Historia publicada en la revista digital Rigor Mortis (2021)
Después de tanto tiempo fuera, por fin regresé a casa. Por poco no recordaba el camino. Anduve kilómetros con las ropas manchadas de tierra y sangre seca, con el viento calándome en la carne. Crucé la ciudad entera. Había nuevos hoteles y plazas lujosas por todo el Centro Histórico. Poco a poco me fui saliendo hacia las orillas, atravesando los cinturones de barrios pobres, cada uno más jodido que el anterior, hasta que pude ver la vieja calle de siempre. Casi no había luz, tal como en aquel entonces... Pero la colonia estaba mucho más fea que antes.
Mientras anduve lejos imaginé que, después de todos esos años, apartado de casa y de mi familia, iba a hallar el barrio arreglado, más bonito, con calles pavimentadas y brillantes luminarias. Pero ya vi que no fue así, que pasó justo lo contrario: parece que acá los recolectores vienen a dejar toda la basura del mundo. Hoy más que nunca el barrio es un vertedero.
Los perros ladraron al verme pasar y me sentí como un extraño. Un extraño en mi propia tierra, ¡pero qué chingadera! Cerca de la puerta había un coche que no conocía y no vi las bicis de mis hijos por ningún lado. Las enredaderas de la pared se miraban todas trozadas y la buganvilia del camellón estaba seca, nomás eran ramas pelonas.
Toqué. Nadie quiso abrirme. Eran como las ocho de la noche, casi todo estaba a oscuras. Ya nadie abre a estas horas, pensé. Me asomé por la ventana y adentro se miraba el fulgor de una tele chiquita. Toqué de nuevo con fuerza. Luego de mucho insistir alguien fue a abrir la puerta: salió un señor muy bajito, cubierto en una camiseta amarillenta de tan percudida, pero que alguna vez debió ser blanca. Traía aliento a cerveza. Encendió el foquito de la marquesina para verme mejor y puso cara de espanto.
—¿Qué quiere? —preguntó asustado.
—¿Quién es usted y qué hace en mi casa? —le dije.
—Esta no es su casa —replicó—, ¿por qué viene usted así, todo cubierto de tierra?
Lo miré serio.
—Yo vivo aquí señor, esta es mi casa.
Él me miraba de vuelta, aterrado, temblando.
Le dio pavor verme tan deshecho.
—¿Por qué está en mi casa, señor?, ¿quién carajos es usted? —insistí.
No dijo nada. Se aferraba con fuerza a la puerta como para sostenerse. Todo él se puso muy rígido, y al cabo de un rato preguntó tartamudeando:
—¿E-es usted Mauricio?, ¿Mauricio Herrera?
—Sí, señor, ese mero.
El hombre por poco se fue de espaldas.
—Joven, muchacho Mauricio... que pena decirle esto: usted está muerto. Murió hace diez años —me explicó, entre afligido y acobardado—. Esta ya no es su casa, ahora nosotros vivimos aquí.
—¿Que estoy muerto? Sí, sí, eso ya lo sé. Vengo desde una fosa a orillas de Celaya porque por fin unos perros me desenterraron.
El señor parecía fuera de sí.
—¿Pero a qué vino, joven? Esta ya no es su casa.
Me enojé.
—Ya le dije que yo vivo aquí.
—No, joven, usted ya no pertenece acá... Mejor se hubiera quedado allá en su tumba o agarrado rumbo al panteón de...
—¿Pero cuál pinche tumba? —interrumpí—. ¿Y usted quién se cree que es pa’ decirle a los muertos a dónde tenemos que ir? ¿Eh? ¿Cómo se llama, señor?
—Pedro, me llamo Pedro —respondió con pena y terror—. Mire joven Mauricio, en verdad me da mucha tristeza pero usted ya no puede entrar, esta ya no es su casa. Su señora y sus hijos hace años que se fueron, creo que los amenazaron los que lo mataron a usted, o a lo mejor se cansaron porque la policía lo dejó de buscar... Ya sabe usted que ellos no buscan a nadie. Por eso mi mujer y yo nos hicimos de esta casa, es nuestra por ley.
Me reí en su cara.
—La ley es pa’ los vivos, señor, y hágale como quiera, ¡yo aquí me quedo porque esta es mi casa! —grité antes de empujarlo y cruzar por la sala, llena de muebles desvencijados y la niebla del cigarro que fumaba la señora, desnuda del torso, cubierta solo con un brasier gigantesco, con la panza asomando sobre su falda. Ella se apartó de mí con horror, santigüándose incontables veces, entre lágrimas, y corrió hacia su marido.
Cuando dejaron el campo libre, fui y me recosté en el sillón porque venía cansado. Dentro hacía mucho calor, el ventilador daba vueltas y vueltas en el techo pero nomás no refrescaba.
Aunque, con todo y todo, sin duda era más fresco que las entrañas de la tierra seca…
—¡Pedro, Pedro! —oí gritar a la señora, desesperada, ocultándose entre los brazos del hombre— ¿Quién es ese? ¿Qué quiere?
El otro se quedó pasmado, como dudando de qué contestar. ¿Cómo decirle quién era yo?, ¿cómo explicarle lo que estaba pasando?
—Él… él es… es un difunto. Solía vivir aquí hasta que…
—Hasta que me mataron —completé yo, más fastidiado que otra cosa.
—¡Sácalo de aquí! —gritó la mujer y luego comenzó a insultarme— ¡Váyase! ¡Lárguese, cabrón, váyase de mi casa!
La miré enojado y ambos, esposo y esposa, sudando frío y sin saber qué hacer, se arrinconaron contra la pared, tomando cruces y escapularios como para defenderse de mí.
—Mire, doña —le dije serio, todavía tumbado en su sillón— he esperado mucho bajo el suelo para poderme escapar. He sentido cada día pasarme por encima desde que me arrancaron de mi familia. Y he caminado mucho para regresar a esta casa. Mi casa. Háganle como puedan, pero yo aquí me quedo. A ver quién se sale primero...
Y me quedé.
Los primeros días y noches en su casa fueron interesantes: era gracioso ver cómo intentaban correrme, entre gritos e insultos que me daban igual. Me arrojaban cosas, la señora me lanzó cajas, una lámpara, trastes, platos, cucharas; el hombre luego la regañó porque decía que no iba a volver a comer si cocinaba de nuevo con ellos. Luego se pusieron más drásticos y me golpearon con cables, con cinturones, con palos, como si creyeran que fuera uno de sus hijos, antes de escapar de ellos y su violencia seguramente. Una vez intentaron agarrarme entre ambos para echarme por fin de la casa, pero se quedaron con pedazos de mi carne seca entre los dedos y vomitaron en medio de la sala. Más tarde tuvieron que trapear con agua y pinol para tapar el aroma. Yo me reí bastante. Y quizá lo más ridículo de todo fue cuando me amenazaron con un cuchillo: querían matarme...
Creo que al final se cansaron. De eso ya va casi un mes. Y yo no podía irme tan fácil, no después de haber venido hasta acá desde esa pinche fosa donde estuve guardado por años, oculto entre matorrales y basura.
Quién sabe cuánto más aguanten estas pobres personas mirar mi cara sin ojos, la sangre seca y los gusanos que todavía me brotan de la boca al hablar. Ellos me rehuyen. Sé que no van a durar mucho: les da náuseas cómo huelo, hasta empezaron a fumar más pero el humo de sus cigarros no se compara con mi perfumito de muerto, ese aroma que me acompaña a todas partes junto con las moscas.
—¡Sálgase ya, por favor! ¡Lárguese de esta casa! —todavía suplican, solo de vez en cuando, aunque eso sí, mucho más fatigados.
A veces me dan pena, el tipo de pena que puede sentir un muerto por los vivos.
—Díganme a dónde puedo ir a buscar a mi familia —les propongo entonces—, díganme y me voy.
Ellos se alzan de hombros.
—No sé, joven —repone el señor—, le juro que no lo sé... ¡Márchese ya!, ¡déjenos en paz, por favor!
Ambos se enojan, la mujer llora frustrada, horrorizada ante la calavera que vino a reclamar su espacio entre sus aposentos.
Cruzo los brazos y me quedo recostado en el sillón, con los huesos asomando entre la carne, dejando pedazos de piel por aquí y por allá.
Ellos me tienen harto miedo, hasta amenazaron con traerme un cura, un sacerdote, disque pa’ que bendiga la casa y me saque de aquí, como si fuera un demonio.
—¿Y ese a dónde me puede mandar? —pregunté burlón cuando me lo dijeron—. Ya comprobé personalmente que para mí no hay ningún cielo. ¿Por qué creen que aún sigo vagando por aquí?
Me miran, miran al suelo. No dicen nada y se vuelven a esconder en sus cuartos.
Y todo este tiempo, después de todos esos años bajo la tierra, jamás dejé de recordar en mi esposa y mis hijos, lo mucho que los extraño, y los momentos de los que me perdí porque esos cabrones me lo arrebataron.
Y a veces digo para mis adentros ¡pero qué chingadera…! Por fin haber salido de la fosa, escarbar entre tierra y gusanos, venir caminando hasta acá, llegar ilusionado a casa... ¡y todo para no encontrarlos!
Ahora las dudas me atormentan, no me dejan dormir ni descansar. ¿A dónde se habrán ido?, pienso angustiado, ¿que será de mi mujer y mis niños? Y así me paso las noches en vela, preguntándome una y otra vez dónde estarán, así como quizá ellos se lo preguntan al pensar en mí.
Спасибо за чтение!
Los cuentos de Andrés Díaz nunca decepcionan. Este en particular se me hizo muy interesante por cómo está narrado (el lenguaje es hasta cierto punto coloquial y familiar), pero el plot del final... ¡El plot del final lo es todo! Amé muchísimo.
Me parece muy envolvente como se desenvuelve el cuento , muy buen dialogo de personajes que incluye también una breve descripción de personajes. Tiene muy excelentes características del cuento , además de familiarizarse con el ambiente . Sin embargo el cuento carece de estructura , no se identifica cual es el nudo cual es el inicio y cuál es el final , me hubiera gustado más cuerpo del cuento .
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