Julia se había quedado sentada en la cama mirando un punto fijo en la pared, inmóvil. Intentaba poner orden al caos que se había formado en su cabeza. No entendía lo que acababa de pasar, pero parecía importante.
Había caído en un sueño profundo, algo parecido a lo que debe ser la muerte en sí. De repente estaba lúcida y creía que despierta, pero no. Ya no le dolía el cuerpo y comenzó a sentir que se elevaba hacia las alturas. Miró hacia abajo y vio su cuerpo tumbado en la cama, inerte. El asombro y el miedo le atenazaron. ¿Estaba muerta? ¿Había llegado la hora por fin? Largos meses de enfermedad no le habían servido para hacerse a la idea de que se moría. Se aferraba a la vida como podía y exigía más que nunca que la cuidaran y la trataran bien, figurándose que eso le ayudaría a vivir más. Pero allí estaba, el momento parecía haber llegado.
Superado el miedo inicial se dejó llevar por la sensación de ligereza que la dominaba. Probó a volar y funcionó. Salió del dormitorio y entró en el salón, donde se encontraban sus hijos en ese momento. Ella flotaba por encima de sus cabezas y ellos hablaban, sentados a la mesa. Sus gestos eran graves, pero no tristes. Julia percibió que no lamentaban su enfermedad ni su muerte. Lo que le llegaba de ellos era más bien hastío y hartazgo. Tan poco lamentaban su muerte… Esa visión perturbó a Julia y la llevó a un lugar muy cómodo para ella que era la lástima por sí misma. Con todo lo que ella había hecho por ellos…
Se giró para salir de allí y de repente ya no estaba en su casa. Estaba en la casa de Javier, su exmarido. Eso le sorprendió, ella no tenía ningún interés en ver a su exmarido ni a su familia, pero algo le empujó a prestar atención a lo que tenía delante: Javier, el exmarido, su nueva mujer y sus dos hijos estaban jugando a un juego de mesa. Una escena aparentemente anodina, pero cargada de amor y de complicidad. Se reían, se tocaban y se miraban a los ojos. Julia sintió una punzada de amargor en el estómago. En todo el tiempo que estuvo casada con Javier nunca habían hecho ese tipo de cosas. No consiguió rememorar ni una sola escena similar durante sus años de casados. No solo por la unidad familiar, sino sobre todo por la complicidad y el amor. El amor, que parecía brotar a borbotones de la escena. Tanto que empalagaba. Julia se sentía muy molesta, no quería seguir allí, pero algo le empujaba a quedarse.
La relación entre Julia y su exmarido se había desarrollado de una forma muy diferente. Cuando ella lo conoció sintió que era el hombre de su vida, sin pararse a pensar si ella significaba lo mismo para él. En su desesperación para que él permaneciera con ella se había quedado embarazada. Estaba segura de que si lo obligaba a pasar suficiente tiempo con ella, él acabaría dándose cuenta de que también la quería. Y consiguió que se quedara con ella, pero tenía que reconocer que, si aquello que ahora veía frente a sí era amor, a ella Javier no la había querido nunca. De hecho, comenzaba a dudar incluso de que ella lo hubiera querido a él. Las emociones que empujaban a Julia a actuar no se parecían en nada a lo que percibía ahora. No solo con su exmarido, sino con todos. Su conducta tenía más que ver con la de una niña caprichosa, ahora lo veía claramente. Hubo siempre en ella esa necesidad de tener a alguien con ella, sin importar que el otro quisiera o no. Porque sus necesidades, sentía ella, eran más acuciantes e importantes que las de nadie. Ella sentía más y más fuerte que nadie, y nada debía de importar más que ella y su bienestar en la vida de los que le rodeaban. Quiso volver a la comodidad de la lástima por sí misma, pero empezaba a sentirse ridícula intentándolo. No, ya no. Le tocaba permanecer en la incomodidad de la responsabilidad por sus acciones.
Un nuevo giro la transportó a otro lugar. Era una casa en un pueblecito de playa. Era la casa de Natalia, su hermana, solo que no la reconoció porque no había estado nunca allí. Enseguida vio a su hermana, estaba con su marido y se les veía felices juntos; una de esas uniones hechas a medida. Hacía muchos años que Julia no tenía contacto con Natalia. Al verla sintió las lágrimas agolparse en sus ojos y la envidió y se alegró por ella al mismo tiempo. Pero si había una emoción que dominaba en relación con su hermana era la vergüenza; Javier había sido su novio. Era su novio cuando Julia lo conoció y traicionó a su hermana de la forma más ruin. En un acto reflejo intentó encontrar la excusa perfecta por haberle robado el novio a su hermana, pero no encontró nada. Las justificaciones que esgrimió durante años se habían diluido. En su lugar solo había turbación y remordimiento. «Hermana, cómo pude…»
Volvió al salón de su casa donde seguían sus hijos. Ahora entendía el porqué de su actitud: Ella no les había permitido tener una relación de calidad con su padre.
Entonces despertó de un salto. ¡Estaba viva! El corazón le latía con fuerza. Se enderezó en la cama y se quedó allí sentada, mirando la pared. ¿Qué había sido eso? Notaba una sensación de ligereza y malestar al mismo tiempo. En unas pocas imágenes había visto los eventos más importantes de su vida y a las personas que estuvieron con ella.
La experiencia la conmocionó. Hasta aquel momento había tenido una buena opinión de sí misma y de su vida, llegando incluso a sentirse orgullosa de todo lo que había hecho. Pero lo que aquellas imágenes le mostraban era algo bien distinto. Era como si le estuvieran enseñando el auténtico rastro que había dejado en la vida de todos a su alrededor. Y no era nada de lo que sentirse orgullosa.
Se puede decir que un solo segundo de esa observación discreta le había aportado más información sobre todos ellos que una vida entera a su lado. Y seguía sin gustarle lo que había visto. En solo un momento alcanzó a verse tal y como era, sin máscaras, a través de lo que sus seres queridos pensaban de ella.
En su interior se debatían la rabia y el orgullo contra la estupefacción. Le dolía que pensaran así de ella, pero por otro lado, no había nada de lo que había visto que no fuera verdad.
Poco a poco el orgullo se fue aplacando y solo quedaron el arrepentimiento y la vergüenza; comenzaba a percibir una sensación de urgencia. Ahora sabía lo que tenía que hacer, y no le quedaba mucho tiempo antes de dejarlo todo en orden.
Primero pensó en llamarlos por teléfono, luego pensó en pedirles que vinieran, pero era posible que no quisieran o que llegaran tarde ya. Llamó a su hija.
―¡Belén!
Belén apareció en el umbral de la puerta. Al observar a su hija la vio con ojos nuevos. A su vez, Belén debió ver algo raro en su madre, porque la miró con curiosidad.
―¿Te pasa algo?
―Nada, hija, no me pasa nada. ¿Puedes mirar en la guía si tenemos el teléfono de tu tía Natalia?
Belén salió a buscar la guía telefónica. Julia tenía un teléfono móvil, pero le gustaba tener una guía de las de verdad, donde pudiera anotar a mano. Un momento después entraba Belén de nuevo con la guía en la mano. Al entrar su hija, Julia se dio cuenta de que lo que iba a hacer era importante y que era de recibo empezar por sus hijos, así que le dijo a Belén que llamara a su hermano. Tenía que hablar con ellos.
―Daniel, siéntate, tú también Belén, quiero hablaros―les dijo a sus hijos cuando entraron en su dormitorio.
Daniel parecía aburrido. Se preparaba para lo que pensaba que era otro sermón sobre las bondades de su madre y lo muy sola que se sentía y lo mal que se habían portado todos siempre con ella. Especialmente su padre. Pero esta vez no iba a ser nada de eso. Y como muestra de su cambio de actitud, Julia empezó dejando claras sus intenciones con voz clara:
―Quiero pediros perdón ―les espetó, sin tiempo a reaccionar.
Ambos hermanos la miraron extrañados.
―¿Perdón por qué? ―preguntó Daniel.
Por la memoria de Julia pasaron años y años de maniobras sutiles y de estratagemas sin fin ideadas con el único ánimo de separar a sus hijos de su padre. No solo había querido que no lo vieran, además los espoleó sin descanso para que lo odiaran. Ahora lo veía con tanta claridad que la vergüenza apenas le dejaba hablar. Sentía el calor subiendo a las mejillas y notó cómo le temblaba la voz.
―Por todos los años de mala vida que os di. Por haber sembrado el odio entre vosotros y vuestro padre. No tenía derecho. Sé que es tarde para esto, pero no puedo morirme sin aceptar mi culpa y pediros perdón. Yo no quiero que odiéis a vuestro padre, quiero que tengáis una buena relación con él. Es vuestro padre y es una buena persona.
Se hizo el silencio. Daniel y Belén miraban a su madre sin dar crédito. Jamás la habían oído pedir perdón por nada. Y había dicho claramente “mi culpa”. Era la primera vez que oían esa expresión de los labios de su madre. Estaba pasando algo y no entendían muy bien qué era. Ambos hermanos se miraron, luego miraron a su madre. Daniel, entre desconfiado y enfadado, preguntó al fin:
―¿A qué viene esto ahora?
Julia se dio cuenta de lo extraños que parecían sus argumentos. En ella se había producido un cambio extraordinario en solo unos minutos, pero sus hijos no lo sabían y no podía pedirles que lo aceptaran sin más.
Les habló a sus hijos, y esta vez lo hizo como una madre de verdad, como una adulta, y no como la niña desvalida que había pretendido ser siempre. En su voz y en sus gestos había una autoridad que sus hijos no habían visto nunca. Aquello no era una trampa ni un juego de los suyos, estaba ocurriendo de verdad: Julia se disculpaba con sus hijos por todo el dolor que les había causado.
Belén rompió a llorar. Por su mente desfilaron escenas de su pasado en las que se encontró a si misma odiando a su padre con la certeza de que eso era lo que se esperaba de ella. Había necesitado a su padre toda su vida, pero reconocer esto habría sido como traicionar a su madre.
Por su parte, Daniel no sabía bien cómo tomarse lo que oía. Su madre parecía sincera pero al mismo tiempo pensaba que aquello podía ser solo el miedo a la cercanía de la muerte; una especie de reacción a la desesperada por enmendar todo lo que había hecho mal en su vida. Daniel consideró esta idea y concluyó que, aunque así fuera, no dejaba de tener valor. Aun así, no podía aplacar sin más la rabia que sentía en las tripas. ¿Eso era todo? Después de tantos años de escenas lacrimógenas; de espolear con la culpa a todo su entorno; de saturar con su amargura a sus hijos… ¿Eso era todo? Daniel quería perdonar a su madre, pero sabía que eso no bastaría para estar en paz. Necesitaba algo más.
―Mamá, creo que la cuestión no es perdonar. ¿Eres consciente de que jamás recuperaremos el tiempo que nos robaste con nuestro padre? Ya no somos niños. Aunque retomáramos la relación con papá ya nunca sería igual.
Belén volvió a irrumpir en llanto. Al final habló, entre sollozos:
―¿Y qué hay de su maldad, de todas las cosas horribles que dices que te hacía? ¿Qué debo pensar ahora? ¿Se ha transformado de repente en un buen hombre?
―Siempre fue un buen hombre, hija ―se apresuró a responder Julia―. Es lo que quiero que veáis. Todo ha sido culpa mía. Me porté mal y me arrepiento.
Ahí estaba otra vez: “culpa mía”. Algo debía de haber cambiado de verdad en aquella cabeza para atreverse a hablar en esos términos. Y ninguno de sus hijos era ajeno a eso.
―Si pudiera explicaros la vergüenza que siento…
Daniel y Belén buscaban algún rastro de autocompasión en esas palabras, pero no encontraron nada. Por su parte, Julia deseaba honestamente que sus hijos la creyeran y que retomaran la relación con su padre. Hacía solo unas horas no se hubiera podido imaginar a sí misma diciendo algo así, sin embargo, ahora le parecía lo más urgente del mundo. No podía morirse sin conseguir ese propósito.
Escuchó a sus hijos con la atención que no les había dado nunca. Les permitió hablar y expresar sus miedos y su rabia contra ella. A través de las palabras de ellos Julia tomó conciencia de las consecuencias de sus actos. El egoísmo que había gobernado su vida no le había permitido nunca mirar la realidad cara a cara, esa realidad que ahora se presentaba ante ella de forma cristalina. Su vida no había servido más que como generador de odios y resentimientos. Era una mezquina aportación que dejarle al mundo. Ella, que se había sentido siempre como alguien imprescindible cuya función en la vida era la de diseminar amor y cordialidad. Qué imagen tan distorsionada y separada de la verdad.
Le dolía todo lo que sus hijos expresaban, pero ella ya no importaba, era su obligación pedir perdón y expiar el dolor causado. No se atrevió a mover ni una coma de los argumentos de sus hijos. Tenían razón y ella se lo ratificó cada vez.
Belén y Daniel expusieron sus argumentos durante dos largas horas llegando a la conclusión acertada de que su madre les había amargado la vida. Poder decirlo abiertamente y obtener la aquiescencia de su madre era liberador y buscaron esa sensación una vez y otra durante esas dos horas. Agotados, decidieron irse a la búsqueda de su padre y dejar a su madre a solas con su conciencia.
Julia, por su parte, aunque cansada, sabía que no había hecho más que empezar. Le quedaba lo más duro, comunicarse con Javier. Quería hablarle en persona, pero sabía que no podía pedirle que viniera a su casa a escuchar algo que ella tenía que decirle. Él pensaría que eran de nuevo sus exigencias de niña y no vendría. Julia había perdido el control sobre la voluntad de Javier hacía tiempo, cuando los hijos llegaron a la mayoría de edad. Cómo explicarle que había cambiado y que lo que tenía que decirle ahora era importante. Previendo que Javier no vendría se decidió a escribirle una carta.
Al igual que había hecho con sus hijos, permitió que hablara la vergüenza y se sinceró al escribir la carta, una carta plagada de «lo siento» y de «me avergüenzo». Reconoció que había hecho daño a Javier a propósito, pero esta vez sin excusas. Nada de justificarse en sus desequilibrios emocionales o en sus miedos pueriles. El bochorno invadió a Julia al reconocer las cosas que había sido capaz de hacer y percibía cómo se iba haciendo pequeña de pura vergüenza. Pero si algo sobresalía de todo aquello era la amargura. Esa era la emoción que había prevalecido en su relación con Javier. Así se sentía y eso era lo que imprimía en cada intercambio con él: ella no era feliz; tampoco él podía serlo. Esas habían sido las matemáticas de su vida. Solo ahora era consciente de ello.
El esfuerzo que le supuso escribirle la carta a Javier acabó con las fuerzas de Julia y se quedó dormida, exhausta. Al abrir los ojos estaba de nuevo suspendida en el aire, a cielo abierto. Por debajo, la ciudad, frente a ella, las montañas. Sintió una presencia tras de ella y se giró. Era Javier, su exmarido. La miraba a los ojos y era como si se comunicara con ella sin hablar. Sin palabras Julia entendió que a Javier le había llegado el mensaje; la creía y comprendía el cambio que se había producido en ella. Julia pidió perdón de nuevo provocando en Javier una sensación de alivio que ella pudo percibir: algo se había liberado. A su vez, Julia entendió en un segundo lo muy superior que él había sido siempre con respecto a ella y cuánto le debía. También su infinita paciencia o su resiliencia quedándose a su lado en momentos en los que cualquier otro habría abandonado el barco. Entendió lo que eran la ética y la responsabilidad en la mirada de él y advirtió su gran carencia de ambos.
Sí, Javier tenía mucho que perdonarle y lo entendería si no lo hacía. Sin embargo, esa mirada también le decía que ya lo había hecho. Javier solo quería poder seguir con su vida. Era lo único que había querido siempre.
Julia despertó de nuevo con la sensación de haber hecho lo correcto. No entendía bien qué tipo de experiencias eran esas que estaba teniendo, pero sí comprendía que eran reales y que estaban teniendo un efecto en ella y en los demás.
Habiendo cerrado ese capítulo, el peso de la culpa era más ligero ya. El último ejercicio de expiación que le quedaba vinculaba con su hermana, Natalia, a la que se decidió a llamar. Julia ni siquiera sabía qué hora era, pero tenía que hacer esa llamada; no le quedaba mucho tiempo. Marcó el número de su hermana con manos temblorosas. Sería doloroso, ya lo presentía. Natalia respondió enseguida.
―¿Dígame?
―¿Natalia? Soy yo, Julia.
A Julia se le quebró la voz al hablar y se le llenaron los ojos de lágrimas. Natalia solo pronunció un breve «Hola, Julia» y esta ya entendió que Natalia la había perdonado. Un solo segundo, un escueto intercambio de palabras había bastado para que ambas comprendieran lo que ocurría. Hacía tiempo que Natalia sabía que su hermana se moría e intuía que ese momento de rendición llegaría justo antes de morirse. Nadie conocía a Julia como Natalia, que había esperado muchos años por esto con la certeza de que llegaría algún día.
―Está bien, Julia. No pasa nada.
Y Julia rompió a llorar. Entre llantos pronunció las palabras mágicas, las que Natalia y Javier y sus hijos habían esperado durante toda su vida, ese «Lo siento» que se expresa desde la honestidad. Y Natalia supo que decía la verdad y acogió la disculpa de su hermana, que llegaba treinta años tarde, pero que llegaba al fin.
Con una humanidad que Julia no había mostrado jamás en su vida, Natalia le ofreció amor y comprensión a su hermana, la traidora, la persona que más daño le había provocado en su vida. Y no hizo falta más. Julia entendió que su hermana tenía la compasión y el corazón suficientes como para tolerarle aquella indignidad que le destrozó la vida.
Y así, con la conciencia tranquila, Julia se preparó para morir. En unas pocas horas se había transformado en una persona completamente diferente y había expiado su culpa. Ya podía morir en paz. Cerró los ojos un instante, echada en su cama, y cuando los abrió de nuevo se encontró otra vez flotando sobre sí misma. Se giró para observar su cuerpo inmóvil, esta vez con la certeza de haber traspasado el umbral, y aceptó su destino.
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