo movimiento se lo impidió.
Victor había tomado sus muñecas y ahora las empujaba sobre la mesa, inmovilizándolo, impidiéndole cualquier defensa e insertándose en él con toda la profundidad posible, haciendo que Yuuri cerrara los ojos y emitiera sonidos incomprensibles, mitad llanto y mitad locura.
Quizá habían bebido más de lo que cuerdamente deberían y, el calor, dulce, infinito y tormentoso, imposible de aplacar, empezaba a arrebatarles toda moral y todo sosiego.
Sus cuerpos, adornados del cremoso carmesí de un labial, eran prueba fehaciente de su pasional arrebato, labios rojos tatuaban sus pieles desnudas y parte de sus ropas caídas en medio de su arduo combate.
Victor se movía sobre su cuerpo, ardiente e impetuoso, queriendo fundirse en su tierna carne, quería ahogarlo en todas esas emociones indescriptibles que Yuuri le hacía sentir con la forma en la que hablaba, sonreía y trabajaba.
Yuuri era dulce y atento ante sus ojos. Era respetuoso, amable y bondadoso. La sutileza que envolvía su personalidad contrastaba maravillosamente con la cuidadosa dedicación que les brindaba, al arte y a sus seres queridos. Yuuri era adorable, hipnótico y, hasta cierto punto, cauteloso.
Quizá, justo por ese motivo, para Victor realmente era un placer ser capaz de estar allí ahora. En medio del vibrante paraíso de Yuuri, disfrutando de él y haciéndole disfrutar y, de alguna manera, se sentía honrado y agradecido por la confianza que se brindaban al acariciarse así.
Es cierto, quizá pecaba de exceso de fe al pensar que entre Yuuri y él había algo especial cada vez que se miraban, cuando hablaban o cuando sus dedos se rozaban.
Había algo allí, ¿verdad?
Victor quería creer que sí, que había cierto especial brillo y cierto especial rubor cuando sus ojos se encontraban.
Justo cuando pensó aquello, sintió que su corazón se saltaba un latido, y se recomponía aceleradamente al segundo siguiente.
¿Era así?
¿Verdad?
Enamorarse y hacer el amor con la deliciosa víctima de todos sus anhelos, era así, ¿no?
Besar a su amado, sostenerlo entre sus brazos, escuchar sus súplicas vehementes, y deleitar su vista con el paisaje desnudo, rendido y consagrado a él, y solo a él, rebosante de deseo, fervor y erótica lascivia.
«Yuuri…».
Susurró Victor, pero Yuuri ondulaba ardorosamente sus caderas contra su intimidad húmeda, jadeaba embelesado y cerraba los ojos con tanta fuerza, completamente perdido en la avasalladora sensación de la fricción, la invasión dura, rica y enloquecedora. Anhelante de las suaves caricias, sometiéndose y adorando ser sometido.
Victor decidió esperar.
No era el momento de las confesiones, era el momento de dejarse llevar por el calor primitivo y carnal, justo como dos criaturas rindiéndose ante sus libidinosos instintos, sin medida y sin freno.
Victor quería que los tiernos, pequeños y rosados pétalos calientes y celestiales de Yuuri memorizaran su forma, su humedad y su carne, quería que suplicara por su amorosa y fértil semilla, quería que palpitara, que lo exprimiera duro, hasta dejarlo seco, succionado y muerto. Quería que lo deseara con la vida misma.
Yuuri, por su parte, acariciaba sus propios pezones despiertos y los estrujaba perversamente entre sus dedos, completamente atento al vaivén profundo, a lo lleno que se sentía con la carne roja, delirante y frenética de Victor dentro de sus muros suaves, arremetiendo impetuosamente contra él. Estaba inmerso en su propio deleite, ahogado en su exaltado delirio. Veía estrellas y tocaba nubes, sentía que moría y sentía asfixia.
«Espera…».
Quiso decir, y algo como un «no» emergió de su garganta, seguido de gemidos que sonaban a un clarísimo «¡no pares!», un indudable «¡duro, amor! ¡duro!».
Victor lo miraba fijamente sin perderse una sola de sus reacciones, seducido por el placer de Yuuri, delineó su mejilla sonrojada muy suavemente con el dorso de una de sus manos, su boca sedienta buscó los labios maquillados de fresco y apetitoso carmín que se entregaban ansiosos a él, y lo besó como nunca antes había besado a nadie.
Lo besó con tanto placer, humedad, sed y afecto. Quería comerse los besos de Yuuri, sus jadeos y sus gemidos. Lo quería todo de Yuuri, y lo quería muchísimo.
De pronto, mientras devoraba su alma con tanto y dedicado apetito, lo sintió vibrar y resistirse a su boca y a su cuerpo, lo sintió apretar rico y, entonces, supo que Yuuri estaba a punto de llegar a la cima de su montaña, a la cúspide de su fuego, y Victor se permitió disfrutar del panorama encantadoramente lúbrico que su amante le brindaba.
Se quedó quieto un segundo, y observó fascinado la inmoral forma en la que Yuuri alcanzaba su clímax por sí mismo, balanceando sus caderas contra su erecta lujuria, abriendo la boca y jadeando su nombre. Llamándolo, clamando por él, por él, o por el despiadado invasor incrustado en su humedad vibrante, rogando con balbuceos, pidiendo más en medio de su perfecto trance.
Un segundo, o quizá dos y, de pronto, el néctar de Yuuri resbaló entre ambos, justo en medio del victorioso nombre de su amante susurrado con la más alta pasión como el más dulce de los halagos.
Victor, extasiado, acarició aquel blanco puro esparcido sobre aquella piel y, apenas con la yema de los dedos, llevó su espesor a la punta de su lengua y lo probó, completamente inconsciente de que estaba regalándole a su acompañante una vista inolvidable, seductora y deslumbrante.
Yuuri murió con la muerte más sublime, agonizó entre sus dedos majestuosa e impecablemente y, poco a poco, resucitó.
Respiró con dificultad, sus brazos reposaron exhaustos sobre la mesa, satisfecho y feliz acarició el vientre de Victor y lo empujó apenas un poco, instándole a apartarse para tomar un respiro.
—Qué cruel… —le susurró Victor, hundiéndose aún más en su presa y apretándose contra él, logrando hacerle ronronear de placer—. Acabas de satisfacerte a ti mismo usando mi cuerpo, ¿qué hay de mí? —le preguntó, acercando su rostro al de Yuuri para besar sus mejillas, casi como buscando la piadosa venia de su amante.
Victor lo mimó unos segundos, besó su cuello y sus clavículas, mordisqueando muy suavemente aquí y allá, y paseando su traviesa y húmeda lengua por la sensible piel de Yuuri, quien suspiró seducido y derrotado, justo antes de comenzar a mover sus caderas muy despacio, dando su consentimiento y frotándose nuevamente contra él, tentándolo y animándolo a usarlo como dócil instrumento húmedo, agujero apasionado, abierto pero apretado, herramienta para alcanzar el clímax.
Yuuri le ofreció su boca, su cuello, sus pezones, sus piernas y su humedad fogosa, todo su agotado, tembloroso y devoto cuerpo, y Victor no esperó más provocaciones, no necesitaba invitación escrita para apretar las caderas de Yuuri y obligarlo a recibir la rudeza de su hombría buscando la cima de su lujuria.
—¡Victor! —Yuuri gritó, lo abrazó con fuerza y arañó su espalda, lo mordió, lo besó, le juró el mundo, el cielo y las estrellas, le llamó «mi amor, mi rey, mi dios» un millón de veces, o más, como si la vida se le fuera en ello.
Parecía implorarle piedad, pero sus brazos lo estrechaban tan amorosamente, que Victor solo podía forzarlo aún más, vulnerándolo sin remordimientos, hipnotizado, desmedido y terrible.
Yuuri lloró.
Quería que este acto nunca acabara y, al mismo tiempo, agonizaba, moría e imploraba, por sentir ya la fertilidad de Victor desbordándose en sus entrañas, diseminándose en su profundidad y marcándolo con su esencia, firmando con su ambrosía pálida su alma misma.
«Que nadie me mire, que nadie me hable, le pertenezco solo a él».
Pensaba Yuuri.
«Él es sagrado».
«Bajen la vista cuando él pasa».
«Es mi dios».
«Mi cielo».
«Mi amor».
«¡Mío!».
Entonces, Yuuri tiembla. Cierra los ojos con fuerza y sus labios maquillados se abren. Su voz se apaga reprimiendo un gemido mientras los dientes de Victor se incrustan en la tierna piel de su garganta casi con rabia y, a pesar de haber dolor allí, Yuuri disfruta de ese repentino e insano ataque de demencia.
—Ya casi… —le susurra Victor, y Yuuri lo espera como nunca ha esperado nada antes. Completamente emocionado, dispuesto a recibirlo todo, abierto, sediento y entregado.
—Dame… —le pide Yuuri—. Dentro… —le implora.
Le suplica con todo el corazón, y Victor, cálido, benevolente y misericordioso, toma su cintura entre sus manos, estruja su piel, se aprieta contra él inmovilizándolo contra la mesa, incrustando su pasión dulce en la de Yuuri, y llenándolo al fin.
Yuuri jadea, aún sensible por su reciente orgasmo, por los besos, por el semen y por Victor. Se siente llegar otra vez, pero no parece ser suficiente, así que toma entre sus manos su propia y sensible carne, buscando las estrellas, tocándose casi con desespero, aturdido, precipitado e imprudente.
Victor lo detiene, sostiene su urgencia con una de sus manos y lo ayuda con la misma prisa.
Yuuri lo besa, lo siente muy dentro de él, hincándose profundamente, allí en donde existe electricidad, bruma y chispas.
—Quédate así… —suplica Yuuri, ondulando su cuerpo bajo el cuerpo de Victor—. Quédate dentro… —le pide, y su voz deshaciéndose le indica a su amante que está a punto de llegar otra vez.
Y Victor no puede esperar más.
—Te amo… —le susurra, ya incapaz de callar y observando la sonrisa de Yuuri al escucharlo—. Ámame también… —le pide.
—Sí… —jadea Yuuri, con la voz lastimera y fervorosa, extasiada y exquisita. Con los ojos muy cerrados, liberándose en ese mismo instante, pulverizando estrellas y destruyendo nubes, totalmente desbocado, sin orden, sin recato y sin prudencia—. Claro que sí… —le asegura, en medio de su trance lascivo, casi confundiendo a Victor, quien empieza a creer que es la bruma, las chispas y el «boom» asombroso de Yuuri lo que hace que este le diga «sí» a todo.
Por fortuna, Yuuri vuelve a la tierra, a los brazos de un confundido Victor, y disipa todos sus remordimientos y temores al abrir sus preciosos ojos, tomar el perfecto rostro de Victor entre sus manos y mirarlo fijamente.
—Claro que sí… —le repite Yuuri—. Sí, sí, y siempre sí.
Los ojos de cielo despejado de Victor se pierden en la canela suave que Yuuri ostenta en su mirada.
Su cuerpo, agotado y contento, es reconfortado por los dulces besos de Yuuri, quien recompensa el valor de su confesión y, al mismo tiempo, se la agradece.
Victor lo llena de besos. Abandona la calidez de su cuerpo y le ayuda a enderezarse, todo sin dejar de estrecharlo dulcemente entre sus hermosos brazos.
—Te quiero… —le susurra, y Yuuri sonríe embelesado.
—¿Con todo y el cuerpo manchado de besos? —le pregunta, y Victor lo observa y se observa a sí mismo.
El ex labial de Mari es ahora parte de las pruebas del delito, junto a la botella de vino, la ropa esparcida alrededor, los arañazos y las mordidas.
—Con todo… —afirma Victor, dándole un beso en la frente y sonriendo—. Vamos a mi casa, ¿sí? —le ofrece—. Nos daremos una ducha, pondremos a lavar la ropa… aunque no sé si el labial se quite de ella… luego dormiremos juntos, ¿está bien?
Yuuri asiente, cansado y sonriente. La sobriedad vuelve a su mente poco a poco, sus hombros se encogen y el rubor avergonzado invade sus mejillas mientras se visten, limpian, toman sus cosas y salen del lugar.
Afuera, el guardia escucha música a todo volumen, los mira directamente y ambos se paralizan.
—Que tenga buena noche… —le dice Victor, tomando la mano de Yuuri y arrastrándolo hacia la salida.
—Igualmente… —responde el guardia, esquivando su mirada y concentrándose en ordenar lo que sea que tuviera en frente, unos bolígrafos, unas hojas, un engrampador, o algo, cualquier cosa.
El frío de la noche los recibe en la calle y los obliga a cobijarse en sus respectivas bufandas.
Ambos ríen un instante antes de que Yuuri se alarme aun más.
—¿Escuchó algo? —le pregunta a Victor, quien asiente varias veces antes de reírse más—. No es gracioso, Vitya. ¿Cómo podremos mirarlo a la cara la próxima vez? ¿o él a nosotros?
Victor se encoge de hombros aún divertido por la situación, y Yuuri le da un pequeño golpe, reprochando su actitud.
Estaban cansados, aún algo alcoholizados, tomaron un taxi en dirección al departamento de Victor. La alegría, la expectativa y los nervios podían palparse en el trayecto. Dejarían lo del guardia para otro día, este día había algo más importante. Algo como quitarse la ropa y darse todo ese amor.
—Sal conmigo… —pidió Victor, en medio de unos apasionados besos en el recibidor del departamento y justo cuando Yuuri trataba de quitarle el abrigo y de llegar sin caerse al dormitorio.
—Creí que ya estábamos saliendo… —le susurra Yuuri, sonrojándose y dándole un beso en la barbilla.
—¿De verdad?
Victor sonríe y se concentra en la hebilla de su pantalón.
—Solo si tú quieres… —le aclara Yuuri, solo para asegurarse.
—Espera, soy yo quien está pidiéndolo desde… no sé… hace meses… en tu cumpleaños… —afirma Victor, deteniendo todo movimiento.
—Me diste un beso, te disculpaste y te fuiste.
—Estaba aterrado… —se excusó Victor, sonriendo al recordar lo asustado que estaba de haberlo asustado aquella vez.
—¿Y ahora? —le pregunta Yuuri, mirándolo fijamente—. ¿Sigo dándote miedo?
Victor se ríe, acaricia su barbilla y le da un beso suave sobre los labios.
—Bien… —le dice, llevándolo a su dormitorio al fin, sentándolo en la cama y arrodillándose frente a él—. Hagámoslo bien esta vez, ¿sí?
—Bien.
—Soy Victor Nikiforov, y tú eres Yuuri Katsuki, entraste a trabajar hace casi seis meses, y me gustas.
Yuuri sonríe.
—Quiero hacer las cosas bien contigo, Yuuri, pero no sé hacerlas. No sé cortejar, no sé cómo tomar la iniciativa, solo hago lo que mi cuerpo dice y no sé si eso esté bien, o solo esté siendo impulsivo.
—Está bien… —le susurra Yuuri, empezando a desabotonar su propia camisa—. Tampoco sé cortejar. Nunca presté atención, nunca me interesaron esas cosas. Así que también quiero aprender, aprendamos juntos.
Victor lo besa, lo abraza fuerte, lo acaricia y lo recuesta.
—Sí… —le susurra, y Yuuri ronronea al sentir un nuevo beso sobre sus labios, un beso íntimo, profundo y enloquecedor—. Quiero aprender todo contigo, Yuuri. Lo quiero todo contigo. Solo contigo.
—Hazme el amor… —le pide Yuuri—. Me entregaré a ti, única y exclusivamente con una condición…
—¿Cuál? —le pregunta Victor, acariciándolo por sobre la ropa y dejándose seducir por ese par de ojos hechos de chocolate cremoso, tan bonitos y tan dulces, que le brindan tanta calma, tanta armonía y tanto amor—. Pídeme lo que tú quieras, el mundo, la luna, el sol o las estrellas.
—Entrégame tu corazón… —le pide Yuuri, mirándolo fijamente con tanta súplica, y colocando suavemente la palma de su mano sobre el pecho de Victor, allí en donde reposa inocentemente el objeto de su anhelo—. Es un intercambio justo… —le afirma—. El tuyo por el mío.
—El tuyo por el mío… —repite Victor, sonriendo y colocando la palma de su mano sobre el pecho de Yuuri, haciendo una delicada presión sobre aquel lugar, intentando transmitir más de lo que puede humanamente expresar, y justo antes de darle un beso a sus sonrosados labios para sellar definitivamente el pacto, le repite muy suavemente—. El tuyo por el mío, Yuuri. Siempre.
—Siempre… —susurra Yuuri, perdiéndose en sus ojos, en aquel cielo despejado, hermoso y pacífico.
«El tuyo por el mío».
Fin.
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