Día 65 de Otoño, año 1542. C.A.
Mientras el anciano robusto acomodaba el kokoshnik blanco sobre su cabeza, la muchacha pelirroja se limitaba a releer las cartas de aquel con quien se casaría ese día. Esa jovencita de ojos azul indeciso era la futura heredera de Lyonya Imperial del Norte, bautizada ante la Iglesia del Rubí como Yulia Aleksandra Oryolovna Lebedeva, en cuyas venas corría la sangre de los antiguos leones de fuego, toda una descendencia de poderío y orgullo en Tronos Nuevos, el continente del otro lado del Mar Amit.
Sin embargo, el peso de sus antepasados caía abruptamente en sus débiles hombros, tenía miedo de no ser suficiente para el temido Imperio Rojo del que todos los reinos hablaban y del que las Leyendas de Reyes se vanagloriaban de nombrar como la mayor potencia de esas tierras.
Y habían pasado cuatro años desde que se comprometiera con el príncipe de la provincia de Huo, de las tierras blancas de Feinuo, durante ese tiempo no había visto siquiera una pintura de su futuro esposo. Era el trato que el Líder de Hou había impuesto, antes de conocerse los herederos debían forjar una relación intelectual ya que para los feinueses era más importante que la apariencia, hecho por el cual ellos siquiera sabían sus respectivas edades.
—¿Estás nerviosa? —preguntó Vitaliy mirándola a través del espejo.
—Un p-poco—Yulia se sonrió—, ¿y si no s-soy lo que él esp-pera? —musitó contemplándose en el espejo.
—Si así fuese entonces no estarías usando este sarafán, mi niña—respondió Vitaliy con esa suave sonrisa que siempre tenía para ella.
Yulia se sonrió.
Entonces la Gran Duquesa dio un último vistazo a las cartas escritas en feinués.
“Espero encontrarnos pronto, mi luz”, decía el príncipe en su última carta, y al leerlo Yulia sintió que se le erizó la piel.
—Es hora, Alteza—anunció Vitaliy retrocediendo.
Por lo que Yulia no tuvo otra opción que levantarse del taburete de tela blanca brocada. Las perlas que colgaban del tocado parecieron emitir un murmullo agudo, ella podía escuchar como las joyas que caían sobre su cuerpo chocaban entre sí. Ella era algo baja, tenía sólo dieciséis años, pero poseía una belleza refrescante entre los longevos rostros de la aristocracia, puesto que la lluvia de pecas que cubría sus mejillas armonizaba perfectamente con sus labios tan rosados que parecían maquillados. Además, había heredado los icónicos lunares de los Lebedev, uno debajo del ojo derecho, y el otro en el lado izquierdo del mentón.
—Vitaliy—dijo Yulia mirando al anciano, y él la contempló—, n-nunca me ab-bandones—agregó con un perfume melancólico en el rostro.
Y el anciano tan sólo suspiro, asintió con cordialidad.
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