Todo comienza cuando se apaga la luz.
Los olores son más fuertes, los sonidos más claros, la visibilidad, casi nula… pero es que no se necesita ver, se necesita sentir, entonces se abre la puerta cuando las lágrimas comienzan a fluir.
¿Cómo, cuándo y por qué? Por qué a mí, los demonios se acercan sin sigilo, quieren ser vistos, quieren ser apreciados, sí, por lo que son, emociones malditas por mí misma, cuando la tristeza pasó a la ira y terminó como rencor, en demonio lo transformé yo, al manipular de manera malvada mi propio ser, al marcar mis heridas más profundas, incluso arrojándoles sal y frotándolas creyendo que sanarían más pronto.
Distintas voces, cercanas, lejanas, difusas y extrañas; reptan por mi espalda, susurran a mis oídos, hacen llorar al niño interior pero no tiene caso temer, los demonios no se irán sin importar lo mucho que llore, los múltiples medicamentos que entren por mi boca. Respira niño, ya no hay nada que drenar, la sangre está en el piso, está, en las venas, está sobre la mesa, como un sacrificio. Es una guerra, pero no para sacar a los demonios de aquí, ni para sobrevivir, no se trata de perder o ganar. Levanta tu cara y junta aire en el pecho hay que quemar los recuerdos que los hicieron nacer, para hacerlos más pequeños, para manejarlos y no jueguen con nuestra cordura, menos aún, con nuestro corazón.
En la oscuridad, niño y ser, se dan la mano «a los demonios no hay que temer». Más miedo causan las personas que allá afuera se ven.
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