celia-perez-leon1635581119 Celia Pérez León

Eva se marchó de su pueblo dejando atrás el hogar de su infancia, las calles de su adolescencia y a Cris, su primer amor. En la ciudad ha conseguido rehacer su vida, tiene una nueva rutina, nuevas amigas. Casi ha conseguido olvidarse de ella, casi. Al menos así era hasta que vuelve a cruzarse en su vida, mudándose al piso de abajo de su edificio. ¿Podrá superar su historia con Cris? ¿Volverá a caer en el embrujo del primer amor? ¿Será capaz de decir esta vez todo lo que calló en aquel entonces? Esta es la primera entrega de la Colección Indómitas. Es un proyecto de novelas autoconclusivas. Puedes leer cualquiera de ellas en el orden que prefieras, no hay spoilers. Al menos no tan graves cómo para no poder disfrutar la lectura. Este proyecto nace desde el deseo de mi yo adolescente, que habría disfrutado de poder leer comedias románticas LGBT, y no solo historias donde ser diferente era causa de desgracias y malestar. Cada pequeña novela cuenta la historia de una mujer LGBT y empoderada, que lleva las riendas de su propia vida y ama sin miedo.


LGBT+ Всех возростов.

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Capítulo 1: Encuentro

9 de abril de 2020

Como cada mañana, Eva se levanta en modo automático. Saca las piernas de la cama, va a la cocina, aparta al gato que llora pidiendo su comida, prepara el café y vuelve a ser persona tras el último sorbo. Entonces todo comienza a fluir de manera más natural. Da la comida al pobre Bruno, e incluso dedica unos minutos a acariciarlo antes de seguir con su rutina. Una ducha y algo de ropa, la que haya elegido el día anterior. Se lava los dientes mirándose al espejo, intentando recordarse a sí misma todo lo que intenta ser. «Mantente equilibrada, come sano, cuídate, quiérete». —Y todos los te que corresponden a una chica de 20 años que se prepara para ir a la universidad—. Luego peina su pelo y se echa un último vistazo en busca de cualquier imperfección. Una vez terminada su rutina de preparación, sale feliz por la puerta, dando un último vistazo al piso familiar que tiene la suerte de poder utilizar durante los años que dure su carrera. Tiene una ventaja que no todos tienen y por eso la cuida como oro en paño. Aquella mañana habría sido simplemente un día más de no ser por lo que sucede al cerrar la puerta tras el impaciente Bruno, que maúlla en forma de despedida a su querida ama. El ruido de la puerta cerrándose se sincroniza con otra que se abre un piso más abajo. Aquel sonido pasa desapercibido para Eva, que se dispone a bajar el primer tramo de escaleras con toda la calma que acompaña a quien no es consciente, aún, del terremoto que está a punto de colapsar su vida; con esa calma especialmente espesa, que solo a posteriori identificamos como incómoda porque a nadie se le ocurre intentar adivinar en los matices de la paz la venida de la tormenta. Y mucho menos a Eva, que aquel nueve de abril llega tarde a clase. Por desgracia para ella, por la escalera del segundo piso vienen subiendo, sofá al hombro, dos hombres anónimos que parecen estar realizando una mudanza. El piso de abajo, el segundo D, por fin va a ser habitado. Y no tienen mejor momento para comenzar la mudanza que a aquellas horas de la mañana. Eva sabe que dentro de un par de minutos no será solo ella la que espere impaciente al borde de la escalera. Mientras mira el reloj —como si a base de mirarlo el sofá pesara menos y subiera más rápido—, detrás de ella se escucha una voz que hiela su piel.

—Venga, por favor, que esta chica querrá bajar.

Antes de ser consciente de qué está pasando, la piel de Eva ha reconocido y analizado aquel timbre de voz. La edad ha matizado ciertos tonos, pero sigue siendo Cristina. De eso no hay duda. Sus mejillas arden. De intriga, de un extraño miedo que le suda por las manos, de ganas de girarse y volver a verla, de dudas sobre si actuar normal, o si… de emoción. Porque su piel nunca dejará de erizarse cuando escucha la voz de Cristina. Como si se tratase de ese leve olor a quemado que desprende una olla bien cerrada sobre el fuego de la cocina, Eva percibe de repente los fuertes latidos de su corazón. No sabe cuántos minutos podrá pasar Cristina sin darse cuenta de quién es Eva, porque cada uno de los sentidos de esta última ya han reconocido a la que siempre tendrá el poder de alterarla de aquella manera. Hasta la castigada vista de Eva —no te atrevas a mirarla, mucho menos roja como estás— disfruta ya de la silueta de su sombra. El sofá sigue subiendo por las escaleras y, sin ser descortés para no destacar, Eva vuelve a mirar su reloj impaciente. No le importa llegar tarde a clase, no le importan los mantras repetidos ante el espejo. Lo que no quiere es caer ante la tentación que agarrota sus músculos. No quiere mirarla porque se conoce. Es débil. Si la mira volverá a estar perdida, si es que no lo está ya. Aun así, sus ojos están ansiosos por perderse en la figura de Cristina. Mientras Eva le pide al tiempo que se acelere solo para ella, su imaginación se inquieta intentando adivinar cómo habrán pasado los años por la joven que comienza a mirar su espalda. Se la imagina preguntándose: «¿Esta chica no me suena de algo?». A Eva le suenan las tripas de impaciencia, de miedo, de ganas, de prisas, de nervios.

—¿Eva…? —La voz de Cristina la llama y eso es demasiado para ella.

Como si realmente la boca de la chica pudiera provocar derrumbamientos, el sofá cede de entre los hombros de los dos hombres y cae con un fuerte estruendo. Es lo suficientemente ruidoso para distraer durante unos minutos a la propietaria del mueble. «Madre mía», murmura Eva, que desaparece escaleras arriba hacia la seguridad de su piso. No puede creerlo. Simplemente no puede creerlo. Detrás de ella queda la voz de Cristina, que interviene en la caída del sofá, y aquella otra voz. Igual de conocida para ella. Es Luis. El novio de Cristina que, por supuesto, sigue allí. El sudor se vuelve frío en sus manos escondida tras la puerta de su piso. Frente a ella, como si sonriera, Bruno maúlla para saludarla.

—Madre mía —vuelve a murmurar.

Eva va al baño y tras lavarse la cara sabe lo que va a hacer. Aunque quizá no sea lo que debería. Escribe rápidamente en su móvil: «Chicas, hoy no iré a clases. No me encuentro bien». Omite información, pero es verdad. No se encuentra bien. Después hace algo de lo que no tardará en arrepentirse. Se cambia de ropa. Pasa de los vaqueros y la chaqueta de ir a clase a la ropa sucia de estar por casa y vuelve al sofá a ver cualquier cosa que calme sus nervios. Bruno, sobre ella, ronronea contento por el cambio de planes. Poco a poco su piel vuelve a la normalidad, su pulso se calma y puede volver a pensar con claridad. Hace dos años que no ve a Cristina. Recuerda aquel día, aquellas últimas palabras. Hay cosas que se graban en la mente y nunca se van. En su caso, Cristina. Pero no solo se le ha grabado en la mente. La tiene en la piel, en el corazón, en los labios, en la nariz. Puede recordar con exactitud cada pequeña pieza que conforma la imagen de Cristina. Es como un chicle pegajoso y endurecido por el tiempo, pegado a su pelo. Bien podría cortárselo para olvidarla y volvería a crecer. Pero no quiere. No quiere hacerlo. No está preparada para olvidarla.

El timbre que suena la despierta de sus ensoñaciones, de sus discusiones consigo misma. Bruno, con su habitual desorden de gato que se cree perro, maúlla contra la puerta. Eva se levanta y camina hacia ella y parece adivinar quién la espera al otro lado. Le da tanto miedo abrir que tarda unos segundos en dar el paso. Pero desea verla más de lo que desea olvidarla. La rendija que consigue abrir es pequeña, pero es suficiente para que vea el rostro de Cristina. Ahora lleva el pelo mucho más corto y continúa usando el piercing que se hicieron juntas sobre la nariz. Su sonrisa sigue igual de torcida e igual de preciosa. Sus ojos castaños la atraviesan con una bocanada de nostalgia que llena los pulmones de Cristina a través de sus labios carnosos. Pararse a mirar sus labios siempre ha sido mala idea, por lo que Eva intenta desviar su mirada hacia el corte castaño que lleva la joven, que siempre había presumido de melena, intentando encontrar en ese toque distinto un ancla para su cordura. «Mírala a la nariz y no a los ojos», se repite a sí misma; como si la mirada de Cristina fuera la de Medusa y fuera a convertirse en piedra de caer en la tentación. Termina de abrir la puerta armándose de valor, dispuesta a no mirarla a los ojos, pero falla ante la primera palabra que sale de los labios de la chica.

—Eva… —murmura Cristina al otro lado de la puerta. Eva no puede evitar mirarla a los ojos. «Serás tonta», piensa la aludida—. No nos vemos desde…

«Desde ese día», completa Eva en su mente. Pero no recuerda aquella despedida agria. Recuerda aquel otro día. Recuerda las manos de Cristina en su cintura, recuerda el sabor de sus labios, de su lengua buscando la suya. Recuerda el olor a incienso que salía del pasillo de la casa de los padres de Luis. Recuerda el sabor a cerveza en su boca. Recuerda la cálida sensación de la piel de Cristina sobre la suya. Recuerda la voz de Luis por el pasillo. Recuerda las prisas. Recuerda el miedo. Recuerda la culpa. Por supuesto que recuerda aquel día. Y recuerda esa mirada.

—Es increíble. No sabía que el piso de tu padre… Bueno. Qué casualidad. No puedo creer que seas tú. Estás... Estás… —los ojos de Cristina la recorren con desesperación.

—Ocupada —la interrumpe Eva, que ha conseguido unos segundos de cordura y ha apartado bruscamente la mirada.

—Oh, claro, seguro… —contesta Cristina, que recorre con su mirada la ropa de estar por casa con la que Eva le ha abierto—. De todas formas, solo quería invitarte a cenar esta noche en casa. Cuando Luis se ha enterado de que vives arriba ha querido volver a verte. Está abajo arreglando las cosas, pero si quieres bajar… Aunque claro, estabas ocupada. Bueno. Ya lo verás esta noche. Cenamos a las diez.

Eva se mantiene en silencio, reconociendo de repente la incomodidad que llevaba impregnada aquella calma que la acompañaba por la mañana, sabiendo que no volverá a sentirla en un buen tiempo, sintiendo el olor de Cristina que está matándola. La joven mira a ambos lados, como quien está a punto de cometer un crimen, y se acerca un poco más a Eva, que tensa su cuerpo ante su presencia. A punto de derretirse. A punto de sujetar su cuello y robarle un beso nuevo, un beso que está deseando darle. Pero se queda quieta, sintiendo aquel aroma tan conocido y esa respiración que bien recuerda su cuerpo.

—Estás más guapa aún, si es posible. Te he echado mucho de menos, Eva —Su voz ha perdido el matiz de adulta encargada de una mudanza y es ahora más parecido al ronroneo de Bruno cuando lo acaricia mientras duerme. Tiene que morder su lengua para contenerse—. Espero verte esta noche. Yo… no te he olvidado.

La voz rota de Cristina la provoca a mirarla y se encuentra con su mirada tan cerca de su boca que siente un irremediable instinto de tocar su rostro. De besarla. De volver a abrazarla. De…

—Cristina, yo…

—¡Cariño, estos señores dicen que tienen que irse ya! —La voz de Luis les hiela la sangre a ambas.

Eva despeja la cabeza y cierra la puerta ante la dolida mirada de Cristina. Porque ella nunca la llamaba por su nombre completo. Ella siempre usaba un dulce «Cris».

Eva no puede controlar la necesidad de poner su cuerpo contra la puerta, intentando bloquearla para que nada entre en su piso. Para que no pasen los recuerdos, para que no pasen las ganas de correr hacia Cristina, para que no pase la idea de que dos años después sigue enamorada de ella. Para que no se cuele la idea de acudir a aquella cena. «No, ni de coña».



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30 октября 2021 г. 17:41 0 Отчет Добавить Подписаться
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Прочтите следующую главу Capítulo 2: La playa

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