El olor a sangre por la mañana era excitante y me ponía de buen humor; era lo primero que me arrancaba una sonrisa cuando el sol despuntaba por el horizonte y mis ojos se abrían ante la luz que se filtraba por los grandes ventanales de mi dormitorio.
El ajetreo era normal cuando me ponía en pie; varias de mis sirvientas entraban en cadena para atender mis necesidades de la mejor forma y con la mayor celeridad posible. Había nacido en cuna de oro, en un castillo que se alzaba en lo alto de las montañas de la hermosa Islandia, país que me vio nacer y crecer pero que jamás me vería morir.
Desde cualquier punto del mismo, podía divisarse el mar y eso siempre me traía una gran paz a mi tormentoso recuerdo. La noche hacía que aquel gran océano pareciese de cristal, brillando como si cientos de estrellas se encontrasen bajo aquel manto frío como mi piel. Como un homenaje mágico a mi naturaleza, demostrándome que no todo en la vida estaba destinado al cambio.
En el castillo, a pesar de la gran cantidad de habitaciones que podían ser ocupadas por las sirvientas que trabajaban para mí, ellas preferían dormir en sus casas, por lo que vivía sola a excepción de mi amiga y aliada Halldora. Pero mi filosofía era nunca dormir sola; siempre encontraba algún desventurado perdido en una nube de alcohol en la barra de alguna taberna o paseando por las calles solitario. Mis dotes de seducción estaban muy perfeccionadas y si no funcionaban, mi poder mental lo haría sin problemas.
El mundo estaba bajo mis pies; no había enemigos que pudieran conmigo. Me consideraban la jefa, la guardiana de los vampiros y la reina suprema del lugar; había convertido a cientos de ellos confiriéndoles una nueva existencia y unos nuevos poderes bajo el credo de ser mis fieles siervos toda la eternidad. Era un trueque justo ante mi gran generosidad.
Era el comienzo de otro día lleno de cosas maravillosas que hacer, de seguir adelante con mis planes para hallar la paz real que tanto ansiaba mi longeva alma. Como guardiana de los vampiros, recibía visitas de muchos de ellos de altas sociedades que querían hacer negocios conmigo. Hoy tenía prevista la visita de Lord Trinitus, mi mano derecha y amigo desde hacía muchos años. Tan solo esperaba que no me tuviera horas dando vueltas al mismo tema, puesto que sus charlas podían eternizarse más de lo que podía soportar.
Me puse la bata y caminé a grandes zancadas hasta el gran comedor donde recibía a los invitados. Nada más entrar, mis ojos se posaron en él, percatándome de su estado de nerviosismo y eso era extraño en una persona tan tranquila como él. Me senté en mi trono y le hice una señal para que hablase. No tenía especial gana de escuchar sermones desde primera hora de la mañana, pero mi cargo así me obligara me gustase o no.
Suspiré, cerré los ojos por unos segundos y le di toda mi atención:
—Mi señora, le traigo nuevas que me han llegado de fuentes fidedignas.
Odiaba las pausas dramáticas, eran pérdida total de tiempo. Si algo estaba pasando, quería que me lo dijeran sin pensar en las palabras. Estaba comenzando a odiar la ceremoniosidad de algunos de mis súbditos.
—Habla Trinitus, déjate de misterios—le espeté mostrando mi cara plagada de aburrimiento y desespero.
Trinitus se frotó las manos bajando la vista hacia el suelo. Se notaba por su temblorosa voz que era algo que no iba a gustarme, además de que mi llamada de atención frente a todos los presentes, había cortado su confianza de cuajo. Tras unos minutos, él continuó explicándome:
—Mi señora Anja, criaturas mágicas que pensábamos extintas has vuelto a aparecer.
La sorpresa golpeó mi pecho y me hizo levantarme de golpe con la ira bullendo en mis venas. Golpeé la mesa donde Trinitus estaba sentado, derramando el té que le habían servido mientras me esperaba ¿Cómo era posible? ¡La única raza poderosa que debía quedar en pie eran los vampiros!, si eso no pasaba, yo estaría en peligro constantemente y no lograría vivir en paz.
—¿Para qué me tomo la molestia de elegir a mis mejores hombres para exterminar a todos los seres mágicos de mi territorio si luego dejan algunos en pie? ¿Se puede saber por qué no hacéis bien vuestro trabajo? —le grité intentando contenerme lo máximo posible, pero una noticia así era difícil de encajar para mí. Él intentaba buscar las palabras adecuadas para apaciguarme, pero dudaba que lo consiguiese, yo no quería promesas sino hechos.
—Mi señora, han hecho lo que han podido; esos seres son realmente escurridizos.
Lo miré con detenimiento mientras que caminaba a su alrededor con un paso lento y contoneante. Tomé a Trinitus de la camisa y lo alcé en el aire con gran facilidad. Pude escuchar cómo su corazón se disparaba ante mi ruda actitud, pero ya me estaba hartando de ser amable. Aun a pesar de ser un vampiro, su fuerza no era nada comparada conmigo, puesto que yo lo era de nacimiento a diferencia de él.
—Tómate esto como una advertencia que debes de proclamar a los cuatro vientos a mis hombres; quiero muertas a todas las malditas criaturas mágicas que no sean vampiros o humanos, me da igual si son bebés, niños viejos u adultos; los quiero a todos muertos. El poder no se comparte. Espero que hagáis un buen trabajo sino me encargaré personalmente de destriparos y colgaros de las ventanas de mi castillo, ¿Quedó todo claro?, Ahora lárgate que deseo comer.
Trinitus hizo mil y una reverencias antes de salir del castillo. Yo me senté en mi trono tocando la campana para que mis sirvientes entraran a la sala.
Ya había terminado la reunión.
Y era la hora de aliviar un poco esa necesidad de gritar, de destrozarlo todo. Con hambre, las ideas nunca se están claras, por lo que era necesario alimentarme. Mis colmillos no lo soportaban más y se alargaron sin siquiera esperar a que Trinitus y sus hombres salieran por la puerta. Con mis sentidos al rojo vivo, mi voz se enronqueció, cosa que siempre hacía temblar al servicio.
—Traedme a dos hombres y cerrad las puertas.
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