alexsobrino57 Alejandro Sobrino

Aaron ha perdido todo lo que podía soportar y más. Solo le quedan su ropa de sacerdote y una fe resquebrajada por sangre y muerte. En un mundo que se desmorona por la enfermedad y el fanatismo, solo le queda buscar refugio y lamerse sus heridas, entre remordimientos. Y entonces, llega un mensaje. Una invitación. Una petición. Una súplica. Algo que, sin motivo aparente, le hará levantarse y emprender un viaje a la oscuridad de su pasado, y abrir puertas con secretos que no le dejarán volver atrás.


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#thriller #mystery
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Duelo de cazadores

Aaron condujo su Mustang a través de calles adustas, frías, llenas de papeles, cartones, botellas rotas y vagabundos, almas desdichadas que habían venido huyendo del norte y las grandes ciudades de San Lorenzo.

Muchos de los que venían a Shaunavon lo utilizaban como un punto más de paso rumbo a Vancouver, la única gran urbe de Canadá que no había sido tocada por la Epidemia, aunque otros preferían quedarse en ese pequeño pueblo, engordarlo un poco más, y confiar en que ese lugar perdido de la mano de Dios fuera lo bastante anónimo como para pasar desapercibido por la catástrofe.

Ingenuos. Con la de gente que aparecía allí, tarde o temprano alguien traería la Epidemia con él. Y los que fueran a Vancouver encontrarían una ciudad con muchos otros problemas, como la crisis económica, la creciente delincuencia, el gobierno policial… por no hablar de las inundaciones y terremotos constantes, sacudiendo el continente desde hace años.

Aaron se preguntó durante unos segundos que es lo que haría él. ¿Huir? ¿Desafiar? ¿Rezar? Eso último es lo que me pega, ¿no?

Como para despejar sus pensamientos, apretó los nudillos y con un volantazo giró en la siguiente curva. Un transeúnte recibió una lluvia de agua y barro como propina, y le dedicó una buena retahíla de insultos. Aaron le ignoró y miró más allá, a la casa de detrás.

Un jardín de hierba seca servía de escenario para una extraña homilía. Habría una veintena de personas. Sentados, arrodillados o alzados, todos miraban un estrado de madera alzado frente a la vieja residencia, en la que destacaba una gran cruz hecha con dos postes de electricidad, y en el centro, una cornamenta de ciervo que sobresalía fría y pálida, como un tropel de tentáculos blancos. Esa forma hizo arrugar el labio a Aaron. La silueta asomaba afilada y grotesca, añadiendo un elemento de salvajismo, de locura. Se le encogían las tripas.

Les sermoneaba un hombre con una túnica de un blanco desleído. Creyó por un momento que era un monstruo con cabeza de venado, salido del infierno. En realidad, solo llevaba una máscara de ciervo, prieta al rostro. Todavía goteaban algunas gotas de sangre, y aunque no podía oírlo entre el barullo, Aaron se imaginaba el sonido del goteo sobre el suelo como una bomba que retumbaba en un mar de silencio. ¿Será posible…? ¿De verdad está recién arrancada?

—¡No temáis, hijos míos! ¡Pues el Señor nos ha enviado la Salvación! ¡Todavía hay esperanza en esta tierra malsana, maldita como lo fue Egipto con el poder de las Plagas!

La gente asentía y hacía pequeños comentarios de afirmación. Aaron sacudía la cabeza.

—¡El camino nos lo ha mostrado su Espíritu, encarnado una vez más para salvarnos! ¡Nos fue dado para el sacrificio, y con él, como el Cordero de Dios, seremos limpiados del Pecado!

—¡Amén! —exclamó el reducido público, al unísono.

¿En serio?

—Su Carne será nuestro pan. Su Piel, el tabernáculo. Y su Sangre, el vino santo de la Eucaristía. Reuniros conmigo al próximo ocaso, y beberéis la Salvación del Ciervo Sagrado de Dios.

La gente se puso en fila, subió al estrado, y el… “predicador” les marcó la frente usando los cinco dedos, dibujando algo que parecían los cuernos de un ciervo.

Eso colmó la paciencia de Aarón. No pensaba ver más de ese espectáculo de locos. Apretó los puños y aceleró hacia su destino. Mientras se alejaba vio a un hombre junto al sacerdote, su rostro ensombrecido por un ancho sombrero y una bandana, que le seguía con la cabeza.


Todavía cohibido por el espectro de malos recuerdos, Aaron encontró el lugar. Una iglesia bastante pequeña y provinciana, sin campanario ni grandes estatuas. Un templo propio de un pueblo. Y lo habían convertido en una taberna que a esas horas se encontraba repleta.

Es lo que tenían los tiempos de la Epidemia y todo lo demás. Ya no había límites, ni estándares ni moldes. Todo lo que se consideraba inviolable se había disuelto como un azucarillo. Puede que para Aaron también.

Se tironeó un poco del alzacuellos, y pensó en lo poco que le cabreaba esa iglesia usurpada y lo mucho que le cabreaba esa secta. ¿Por qué? Sabía la razón, y llevaba largo tiempo intentando acallarla. Comprender sus sentimientos no era una piedad que se concediera muy a menudo, al menos si no quería concluir que era un desgraciado, una conclusión que le acababa llevando por derroteros impropios de un sacerdote. Supongo que también los moldes se han acabado para gente como yo.

Se levantó un poco parte de la sotana y sacó el móvil del pantalón. El brillo de la pantalla le cegó por un momento en esa noche oscura.

“Soy Sussane. Tengo que hablar contigo. Estoy en un pequeño pueblo, Shaunavon. Por favor, es muy importante que vengas. Se trata de Rachel. Te lo ruego, ven a Shaunavon.”

Llegados a este punto, ya no tenía mucho sentido dudar. Había recorrido medio país para llegar hasta allí. Al contrario, aún estoy a tiempo. Puedo dar la vuelta y regresar. ¿Qué puede tener que decirme sobre Rachel? Eso se acabó. Todo se acabó.

Como para convencerse, se tocó las cicatrices de las muñecas.

Durante ese preciso instante, creyó entender todo ese odio que sintió cuando veía a ese predicador soltando toda esa mierda. Con eso sabía que para él, nunca acabaría.

Sacó la pistola de la guantera y la guardó bajo la sotana. Inspiró y salió del coche.

No le sorprendió recibir algunas miradas de reojo, murmullos y alguna que otra risita a su entrada en la cantina. Aaron mantuvo la barbilla alzado, y con el rostro más plácido que encontró, buscó con la mirada.

Oyó a alguien chistar.

Giró la cabeza y vio a Sussane sentada en una esquina, en un lugar donde ni las lámparas ni la estufa llegaban a desplazar la penumbra.

Hacia como tres años que no veía a esa mujer, y, para su sorpresa, ese convulso periodo no la había cambiado en exceso. Su mata de pelo rubio desordenado, encrespado la envolvía un rostro pequeño, triangular y afilado. Sus ojos eran grandes y expresivos, demasiado para el gusto de Aaron, porque en ese momento no le gustó mucho lo que expresaban.

—Aaron, yo… Dios, yo…

—No deberías jurar en vano. ¿Era en vano?

Sussane se encogió de hombros y se agarró a su copa como si una ola la arrastrara. Mangas largas de un suéter le cubrían los brazos.

—No creía que volvería a verte… No después de todo lo que pasó. Es que…

—Dilo. Estoy horrible.

—No es algo físico.

—Sí que me han salido canas en la barba. —Aunque pretendía ser una broma, Aaron no hizo ningún amago de reírse.

—Soy una idiota. Lo último que necesitas…

—Lo último que necesito es que me trates con lástima.

Sussane dio un respingo, y vació media copa de un trago abrupto. Ahora que podía observarla mejor, algo sí que había cambiado. Tenía las marcas de expresión alrededor de la boca más marcadas, la piel más pálida, un tic en uno de los párpados. Cuando uno se dedica a un oficio como el de Aaron, analizar rostros y expresiones es una cualidad que se adquiere por si sola.

—Lo siento. Dime, ¿cómo te ha tratado el tiempo estos últimos años? Oí que volviste a la finca y al pueblo. ¿Te has estado dedicando a administrar un poco de fe?

—Sí. Más o menos. Pero no he venido aquí para que me preguntes como han ido las cosas.

Sussane soltó el aliento por la nariz.

—Esa sinceridad desbordante siempre te ha sido muy característica. De siempre. También antes de lo que pasó.

La seguridad con la que Aaron había bajado del coche se derrumbó, y apoyando un brazo en la mesa, comenzó a levantarse.

—No, espera, por favor. Lo siento, es que… yo también soy de allí, ya sabes…

—Me llamaste aquí por algo, Sussy. No he venido a este antro por placer. Así que suéltalo ya o me largo.

Como dando más vivacidad a sus palabras, un vaso se estrelló contra el suelo. El ruido se expandió con las esquirlas que rodaban por el suelo. Dos borrachos comenzaron a pelearse, pegados el uno al otro como amantes. Pese al alboroto, Aaron distinguió con nitidez el crujido de un puñetazo que partía un diente, el chirrido de una cuerda vocal como reacción al dolor, la respiración densificada y coagulada, brotando en finas briznas. Una riada de sensaciones pasadas anegó su mente, suficiente, pensó, para que le ahogaran en sufrimiento. Pero, contra todo pronóstico, era como cuando escuchaba una canción con nostalgia, cuando todo lo anterior, cualquiera que fuera su cualidad, parecía mejor.

—Confiésame.

Sussane señaló un confesonario hecho de madera tosca, seguramente reconstruido un par de veces, y seguramente ninguna de ellas en los últimos tiempos.

Aaron sacudió la cabeza.

—Parece mentira que no lo sepas, Sussane. Yo no soy un católico. ¿A qué viene esa petición?

—Tú hazlo, demonios —maldijo ella. Miró alrededor y le instó con la mirada.

Entonces lo entendió. Con sosiego fueron esquivando los bancos de la antigua iglesia donde ahora se sentaban los comensales. Llegaron y Aaron se sentó con las piernas abiertas y la espalda curvada, en ningún caso con una postura que indicara intención de absolver a nadie.

—No sé cómo va esto —gruñó Aaron, y se aclaró al garganta—. Dime, ¿has pecado?

—Más de lo que me gustaría —murmuró Sussane a través de la rejilla.

—Explícamelo.

Sussane levantó la cabeza, y le miró con esos ojos grandes y tristes. Se acercó para susurrar, y Aaron se inclinó para oírla.

—Uno de sus lacayos está aquí —dijo a toda velocidad—. Un médico. Se llama Ronald Gale. Recuerdas a Tom, mi marido, ¿no? Pues hablé con unos amigos suyos del Gobierno, después de… todo lo que os pasó, y se metieron en la base de datos del Sistema Nacional de Salud, para averiguar algo de Rachel.

Aaron tensó su expresión.

—¿Y? —preguntó a desgana.

Sussane tragó saliva.

—En la ficha de Rachel consta una operación de cesárea, practicada hace cuatro años. Aaron, estaba embarazada.

Por mucho que Aaron hubiera conseguido templar su rabia y comprimirla hasta doler, nada le había preparado para un anuncio similar. Lo primero que hizo es agarrar la rejilla e introducir los dedos hasta estrujarla. Notaba la vena de la sien como si le fuera a estallar.

—Cómo esto sea una broma de mal gusto, Sussane, te juro que…

—¡Es la verdad, joder! Todo lo que he podido averiguar, al menos. Si al menos supiera algo del estado de Rachel.

—Y para que tenías que…

Aaron se interrumpió. Paladeó su boca buscando un mínimo rastro de saliva. ¿Por qué tenías que remover nada? Los mataron a todos. Y yo sobreviví por pura suerte. Fin de la historia. Lo superé. Estaba… pasando… página…

—Eso es todo lo que sé —concluyó Sussane, temblorosa.

Aaron inspiró y expiró.

—Pues ve en paz.

—Aaron…

La mirada que le dirigió ardía tanto que Sussane lo rehuyó y centró su atención en un tablón del suelo.

—Estaré por aquí unos días. Por si…

Movió un poco más los labios, sin llegar a completar la frase.

Se levantó, dejó un par de dólares en la barra y se marchó a paso rápido.

Un parroquiano de aspecto desgarbado la miró con una sonrisa burlesca, y luego se acercó a Aaron.

—¿Conoces el número de esa tipa, reverendo?

Aaron se levantó y le miró a los ojos, amarillentos de años de alcoholismo.

Pudo noquearlo de un solo puñetazo, seco y certero. El ruido que hizo contra el suelo dejó a toda la taberna en silencio. Aaron agitó un poco los nudillos con gesto de disgusto. No recordaba que eso dolía.

—Sí, lo sé —murmuró.

Luego se acercó a la barra, donde estuviera el altar, y pidió algo de beber. El tabernero seguía con las cejas levantadas.

—¿No se supone que es usted el que debería parar las peleas, buen hombre?

—¿Y no lo he hecho? —Aaron se sentó en un taburete—.Antes de que empezara.


Aaron se pasó una hora allí dentro, saciando sus penas con el alcohol, y luego durmió un par de horas en su Mustang. Despertó todavía inmerso en la resaca, inmerso en la noche, clareada con el gris de nubes ligeras, que habían teñido con una fina capa de nieve las calles de Shaunavon. Una sirena le hizo desperezarse, y vio por la ventana como una ambulancia sacaba a un tipo inerte de la taberna.

—¿¡Dios, cuántos comas etílicos vamos a tener este puto mes!? —exclamó un enfermero al otro cuando elevaron la camilla.

—Mejor esto que la Epidemia… —repuso el otro.

Aaron siguió con una mirada pesada las luces de la sirena, bailando entre las parcas farolas y enrojeciendo el césped, la nieve y el barro. Su giro se le hincó en la cabeza con un dolor insoportable, hecho de aspas duras y afiladas. No, aspas no. Nada de aspas.

Había tenido una idea, aunque claro estaba, una parte de él todavía se oponía. Aquella que había decidido la paz, la paz consigo mismo. ¿Pero cómo puedo estar en paz, con un hijo perdido por ahí? ¿Es posible?

¿Si estabas en paz, por qué has venido? Respondió una voz lejana.

Arrancó el coche y siguió a la ambulancia Las calles de Shaunavon rebosaban cada vez con más gente, y con más basura. Casi atropella a un ladrón que huía con la cartera de alguien. Quizá debería haber apretado el acelerador.

La llegada a las puertas del hospital le perturbó. El local que albergaba las instalaciones sanitarias no dejaba de ser el apto para un pueblo de menos de dos mil personas: un edificio sencillo, de un blanco inmaculado, de una sola planta. A su alrededor, las tiendas de campaña habían crecido como tumores, mezcladas las carpas anaranjadas de los servicios de urgencias con pequeñas tienduchas de particulares que venían a ayudar o a ser ayudados. Y entre todo esto, alguna que otra caravana estaba aparcada sobre los jardines, con las luces de su interior como único signo de presencia humana.

Aaron negó con la cabeza.

—Encantador.

Aparcó en la esquina menos transitada que encontró, esperando que el coche no sobresaliera mucho y atrajera la atención de algún oportunista.

En cuanto se bajó, vio salir del parking del hospital un par de furgones de aspecto metalizados, donde las luces de la noche se licuaban y ardían sobre la chapa gris. Pasaron delante de él a toda velocidad, calle abajo.

En las puertas de la recepción se encontró a un médico con la túnica hecha un asco, leyendo un informe con los ojos acelerados. Cuando vio que Aaron repasaba el nombre de la plaquita que llevaba en el pecho, se detuvo.

—¿Qué es lo que quiere? —dijo de malos modos—. Parece bastante sano, y aquí solo se le necesita si quiere dar la extremaunción. No nos vendrían mal un par.

—No. Yo no… Que no soy católico.

—Pues entonces vete. Si eres un perro del Ciervo Sagrado, que sepas que se han llevado los cadáveres. Condenados ladrones.

—¿Qué?

El médico echó la mirada a otro lado y comenzó a andar.

—¡Eh, oiga! —Aaron le agarró del hombro—. Yo no soy…

El médico se apartó como si le hubiera mostrado un cuchillo.

—No me toque o llamaré al sheriff.

—Tranquilo, tranquilo… —dijo Aaron en tono relajado.

El médico le echó una última mirada antes de alejarse por un pasillo. Aaron se masajeó la frente para dilatar así su rabia. De todas maneras, no era Ronald Gale.

Se dirigió al mostrador de recepción, esperando una mejor bienvenida. La recepcionista era una joven menuda que hablaba por teléfono sin parar, mientras revisaba una lista electrónica.

—Lo siento, ya le he dicho que no está aquí. Ya… Mire, si cree que está en la comarca, debería usted llamara a los hospitales de la zona. Pero nuestras listas están actualizadas. Sí… Sí, no. Ya lo he comprobado, señora…

La recepcionista puso los ojos en blanco y le hizo un gesto de paciencia a Aaron. El sacerdote asintió y apoyó un codo en la mesa.

Tardó otro par de minutos en colgar, momento en que otro médico apareció para pedirle una lista con sus siguientes citas.

—Ahora mismo, doctor Johannson. Dígame, señor, ¿qué desea? —preguntó mientras a Aaron, con una educación impecable y un ligero acento francés.

—Sí, verá… Estaba buscando a uno de sus médicos. El doctor Gale. Ronald Dale.

La mano de la recepcionista se congeló. Aaron percibió como la chica miraba de reojo al doctor, antes de enarbolar una nueva sonrisa.

—Lo siento, señor, el doctor Gale no está disponible. Pero si desea algún otro médico…

—No, no se trata de un problema médico. —Aaron endureció su voz—. Quiero ver al doctor Gale.

—Es que… el doctor Gale está ahora muy ocupado…

—Yo me encargaré de esto, René —intervino el doctor. Cogió la lista de la mano tiesa de la recepcionista e invitó a Aaron a acompañarle.

No es que a Aaron le inspirará mucha confianza, dadas las anteriores muestras de hostilidad. Comprobó con disimulo donde guardaba la pistola, antes de asentir con desgana y seguir a Johannson.

No costaba percatarse de lo desbordados que estaban. Las camillas y sus pacientes se agolpaban por los pasillos, con sus equipos de respiración, los sonidos de su pulso y las bolsas de suero colgando bajo las frías luces. Ni en Vancouver ni en casa había visto algo así.

—Ahora entiendo el estrés de los empleados…

—Disculpe sus modales, llevan unas semanas malas, señor, eh…

—Aaron.

— ¿Usted no es de aquí, verdad?

—Se nota demasiado —refunfuñó Aaron.

Johansson soltó una carcajada. Su eco rasgaba los gemidos de los enfermos.

—Si fuera usted me quitaría esa ropa. No se lo tome a mal. Si de verdad es reverendo, no creo que el atuendo sea esencial.

Ahí está la duda.

—¿Por qué?

Johansson se detuvo en una esquina, miró a los lados, y se acarició una de las cejas.

—Un… extraño culto ha ocupado el lugar de las religiones más ortodoxas en Shaunavon. En estos lugares pequeños, crecen con avidez. Esa Hermandad del Ciervo Sagrado tiene costumbres peliagudas, y cada vez busca imponer con más virulencia sus doctrinas al resto.

—¿Y por qué la policía no les ha encerrado?

—Porque sus fieles ya les triplican en número, buen hombre.

—Pues deberían haberlos matado cuando todavía eran pocos —susurró, aunque su voz alcanzó los oídos de Johannson.

—Puede que sea usted un religioso, pero no parece ser muy tolerante con los de distinta fe… —dijo algo divertido.

—Como usted diga. —Quizá no es mala idea lo de cambiarse de ropa—. ¿Me va a decir ya dónde está el doctor Gale?

El semblante de Johannson volvió a ensombrecerse. Con un solo dedo señaló al otro lado de la esquina. Un pequeño pasillo que acababa en una ventana negra les recibió.

—Ronald Gale murió hace dos meses.

La noticia cayó como un jarro de agua fría. Para esto ha servido todo. Una esperanza que acaba en un callejón sin salida.

—¿Cómo?

Johannson se encogió.

—Oficialmente, nadie sabe de su muerte. Él era un hombre sano. Solo algo de sobrepeso, robusto como un roble. Pero su comportamiento se volvió extraño. Obsesivo. Hasta cierto punto, errático. —Johannson tragó con una abrupta bocanada—. Un día, lo encontramos ahí tirado, en su despacho. Estaba deformado, ahogado en un charco de sangre.

Aaron sintió un escalofrío.

—¿Lo asesinaron?

Johannson negó con la cabeza.

—No había signos. No hemos podido determinar las causas a ciencia cierta, pero tenemos sospechas que debería difundir.

Aaron chistó y miró a su espalda. Nadie estaba cerca, ni les hacía caso.

—¿Le vale con mi palabra de reverendo?

Esta vez, ninguna carcajada salió de la boca del doctor Johannson. Solo un par de palabras, más intuidas que pronunciadas.

—La Epidemia.

A diferencia de la mayoría de la humanidad, esas palabras ejercían poco efecto en el ánimo de Aaron. Puede que se equivocará (y en el fondo de su corazón estaba seguro de que así era), pero él había vivido horrores mucho más dolorosos, y torturas mucho más duras que lo que cualquier enfermedad pudiera quitarle. En el fondo, hasta sentía curiosidad por lo que había provocado todo este caos. Dios quiso alejarme de ella, ¿no? Solo por eso, no me importaría acercarme un poco.

—No le veo muy afectado…

—Ya lo sabe. No soy de este pueblo. Y con suerte, no estaré aquí mucho tiempo.

—No me refiero a eso… —Johannson arrugó los ojos—. Es por Gale. Creía que usted era un familiar o un amigo. Un conocido, al menos.

Aaron se frotó el alzacuellos, pensativo.

—Basta con decir que tenía cosas que hablar con él.

Johannson observó su reloj e hizo un gesto de impaciencia.

—Muy bien, eso me basta.

Dio un par de pasos hasta quedar frente a una puerta blanca con una plaquita de plástico. En el papel de debajo decía “Doctor Ronald T. Gale. Especialidades: Ginecología, Oncología, Hematología.” Johannson sacó una llave vieja. Se introdujo por la cerradura con una serie de crujidos que sonaban a quejas, los sonidos de algo que se despierta y que quizá debería dejarse dormir. Tras un último clic, la puerta chirrió y se hundió en la oscuridad.

—Puede ver su despacho, por si algo le interesa…

Johnnason pulsó el interruptor de la luz, y los halógenos del techo dieron un flashazo como un rayo, antes de que un sonido bajo y quejumbroso anegara todo el hospital. Solo la pálida luz de la luna y las farolas entraba a la estancia.

—¡Maldita sea! —gritó Johannson—. Tengo que ir a revisar que todos los sistemas vitales funcionan. Si no fuera por el generador de emergencia…

Aaron se quedó a solas en la habitación. Sacó el teléfono móvil y cerró la puerta. Con el pálido haz que proyectaba la pantalla, observó es que el suelo a la derecha de la mesa principal tenía unas manchas difusas, de un rojo rosado, casi imperceptibles en las losas. Aaron se imaginó el cuerpo tendido en medio de la noche, boca abajo, inerte en una mueca grotesca. Eso es lo que tiene la imaginación: ponerte siempre en lo peor. Por eso Aaron también se imaginó que no encontraría ningún informe. Y así fue.

Los cajones de los archivadores estaban vacíos. Los trabajadores de ese hospital habían hecho limpieza. Sí que encontró algunos papeles en los cajones de su escritorio, notas e informes fechados de hace dos o más meses, pero nada relevante para él. Encontró varias jeringuillas guardadas en un pañuelo, algunas probetas con marcas de uso. Intentó buscar algún documento, alguna prueba, lo que fuera, de que había trabajado con la Secta.

A los cinco minutos, dio una patada a la mesa y se desplomó sobre la silla. Se quedó mirando al techo, pensando, oscilando el asiento de un lado a otro. Lo único que había conseguido en Shaunavon es despertar sus pesadillas, remover el pasado e invocar fantasmas. Entonces, ¿por qué quería seguir? ¿Por qué se negaba a rendirse? ¿Por qué sus acciones siempre negaban su recelo? Aaron se dio un golpe en la sien como para castigarse.

Una mano negra cubrió el techo, y se abalanzó a sus ojos. Aaron casi cae de la silla. Agitó los brazos y encontró la pistola tan rápido como pudo. Su cañón solo encontró una sombra cambiante por los faros de un coche.

—Seré idiota…

Siguió la sombra y llegó a la cabeza de un reno colgada de un marco en la pared. Aaron entornó los ojos y se levantó. Como muchos otros canadienses, no le gustaba en exceso la caza ni el maltrato a la naturaleza. Aunque los últimos años habían horadado esa visión. Cada vez nos parecemos más a los americanos.

Con los dedos, rascó los bordes de esa cabeza disecada, sin resultado. Si esperaba una caja fuerte oculta, se llevó otra decepción. Bajó la mirada y encontró otro marco mucho más pequeño, vacío. Con el índice fue siguiendo el relieve, una línea negra y difusa sobre la madera.

Un cuchillo. Un cuchillo de caza. ¿Por qué no está? ¿Se lo llevo antes de morir o…?

Aaron se acarició la barbilla y miró a su alrededor. Hubo un profundo ruido, y en el techo la luz volvió a encenderse. Se sorprendió entonces de lo normal que parecía ese sitio. La cabeza del reno era la única nota de color en un entorno átono, esterilizado.

Salió de la habitación cabizbajo, cavilando.

En el pasillo se encontró con el doctor Johannson.

—¿Ha encontrado algo de lo que buscaba?

—No… no creo. Dígame, ¿conoce la dirección del doctor Gale?

El gesto de Johannson lo dijo todo.

—Ronald era un hombre un tanto extraño. Meditabundo y muy, muy reservado con su vida privada. Sé que vivía en el pueblo, pero me temo que no puedo ayudarle.

Aaron asintió.

—Gracias por su tiempo, doctor.

—No hay de qué —Johannson oyó su nombre en el megáfono y puso cara de disgusto—. Siento que no haya encontrado lo que buscaba.

—No se preocupe —Aaron entrecerró los ojos—. Puede que haya servido de algo.


A lo lejos, varios hombres uniformados rodeaban su coche. Aaron aceleró el paso. Hasta uno de ellos había posado su culo en el capó, tal cual, sin ningún cuidado.

—¿Quiénes son ustedes? —exclamó a viva voz.

No hubo necesidad de responder. Cuando el primero se giró, vio su placa brillante de policía en el uniforme. Contuvo la respiración al verle llevar la mano a la funda de la pistola, el ceño fruncido y los ojos cargados de desconfianza.

La mano de otro policía le detuvo.

—Tranquilo, chico. —Un hombre alto y de rasgos duros, con un frondoso bigote entrecano, se puso delante. Llevaba un sombrero negro que ocultaba una palpable calvicie—. ¿Este coche es suyo?

—Así es. Y agradecería que se tratara mi propiedad con el debido respeto.

Su mirada fue como un empujón para ese policía embobado que se sentaba en su Mustang. Se apartó y bajó la mirada.

—Precisamente por eso estamos aquí. Hay alguien que no ha sido tan respetuoso, reverendo.

La patrulla se apartó, y Aaron pudo ver el mensaje. Alguien había escrito las letras en la ventanilla del conductor, con un líquido rojizo que ya se había secado. Por el momento, no quería pensar que fuera sangre. Aaron carraspeó la garganta para cortar el nudo que se había formado, y puso especial tesón en mostrar una voz tranquila.

—Sobre ti caeremos como el fuego divino, Aaron, y nunca verás la Tierra Prometida.

—¿Suena a amenaza, no cree? —dijo el policía del bigote.

Con los músculos de la boca tan tensos como piedras, Aaron masculló:

—¿Quién demonios es usted?

—Me puede llamar Olivier. Soy el sheriff de este pueblo de locos. —Había algo en su voz, una estridencia como una cuchilla que giraba en sus cuerdas vocales, una sombra de sospecha que le divertía. Sonaba adecuada a los policías. Capullos.

—En tal caso, ¿no cree que no está haciendo bien su trabajo?

El escollo de sonrisa bajo su bigote se apagó en un instante, y el sacerdote tuvo un momento de regocijo al saber que había encontrado un punto débil. Frente a la fuerza de su aspecto, Aaron no había respondido con miedo. Al menos, no a simple vista. Iba a abrir la puerta, pero la mano del sheriff aplacó su muñeca como si tuviera un imán.

—No tan rápido, señor. ¿Se puede saber quién es usted?

—Ya sabe mi nombre, lo pone en la ventanilla. —Aaron no intentó retorcerse.

—No me venga con juegos. Estas referencias bíblicas solo pueden venir de la maldita Hermandad, y se ve que le conocen. Yo no, por lo que creo que usted no es de Shaunavon. Así que contésteme, ¿a qué ha venido aquí?

Aaron notó las venas bombeando bajo el pulso de los dedos del sheriff, un cúmulo de rabia llenándose en su pecho que temía liberar. Especialmente, rodeado de hombres armados. Solo le ayudó darse cuenta de lo difícil que era contestar. No había excusa o mentira que pudiera inventar en ese momento, pues tenía la mente demasiado revuelta por traumas y odios.

—A buscar respuestas que no sé si quiero conocer.

El sheriff pestañeó y gruñó. Como si paladeara algo en la boca, escupió y le soltó la mano. Aaron se masajeó la muñeca. En coro, los policías observaban, pensativos.

—Y me temo que mis respuestas me llevan a esa Hermandad de la que usted me habla.

—Pues olvídese —dijo Olivier—. Las amenazas de esos fanáticos no deben tomarse a broma. Lo que usted debería hacer es acompañarnos a la comisaría y pasar allí la noche, por el momento.

Aaron pensó en un habitáculo pequeño y negro, y una sombra asomándose entre los barrotes, con ojos brillantes. Le dolieron las muñecas. Qué fácil es avivar mis pesadillas.

—No pienso esconderme por unas letras escritas con pintura o sangre de vaca.

—No sabe a lo que se enfrenta…

—Sí que lo sé. Este no es el único lugar del mundo en el que se han propagado los fanatismos. Vivimos en una era de pandemias de todo tipo, y nadie se libra de los efectos de alguna.

El sheriff cruzó lo brazos y levantó los cejas.

—No dudo de lo que dice, y no pienso entrometerme en su pasado. Pero mantener la paz es un proceso costoso en este sitio, y más a medida que vienen extranjeros, y gentes diversas ocupan nuestros suelos. Mi deber es mantener ese equilibrio intacto, sin derramar sangre.

Aaron tocó con los dedos las letras de la ventanilla. ¿Cómo saben mi nombre?

—¿Quiere decirme que esta gente ha… asesinado?

Olivier se despejó la fría humedad que se iba acumulando en su bigote.

—No. No que sepamos. Pero si su pastor se lo pidiera un día de éstos, mantendría mi pistola bien cerca. Sus acciones se han vuelto muy extrañas en las pasadas semanas.

Visto que no le iban a dejar ir por el momento, Aaron se apoyó en un lateral del coche y volvió a mirar al poli de antes. Yo sí puedo, capullo.

—¿Lo dice por lo de robar cuerpos?

Saltó un murmullo entre un par de policías, y Olivier le volvió a mirar con unos ojos severos.

—¿De qué habla?

—Oh, vamos. Los furgones extraños, los comentarios de los médicos. La discreción no ha sido su fuerte. Espero que al menos hayan ocultado bien los cuerpos esta vez.

El sheriff se le acercó, y Aaron temió que hubiera colmado su paciencia. Sin embargo, puso los brazos en jarras y susurró:

—Muérdase la lengua si habla con alguien más sobre este tema, ¿entendido? ¿Cree que queremos que se propague la voz de que esos cabrones han estado desenterrando ataúdes en el cementerio, como si fueran el puto doctor Frankenstein?

—¿Y cómo es que no los han detenido ya?

—No tenemos pruebas. Los cuerpos desaparecen. Nadie los vuelve a ver. Son como fantasmas. No podemos arrestar a nadie así, provocaremos una guerra con la Hermandad.

—Razón de más para coger a su líder y meterlo en una celda.

—Todavía tenemos leyes, nos guste o no —enfatizó el sheriff—. No tenemos nada sólido contra él.

Aaron negaba con la cabeza, cada vez con más vehemencia.

—Por el amor de Dios, para cuando las tengan ya será tarde. —Entonces se detuvo, y le vino la revelación como si hubiera caído un caído del cielo. Aunque lo dudaba—. Mire, déjeme entrar en la casa de esa secta. Idearemos un plan, me meto dentro y les consigo las pruebas.

Ya a mitad de frase, esa maldita elevación de cejas del sheriff lo decía todo. No lo tomaba en serio.

—No sé con quién se cree que habla. No tome mi paciencia por indolencia, reverendo. Dedíquese a lo suyo, y nosotros nos dedicaremos a lo nuestro. No es un justiciero, y nosotros tampoco.

—No, sin duda no lo soy. —El aliento le ardía por el cuello, hasta los orificios nasales—. Pero me he sometido demasiado tiempo a las normas sin conseguir nada bueno para mí. Haga lo que usted quiera. La responsabilidad quedará en su conciencia, no en la mía.

De golpe, barriendo la acera y levantando una nubecilla de brillante nieve que salpicó al sheriff y su comitiva, Aaron abrió la puerta con la frase roja y se metió en el coche.

El sheriff agarró el borde de la puerta y le miró con el ceño fruncido. Se permite el lujo de juzgarme.

—Si se desata la guerra, es el fin. Serán ellos o nosotros. Y ellos solo buscan algo como lo que usted propone. Un pretexto perfecto. ¿Cree que es correcto poner en riesgo a todo esta gente, a todo este pueblo, por sus miedos? Piénselo.

Aaron soltó una risa demencial, con un eco que consiguió deformar el gesto seguro de Olivier.

—No, no lo creo. Pero con mis miedos o sin ellos, este pueblo ya está al borde del precipicio. Y tarde o temprano caerá.

Echó una ojeada a la mano del sheriff, y sus dedos deshicieron la presa como un nudo flácido que deshace el viento. Cuando cerró la puerta, ya se estaban marchando.

Pese a todo, lo pensó. Como un niño obediente que se sienta en una esquina y pone un hosco gesto de concentrada reflexión ante el castigo de un padre, encogió el pecho y se hundió en sus hombros y en sus brazos.

Yo solo quiero la verdad, no la seguridad de este lugar. ¿Soy malvado, un pecador y traidor de estos hábitos por quererlo así?

Unos golpecitos interrumpieron sus pensamientos. Bajó la ventanilla y dejó que las letras de sangre se hundieron bajo el metal. Un policía se agachó, y apoyó un codo en el hueco. Miraba de reojo a los lados, con ojos oscuros y afilados.

Tan nervioso como cuando casi me apunta con un arma —recordó Aaron.

—¿Viene a detenerme, agente?

—Vengo a ayudarle, idiota —susurró el joven—. Venga, ¿cómo lo hacemos?


Tal y como y suponía, la casa de la Hermandad era el mismo casón desvencijado con el estrado de sermones que Aaron viera al llegar al pueblo. Situaron el Mustang a una manzana de allí, bajo la sombra de un viejo abeto que parecía pintado de tinta negra en esa noche tan gris, con cielos turbulentos que convertían los fríos colores en ondulaciones propias de una ensoñación. Los reflejos de la luna, tan tenues, recordaban a Aaron al haz de la linterna cuando tenían que inspeccionar el viejo pozo de la granja, sondeando las profundidades y apuñalando su negrura, sin conseguir arrancar colores de la superficie de barro y agua.

¿Era así como el inspeccionaba su mente, esperando encontrar color por fin en ese mundo abisal, una mazmorra de monstruos con voces perversas?

El policía volvió del encargo en pocos minutos. Bajo el hombro llevaba un saco igual de negro que el abeto. Solo la luz de un coche que pasaba consiguió que Aaron distinguiera sus rasgos.

—¿Estás seguro de que funcionará? —preguntó.

—No. Solo tengo fe.

—Muy gracioso, reverendo. —El joven agente entró en el coche y se sentó de copiloto—. Todavía me arrepiento y te llevo a la comisaría. Ni siquiera sé qué vas a hacer. ¿Sabe algo más aparte de rezar?

—Ah, al final tendré que deshacerme de esta ropa… —Aaron se palpó el bolsillo de la pistola—. Bien, vamos allá…

—Espere, demonios, espere un minuto.

Se llamaba Parker, un crío que creía que la barba le hacía parecer duro, con pómulos finos, pelo castaño y ojos azul claro como la nieve derretida bajo el sol matutino. El típico bravucón de instituto que luego estaba cargado de miedos y resentimientos. Vaya, ¿realmente es tan distinto de mí?

Parker se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos. Se colocó uno en los labios y se puso el mechero entre las manos. Los dedos le temblaban como si tiritara.

—Anda, déjame que te lo encienda.

No es que quisiera dejarle, pero cedió a regañadientes. Bajo los mechones que le cubrían la frente, estaba sudando. Una vez dio la primera calada, y pareció destensarse un poco, Aaron no pudo evitar preguntar:

—¿Por qué me ayudas?

—Creo que tienes razón —dijo con los ojos cerrados.

—Y una mierda, hay algo más.

Parker hizo una mueca de asco con los labios, y le miró de reojo.

—Esa secta tiene a mi hermana. Solo tiene dieciséis años. Siempre he creído que era muy lista. Más que yo. No debíamos haber dejado que fuera a colegio. Una de las profesoras era de la Hermandad, y empezó a comerle la cabeza a toda la clase. Que sí la Epidemia podía ser un castigo divino, salido de los infiernos, que sí los seres vivos que no habían sido contaminados eran los puros y los que había que adorar. Lo de los ciervos, lo de la sangre, lo de… Ugh.

Parker le dio una patada a la guantera.

—…Lo siento.

—Bah, da igual —susurró Aaron.

Un bravucón que en el fondo, tenía buen corazón. ¿Distinto de mí? ¿Igual?

Parker tiró las cenizas por su lado de la ventanilla.

—¿Y qué hay de ti? ¿Qué es lo que te mueve? ¿Es una convicción de fe contra aquellos que manchan su nombre o…?

—Lo que le han hecho a tu familia, con la mía fue mucho peor.

—¿Fueron esa gente?

Aaron echó la cabeza hacia otro lado. No manifestó las dudas y sospechas que habían anidado en su mente desde el hospital.

Parker dejó de buscar una respuesta y tiró la colilla a la carretera.

—Ya estoy listo.

Cogió la bolsa y la extendió.

Aarón inspiró con fuerza.

—Espero que sea lo bastante grande.


Parker aparcó frente a la casa de la Hermandad, y Aarón solo escuchó silencio y vio oscuridad.

Una puerta que se cierra. Pisadas sobre la hierba. Silbidos y susurros.

—¿Qué es lo que quieres? —gruñó una voz ronca y agresiva.

—Ten cuidado con cómo te diriges a la autoridad, ¿eh? —contestó Parker—. ¿Quieres oír algo que te gustará?

No hubo contestación.

—Vamos, vamos —susurró Parker—. Date prisa, o cancelo mi oferta.

Los pasos ganaron intensidad. Estaba cerca.

—Un cuerpo. Muerto, pero fresco. Eso os gusta, ¿no?

Hubo un corto silencio al que siguieron intercambios de susurros. Aaron temía que, quienquiera que fuera el acólito con el que Parker hablara, terminara por echarse atrás.

—Vale, está bien. Cincuenta dólares, y es mi última oferta.

No se le da mal actuar.

Se oyó un resoplido.

—Muy bien. Si quieres yo te lo cargo…

—No es necesario. Solo me basto —volvió a gruñir el otro hombre—. ¿Tendrás más en el futuro?

—Eso depende de lo que me pagues.

Oyó como se abría la puerta de su Mustang. Aaron se estremeció cuando unas manos le cogieron por los pies.

—No te preocupes. —La voz sonaba más alegre—. Tendremos un pago especial, reservado para ti.

Parker no respondió.

Aaron notó como se torcía su cuerpo cuando alguien lo levantó, pero no pudo hacer más que mantenerse inerte, y aguantar el entumecimiento y el dolor.

El chirrido de una puerta chocó en sus oídos. La oscuridad cobró intensidad, y supo que ya estaba dentro de la casa, la casa de esa secta. El olor en su interior era acre, como el de un almacén que solo se abre una vez al mes. Los tablones crujían bajo las pisadas del fiel que le llevaba. Su costado se rozó con una pared y escuchó como se desprendía costra con un sonido polvoriento.

De pronto, sintió el poder de la gravedad, y cayó sobre una superficie dura. Aaron eligió morderse la lengua en lugar de gritar y delatarse. Se mantuvo en silencio y esperó. Esta parte no había sido difícil, en absoluto. Pero la parte más delicada del plan llegaba en este momento, y Aaron sabía que requeriría mucha más… Bueno, delicadeza.

La espera era lo peor. Le recordaba a sus días de encierro. A las noches y sus sombras, todo el tiempo que había estado a merced de gente que creía en dioses extraños y métodos propios de épocas pasadas. Se sintió tan comprimido y rígido como en aquellos días, en una celda mientras esperaba la muerte. Rezaba, eso lo recordaba. Ya no porque lo liberaran. Rezaba porque lo mataran.

El latido de su corazón se redobló, tan potente en sus oídos como los tambores de una orquesta. Aaron estaba seguro de que le tenían que oír. Se podía dar por muerto. Y la voz volvió a sonar.

—Tengo un cuerpo aquí, en la guarida. —Pudo discernir la luz de un teléfono móvil—. Joder, sí, un muerto. ¿Qué hago? ¿Os lo llevo o espero?... Vale. Si, espera. No, no sé si hay hielo. Iré al garaje a mirar. Vale. Que el Ciervo Sagrado te guarde, hermano.

Se oyó un resoplido.

—Ese cabrón listillo. Se cree que soy idiota, eh. Le tenía que meter el sombrero por el culo, joder.

Poco a poco, sus refunfuños se fueron alejando y alejando, hasta perderse por los pasillos.

Aaron inspiró, y empujó sus miedos hasta el fondo de su ser. Es ahora o nunca.

Abrió la cremallera con cuidado, sin hacer mucho ruido, hasta que pudo sacar el torso. Tuvo que sacudir un poco una de sus manos hasta que se le pasó el hormigueo. Sacó las piernas de la bolsa de cadáveres, y no pudo contener un escalofrío. En una bolsa de cadáveres, ni más o menos. Espero que no tenga que volver a hacer esto nunca más.

Tuvo que fruncir los ojos hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra reinante, y aun así todo lo que podía distinguir eran siluetas de muebles y de tablones que tapiaban las ventanas. Encendió la linterna de su móvil y la graduó hasta la más baja potencia. Avanzó.

Aaron no pudo evitar pensar en una casa encantada, sumida en un recuerdo de sangre y tragedia, un lugar en el que el terror se sentía, no como una sensación que despertara en tu mente, sino como algo externo, vibrante en el aire, que, como la Epidemia, volaba para penetrar y clavarte su gélido aroma bajo la piel. Hasta el olor tenía un regusto extraño, cerrado, podrido a velocidad record. A la cabeza le venían tantas cosas de la televisión, de la prensa, de leyendas urbanas. Se creyó andar por un pasillo del 112 de Ocean Avenue en Amityville, encontrar una habitación secreta de la mansión Winchester, asomarse a unas peligrosas escaleras en Fairmont Banff Springs.

Con pasos lentos y premeditados, se asomó a una sala de recreo. Entre las telarañas y el polvo había una pequeña barra y armarios llenos de coloridas botellas de licor, un elegante tocadiscos, un piano con teclas oxidadas y, presidiendo el centro de la sala, una larga mesa de billar, con alguna que otra mancha de humedad sobre el terciopelo verde.

No encontró nada de su interés. A lo lejos, oyó un crujido que se replicó a lo largo de las vigas. Sonaba con los chasquidos habituales de una bolsa de hielo. Mierda, me quedo sin tiempo.

Acunó sus ideas y las orientó hacia ese documento que buscaba con tanta desesperación. En realidad, encontrar una prueba de los delitos de esa Hermandad le importaba bien poco. Bien, bien poco. Tampoco es que viera muchas pruebas entre toda esa suciedad. Ese lugar parecía decorado con una evidente normalidad, sin que nada destacara en exceso. De pronto dejó de pensar en las famosas casas de horror y lo sustituyó por la mansión encantada de un parque de atracciones. Todo viejo y tétrico, pero en su lugar. Como si lo cuidaran y lo cultivaran, cual mala hierba, para que siempre tuviera ese mismo aspecto. Una mentira, como la Hermandad. Como la Secta. Aaron se rascó las cicatrices de las muñecas.

Rondó dos habitaciones más sin éxito, dormitorios con camas revueltas y cuadros tan sucios que las figuras del lienzo resultaban indescifrables. Solo a la tercera encontró algo prometedor. La sala debía dar al jardín trasero, si la orientación no fallaba a Aaron, aunque la enorme ventana, alta como una puerta, al estilo colonial estaba tapiada, entre cortinas deshilachadas que se movían por diminutas corrientes de aire. A su alrededor, sobresalían cabezas, montones de ellas.

Aaron observó los premios de caza, sus ojos negros y muertos, su cornamenta enhiesta y blanca como un sudario, coronas en su difunta belleza. Algunos marcos lucían vacíos. Alguien había arrancado las cabezas, y con furia. Las juntas que unían el cuello estaban dobladas y astilladas. A ese Gale le encantaba la caza.

Al otro lado se encontraba su escritorio, y detrás, varios estantes con libros. Si Ronald Gale se sentaba en esa silla a trabajar, lo primero que tenía que ver al levantar la cabeza era todo ese público personal, siempre dedicado a admirar su trabajo. Seguro que lo hacía a propósito. Sin poder ni querer evitarlo, un latigazo de odio se deslizó hacia el ginecólogo.

Alguien que tiene como oficio sanar y salvar vidas, y que tiene como hobby segarlas y luego mirarlas. ¿Quién coño puede creer que alguien así es de confianza? Solo la Secta, claro.

Y con ese pensamiento en la cabeza se detuvo. No había escuchado nada, no había olido nada, ni había notado ningún cambio en particular. Y, sin embargo, fue como si un fantasma traslúcido, de ojos brillantes y sonrisa demoníaca saliera de una pared y se lanzara con las garras abiertas. Así se sentía, con el cuello tan tenso que le costaba respirar.

El libro estaba justo en el centro de una de las estanterías, y el lomo sobresalía como un ladrillo mal colocado. Estaba menos ajado y polvoriento que el resto, y el símbolo de la Secta estaba bordado ahí mismo, en un color rojo intenso, como si le hubieran inyectado sangre fresca: Un molino, con la estructura de una cruz, las aspas saliendo de sus esquinas, engrosadas en sus extremos. Aaron siempre había pensado que el dibujo de las aspas estaba hecho con unas rayitas que las asemejaban a sierras afiladas. No podía asegurara que fuera intencionado.

Lo alcanzó con dedos frágiles, y lo dejó caer con un rápido ademán en la mesa, como si quemara. Solo después se daría cuenta de que el golpetazo del libro levantó un eco por esas caprichosas vigas, y extendió el ruido hasta el depósito de hielo del garaje.

Aaron descubrió que no se trataba de ningún libro de culto o rezos. Sobre una cubierta negra, una etiqueta blanca rezaba, con letra delgada y estrecha: Registro de actividades con la Orden del Viento Sagrado y su Nuevo Arcángel. Aaron no escuchaba el nombre completo de la Secta desde hacía años.

Dentro, en ordenadas listas, descubrió todos los trabajos que Ronald Gale había realizado para la Secta del Molino, siempre detallando, en una esquina, los pagos que Gale había recibido. Descubrió que las cifras ascendían en la misma medida que las fechas. Este doctor era todo escrúpulos, sin duda.

Las páginas detallaban pequeñas operaciones, reconocimientos, evolución de enfermedades y de gestaciones. Este último aspecto copó su tiempo especialmente. Tenía las fichas de decenas de mujeres, con todos sus datos clínicos reflejados en una columna, y en otra, la fertilidad o esterilidad, las causas, posibles procesos de concepción y, por supuesto, todas las fases del embarazo, hasta llegar al parto. Después, algunas tenían un pequeño apartado de observaciones, pero ahí se acababa su tarea.

Encontró el nombre de Rachel. Se obligó a leerlo por lo menos cinco veces, hasta reconocerla. Rachel Starling. Nacida el 19 de septiembre de 1999.

(Siempre hacíamos bromas con los nueves).

Caucásica. Ojos verdes. Pelo castaño.

¿Por qué no hay fotos? ¿Tienes fotos de muchas pero no de ella, verdad, maldito cabrón?

Fecha de embarazo aproximada: 1 de julio de 2023. Gestación tradicional. Evolución estándar. La paciente muestra pequeños desórdenes alimenticios debido a estrés emocional.

¿Estrés emocional? ¡Hijo de la gran puta!

Sexto mes. Se le ha diagnosticado una migraña. Además, tiene el hierro bajo. Se han tomado medidas oportunas, nada importante.

Noveno mes: parto normalizado. Bebé sano.

Oh, dios mío.

Observaciones: Se observan síntomas extraños tras el parto. Creo que la paciente podría tener la Epidemia. Si es así, no sobrevivirá mucho.

—¿Quién demonios anda ahí?

La voz chirrió por el pasillo, y Aaron cerró el libro de golpe. Solo entonces consiguió expulsar el aire de sus pulmones. ¿Por qué me has condenado a esto, Señor? Si de verdad estás ahí, ¿por qué elegiste esta tortura para mí?

—Oye, esto no tiene ninguna gracia. —La voz se acercaba, y temblaba—Joder, Tommy, como seas tú, te parto la cara.

Ha visto la bolsa vacía, pensó Aaron. Cogió el libro y se lo guardó debajo de la sotana, sujeto al cinturón. Dio un par de pasos, con fuerza suficiente para que crujieran los tablones, y empezó a sacar su pistola del pantalón. Sintió como su boca se abría, y sus cuerdas vocales reaccionaban con la fuerza y serenidad de un predicador entrenado.

—Yo no soy Tommy.

Las palabras murieron entre los muros. Solo quedó silencio. Imaginó a ese cabrón meándose en los pantalones, y vaya si lo disfrutó. Apagó la linterna de su teléfono.

—Y tú eres un pecador, hijo. Por eso me he levantado de entre los muertos.

Avanzó al umbral de la puerta, danzando entre las sombras de bestias muertas.

—Para castigarte por lo que has hecho.

Levantó el cañón del arma, y salió al pasillo.

Un bolsazo se estrelló en su rostro. La oscuridad se transformó en colores brillantes, y Aaron se tambaleó. Cubitos de hielo cayeron sobre el suelo, y se desperdigaron. Sacudió la cabeza y vio la cara de su enemigo, fruncida y con los ojos abiertos como platos. Estaba aterrado, como pretendía. Y había reaccionado atacando, como no pretendía.

Con algo que en otra situación se consideraría timidez, el fanático alargó los brazos y le dio un empujón que le hizo chocar contra la pared. Notó la pistola que resbalaba entre sus dedos. Empezó a calar el frío húmedo que se derramaba por su cabeza.

Sus instintos de juventud le poseyeron, y Aaron estiró un brazo con furia, los dedos extendidos. Saltó en dos zancadas y cogió al fanático por el cuello. Antes de arriesgarse a recibir otro golpe, acumuló fuerza y lo lanzó a lo lejos, entre la oscuridad. Escuchó un golpe seco, cristales que se hacían añicos, algo de madera rebotando contra una pared. Retornó un largo grito, y Aaron se acercó, creyendo haberlo derribado. El fanático lo embistió como un toro, con una fuerza inédita, y lo lanzó al suelo del despacho que acababa de dejar.

Aaron consiguió darle una patada en la entrepierna. El fanático respondió con una bofetada desde el dorso del antebrazo. Cayó sobre los tablones que tapiaban la ventana, y dos de ellos se quebraron. Durante un tiempo que no sabría calcular, Aaron se quedó con la cabeza entumecida entre madera doblada, paralizado por ganchos de dolor.

Vio al fanático sacar su teléfono móvil. La luz de la pantalla reactivó sus sentidos. Agarró un trozo de tablón y lo reventó en su coronilla. El fanático levantó ambos brazos y le rodeó el cuello, estrujando su alzacuellos. La presión le enrojeció el rostro. Clavó las uñas en el rostro de su adversario, y este apretó. Apretó, más casi, cada, vez más. Allí, contra la pared, se veía decorando, con ojos muertos, con sus amiguitos, la pared de la casa encantada.

Las cabezas. Consiguió alcanzar el cuerno de un pequeño cervatillo disecado. La arrancó de golpe y la partió sobre el fanático.

Los dedos se aflojaron. Mientras la sangre marcaba su frente y su rostro, el seguidor de la Hermandad puso los ojos en blanco y cayó hacia atrás, inerte. Aaron se acarició la garganta, su piel tenía el tono y tacto del fuego; no tardaría en purpurear.

Ha estado cerca. Hasta creyó ver el rostro de Rachel, mirándolo mientras su conciencia se deslizaba al otro lado. Eran sus mismas manos, las que atenazaban su tráquea.

El siguiente medio minuto consistió en un profundo ataque de tos que acabó en una arcada. Y al final no se sintió muy recuperado. Tenía los miembros plomizos, la cabeza gacha, la mirada fija en ese cabrón loco.

Le propinó una patada.

Si, está inconsciente.

Le propinó otra. Y otra. Y otra.

A la cuarta escuchó una costilla que se fracturaba. Esperaba que se le clavara una punta en el corazón.

Solo así se detuvo. Salió al pasillo y encontró la pistola tirada en mitad del suelo. La recogió y volvió a toda prisa al despacho. Apuntó el cañón contra la sien ensangrentada de ese hombre. Sus labios todavía emitían un aliento ululante.

Vamos, es tan fácil. Hazlo. Hazlo. Ahora que sabes que el pasado ha vuelto, ¿por qué no recibirlo con brazos abiertos? Dios no te juzgará por matar a este cabrón.

Aaron reconoció esa voz desagradable, desatada. Convertida en gruñidos y grietas dolorosas, era la voz que sonaba en una solitaria celda mientras la Secta se apropiaba de su hijo. De su propia descendencia.

Su voz de ahora respondió, en su mente.

No es el juicio de Dios lo que temo. Sino el mío.

Se agachó una última vez y recogió el teléfono del fanático junto a su cuerpo. Dejó a ese pobre diablo tirado en el suelo y se alejó.

Decidió salir por el garaje, disimulando, con la mirada distante y el paso firme. De todas maneras, le sorprendió encontrar un jardín solitario, con escarcha joven que crujía en la hierba. Mantuvo la pistola a su alcance, bajo el cinturón.

Torció la esquina, y frenó.

La puerta de su Mustang estaba abierta. La amenaza en letras rojas yacía desordenada entre cristales rotos. Al otro lado, un rastro de sangre se deslizaba por el asiento del conductor. Habían colocado la máscara de ciervo en el asiento contiguo, para que lo viera de frente, en medio de un charco de sangre.

Esa ya la había visto. Algo brillaba en la frente, engarzado al pelo. Aaron se estiró para verlo mejor. Era una placa de policía, de un dorado reluciente. De ella sobresalía un pequeño papel, con una letra delgada y apretada que decía:

“Tengo a tu amiguito, sacerdote. Si le quieres, ven a por él. Ya sabes dónde encontrarnos.”

Aaron se sentó, y suspiró. Encendió el móvil que había quitado a ese fanático, y buscó su historial de ubicaciones. En cuanto lo encontró, introdujo la llave en el contacto.


A medida que apretaba el acelerador, Aarón percibía que se precipitaba sin remedio hacia los fantasmas de su pasado. O quizá, ahora formaban parte de su futuro, ahora que ese mismo futuro, en el sentido más físico que podía entenderse, estaba en manos de la Secta, arrebatado de su sangre. Incluso eso me robaron.

La ira se le arrebolaba en las venas, y los tendones de sus brazos estaban tensos, los dedos aferrados al volante. Los árboles y las farolas volaban, como borrones en la noche A veces, quería salir de la carretera, con un volantazo perderse en la inmensidad para no regresar. Pero la Secta ya había vallado la carretera que él debía seguir, para bien y para mal. ¿Realmente afirmé que me había desembarazado de todo? ¿Qué podría vivir en paz? Sí que podía, sin duda. Parar en la carretera, y vivir en ella sin avanzar ni un solo metro, como había hecho los últimos años. Y seguiría viviendo con los fantasmas. ¿Precipitarme hacia ellos? Joder, pero si nunca los dejé. Intentó borrar ese juramento en vano de su pensamiento, como un movimiento reflejo.

Se fijó en que ya había dejado las casas atrás. Un campo de cultivos secos y hierbas enterradas bajo nieve lo envolvía y, cincelado en el retrovisor, el vaivén de un cable de electricidad entre los postes lo acompañaba, arriba y abajo, arriba y abajo.

Pasó junto a una señal. Línea Canadiense del Pacífico. Un dibujo blanco de una locomotora decoraba su espacio inferior. Un par de minutos adelante, vio grandes siluetas, y con un vistazo al móvil calculó que ese era su destino.

Dos elevadores de grano se alzaban a un lado y otro de las vías, como centinelas de una vía prohibida. Debían de haber pasado como tres años desde que la Línea del Pacífico dejara de funcionar. Desvió el Mustang por un camino de tierra aplastada, demorando su avance, y así los focos delanteros iluminaron la fachada gris del más cercano elevador, sucia y desgastada, con un par de pequeñas ventanas, negras y rotas, a distintas alturas. Por una de ellas emanaba una luz cálida.

Aaron aparcó justo delante, con los raíles oxidados a su izquierda, y los focos se redujeron a dos pupilas intensas que revelaban un ancho portón de hierro. No iba a ocultar el coche. Estaba seguro de que ya sabían de su presencia, de que ya le estaban esperando. No necesitaba esconderse.

Salió al exterior, y se internó en la noche, cargada, sin estrellas ni viento. El silencio flotaba a su alrededor hecho de aceite, siempre por encima, como una capa pegajosa.

Sacó la pistola a la vista, y se aseguró de que estuviera cargada. Mientras lo hacía, comprobó que la tierra estaba deformada por decenas de pisadas, mezcladas unas encima de otras. Se iban a reunir esta noche. Sus seguidores.

Aaron se detuvo y volvió sobre sus pasos. Decidió coger la máscara con la placa, por el pellejo de atrás. Con ella en la otra mano se acercó hasta el portón.

Uno de sus extremos estaba anclado con una cadena y un candado. A un lado, apoyada en al pared yacía un candil eléctrico, con una brillante bombilla blanca. La luz se reflejaba por un ventanuco abierto unos metros por encima. Cualquiera diría que los visitantes se han desvanecido al llegar.

Aaron no titubeó. Alzó la culata de la pistola y dio varios golpes.

El sonido se propagó con ecos metálicos. Escuchó un aleteo. Unos pájaros alzaban el vuelo. Algo frío le tocaba la espalda.

—No sabía que tú fueras parte de la Hermandad.

Aaron se quedó muy quieto. Seguía con la pistola sobre la cabeza.

—Tengo una invitación. —Muy lentamente, alzó la máscara del ciervo.

—Una pena… Porque ya hemos llenado el cupo de visitas.

—¿Eso incluye a mi amigo? —preguntó Aaron.

La voz a su espalda chistó.

—Él no formaba parte de los invitados. Más bien… de las ofrendas.

Aaron lanzó el codo y usó la máscara con un manotazo para confundirle.

O eso pensó que haría. Notó un latigazo que le quemaba la espalda, y luego todo su cuerpo se quedaba rígido como la lava fría. Cayó hacia delante, la vista ya aprisionada por el dolor, y luego se desplomó sobre su espalda.

Vio un rostro con bandana y un ancho sombrero, observándole con ojos alegres.

—Y tú eres la otra.

Pues ahí quedaba su intento de rescate. Menuda chapuza. Lo último que pensó antes de quedarse inconsciente.


Despertó con un grito. La luz de una bombilla le cegó al principio, luego percibió como su vista iba cobrando profundidad, y vio el interior de la torre del grano, un techo altísimo sumido en sombras.

Otro grito, ronco e inarticulado. De respuesta, un susurro amortiguado.

En cuanto se activaron sus músculos, sintió los rescoldos de dolor nadando en sus nervios. Se imaginó pececillos hambrientos, microscópicos, dando mordiscos de tanteo por su carne. El dolor en la espalda era distinto. Tenía sabor a quemadura, como un escozor agudo. Movió un poco el cuello, y su equilibrio se desplazó como mil kilómetros. Quiso pensar que toda esa noche era una mala pesadilla, motivada por tres días de cogorza ininterrumpida. Pero los gritos sonaban demasiado reales.

—¿Qué le estás haciendo? —gruñó.

Los ruidos cesaron. Escuchó unos pasos. Una figura se aproximó. Aaron intentó moverse, en vano. Estaba atado a una camilla oxidada, con todo el torso, los brazos y los tobillos apresados por cuerdas.

—¿Al policía? Mostrarle el precio de su obstinación. Tengo que reconocer que mostró una resistencia inaudita. Tan, tan mal enfocada… Pero cuando la vio, se derritió. Lo contó todo.

Unos ojos aparecieron de repente sobre él, como un relámpago. Levantó una mano, y Aaron frunció los párpados. Pero lo único que hizo fue quitarse la mascarilla quirúrgica que le cubría nariz y boca. El hombre bajo ella tenía un rostro demudado, con una sombra de barba grasosa, unas mejillas un poco regordetas. Todo a la sombra de esos ojos, ojos penetrantes y escrutadores. Como no lo vio, allí, encima del estrado. Esos ojos que no perdían detalle, ojos de médico.

—¿Se ha cansado de las máscaras de ciervo, doctor Gale?

El médico respondió con una risa larga y cadenciosa, calculada.

—La verdad es que dan mucho calor. Y apestan un poco cuando las cortas, sean frescas o disecadas. Distinto hedor, pero hedor al fin y al cabo.

—Me pregunto de quien viene de verdad el hedor. Creía que eras un cadáver deformado.

Sonriendo, Ronald Gale fue rodeando la mesa hasta llegar al otro lado. Allí, había una mesa con instrumental. Jeringuillas, agujas, escalpelos, una sierra. Algunos de los filos estaban manchados de sangre reseca. El doctor vio que lo miraba, e hizo un gesto condescendiente. Llevaba una bata blanca llena de suciedad.

—Por favor, Aaron, no tienes nada que temer. Es sangre de animal. Si olieras tan bien ese hedor lo sabrías. Y en cuanto a mi muerte… bueno, digamos que mis compañeros del hospital no se esforzaron mucho en comprobar la identidad de un cuerpo en mi propio despacho, henchido de la Epidemia. Verás, se me ocurrió cuando estaba…

—¿Cuánto le han pagado por hacer esto?

Gale cogió una jeringuilla. Le miró de reojo, y alzó las cejas.

—¿Quiénes? ¿La Orden del Viento Sagrado? Oh, ya, ya lo entiendo. —Su sonrisa se ensanchó. Se acercó a una mesa cercana y recogió un libro. El libro con el símbolo rojo de la Secta Se me debió caer cuando me quedé inconsciente—. Has leído esto en mi casa, y ahora crees que la Hermandad y la Orden son dos caras de una misma moneda.

De golpe, se precipitó sobre él. Su aliento rancio y el olor a sudor se le pegaron a la cara.

—Pero dime, Aaron, con el poder y la fama que la Orden (aquellos a los que la gente como tú llamáis Secta) ha conseguido por toda América, ¿por qué iban a molestarse en tomar otro nombre, ocultar su identidad e idear nueva fe para este pueblo perdido de la mano del Señor, eh? ¿Qué influencia ganarían aquí?

»Ya tienen muchos pueblos, y pronto cosecharán ciudades enteras, y si no, tiempo al tiempo. Puede que no se sienten en congresos o gobiernos, pero su voz canta a oídos más poderosos de lo que te podrías imaginar.

Finalmente apartó el rostro, y Aaron lo agradeció. Estaba a punto de vomitar.

—Mis trabajos con ellos acabaron ya hace algún tiempo —continuó Gale—. Volví a Shaunavon. Quería volver a casa. Me sentía más seguro, ahora que la Epidemia empezaba a bajar latitudes y hacerse notar de verdad. Me dio tiempo para pensar. Pensé en todo lo que había visto, en lo que había hecho. En lo que quedaba por hacer.

»La Epidemia llegó a Shaunavon, aunque hayas escuchado lo contrario. Ya sabes, este es un pueblo pequeño, aquí sabemos mantener los secretos —dijo con acerada frialdad—. Investigué a los enfermos. Investigué los cadáveres. Investigue los registros. Y descubrí mi labor.

Extendió los brazos con una expresión de éxtasis, casi de placer.

—¿La Hermandad? ¿Encontraste a un búfalo sagrado en una arboleda y viste la luz del Reino de los Cielos? —El tono de Aaron mezclaba burla y furia.

Gale hizo una mueca con los labios.

—No seas imbécil. Lo de la caza es una tradición familiar. Mi abuelo aseguraba que descendía de un Pies Negros que vivía en la región, antes del ferrocarril y la ciudad. Decía que quitar la vida a un animal era un acto de honor.

»En el momento de la caza, a través de la mira, puedes ver el alma de la bestia detrás de sus ojos. Es poético, ¿verdad? Y luego, cuando la despellejas, liberas al espíritu y solo entonces se puede comer la carne. Si no, te envenenará. —Gale hizo una pausa, y resopló—. Bonita leyenda. Bonita chorrada. La idea de la Hermandad vino de allí. En los tiempos que corren, ideas tan simples corren como la pólvora. Salvarse a través de rezos y ciervos muertos es un plan reconfortante cuando la muerte acecha a todo el mundo. Como bien sabrás, la desesperación es un caldo de cultivo fértil.

—¿Yo? —preguntó Aaron entre dientes—. Yo no me aprovechaba de las penas de la gente.

—Vamos, Aaron —Gale se me acercó con un gesto de lástima—. Dar a la gente vanas esperanzas y sueños imposibles en el cielo no es algo de admirar. Tiene que haber algún objetivo detrás para que sea digno.

Aaron se negó a discutir con él sobre eso. No le iba a dar esa satisfacción.

—¿Y cuál es tu objetivo?

Como respuesta, Ronald Gale cogió el escalpelo. Esa hoja estaba limpia, brillaba como plata reluciente. Gale se pegó el mango a la mejilla, y se inclinó con una sonrisa cerrada. Bajó el cuchillo.

—¿Mi objetivo? —susurró.

Bajó el cuchillo, y los ojos de Aaron bizquearon en su lumbre. Notó un cosquilleo, ese tacto fantasma, de algo que pica como preludio al tacto. Bajó el cuchillo. Aaron sorbió el aliento.

Le pinchó un dedo y dejó que una gota de sangre brotara y quedara sobre la hoja, redonda y temblorosa.

—Esto es lo que quiero. La sangre.

Aaron frunció el ceño.

Gale se alejó a la camilla de Parker, con el escalpelo en horizontal.

—A mí se me ha encargado la tarea. ¡Solo a MÍ! Yo derrotaré la Epidemia, la oscuridad de Satanás nacida del Inframundo, hecha Peste Negra renacida.

»Saqué cadáveres de la morgue. Del cementerio. Muchos, y analicé su sangre. Ninguna era pura. Ninguna era inmune.

Como un rayo, abofeteó a Parker. El chico debía de estar inconsciente. Nunca debí dejar que me ayudara. Nunca.

—La de este chico tampoco me ha servido de nada. Bueno, ahora al menos sé la localización del depósito de ese maldito sheriff.

—¡Déjala ir! ¡Lo prometiste!

El grito de Parker estaba rayado, lleno de terror. Tenía el uniforme lleno de manchas de sangre.

Gale le devolvió una mirada severa, las cejas muy juntas. Giró la cabeza.

—¡Alice, querida, ya puedes entrar!

Se abrió una puerta de madera, y al habitáculo entró una chica menudo, con un vestido blanco y sin adornos. Una melena castaña y lisa le caía en la espalda, peinada a cepillo.

—Alice, oh Alice, Alice, por favor, desátame.

La chica respondió con una mirada alargada. Aaron la vio de lejos, pero conocía muy bien su significado.

—Alice, por favor… Alice, déjame llevarte a casa.

—¿Qué casa?

Aaron vio la expresión de Parker. La pregunta se le clavó en forma de puñalada.

—Alice… —Y de pronto, el ruego se convirtió en rabia—. ¡Alice, joder, soy tu hermano!

La chica no respondió. El doctor Gale soltó una carcajada seca, mientras balanceaba el bisturí en sus dedos.

—Prometí que la dejaría ir. Pero ya sabía yo que querría quedarse.

¿Realmente se cree lo que dice? ¿Cree o no? ¿Acaso importa?

—Tu hermana será testigo ahora de lo que espera a los infieles como tú. Del sacrificio nacerá el Paraíso en Shaunavon.

Extendió una correa sobre la frente de Parker, de manera que su cabeza quedó inmovilizada. Entonces bajó el bisturí y comenzó a cortar.


Hubo un momento en el que los gritos cesaron, y ese momento fue bastante más tarde de lo que Aaron habría deseado. Fue cuando cayó en la cuenta, como un fulminante disparo, de que ya no podría salvarle. Por eso se apresuró con la cuerda.

Su idea habría sido alargar la conversación con ese doctor del demonio (esta vez, Aaron no pensó que jurara en vano), hasta liberarse y hacerle sufrir, hacerle sufrir como nunca había hecho sufrir a nadie. Para eso había arrancado la placa de Parker de la máscara antes de acercarse al portón, y la había ocultado en la cara interior del cinturón. Se le clavó en la cadera en cuanto despertó, pero había valido el riesgo. Si se4 le hubiera caído, como el libro, se lo habrían quitado.

La placa tenía por detrás un gancho bastante afilado, y bastante pequeño, y con lo gruesa que era la cuerda de su brazo derecho, donde estaba rozando ahora con ese filo, le llevaría varios minutos. Demasiado tiempo.

Ese cabrón había usado la sierra en más de una ocasión. La sangre rociaba su bata y el suelo en torno a la camilla, con un rojo intenso que reflejaba las luces.

—Todos llevamos una máscara, Aaron. Sea nuestra profesión. Sea nuestra fe. Sea nuestro dolor. —Gale susurraba de espaldas, dando tajos como a un filete—. A veces es necesario cambiar la máscara, pues como todo se deteriora. Pero lo que hay debajo, eso nunca cambia.

Gale dio un tirón suave. Aaron tragó saliva. Alice miraba impasible.

Uso una cuerda para ajustarla al rostro. La ató con un nudo tenso.

Al darse la vuelta, Aaron notó que le flaqueaban las fuerzas. Un temblor le invadía el cuerpo, y su estómago se había enrollado como una manta.

Gale sonrió bajo la cara muerta de Parker. Sus ojos tenían esa misma expresión fervorosa que le vio en el estrado de su casa, rodeados de piel muerta, y el cambio de expresión provocó que un chorro de sangre le resbalara por la barbilla hasta el suelo.

—¿Por qué llevas esa máscara? —continuó—. ¿Crees qué esos harapos ocultan algo? Yo sé lo que ocultas. La Orden…

La cuerda soltó un chasquido y cayó a un lado cuando la desabrochó. Gale abrió mucho los ojos.

Aaron volcó la camilla de un empujón, liberando así el resto del cuerpo. Saltó por encima de la misma para usarla como barrera, o lo intentó, con sus piernas apagadas y rígidas. Cayó al otro lado, golpeándose el rostro. Sacudió la cabeza y gruñó por el calor que afloraba a su nariz. Gale avanzaba en silencio, con pasos rápidos. Aaron tiró la bandeja de instrumental de un manotazo. Agarró unas tijeras de acero justo cuando Gale plantaba un pie frente a su pecho. Se las hundió en el tobillo, hasta rozar hueso.

Gale gritó y se desplomó, jadeando. Aaron se arrastró hacia él y recibió una patada en la cara. Un sabor metálico inundó su paladar, hasta que tuvo que echar un esputo sanguinolento. Se levantó y le golpeó con un puñetazo certero en el vientre.

Ya estoy harto de juegos, hijo de puta.

Le plantó un pie en el cuello, y apretó hasta que Gale empezó a resollar. Con la máscara de piel pálida de Parker, no podía saber si se estaba poniendo colorado.

Aaron escuchó un ruido.

Alice había tropezado con un saco de grano podrido al intentar llegar a la puerta. Aaron levantó hacia ella un dedo.

—Si tocas el picaporte, te juro que cojo un bisturí y te corto el cuello de oreja a oreja.

Aún con esa cara inexpresiva, Aaron sintió el miedo que estallaba en su interior como una caldera. Se agachó y se quedó muy quieta.

—Serás cabrón. ¡Me has destrozado los tendones de…!

Aaron lo levantó con una fuerza descabritada. Lo empujó contra una pared con un golpe sordo. Buscó con la mirada un arma hasta que vio su pistola, en una mesa cercana. Antes de que Gale se hubiera movido, ya tenía el cañón apoyado en su mejilla. O en la mejilla de Parker; la pistola se hundió con un sonido repugnante.

—¡Carnicero lunático! ¿Dónde está?

Gale pestañeó.

—¿El qué?

Aaron le golpeó con la culata. En cuanto amagó un grito le puso la mano en la boca y le clavó el cañón en un ojo.

—¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está el bebé de Rachel Starling? Dímelo o te reviento los sesos.

—Idiota. Y yo que sé dónde está el niño…

—Mientes…

—¡Te digo que no lo sé! ¡Yo solo asistí en el parto! El bebé quedó a cargo de la Orden.

—¿Y dónde lo tienen?

—No lo sé, ¡te he dicho que no lo sé! ¡A mí nunca me decían nada…!

Aaron le hizo bajar el tono de voz con otro golpe. Le miró con los ojos inyectados en sangre, la respiración trocando sus costillas en ráfagas, apretando los nudillos cerca del gatillo.

Ya lo sabía. Claro que aquí no iba a encontrar respuesta. Es la Secta. Es a ellos a los que tengo que buscar.

Esa voz desgarrada, reseca por el silencio del cautiverio volvió a hablar. ¿Por qué no cogiste el coche y te largaste de Shaunavon en cuanto lo supiste?

Aaron se negó a responder a esa voz. Miró el cadáver de Parker. Su rostro rojo tenía los ojos muy abiertos y vidriosos. La mandíbula sobresalía como un pico blanco entre la sangre.

—Esos policías no ven la verdad —susurró Ronald Gale, con el rostro blando, sin facciones que lo perfilaran, cubriendo su gesto—. No promuevo una Salvación basada en fantasías ni oraciones sin respuesta. La mía es una Salvación verdadera. El fin de la Epidemia gracias a la ciencia. Solo necesito la sangre de todos. Tu sangre. Y acabaré encontrando la inmunidad que acabe con esa enfermedad.

—¿Y para eso le arrancaste la cara? —gruñó Aaron.

—Es hora de mostrarle a Shaunavon el método necesario. Cuando sepan lo del chico, la Policía tendrá que actuar. Ellos nos atacaran. Nosotros tendremos pretexto. Y entonces podremos conquistar esta ciudad, por fin.

La voz de Gale era seductora, y Aaron la conocía tan bien. Eran palabras de un predicador, suaves y dulces y enérgicas y afiladas como un arma. ¿O eran de médico?

—Solo buscas muerte. —Aaron negó con la cabeza.

Gale osciló la cabeza, ya olvidando la amenaza de la pistola, sus ojos brillaban entre párpados muertos con la curva de una sonrisa pesarosa.

—¿Muerte? Si hubiera tenido la cura de la Epidemia hace cuatro años, podría haber salvado a tu Rachel.

Algo chasqueó dentro del cráneo de Aaron. Sonaba a una puerta de celda que se abría de golpe, rechinando.

Le disparó en la frente, y la sangre caliente y los trozos de las dos caras de Gale le saltaron por la sotana. Alice no pudo evitar soltar un gritito, y empezó a sollozar.

¿Lloras por él, y no por tu hermano? Con la pistola todavía humeando y candente, se agachó delante de la chica.

—¿Dónde está el resto? ¿El rebaño del doctor?

Alice sacudió la cabeza, testadura.

Aaron levantó la pistola hacia ella, y la chica se derrumbó y lo dijo.

Pudo subirse a una claraboya de esa sala. Al otro lado, había un enorme recinto, la sala en la que el grano se vertía a un prominente elevador de color marrón, sumido en las sombras.

Debían de estar acumulados un centenar de personas, o más, y el rumor de sus cánticos llenaba la torre hasta chocar con tejados de aluminio. Tenían velas y faroles que daba a todo un ambiente antiguo y místico. El olor a humo y viejo cereal llegaba hasta el sitio en el que se alzaba Aaron. Había grano podrido esparcido por el suelo, el aire parecía cargado con un polvo acre.

Nadie le vio. Todos rezaban de rodillas ante el cuerpo de un venado sentado en un altar. Un par de moscas se posaban sobre el pelaje de la bestia muerta. A este Gale le gustaba tanto el attrezzo.

Hombres, mujeres, adolescentes. Ningún niño, pensó para sus adentros. Aunque esa Alice bien le había parecido una auténtica cría que había cometido los peores errores de su vida. Cuando salía de la habitación por una puerta trasera, la vio aproximarse por primera vez al cuerpo de su hermano. Las líneas de las lágrimas marcaban su rostro a cincel. Aaron cogió el libro de la Orden y salió. Atrancó la puerta tras de sí.

El viento lo recibió con un saludo triste. La oscuridad parecía caer derrotada; a lo lejos un resplandor rojo como la hemoglobina clausuraba la noche infernal. La hierba se cubría con rocío, los letreros cobraban vida con frases sin sentido en la negrura. Unos cuervos vigilaban los raíles para viejas mercancías, con el sosiego de quien observa una tumba.

Tuvo que reconocer que quiso soltar una risotada intensa cuando vio al guardián del sombrero alejarse del portón, mirarle con ojos como platos, mientras descruzaba los brazos y se preparaba para sacar su aturdidor.

Aaron levantó el arma e incrustó una bala en su húmero. El hombre chilló y cayó de rodillas.

Cualquier espectador que observara la escena creería que Aaron era un pistolero salido de una película del Viejo Oeste, y jamás adivinarían que ciertamente había errado el tiro, pues él apuntaba al corazón. Eso pensó, al menos, el insospechado observador que miraba a lo lejos, entre los arbustos, y poco a poco se iba acercando.

—¡Hijo de puta! —Una vez oyó esa voz esforzada, Aaron pensó que ese tío del sombrero no parecía tan temible—. ¡Si me haces algo, la Secta irá a por ti!

Aaron se detuvo en seco.

—¿Cómo?

—Si has matado a Gale, la Secta te…

—Le has llamado Secta dos veces. En vez de Orden.

El hombre enmudeció. Aarón dio dos rápidas zancadas y le arrancó sombrero y bandana para verle el rostro. Otro puto crío, quizás veinte años. Y esa expresión, como organizaba sus labios y su boca y sus ojos… Aaron la conocía. La vio mucho tiempo en el espejo.

—Tú no eres un ciego creyente. Eres un mercenario, ¿a qué si?

—Vete a la mierda, sacerdote.

Aaron le colocó la pistola en la coronilla.

—Tú sabías quien era. Por eso encontré mi nombre en las amenazas. La Secta sabía que estaba aquí. Llevan años buscándome, me quieren muerto. Lo sé.

—No sé de qué…

Aaron apretó contra él la pistola. Ya se estaba hartando de eso.

—Niégalo y te reviento la tapa de los sesos, como a Gale. Ni siquiera tienes el acento de esta zona, joder. Eres americano.

El chico levantó las manos con nerviosismo.

—¡Para, tío, para! Sí, la Secta me contrató para vigilar a ese puto Ed Gein. ¡Hay que buscar dinero dónde sea hoy día! Pero a mí me dijeron el nombre en la Hermandad. Yo no sabía nada.

Aaron le agarró del cuello de la chaqueta.

—¿Desde dónde te envió la Secta?

El chico titubeó, luego respondió a regañadientes.

—De la… filial que han abierto en Toronto. Fue hace poco, están bien ocultos.

Fue allí cuando Aaron resolvió su primera determinación. Los rayos del sol se encauzaban en los raíles de hierro, y le iluminaban los ángulos del rostro.

—Pues vamos a hacerles una visita.

—¿Cómo que hacerles?

—Dices que están ocultos. Tú me llevarás hasta ellos.

—¿Qué? De eso nada, cura de los cojones.

Le dio tiempo a proferir dos insultos más antes de que Aaron le tumbara con su aturdidor, lo que consideró, por el momento, una retribución justa. Cogió alambre de una cerca cercana para maniatarle (la cerca tenía pinchos, pero seguro que unos arañazos no le importaban mucho). Comenzó a arrastrarlo cuando oyó unos gritos desde el elevador.

Lo han descubierto.

Se acercó y agudizó el oído.

—¡Han sido los policías!

—¡Tenemos que matarlos a todos!

—¡Shaunavon conocerá la ira del Señor!

Y los pies, diez, cien, mil pasos que se acercaban al portón de hierro.

Aaron miró a su derecha, y encontró el farol con la bombilla, en el suelo. Seguramente el chico del sombrero lo había usado para darse luz en la noche; ahora, solo vivía en los rescoldos de la penumbra.

Levantó la cabeza, y vio dos metros por encima, el pequeño ventanuco redondeado, exudando ruido y olor a polvo de grano rancio.

Aaron ya no sabía en creer, pero no pudo rechazar el pensamiento de que todo eso parecía especialmente plantado para él, predestinado por algún tipo de providencia que le instaba a actuar.

También podía ser la voz oscura del presidio, pero, en el camino que Aaron enfilaba, no se veía capaz de distinguirlas.

Rompió los cristales del farol, y los arcos voltaicos chispearon, libres. Aaron sopesó el peso del candil en las manos, calculó la trayectoria y lo lanzó por el ventanuco

Se escucharon unos gritos, menos de lo que esperaban. Mirando siempre a la torre, Aaron se alejó, con pasos lentos.

La deflagración lo tiró contra el suelo, en una bofetada cálida. Toda la estructura tembló, y por los ventanucos salieron columnas y lanzas de fuego. Aaron se incorporó con el corazón a mil. Algún chillido de auxilio, y a los segundos, solo el ronroneo glotón del fuego. Él mismo se alarmó de lo poco conmovido que se sintió. Menudo portavoz del Señor estaba hecho.

Un objeto romo le golpeó la cabeza, desde atrás. Las estrellas le obnubilaron la vista, y sus rodillas flaquearon. Levantó a tiempo el brazo, y el segundo golpe le arañó el antebrazo. Agarró lo que le había golpeado: no era más que un trozo de poste de una de las cercas. Dio un tirón y la persona que lo empuñaba cayó al suelo, entre resoplidos.

—Sussane…

Y entonces lo comprendió. Ya lo entendía todo. Todo cobró sentido desde el primer paso que dio en esa mugrienta cantina.

—¿Qué es lo qué has hecho? —preguntó ella con una voz lacrimosa. Dios, está horrible. Bastante más horrible que yo.—. Aaron, joder, lo has echado todo a perder.

—Tú me trajiste aquí para que Gale me cogiera. Todo estaba planeado. La Hermandad sabía mi nombre por ti.

Las dotes de Aaron para su profesión le habían fallado esta vez. Si hubiera sido capaz de leer a las personas tan bien como creía, habría notado que el nerviosismo de Sussane era propio de los mentirosos. Y de los desesperados.

—¿Por qué, Sussane? ¿Por qué lo hiciste? Dios, Rachel era tu amiga. ¡Y tú me has traicionado por uno de los cabrones que la dejaron morir!

Sussane levantó esos ojos, grandes y colmados de lágrimas.

—Por favor, Aaron, no te hagas el moralista. No después de lo que has hecho. Le has matado. Les has matado a todos.

—¡Claro que sí! —chilló Aaron a todo pulmón. Y Sussane retiró el rostro, y se agarró las mangas.

—Lo que te dije de Gale y de Rachel era cierto, ¿o no? —tuvo al desfachatez de susurrar.

—Sí, pero tengo la sensación de que se te olvidó decir mucho más.

—Es posible —dijo ella, y soltó el aliento tembloroso—. Pero como decir algo que ni yo quiero creer.

Con esa palabra, retiró una de sus mangas. Tenía unas manchas doradas, pero oscuras, como una miel pasada de fecha. Allí donde no crecía ese color tan frío, asomaban ronchas y ampollas. El rastro de color seguía, como lagunas en un mapa soez, hasta ocultarse por el hombro.

Aaron tragó saliva, y por mucho que se resistiera, su rabia se evaporó. Solo sentía lástima. Lástima por ella, lástima por él mismo.

—¿Dónde está Tom? —preguntó con un tenue hilo de voz.

Sussane sorbió con dureza por la nariz, y tosió por el humo. Una lágrima resbalaba por sus escuálidas mejillas, pegadas a los pómulos.

—La Epidemia se lo llevó, hará cosa de un mes. Creo que fue él quien me lo contagió, mi querido Tom… Aaron, he buscado tanto una esperanza. Y he rezado, he rezado tanto que me dolía la cabeza. Hablé con creyentes, y con los rumores que estos llevaban por las carreteras. Así oí de Gale, de la cura que estaba buscando.

Sussane agarró a Aaron de su mano libre, la apretó y cerró mucho los ojos. Sentía como le clavab los dedos en las cicatrices de la muñeca.

—Ya noto la muerte creciendo en mi interior, esa larva que poco a poco me consume para crecer y crecer. Tú eres distinto, Aaron. La Epidemia nunca te ha tocado. Y has estado tan cerca de ella. Tu sangre, tu sangre podría haberme salvado. Gale podría haber sintetizado una cura. Dios te ha bendecido.

Aaron, con mucha suavidad, le apartó las manos.

—No, Sussy, nadie me ha bendecido. Y si no, mira a tu espalda.

El humo salía por cada agujero de esa oxidada estructura. Aumentaban los crujidos de la madera y el metal. Los cimientos se estaban debilitando.

—Quizá —concluyó ella, moviendo la cabeza como si flotara— es la voluntad de Dios que me encuentre con él.

¿Cuántas veces he escuchado ese argumento? ¿Cuántas veces, atribuir lo que no se puede controlar a un ser superior? Él acababa de hacerlo, ingenuo, cuando tiró el candil. Pero fue su decisión.

Sussane había ido esparciendo la Epidemia por todo Shaunavon con su furtiva visita. Aaron se convenció de haberlo salvado cuando arrojó el fuego al elevador de grano, y en realidad ya había sido condenado. No sería ni el primer ni el último asentamiento olvidado, repleto de esqueletos y ruinas, cercado por grandes muros y carteles con el símbolo de peligro biológico.

¿Y todo eso es voluntad de Dios? De verdad, espero que no.

—Lo siento, Sussane. —El tono de sacerdote compresivo volvió en esas palabras, y para sumar, le puso una mano cálida en el hombro, antes de marcharse, mientras ella observaba el elevador de grano que se convertía en antorcha, extinguidas las vidas de su interior.

Aaron metió al chico del sombrero en los asientos de atrás de su Mustang, y luego se puso al volante. Con la ventanilla rota, el aire cargado de humo le entraba por la nariz y le picaba la garganta. Se alejó por la carretera a toda velocidad, con el rostro lleno de hollín y sangre.

Miró Shaunavon por el retrovisor. Creyó escuchar un grupo de sirenas que se acercaba. Pisó con más fuerza el acelerador. El día devoraba la congregación de luces de las casas, y poco a poco, vio como la ciudad se consumía en la distancia.

Siguió una carretera rumbo este, con el sol de cara, los ojos fruncidos y llorosos. Intentó visualizar el rostro de su descendencia para sentirse mejor, pero esta se deshizo en la bruma.

Y, en el fondo de su mente, le sobresaltó una risa gutural, voces mezcladas.

Ahora que Dios no te acompaña, nosotros seremos tus amigos. Tu consuelo. Tu odio.

Hacia dónde te diriges, ¿queda el futuro, o la venganza?

17 октября 2017 г. 9:57 4 Отчет Добавить Подписаться
4
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Valentino - Valentino -
Excelente clásico te has logrado. saludos.

Valentino - Valentino -
Excelente clásico te has logrado. saludos.
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